jueves, 28 de febrero de 2019

PAR PERFECTO: CAPITULO 57




Pedro se quedó mirando la puerta que Paula no había cerrado del todo, consciente de que mientras mirara a la puerta, no tendría que mirar al niño con el que se había quedado a solas.


Al cabo de unos minutos, el niño estaba sentado, inmóvil con una pieza azul en la mano, y Pedro no dejaba de preguntarse dónde estaría Paula.


Podía sentir la mirada del niño sobre él, y se obligó a corresponderlo. Mike fue el primero en romper el contacto visual apáticamente. Pedro se sintió culpable. Era extraño, pero estaba en una habitación con una persona que había pasado lo mismo que él, así que se sintió menos solo. Pero Mike no sabía eso, así que seguía solo, encerrado en su dolor, incapaz de salir de él.


No era justo, así que Pedro debía dejar que Mike tuviera un amigo.


—¿Te gusta el béisbol?


El chico parpadeó. Pedro decidió no buscar reacciones, sino seguir hablando, como si todo fuese normal.


—Fui a un partido de los Red Sox hace unas pocas semanas, pero perdieron. Bueno, tampoco están tan alejados de los primeros puestos, tal vez aún puedan quedar campeones. Si no fuera por esos Yankees, ¿verdad?
Cuando tenía tu edad, guardaba una enorme colección de cromos de béisbol en una caja de zapatos. Ya no los tengo. Cuando me marché de casa, se me olvidó llevármelos.


Pedro se deslizó de la cama y se sentó en el suelo. Tomó una pieza de Lego y lo colocó en la base que Paula había empezado a construir hacía ya mucho rato.


—Paula, quiero decir, la señorita Chaves, volverá en un momento, creo. Ella te quiere de verdad. Ha venido hasta aquí para verte. Seguro que es buena profesora, ¿verdad?


Estaba claro que la conversación iba a ir en una única dirección.


—Ella se preocupa por ti, y mucha más gente. A tu familia de acogida también le gustas, y también a tu médico y los agentes de policía.


Pedro suspiró. No había sonado tan consolador como él había pretendido.


—Todo el mundo quiere que estés a salvo y seas feliz, pero si no hablas, nadie podrá saber cómo te sientes. Bueno, lo entiendo. Todo el mundo te pregunta que cómo estás, y tú no puedes responder porque no lo sabes.


«Porque lo mismo que te ha ocurrido a ti, me ocurrió a mí. Cuando era un niño como tú».


Pedro sintió la sangre que se le agolpaba en la cabeza y el corazón que parecía luchar por salir de su caja torácica. Se quedó en silencio, apilando los bloques de lego mientras el chico lo miraba. No estaba ayudando. Probablemente, lo mejor fuera quedarse allí jugando.


«Ahora es pequeño y si lo ayudamos, tal vez pueda vivir una vida normal».


«Papá ya no puede hacernos daño... Tú no eres como él. Mira lo que te estás haciendo a ti mismo, estás dejando que se interponga entre tú y Paula».


«Hijo, es hora de que recuerdes de dónde vienes. Es hora de pagar».


El puño de Jonathan levantado.


Paula abrazándolo aquella noche, su única noche.


—Mi padre era un nombre malvado —dijo Pedro—. Hizo muchas cosas malas. Tengo un hermano mayor que se llama Damian, y mi padre siempre estaba gritándonos. Nosotros intentábamos estar callados y no darle motivos, pero siempre encontraba algo. También le gritaba a mi madre, y a veces ella respondía, pero pocas veces. Cuando era muy pequeño recuerdo que mi padre golpeó a Damian y él chocó contra la pared. Se oyó un golpe muy grande y todo se llenó de sangre. Mi madre se llevó a Damian y yo creí que nunca volvería. Cuando pregunté dónde se lo habían llevado, él me gritó que me callara y que no hiciera preguntas estúpidas. Me quedé en mi habitación durante horas intentando no llorar porque mi hermano ya no estaba, pero mi madre lo trajo de vuelta. Se había roto la nariz y me contó que mamá no le había dejado decir lo que realmente había pasado, sino que se había caído por las escaleras.
Eso pasó unas cuantas veces más. Se rompió el brazo un par de veces y algunos otros huesos.
Siempre pensamos que algo le ocurriría a mi padre, que la policía estaba para eso, porque mi padre le hacía cosas malas a Damian, y creíamos que nos salvaría, pero no lo hicieron porque nadie les dijo nada.
Después mi padre empezó a pegarme a mí también. Mucho. Me pegaba por subir las escaleras demasiado rápido, por cerrar la puerta muy fuerte, por derramar un vaso de zumo en el suelo e incluso si mis amigos me llamaban por teléfono, porque según mi padre, ocupaban la línea.
Mamá hacía como si no pasara nada. Cuando papá nos pegaba a Damian o a mí, nos dejaba solos un rato y después nos traía galletas o nos dejaba ver la televisión un rato más. Si llorábamos, hacía como si no nos viera, como si todo fuera normal. Supongo que eso era lo que intentaba, que todo pareciera normal.
Aprendimos a vivir con ello, pero después mi madre murió.


