jueves, 31 de enero de 2019

FINJAMOS: CAPITULO 22





Paula abrió los ojos y miró la estrecha franja de sol que entraba bajo el estor. Había dormido hasta tarde. Le había costado conciliar el sueño mientras luchaba con emociones contradictorias. 


Ya no podría olvidarlas ni apartarlas a un rincón de su mente, habían adquirido tamaño y forma.


Incluso si se sentía segura de los sentimientos de Pedro hacia ella, sus respectivos trabajos los distanciaban, y el pasado tenía mucho peso; seguía siendo el hermano pequeño de Marina.


Antes de ir a Royal Oak, Paula ya había pensado en comprarle sus acciones del negocio a Louise, pero no en abandonar la zona o hacerse con una nueva clientela. Había dedicado años a la empresa y en Cincinnati tenía muchos contactos. En Michigan tendría que volver a empezar desde cero.


El futuro de Pedro estaba en el aire. Tenía la posibilidad de ser presentador y había mencionado Nueva York, aunque quizá eso solo fuera un sueño. Desde que Paula había vuelto a casa, su relación había cambiado mucho, pero no sabía si esos cambios durarían. No se atrevía a fiarse de lo que sentía su corazón y de lo que veía en los ojos de Pedro. Quizá todo fuera un romance temporal, sin visos de futuro.


Además, aunque la sonrisa y el carisma de Pedro la hechizaban, quizá para él solo fuera una conquista más. La amiga de su hermana, diana de sus burlas durante años. Pero si pretendía burlarse, no ganaría. Pasara lo que pasara, ella sería la vencedora.


Paula se dio la vuelta y alzó la cabeza. Aunque era sábado, Pedro iba a pasar la mañana en el estudio. Entretanto, ella tenía que preparar el catering para el lunes. Salió de la cama y preparó un plan. Primero tenía que llamar a Louise y pedirle que le enviara las recetas por fax, recetas sencillas que no requirieran equipo especial. Después haría la lista de la compra.


Se vistió y bajó las escaleras. En la cocina había una nota de Marina diciendo que había salido. 


Desayunó rápidamente, llamó a su socia y esperó la llegada dé las recetas. Dedicó unos minutos a calcular los ingredientes que necesitaría y después hizo la lista: queso de cabra y parmesano fresco, huevos, nata para montar, champiñones grandes, endibias, gambas... Suponía que unos canapés variados bastarían.


Cuando Pedro llegó a casa, puso una mano en su espalda y lo obligó a volver a salir.


—Tú me metiste en esto, y sufrirás conmigo —dijo. Él esbozó una sonrisa patética, pero ella puso la lista de la compra en su mano—. Juntos, ¿recuerdas? —decidió restregárselo bien—. Quizá nos encontremos con tu jefe en el mercado. ¿No lo impresionaría eso?


—Supongo, pero...


—Pero ¿qué? —arqueó una ceja—. No quieres que te deje sin comida para el cóctel, ¿verdad? ¿Quieres que tus invitados acaben tomando galletitas con queso?


—Con ayuda, me refería a que te enseñaría dónde están las cacerolas —la miró un segundo y sonrió—. Parece que tú te referías a otra cosa. Esperas que haga esas cosas diminutas, ¿no?


—Acertaste —dijo Paula—. No te olvidaste de llamar a los proveedores, ¿verdad?


—No. Todo está contratado. Cristalería, vajilla, mantelería, todo.


—Eso quería oír —le dio un golpe suave y subió al coche.


Las compras no fueron sencillas, Pedro no ayudó en absoluto. No parecía saber la diferencia entre un arenque ahumado y una alcaparra. Gracias a su fuerza de voluntad, Paula se encontró por fin delante de la caja, con una cesta llena de queso de cabra, aceitunas negras, caviar y todos los demás ingredientes.


Cuando llegaron a casa, Paula se tensó al ver la hora que era. Esa noche se celebraba la recepción del centenario. Dejó las bolsas en la encimera.


—Necesito tiempo para vestirme —dijo.


—Guardaré todo mientras te arreglas —dijo Pedro— Yo estoy guapo aunque no me maquille.


Ella sonrió y corrió a su dormitorio. Menos de una hora después, Pedro aparcaba junto al instituto. Paula salió del coche y, cuando él se puso a su lado, la dura realidad la abofeteó. Iba a entrar a la recepción del brazo del insoportable hermano de su mejor amiga. Casi tuvo un ataque de ansiedad cuando llegaron al vestíbulo abarrotado. Rostros desdibujados notaron ante ella, algunos familiares, otros desconocidos.


