jueves, 31 de enero de 2019

FINJAMOS: CAPITULO 21




El rostro de ella no se inmutó. Pedro, frustrado, le abrió la puerta del coche y ella subió. No sabía cómo solucionaría lo del cóctel, pero no permitiría que ella le preparara ni un vaso de agua con una aspirina, aunque le hacía mucha falta, y mucho menos canapés para un cóctel.


Condujeron en silencio y cuando llegaron al garaje, ella abrió su puerta. El capturó su brazo antes de que escapara.


—Dame un puñetazo, Paula. Me lo merezco. No puedo soportar verte dolida —la miró suplicante, esperando una palabra, algo que implicara que lo creía—. Sé que crees que miento, pero estoy loco por ti desde el instituto. Siempre me he preguntado por qué nunca le he hecho una proposición seria a ninguna mujer. Intentaba imaginarme casado, pero a todas las mujeres con las que salí les faltaba algo indefinible —puso la palma de la mano en su mejilla—. Ese algo eres tú. Me merezco un bofetón por hablar sin pensar.


Como un latigazo, la mano de Paula voló por el aire y lo golpeó en el lado de la cara. 


Asombrado, la miró fijamente. El bofetón le dolió en la mejilla y en el orgullo. Paula estaba y parecía atónita. Se tapó la cara con las manos y a él se le derritió el corazón. La tomó entre sus brazos. La había insultado y ofendido. Anhelaba borrar a besos las lágrimas de su rostro.


Le apartó las manos de la cara, alzó su barbilla y titubeó. En vez de lágrimas, se encontró con un estallido de risa. La miró boquiabierto.


—Perdona, Pedro. No me puedo creer que te haya pegado tan fuerte. Aunque te lo merecías.


—Tienes bastante fuerza —él se frotó el carrillo—. Me acordaré de no volver a sugerirlo —lo ridículo de la situación lo hizo sonreír y acarició con un dedo lo labios de Paula—. Eres preciosa.


—Tú tampoco estás mal, señor Televisión. Pero me has humillado —su expresión se relajó y alegró la cara—. Supongo que este sacrificio convencerá a tu jefe de que vamos en serio.


—Seguro —dijo Pedro— Te prometo... te prometo otra cosa. La próxima vez que me oigas decir que te necesito, será con el sentido que creíste entender antes.


—No quiero oírtelo decir en mucho tiempo —Paula puso un dedo en sus labios—. En serio.


—Prometido —se trazó una cruz en el pecho—. Aunque mis labios callan, habla mi corazón.


—Y dices que no eres poético —Paula meneó la cabeza.


El viernes por la tarde, a las siete, Gerardo Holmes recogió a Paula en su lujoso coche. En el restaurante, Paula esperó junto a él mientras el maître preparaba su mesa.


El jefe de camareros, vestido de esmoquin, los guió a una acogedora mesa junto al ventanal con vistas al lago Saint Clair. Con una reverencia, les entregó una elegante carta a cada uno. Mientras la miraba, Paula echó una ojeada furtiva a la puerta, esperando a Pedro y a Patricia.


—Estás muy guapa hoy, Paula—dijo Holmes.


—Gracias, señor... Gerardo —miró el exclusivo vestido de los cuarenta que había comprado de la colección Patti Smith—. Es un vestido viejo —sonrió al hacer esa ambigua afirmación.


—Es encantador —bajó los ojos y dejó la carta en la mesa—. Siento que mi hija haya retenido a Pedro, pero... el placer es mío. De no ser por ti, habría venido solo, me temo.


Pedro me dijo que eres viudo.


—Desde hace casi tres años —alzó la mano y le dio al vuelta al delicado ramo que hacía de centro de mesa—. Soy un hombre de familia, Paula, y supongo que por eso he malcriado a mi hija.


—La quieres. Eso no tiene nada de malo.


—Espero que tengas razón —su rostro se iluminó. Miró hacia la puerta y esbozó una sonrisa—. Aquí llegan.


Paula siguió su mirada. Patricia se colgaba del brazo de Pedro como una nadadora a punto de ahogarse, pero Paula se animó al ver que Pedro la buscaba a ella con los ojos.


