viernes, 1 de marzo de 2019

PAR PERFECTO: CAPITULO 59




Pedro no encontró a su padre en la casa pintada de color oscuro en la que creció, sino en un bloque de ladrillo de Allston, donde los jóvenes universitarios en monopatín se mezclaban con las viejecitas que cargaban penosamente con las bolsas del supermercado. Al subir los escalones que llevaban hasta el portal, Pedro esperó tener algún reparo, pero la determinación se impuso.


Había buscado la dirección en la guía telefónica mientras Paula se despedía de Mike, y al no encontrarla, había contactado con un policía amigo suyo que se la había conseguido en cuestión de minutos. Era increíble lo fácil que resultaba encontrar a alguien en una ciudad tan grande. Y lo irónico era que se trataba de la persona de la que se había escondido durante tantos años.


Apretó el botón del intercomunicador, tan sucio y viejo que no tuvo muchas esperanzas en su buen funcionamiento, por lo que la voz de su padre lo sorprendió aún más.


—¿Sí?


—Soy tu hijo —dijo Pedro después de aclararse la garganta.


Oyó un silencio producto de la incredulidad y la puerta se abrió. Nada más entrar en el portal oyó la voz de su padre apoyado sobre el pasamanos, que lo buscaba en la penumbra de la escalera.


—¿Damian?


—No —dijo Pedro subiendo los escalones —. Soy Pedro.


Pedro —dijo su padre cuando lo vio a su altura. Jonathan había cambiado sus asombradas facciones por una sonrisa burlona—. Qué bien recibir visitas de la familia.


Estaba erguido, imponiendo toda su altura sobre Pedro, pero éste se puso frente a él, obligándolo a dar un paso atrás y a entrar en el piso. Pedro cerró la puerta tras él.


Podía oler el aliento de fumador de su padre. Y podía notar la aprensión que creyó que sentiría en los escalones de la entrada, pero no venía de él, sino de Jonathan, por su presencia. Aquello impulsó a Pedro a decir todo lo que había ido a decirle.


—Papá —se echó a reír—. Hacía mucho que no te llamaba así. Bueno, ¿por qué crees que estoy aquí?


Su padre lo miró y Pedro no movió ni un músculo facial. Jonathan sacó un arrugado paquete de tabaco del bolsillo y encendió un pitillo en la cara de Pedro, que siguió sin moverse.


—Creo que por fin has entendido cuáles son tus obligaciones.


—¿Obligaciones? —exclamó Pedro, a punto de echarse a reír.


—Para conmigo, que me sacrifiqué por cuidaros a los dos con mi salario durante años.


—Lo siento, pero ¿de qué modo me compromete eso?


—Eso significa que tienes que echarle una mano a tu viejo de vez en cuando.


—¿Y en qué consiste eso de echarte una mano?


—Es tan fácil como firmar un cheque.


—¿Quieres que te firme un cheque para que me dejes tranquilo? ¿Y dejarás a Damian en paz?


—Sí. Hasta...


—¿Hasta cuándo?


—Hasta la próxima vez que necesite ayuda. Eres mi hijo para toda la vida, no lo olvides, y tu obligación no se acaba.


—Ésa es, papá, la diferencia entre nosotros.


Jonathan levantó la voz.


—¿Cómo dices?


—Que no tengo ninguna obligación en absoluto contigo. Ni ahora ni nunca.


—Pequeño desagradecido...


—No —dijo Pedro, cortando la sarta de insultos—. No soy pequeño. Ya no. Pero sí soy desagradecido, lo admito, por todo lo que nos diste. Tú crees que te debemos algo. Tal vez los hijos les deben algo a los padres, pero eso es crecer y hacerse dignos del orgullo de sus padres. A pesar de ti, Damian y yo hemos crecido y hemos hecho algo importante con nuestras vidas. Y ahí acaba nuestra responsabilidad contigo y —se detuvo— con mamá. Se ha acabado.
Puedes seguir llamando a Damian y llamándome a mí, pero te digo desde ahora que no servirá de nada y que tal vez debieras emplear el tiempo que pasas al teléfono en buscar un trabajo para pagar el alquiler. No te vamos a dar ni un centavo porque, aunque no supiste cuidar de nosotros, eres perfectamente capaz de cuidar de ti mismo. Espero que me estés escuchando, porque no volveré a hablar contigo nunca.


Su padre apretó la mandíbula y le cambió la expresión de la cara, pero Pedro estaba preparado para eso.


—No me asustas —dijo en voz baja y firme—. No me intimidas y no tienes ningún control sobre mí.


Su padre respiraba con dificultad mientras buscaba alguna amenaza o alguna blasfemia que gritarle.


—Adiós —dijo Pedro, y se marchó del piso con paso firme hasta que llegó a la calle. Así se alejó de su padre por segunda vez en su vida. Pero esta vez, como adulto. Era libre.




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