Se oía música tras las puertas abiertas y Pedro la llevó al interior de la sala, donde un pinchadiscos ponía CDs y algunas parejas bailaban las últimas melodías de moda. Había refrescos y aperitivos en unas largas mesas, y Pedro llenó dos vasos de papel y le entregó uno.


Mientras Paula bebía, se escuchaban gritos de entusiasmo por la sala abarrotada, cuando la gente reconocía a antiguos amigos o compañeros. Una admiradora de televisión acorraló a Pedro y Paula paseó entre la gente, saludando a conocidos y compartiendo historias.


Cuando las luces se atenuaron, Pedro la buscó y la llevó a la pista de baile. Nadie había hecho comentarios negativos al verlos juntos y Paula se relajó. Le agradaba ver los ojos confiados de Pedro, y disfrutaba de estar entre sus brazos. 


Percibió el mismo aroma boscoso que el día que él la rescató en la autopista, y recordó su aspecto bajo la lluvia. La imagen hizo que se estremeciera.


—¿Ocurre algo? —musitó él en su oído, apretándola contra sí.


—No, no pasa nada —murmuró ella, sonrojándose al sentir la obvia excitación de Pedro. Él la apretó aún más y, en contra de sus planes, ella se rindió al contacto, deseando más.



FINJAMOS: CAPITULO 21




El rostro de ella no se inmutó. Pedro, frustrado, le abrió la puerta del coche y ella subió. No sabía cómo solucionaría lo del cóctel, pero no permitiría que ella le preparara ni un vaso de agua con una aspirina, aunque le hacía mucha falta, y mucho menos canapés para un cóctel.


Condujeron en silencio y cuando llegaron al garaje, ella abrió su puerta. El capturó su brazo antes de que escapara.


—Dame un puñetazo, Paula. Me lo merezco. No puedo soportar verte dolida —la miró suplicante, esperando una palabra, algo que implicara que lo creía—. Sé que crees que miento, pero estoy loco por ti desde el instituto. Siempre me he preguntado por qué nunca le he hecho una proposición seria a ninguna mujer. Intentaba imaginarme casado, pero a todas las mujeres con las que salí les faltaba algo indefinible —puso la palma de la mano en su mejilla—. Ese algo eres tú. Me merezco un bofetón por hablar sin pensar.


Como un latigazo, la mano de Paula voló por el aire y lo golpeó en el lado de la cara. 


Asombrado, la miró fijamente. El bofetón le dolió en la mejilla y en el orgullo. Paula estaba y parecía atónita. Se tapó la cara con las manos y a él se le derritió el corazón. La tomó entre sus brazos. La había insultado y ofendido. Anhelaba borrar a besos las lágrimas de su rostro.


Le apartó las manos de la cara, alzó su barbilla y titubeó. En vez de lágrimas, se encontró con un estallido de risa. La miró boquiabierto.


—Perdona, Pedro. No me puedo creer que te haya pegado tan fuerte. Aunque te lo merecías.


—Tienes bastante fuerza —él se frotó el carrillo—. Me acordaré de no volver a sugerirlo —lo ridículo de la situación lo hizo sonreír y acarició con un dedo lo labios de Paula—. Eres preciosa.


—Tú tampoco estás mal, señor Televisión. Pero me has humillado —su expresión se relajó y alegró la cara—. Supongo que este sacrificio convencerá a tu jefe de que vamos en serio.


—Seguro —dijo Pedro— Te prometo... te prometo otra cosa. La próxima vez que me oigas decir que te necesito, será con el sentido que creíste entender antes.


—No quiero oírtelo decir en mucho tiempo —Paula puso un dedo en sus labios—. En serio.


—Prometido —se trazó una cruz en el pecho—. Aunque mis labios callan, habla mi corazón.


—Y dices que no eres poético —Paula meneó la cabeza.


El viernes por la tarde, a las siete, Gerardo Holmes recogió a Paula en su lujoso coche. En el restaurante, Paula esperó junto a él mientras el maître preparaba su mesa.


El jefe de camareros, vestido de esmoquin, los guió a una acogedora mesa junto al ventanal con vistas al lago Saint Clair. Con una reverencia, les entregó una elegante carta a cada uno. Mientras la miraba, Paula echó una ojeada furtiva a la puerta, esperando a Pedro y a Patricia.


—Estás muy guapa hoy, Paula—dijo Holmes.