—Sentimos llegar tarde —dijo Pedro—. Tuvimos algunos contratiempos —ayudó a Patricia a sentarse, y después fue a darle un beso en la mejilla a Paula. Ella le sonrió con dulzura, viendo cómo Patricia se retorcía de rabia.


Mientras comían hablaron sobre la visita de los neoyorquinos. Paula escuchó a medias, disfrutando del contacto del pie de Pedro con el suyo bajo la mesa.


Cuando acabaron, un trío de músicos subió a una pequeña plataforma y, poco después, empezaron a oírse melodías antiguas, clásicos de la misma época que el vestido Paula. Holmes se puso en pie y le ofreció la mano.


—¿Te gustaría bailar con tu agradecido acompañante? No habrá ningún otro viejo con una mujer tan bella del brazo.


—No eres viejo, Gerardo, y me encantaría —asintió ella, siguiéndolo a la pista. Mientras bailaban, Paula miró a Patricia, cuyo rostro resplandeciente se había avinagrado al oír las palabras de su padre. Se inclinaba sobre la mesa para susurrarle algo a Pedro, pero este miraba a Paula. Cuando la canción de amor terminó, comenzó un ritmo latino.


—Hace años que no bailo la samba —Holmes soltó una risita—. ¿Quieres probar?


Paula asintió, aunque temía hacer el ridículo, y empezaron a seguir el exótico ritmo. Tenía que reconocer que el hombre sabía bailar y la ayudaba a seguir los lentos y rítmicos pasos. De repente, la atrajo hacia sí, la hizo girar y la echó hacia atrás. Inconscientemente, cerró los ojos un segundo, y cuando los abrió, el mundo estaba boca abajo y vio el rostro asombrado de Pedro.


—¡Madre mía! —exclamó Pedro. Holmes la alzó con la velocidad del rayo, mientras ella se agarraba el escote del vestido, temiendo que la fuerza de la gravedad hubiera mostrado mas de lo conveniente.


—Creo que me he dejado llevar por el entusiasmo —dijo Holmes cuando volvían a la mesa. Tenía el rostro arrebolado y los ojos brillantes—. ¿Te he asustado?—le preguntó a Pedro.


—Solo sorprendido, señor.


—Pues ya somos dos —masculló Patricia—. Recuerda tu edad, papá.


—Tu padre es joven de corazón —Paula se sentó y miró a Patricia—. Yo no me preocuparía por él.


Patricia palideció y Paula tuvo la sensación de que, por una vez, se había quedado sin palabras. Se quedaron en silencio hasta que volvió a sonar una canción lenta.


—Hace años que no bailo —dijo Holmes—. ¿Te importa que baile con Paula otra vez, Pedro? —se puse en pie y ella lo siguió a la pista.


Mudo, Pedro la miró deslizarse por la pista con su jefe. ¿Por qué había aceptado Paula la invitación a cenar de Holmes? Se suponía que era su chica, o al menos eso querían hacer creer.


Tomó un sorbo de vino y la observó. Había vuelto a decepcionarla. Ella le había hecho un gran favor haciendo que Holmes creyera que iban en serio. En cambio, Pedro no había hecho nada por ella. Ni siquiera escoltada a la cena.


Viéndola bailar, Pedro admiró su vestido. Paula solía ponerse jerséis sueltos que ocultaban su bella figura. El vestido era de color azul real con escote en «uve», que realzaba la suave curva de su pecho. La sedosa tela se pegaba a sus caderas y caía por debajo de sus preciosas rodillas.


—No te interrumpo, ¿verdad? —gruñó Patricia—. Pareces estar a kilómetros de aquí.


—Pensaba en él trabajo que me espera mañana —se excusó Pedro, consciente de su falta de tacto. Pero no pudo evitar volver a mirar a Paula, cuya melena oscura y suelta contrastaba con sus cremosos hombros—. Voy a retirarme por hoy.


—¿Qué? —Patricia bajó la voz—. Has cambiado, Pedro.


—Espero que para bien.


