jueves, 31 de enero de 2019

FINJAMOS: CAPITULO 22





Paula abrió los ojos y miró la estrecha franja de sol que entraba bajo el estor. Había dormido hasta tarde. Le había costado conciliar el sueño mientras luchaba con emociones contradictorias. 


Ya no podría olvidarlas ni apartarlas a un rincón de su mente, habían adquirido tamaño y forma.


Incluso si se sentía segura de los sentimientos de Pedro hacia ella, sus respectivos trabajos los distanciaban, y el pasado tenía mucho peso; seguía siendo el hermano pequeño de Marina.


Antes de ir a Royal Oak, Paula ya había pensado en comprarle sus acciones del negocio a Louise, pero no en abandonar la zona o hacerse con una nueva clientela. Había dedicado años a la empresa y en Cincinnati tenía muchos contactos. En Michigan tendría que volver a empezar desde cero.


El futuro de Pedro estaba en el aire. Tenía la posibilidad de ser presentador y había mencionado Nueva York, aunque quizá eso solo fuera un sueño. Desde que Paula había vuelto a casa, su relación había cambiado mucho, pero no sabía si esos cambios durarían. No se atrevía a fiarse de lo que sentía su corazón y de lo que veía en los ojos de Pedro. Quizá todo fuera un romance temporal, sin visos de futuro.


Además, aunque la sonrisa y el carisma de Pedro la hechizaban, quizá para él solo fuera una conquista más. La amiga de su hermana, diana de sus burlas durante años. Pero si pretendía burlarse, no ganaría. Pasara lo que pasara, ella sería la vencedora.


Paula se dio la vuelta y alzó la cabeza. Aunque era sábado, Pedro iba a pasar la mañana en el estudio. Entretanto, ella tenía que preparar el catering para el lunes. Salió de la cama y preparó un plan. Primero tenía que llamar a Louise y pedirle que le enviara las recetas por fax, recetas sencillas que no requirieran equipo especial. Después haría la lista de la compra.


Se vistió y bajó las escaleras. En la cocina había una nota de Marina diciendo que había salido. 


Desayunó rápidamente, llamó a su socia y esperó la llegada dé las recetas. Dedicó unos minutos a calcular los ingredientes que necesitaría y después hizo la lista: queso de cabra y parmesano fresco, huevos, nata para montar, champiñones grandes, endibias, gambas... Suponía que unos canapés variados bastarían.


Cuando Pedro llegó a casa, puso una mano en su espalda y lo obligó a volver a salir.


—Tú me metiste en esto, y sufrirás conmigo —dijo. Él esbozó una sonrisa patética, pero ella puso la lista de la compra en su mano—. Juntos, ¿recuerdas? —decidió restregárselo bien—. Quizá nos encontremos con tu jefe en el mercado. ¿No lo impresionaría eso?


—Supongo, pero...


—Pero ¿qué? —arqueó una ceja—. No quieres que te deje sin comida para el cóctel, ¿verdad? ¿Quieres que tus invitados acaben tomando galletitas con queso?


—Con ayuda, me refería a que te enseñaría dónde están las cacerolas —la miró un segundo y sonrió—. Parece que tú te referías a otra cosa. Esperas que haga esas cosas diminutas, ¿no?


—Acertaste —dijo Paula—. No te olvidaste de llamar a los proveedores, ¿verdad?


—No. Todo está contratado. Cristalería, vajilla, mantelería, todo.


—Eso quería oír —le dio un golpe suave y subió al coche.


Las compras no fueron sencillas, Pedro no ayudó en absoluto. No parecía saber la diferencia entre un arenque ahumado y una alcaparra. Gracias a su fuerza de voluntad, Paula se encontró por fin delante de la caja, con una cesta llena de queso de cabra, aceitunas negras, caviar y todos los demás ingredientes.


Cuando llegaron a casa, Paula se tensó al ver la hora que era. Esa noche se celebraba la recepción del centenario. Dejó las bolsas en la encimera.


—Necesito tiempo para vestirme —dijo.


—Guardaré todo mientras te arreglas —dijo Pedro— Yo estoy guapo aunque no me maquille.


Ella sonrió y corrió a su dormitorio. Menos de una hora después, Pedro aparcaba junto al instituto. Paula salió del coche y, cuando él se puso a su lado, la dura realidad la abofeteó. Iba a entrar a la recepción del brazo del insoportable hermano de su mejor amiga. Casi tuvo un ataque de ansiedad cuando llegaron al vestíbulo abarrotado. Rostros desdibujados notaron ante ella, algunos familiares, otros desconocidos.


Se oía música tras las puertas abiertas y Pedro la llevó al interior de la sala, donde un pinchadiscos ponía CDs y algunas parejas bailaban las últimas melodías de moda. Había refrescos y aperitivos en unas largas mesas, y Pedro llenó dos vasos de papel y le entregó uno.


Mientras Paula bebía, se escuchaban gritos de entusiasmo por la sala abarrotada, cuando la gente reconocía a antiguos amigos o compañeros. Una admiradora de televisión acorraló a Pedro y Paula paseó entre la gente, saludando a conocidos y compartiendo historias.


Cuando las luces se atenuaron, Pedro la buscó y la llevó a la pista de baile. Nadie había hecho comentarios negativos al verlos juntos y Paula se relajó. Le agradaba ver los ojos confiados de Pedro, y disfrutaba de estar entre sus brazos. 


Percibió el mismo aroma boscoso que el día que él la rescató en la autopista, y recordó su aspecto bajo la lluvia. La imagen hizo que se estremeciera.


—¿Ocurre algo? —musitó él en su oído, apretándola contra sí.


—No, no pasa nada —murmuró ella, sonrojándose al sentir la obvia excitación de Pedro. Él la apretó aún más y, en contra de sus planes, ella se rindió al contacto, deseando más.



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