—Gracias, señor... Gerardo —miró el exclusivo vestido de los cuarenta que había comprado de la colección Patti Smith—. Es un vestido viejo —sonrió al hacer esa ambigua afirmación.


—Es encantador —bajó los ojos y dejó la carta en la mesa—. Siento que mi hija haya retenido a Pedro, pero... el placer es mío. De no ser por ti, habría venido solo, me temo.


Pedro me dijo que eres viudo.


—Desde hace casi tres años —alzó la mano y le dio al vuelta al delicado ramo que hacía de centro de mesa—. Soy un hombre de familia, Paula, y supongo que por eso he malcriado a mi hija.


—La quieres. Eso no tiene nada de malo.


—Espero que tengas razón —su rostro se iluminó. Miró hacia la puerta y esbozó una sonrisa—. Aquí llegan.


Paula siguió su mirada. Patricia se colgaba del brazo de Pedro como una nadadora a punto de ahogarse, pero Paula se animó al ver que Pedro la buscaba a ella con los ojos.


—Sentimos llegar tarde —dijo Pedro—. Tuvimos algunos contratiempos —ayudó a Patricia a sentarse, y después fue a darle un beso en la mejilla a Paula. Ella le sonrió con dulzura, viendo cómo Patricia se retorcía de rabia.


Mientras comían hablaron sobre la visita de los neoyorquinos. Paula escuchó a medias, disfrutando del contacto del pie de Pedro con el suyo bajo la mesa.


Cuando acabaron, un trío de músicos subió a una pequeña plataforma y, poco después, empezaron a oírse melodías antiguas, clásicos de la misma época que el vestido Paula. Holmes se puso en pie y le ofreció la mano.


—¿Te gustaría bailar con tu agradecido acompañante? No habrá ningún otro viejo con una mujer tan bella del brazo.


—No eres viejo, Gerardo, y me encantaría —asintió ella, siguiéndolo a la pista. Mientras bailaban, Paula miró a Patricia, cuyo rostro resplandeciente se había avinagrado al oír las palabras de su padre. Se inclinaba sobre la mesa para susurrarle algo a Pedro, pero este miraba a Paula. Cuando la canción de amor terminó, comenzó un ritmo latino.


—Hace años que no bailo la samba —Holmes soltó una risita—. ¿Quieres probar?


Paula asintió, aunque temía hacer el ridículo, y empezaron a seguir el exótico ritmo. Tenía que reconocer que el hombre sabía bailar y la ayudaba a seguir los lentos y rítmicos pasos. De repente, la atrajo hacia sí, la hizo girar y la echó hacia atrás. Inconscientemente, cerró los ojos un segundo, y cuando los abrió, el mundo estaba boca abajo y vio el rostro asombrado de Pedro.


—¡Madre mía! —exclamó Pedro. Holmes la alzó con la velocidad del rayo, mientras ella se agarraba el escote del vestido, temiendo que la fuerza de la gravedad hubiera mostrado mas de lo conveniente.


—Creo que me he dejado llevar por el entusiasmo —dijo Holmes cuando volvían a la mesa. Tenía el rostro arrebolado y los ojos brillantes—. ¿Te he asustado?—le preguntó a Pedro.


—Solo sorprendido, señor.


—Pues ya somos dos —masculló Patricia—. Recuerda tu edad, papá.


—Tu padre es joven de corazón —Paula se sentó y miró a Patricia—. Yo no me preocuparía por él.


Patricia palideció y Paula tuvo la sensación de que, por una vez, se había quedado sin palabras. Se quedaron en silencio hasta que volvió a sonar una canción lenta.


—Hace años que no bailo —dijo Holmes—. ¿Te importa que baile con Paula otra vez, Pedro? —se puse en pie y ella lo siguió a la pista.


Mudo, Pedro la miró deslizarse por la pista con su jefe. ¿Por qué había aceptado Paula la invitación a cenar de Holmes? Se suponía que era su chica, o al menos eso querían hacer creer.


Tomó un sorbo de vino y la observó. Había vuelto a decepcionarla. Ella le había hecho un gran favor haciendo que Holmes creyera que iban en serio. En cambio, Pedro no había hecho nada por ella. Ni siquiera escoltada a la cena.


Viéndola bailar, Pedro admiró su vestido. Paula solía ponerse jerséis sueltos que ocultaban su bella figura. El vestido era de color azul real con escote en «uve», que realzaba la suave curva de su pecho. La sedosa tela se pegaba a sus caderas y caía por debajo de sus preciosas rodillas.