Pedro tomó aliento y notó que se le nublaba la vista, pero sabía que Mike lo estaba escuchando. Incluso creyó que el niño se había acercado un poco más a él.


—Se ponía enferma a menudo —continuó Pedro—. Mi madre trabajaba como secretaria media jornada, pero muchos días tenía que quedarse en casa con jaqueca y el jefe acabó despidiéndola. Papá y ella se pelearon mucho y ella en aquella ocasión le contestó. Después se metió en la cama y se quedó allí tres días. Creo que mi padre se quedó en la oficina todo el tiempo. No recuerdo que volviera a casa.


Pedro se quedó en silencio, recordando los detalles. Su madre había llamado a su vecina. 


Después había tomado demasiadas aspirinas, a propósito, y se marchó en una ambulancia. 


Nunca volvió.


—Murió —dijo Pedro—. Nos dejó solos con nuestro padre cuando yo tenía doce años. Las cosas no cambiaron mucho desde entonces. Papá estuvo triste un tiempo, pero después no cambió de actitud, excepto en que todo fue a peor. Estaba tan contento de haberse quedado con nosotros como nosotros de habernos quedado con él.


—Damian y yo éramos muy distintos. Yo era muy callado y mi padre se olvidaba de que estaba allí. Leía porque no se hacía ruido, y estudiaba mucho por el mismo motivo. Por eso sacaba muy buenas notas. Pero Damian era distinto. Sabía que papá odiaba la música fuerte y él la ponía a todo volumen para ver si podía salirse con la suya. Nunca fue así. Y si papá me amenazaba cuandoDamian estaba delante, siempre se ponía en medio para librarme del golpe.
Una noche, papá y él tuvieron una pelea terrible por la universidad. Damian estaba a punto de acabar el instituto y quería ir a la universidad. 
Papá decía que eso era imposible porque era muy caro y que Damian tendría que ponerse a trabajar. Discutieron y papá pegó a Damian muy fuerte. Cuando vi a Damian llorar, corrí a mi cuarto y busqué el dinero que había ganado quitando nieve de las casas de los vecinos o cortándoles el césped. Había ahorrado casi doscientos dólares y con ellos le compré a Damian una bolsa de viaje azul preciosa como regalo de graduación, y le di el resto del dinero. 
Quería que fuera a la universidad y le dije que probablemente no necesitara mucho dinero porque era muy listo y le darían una beca. Así que podría empaquetar sus cosas y comprar un billete a Boston, donde hay muchas universidades. Se quedó allí un rato, mirando la bolsa, y después me abrazó. Fue a su habitación y cerró la puerta.


Pedro volvió a detenerse al pensar en Damian, su valiente hermano, y volvió a sentir por él la admiración que le tenía de pequeño. El niño se acercó aún más a él.


—Unos días más tarde fue el cumpleaños de Damian. Cumplía los dieciocho. Esa noche entró en mi habitación y metió algo de ropa mía en la bolsa nueva. Yo no sabía qué decir mientras él elegía la ropa que me gustaba más y la que más me ponía. Cuando la bolsa estuvo a medias, fue a su cuarto y yo lo seguí. Allí llenó el resto de la bolsa con sus cosas. Ya era muy tarde, así que me dijo que me fuera a dormir. Lo hice y me despertó a las cuatro de la mañana. Salimos a escondidas de la casa, compramos dos billetes a Boston y nunca volvimos a Connecticut.
»Tuve pesadillas durante mucho tiempo y tenía miedo todo el tiempo de que papá viniera a buscarnos y nos llevara a casa. Damian me apuntó a un instituto y convenció a los profesores de que era mi tutor legal. Desde ese día, yo le decía a todo el mundo que mi padre había muerto. Tardé un año en dejar de pensar que mi padre iba a aparecer en cualquier momento. Estaba a salvo y aún lo estoy.


Pedro le dolía la garganta y tenía la boca seca de hablar, y entonces se dio cuenta de que no estaba hablando para sí mismo. Cuando levantó la vista de la alfombra, Mike estaba a unos pocos centímetros de él y seguía mirando a Pedro a la cara, escuchando con atención.


—Tú también lo has pasado mal, ya lo sé —dijo Pedro—, y aunque no lo parezca, has tenido más suerte que yo porque no has tenido que huir de casa. Has sido muy valiente. ¿Sabes que eres la primera persona a la que le cuento esta historia? Eso es porque no soy tan valiente como tú, pero ahora te toca demostrarlo y contar tu historia. Puedes elegir a quién se la cuentas. Puedes hablar con tu familia de acogida, con el médico o con la señorita Chaves, porque las cosas malas no lo son tanto si lo hablas con alguien. Y después de eso, puedes pensar en todas las cosas felices que vas a hacer en el futuro.


Había escuchado esas palabras en innumerables ocasiones, pero nunca de sus propios labios hasta entonces. Y mientras valoraba cuánto de cierto podía haber en esa frase, Mike le colocó su pequeña manita sobre la de él.


Pedro lo había convencido.


Paula, sentada en el suelo con la oreja pegada al otro lado de la puerta, sollozó de alegría.




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