—Eso depende. ¿Para bien de quién? Creía que te gustaba trabajar para papá —le murmuró.


—Me gusta mi trabajo, Patricia. Ya lo sabes —intentó controlar el volumen de su voz y forzó una sonrisa—. Le pedí a Paula que se encargara del catering del lunes. No quiero fallarle a tu padre.


—Estoy segura de que será una velada encantadora —dijo Patricia, desviando la mirada. A Pedro le dio un vuelco el estómago. 


Estaba harto de las amenazas de Patricia. El trabajo estaba dejando de ser su prioridad. La música acabó y Holmes y Paula regresaron a la mesa.


Pedro luchó contra su deseo de pedirle a Paula que bailara con él... de abrazarla en la pista de baile. Estaba muy tenso, y esa tensión empeoraría la semana siguiente, con los neoyorquinos. Su sentido común ganó la batalla contra sus deseos.


—Me temo que debo irme ya —anunció Pedro—. Como le he explicado a Patricia, mañana tengo un día muy ocupado. Queremos que todo sea perfecto el lunes por la noche —se levantó y, como si se le acabara de ocurrir, se volvió hacia Holmes—. ¿Le importaría llevar a Patricia a casa?


—En absoluto —aceptó él.


—Nos veremos mañana —Pedro le ofreció la mano a Holmes e hizo un gesto con la cabeza a Patricia. Para su sorpresa, Paula se puso en pie.


—¿Te importaría que fuera contigo, Pedro, ya que vamos al mismo sitió? Así le ahorraremos un viaje a Gerardo.


—No claro, si...


—No hay problema. Me parece lo más razonable —intervino Holmes. Patricia no dijo nada.


—Gracias, Gerardo, por una velada encantadora —se indinó y lo besó en la mejilla—. Tengo que hacerte una sugerencia.


—¿Sugerencia? —Holmes sonrió.


—Cuando vuelvas a casa esta noche, mírate en el espejo. Eres un hombre atractivo, y un gran bailarín. Deberías compartir tu encanto con alguna dama solitaria. La vida es demasiado corta para pasarla en soledad.


Pedro tiene mucha suerte —dijo él mirándola con cariño y besando su mejilla—. Eres una mujer encantadora.


Ella sonrió y se volvió hacia Pedro. Él la guió hacia la puerta, sorprendido y emocionado por su consideración con Holmes. Cuando salieron, ella se detuvo, con el rostro arrebolado.


—¿Hice bien, Pedro? Es un hombre solitario que se desvive por su hija sin tener en cuenta sus necesidades. Me cae muy bien.


—Me enorgullezco de ti, Paula. Lo que le dijiste fue maravilloso.


—Lo dije en serio —aseveró ella.


Pedro, fijándose en sus tacones de aguja, la ayudó a sortear los irregulares adoquines hasta el coche. Mientras buscaba las llaves, contempló a Paula bañada por la luz plateada de la luna. El vestido azul profundo realzaba la blancura de su piel.


—Paula —dijo. Ella ladeó la cabeza, esperando—. Te miro a ti, miro a Patricia y... —acarició su mejilla—. No debería decir vuestros nombres en la misma frase. Eres una mujer fascinante. 


Clavó la mirada en sus labios entreabiertos y tentadores.


—¿Por qué me miras así? —preguntó ella. Sin contestar, él la tomó entre sus brazos y besó sus labios, acallándola.


Incapaz de controlar el ritmo desbocado de su corazón, Pedro, como un salvaje, deseaba arrancarle la ropa y cubrirla de seda y encaje. 


Su boca la aprisionó con pasión y después con suavidad.


Paula se entregó con abandono, rodeando su cuello con los brazos, moviéndose con él, los labios firmes pero rendidos a los suyos. Pedro la alzó en brazos. Ella dejó escapar un grito, que Pedro silenció con su boca. Cuando abrió los ojos, Pedro se sintió como Rhett Butler con Escarlet O'Hara entre los brazos. La llevó hasta el coche y la depositó en el asiento. Cuando se sentó al volante, agarró su mano y le besó los dedos, dejando escapar un gemido.


¿Qué ocurriría entre ellos?




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