—No te interrumpo, ¿verdad? —gruñó Patricia—. Pareces estar a kilómetros de aquí.


—Pensaba en él trabajo que me espera mañana —se excusó Pedro, consciente de su falta de tacto. Pero no pudo evitar volver a mirar a Paula, cuya melena oscura y suelta contrastaba con sus cremosos hombros—. Voy a retirarme por hoy.


—¿Qué? —Patricia bajó la voz—. Has cambiado, Pedro.


—Espero que para bien.


—Eso depende. ¿Para bien de quién? Creía que te gustaba trabajar para papá —le murmuró.


—Me gusta mi trabajo, Patricia. Ya lo sabes —intentó controlar el volumen de su voz y forzó una sonrisa—. Le pedí a Paula que se encargara del catering del lunes. No quiero fallarle a tu padre.


—Estoy segura de que será una velada encantadora —dijo Patricia, desviando la mirada. A Pedro le dio un vuelco el estómago. 


Estaba harto de las amenazas de Patricia. El trabajo estaba dejando de ser su prioridad. La música acabó y Holmes y Paula regresaron a la mesa.


Pedro luchó contra su deseo de pedirle a Paula que bailara con él... de abrazarla en la pista de baile. Estaba muy tenso, y esa tensión empeoraría la semana siguiente, con los neoyorquinos. Su sentido común ganó la batalla contra sus deseos.


—Me temo que debo irme ya —anunció Pedro—. Como le he explicado a Patricia, mañana tengo un día muy ocupado. Queremos que todo sea perfecto el lunes por la noche —se levantó y, como si se le acabara de ocurrir, se volvió hacia Holmes—. ¿Le importaría llevar a Patricia a casa?


—En absoluto —aceptó él.


—Nos veremos mañana —Pedro le ofreció la mano a Holmes e hizo un gesto con la cabeza a Patricia. Para su sorpresa, Paula se puso en pie.


—¿Te importaría que fuera contigo, Pedro, ya que vamos al mismo sitió? Así le ahorraremos un viaje a Gerardo.


—No claro, si...


—No hay problema. Me parece lo más razonable —intervino Holmes. Patricia no dijo nada.


—Gracias, Gerardo, por una velada encantadora —se indinó y lo besó en la mejilla—. Tengo que hacerte una sugerencia.


—¿Sugerencia? —Holmes sonrió.


—Cuando vuelvas a casa esta noche, mírate en el espejo. Eres un hombre atractivo, y un gran bailarín. Deberías compartir tu encanto con alguna dama solitaria. La vida es demasiado corta para pasarla en soledad.


Pedro tiene mucha suerte —dijo él mirándola con cariño y besando su mejilla—. Eres una mujer encantadora.


Ella sonrió y se volvió hacia Pedro. Él la guió hacia la puerta, sorprendido y emocionado por su consideración con Holmes. Cuando salieron, ella se detuvo, con el rostro arrebolado.


—¿Hice bien, Pedro? Es un hombre solitario que se desvive por su hija sin tener en cuenta sus necesidades. Me cae muy bien.


—Me enorgullezco de ti, Paula. Lo que le dijiste fue maravilloso.


—Lo dije en serio —aseveró ella.


Pedro, fijándose en sus tacones de aguja, la ayudó a sortear los irregulares adoquines hasta el coche. Mientras buscaba las llaves, contempló a Paula bañada por la luz plateada de la luna. El vestido azul profundo realzaba la blancura de su piel.


—Paula —dijo. Ella ladeó la cabeza, esperando—. Te miro a ti, miro a Patricia y... —acarició su mejilla—. No debería decir vuestros nombres en la misma frase. Eres una mujer fascinante. 


Clavó la mirada en sus labios entreabiertos y tentadores.


—¿Por qué me miras así? —preguntó ella. Sin contestar, él la tomó entre sus brazos y besó sus labios, acallándola.


Incapaz de controlar el ritmo desbocado de su corazón, Pedro, como un salvaje, deseaba arrancarle la ropa y cubrirla de seda y encaje. 


Su boca la aprisionó con pasión y después con suavidad.


Paula se entregó con abandono, rodeando su cuello con los brazos, moviéndose con él, los labios firmes pero rendidos a los suyos. Pedro la alzó en brazos. Ella dejó escapar un grito, que Pedro silenció con su boca. Cuando abrió los ojos, Pedro se sintió como Rhett Butler con Escarlet O'Hara entre los brazos. La llevó hasta el coche y la depositó en el asiento. Cuando se sentó al volante, agarró su mano y le besó los dedos, dejando escapar un gemido.


¿Qué ocurriría entre ellos?




miércoles, 30 de enero de 2019

FINJAMOS: CAPITULO 20



Mientras iban hacia el río Paula pensó que le había jugado una mala pasada a Pedro la tarde anterior, cuando Holmes malinterpretó su sugerencia. Pero en ese momento le había parecido un justo castigo para Pedro, por atormentarla durante años, aunque habría preferido ir con él.


Caminaron de la mano por la orilla del río. Pedro hablaba de su apretada agenda y de lo agitado que había sido el día. Ella percibió que evitaba contarle algo importante pero, para no estropear la noche, decidió no presionarlo.


El sol empezó a ponerse y la gente entró en el anfiteatro al aire libre. Ellos también lo hicieron, sentándose en un banco de piedra. Cuando empezó la música, Paula sonrió al ver que Pedro seguía el ritmo con el pie. Parecía relajado y contento. Ella también lo estaba, pero siguió preguntándose qué era lo que no le había contado. Escrutó su rostro, pero estaba en las sombras y no pudo adivinar su pensamiento.


Después del concierto, fueron al bar de un hotel que había al otro lado de la calle y Pedro pidió vino. Después puso la mano sobre la suya.


—Un buen concierto —dijo Pedro—. Hacía mucho que no iba a uno.


—Seguro que menos que yo —replicó Paula—. Y era una tarde preciosa. Los edificios recortados sobre la puesta de sol, las luces reflejándose en el río, la música. Gracias por algo tan especial.


—Paula —tomó su mano entre las suyas—, espero que entiendas lo que ocurrió ayer, yo quería...


—Lo entiendo, vi lo que ocurría.


—Dentro de una semana volverás a Cincinnati —dijo—él, observando su rostro—. No es eso lo que quiero, Paula.


—No siempre conseguimos lo que queremos —dijo ella, temiendo el resto de sus palabras.


—No sé, Paula —apretó su mano—. He cambiado desde que volviste a mi vida... y me alegro.


—A lo que he vuelto es a mi vida, Pedro. Nuestras vidas están en el aire. Estamos inmersos en cambios. Tengo muchas dudas.


—No dudes —Pedro se llevó su mano a los labios y ella sintió un cosquilleo en el brazo—. Tú me importas, y creo que lo sabes.


—Tú también me importas pero... estoy confusa —confeso Paula con el pulso disparado—. Todo va demasiado rápido. Durante años, lo que recordaba de ti hubiera servido para forrar un cubo de basura. Ahora... ahora soy como un péndulo, oscilo de un lado a otro y no sé cuál es el real.


—No luches contra eso, Paula. ¿Recuerdas la tarde en el ático? No puedes negar lo que ocurrió entre nosotros. Ambos lo sentimos. Fue más que pasión: una unión. No se me da bien la poesía, me dedico a las noticias. Pero lo que ocurrió allí me pareció una buena noticia.


—Olvídate del ático. Teníamos los ojos llenos de pelusas. Los áticos provocan nostalgia y ensueños. Nuestros mundos están muy lejos el uno del otro. Ambos vivimos una situación inestable. Tu buscas un ascenso a un puesto que te exigirá tiempo y concentración, yo quiero separarme de mi socia y montar mi negocio en solitario —dijo ella. Mentalmente añadió: «y volver a casa».


—Oigo tus palabras pero, admítelo, podemos crear nuestra propia realidad —insistió Pedro—. ¿A quién le importa lo que ocurrió hace años? Somos personas nuevas y entre nosotros hay algo más que amistad, Paula. Piénsalo. Dale una oportunidad a nuestra relación.


—Dejemos el tema, de momento —dijo ella—. No quiero estropear la velada. Si no me importaras, me daría igual. Disfrutemos del momento.


—Eres maravillosa, Paula —más animado, Pedro sonrió con ternura— Tienes talento y eres adorable —alzó una mano y acarició su mejilla.


Paula se llevó una mano al corazón, intentando tranquilizar el revoloteo que sentía. No sabía si debía olvidar sus miedos, el pasado y la realidad.


—Has sido mi fantasía durante años, Paula —la miró a los ojos, interrogante—. Has vuelto a mi vida, llenándola de equilibrio y placer. A pesar de todo, aquí estoy, suplicándote de nuevo —puso las manos sobre sus hombros y la miró con anhelo—. Te necesito. No sé que haré sin ti.


Paula sintió una oleada de deseo y añoranza. Intentó hablar, pero Pedro la había cautivado. 


Estudió su rostro serio. Sus ojos, sus labios, la sonrisa tímida. ¿Cómo podía rechazarlo? Su resistencia se derrumbó. Pedro la quería, y ella a él. Dejó que la coraza cayera al suelo y puso una mano en la suya.


—¿Cuánto, Pedro? Dime cuánto me necesitas.



****

Asombrado por su respuesta, Pedro la miró fijamente, sin habla. Ella se inclinó desde el otro lado de la mesa, con los ojos nublados de emoción. Los ruidos del restaurante se convirtieron en un zumbido lejano; Pedro solo oía a Paula y los latidos de su propio corazón. Su generosidad lo acarició como una cálida brisa de verano.


—¿Estás segura, Pau? No quiero pedirte nada de lo que te arrepientas, pero estoy desesperado.


—Estoy dispuesta, Pedro... si estás seguro —lo miró con ternura—. Simplemente, pídemelo.


Él suspiró con alivio, pero aún así titubeó. El rostro de Paula resplandecía de compasión, y odiaba la idea de que no le gustara su petición. Pero parecía tan segura, que decidió confiar en ella.


—Gracias por entenderlo, Paula. No lo olvidaré.


—Yo tampoco, Pedro.


—Sé que estás de vacaciones, así que tu oferta es doblemente generosa —mientras hablaba, notó que Paula lo miraba con extrañeza, pero siguió adelante—. La empresa que contraté para el cóctel del lunes ha cancelado el contrato, y me cortarán los... supongo que no necesitas detalles gráficos, pero necesito tanto tu ayuda que... —al ver que el rostro de Paula pasaba de la confusión a la ira, se preguntó qué había hecho.


Revisó la escena mentalmente y su estupidez lo arrasó como un dique roto. Su cerebro de mosquito había pasado de hablar de romance y relación a su problema laboral, sin un respiro.


—Paula, lo siento. Pensaste que...


—No pensé nada —soltó ella fogosa. Le ardían tos mejillas—. ¿Qué necesitas? —preguntó. Él abrió la boca, pero ella no lo dejó hablar—. Es obvio que necesitas un proveedor para el cóctel. Claro, ¿por qué no? Me voy dentro de una semana, pero ¿por qué iba a poner en peligro tu ascenso dejándote en la estacada?


—Por favor... entiende que...


—¿Qué hay que entender?


Pedro sintió una opresión en el pecho, al ver cuánto la había mortificado. Si pudiera, borraría sus palabras. Perder el ascenso no significaba nada comparado con hacerle daño a Paula.


—Te ayudaré con una condición —escupió ella—. Tendremos que trabajar mano a mano en el proyecto. Aquí no tengo ayudantes, y no pienso embarcarme en algo así yo sola. Organiza tu tiempo de modo que puedas ayudarme, y...


—No, Paula, olvídalo. Siento habértelo pedido. Fue una estupidez mencionarlo.


—Insisto. Le pediré a Louise que me envíe algunas recetas por fax. Dime el número de invitados, y haré que triunfes.


—Vamos, Paula. Salgamos de aquí —le pidió la cuenta al camarero y dejó el dinero y la propina en la mesa. Tomó el brazo rígido de Paula y la llevó al exterior. Ya en el aparcamiento, puso una mano en su barbilla y giró su rostro.


—Mírame —pidió, viendo el brillo de la humedad de sus pestañas—. Soy un tonto, Paula. Mi mente estaba tan centrada en mi trabajo que no me di cuenta de la impresión que daban mis palabras —la rodeó con un brazo y notó su rigidez—. ¿No te das cuenta de que siento lo mismo que tú? Te necesito, no porque hagas canapés, sino porque eres maravillosa. Lamento ser tan burro.


—No me puedo creer que estuviera a punto de aceptar acostarme contigo —Paula lo miró con ira y frustración—. Y, ¿para qué? Para nada, porqué lo único que querías era una bandeja de entremeses. Me avergüenzo de mí misma.


—Paula, nadie ha significado para mí lo que significas tú. Te lo prometo. Nadie. Lo he dicho sin pensar —apoyó la mejilla contra su pelo, inhalando su exótica fragancia—. Para mí eres mucho más que una aventura. No te pido que te acuestes conmigo. Cuando te haga el amor, será algo lento y maravilloso, en un lecho de rosas. Sin espinas —añadió, buscando una sonrisa.