lunes, 28 de enero de 2019
FINJAMOS: CAPITULO 12
Caminaron en silencio hasta el estudio. Cuando Pedro le abrió la puerta, Paula sonrió. En el instituto se había dedicado a cerrar la puerta, con las dos manos, cuando ella intentaba entrar.
Volvió a preguntarse si llegaría a acostumbrarse al nuevo y sorprendente Pedro.
—Este es mi reino —dijo él haciendo un amplio gesto con el brazo. La llevó pasillo abajo, presentándosela a sus compañeros—. Aquí trabaja el personal de los noticieros: boletines y resúmenes informativos y noticias locales.
Ella echó un vistazo a la gran sala, llena de mesas con teléfonos, pantallas, faxes y fotocopiadoras, todo encendido y parpadeando.
—Ordenadores, en vez de las cintas de teleimpresor que solíamos ver en esas películas de sesión de medianoche —dijo Pedro con nostalgia— Maquinaria nueva y sofisticada.
Paula sonrió al oírlo referirse a las antiguas películas que veían en televisión, cuando ella pasaba la noche en casa de Marina. La condujo al otro lado de la sala, hacia uno de los presentadores de noticias que Marina había en el programa de mediodía.
—Te presento a Brian Lowery. Brian, esta es Paula Chaves, amiga mía desde hace años.
—Encantado, Paula. ¿Estás de visita? —Brian le ofreció la mano y la miró de arriba abajo.
—Para el centenario —asintió ella—. Vivo en Cincinnati.
—Una lástima —le guiñó un ojo—. Para Pedro, quiero decir —Brian sonrió astutamente.
—¿Pedro? —Paula rió para disimular su turbación—. ¿Bromea? Es el hermano pequeño de mi mejor amiga —le dio un golpecito juguetón a Pedro en el brazo; cuando bajó la mano seguía sintiendo la textura de sus músculos en los dedos.
Pedro ignoró el comentario de su compañero y le indicó a Paula la actividad que los rodeaba.
Ella observó con interés las impresoras y faxes que soltaban hojas de papel sin cesar, las pantallas que mostraban noticias y entrevistas, y a los reporteros que trabajaban codo con codo.
—Mucho movimiento —se volvió hacia él—. ¿Te he dicho que vi tu reportaje al mediodía? Estuviste muy bien —la mirada divertida de Pedro hizo que se le acelerara el pulso.
—Me lo dijiste en la comida —dijo él, esbozando esa sonrisa de complicidad que Paula empezaba a odiar. Paula se aclaró la garganta para ocultar su disgusto. Nunca había sido fan de nadie, y ese no era el momento de empezar a serlo.
—Esto es demasiado ruidoso. Me está empezando a doler la cabeza.
—Sígueme —replicó él, tomándola del codo y guiándola vestíbulo abajo—. Te enseñaré mi cubículo —abrió una puerta y le cedió el paso—. Aquí es donde cuelgo el sombrero. Pero las noticias están ahí afuera. Aquí solo trabajo en reportajes especiales y documentales. Hay menos ruido.
Aunque sonaba más apagado, el ajetreo reverberaba por la ventana de cristal. Paula se masajeó las sienes, preguntándose si el dolor de cabeza se debía al caos o a su inesperada reacción a Pedro. Para distraer su atención, echó un vistazo al escritorio. Cualquier cosa, fotos de antiguas novias o recuerdos personales, como un par de trofeos de fútbol, que la ayudaran a conjurar la imagen del pasado, hubiera servido.
Pero solo había un bote para lápices, una taza de café, bandejas de entrada y salida de documentos y un ordenador.
—Siéntate. Quizá descubras que esta era tu auténtica vocación —Pedro le ofreció su silla y ella se sentó. Pedro formó un círculo con el índice y el pulgar, simulando una lente, y la miró—. Quedarías muy bien ante la cámara. ¿Te lo habían dicho antes?
—No —Paula intentó controlar sus emociones—. Y no intentes adularme para conseguir que te ponga en mi lista de «perdonado y olvidado».
Él sonrió abiertamente y ella sintió que un escalofrío recorría su espalda, pero no pudo contener una sonrisa. Pedro se inclinó y apoyó los codos en el escritorio. Estaba tan cerca que Paula percibió el olor del caramelo de menta que había tomado después de comer.
—No te pido que olvides. Solo intento que me pongas en la lista de «seamos amigos». Muy buenos amigos —dijo con cara de niño travieso.
—Puede que ceda un poco, porque me has invitado a comer. Seamos amigos, pero déjalo ahí.
Él se levantó y le puso las manos en el hombro.
Paula, concentrada en Pedro, no se dio cuenta de que había entrado alguien hasta oír un carraspeo femenino. Notó el cambio en la expresión de Pedro y comprendió que la mujer debía de ser la famosa hija del jefe.
—Patricia —saludó Pedro.
—Espero no molestar.
Aunque Pedro contestó que no y sonrió amablemente, Paula percibió la tensión de su voz.
—Estoy enseñándole la oficina a Paula Chaves, una vieja amiga. Paula, esta es Patricia Holmes.
—Mucho gusto —dijo la mujer, arqueando burlonamente la ceja izquierda.
—Encantada de conocerte —Paula contraatacó arqueando la ceja exactamente igual. Intrigada, observó a la mujer, con la sensación de que su propia indumentaria, pantalón gris y jersey largo color frambuesa, la ponía en desventaja. Patricia llevaba un vestido rojo oscuro y un pañuelo a juego, bajo las solapas de un profundo escote en «uve». Un cinturón de tela con hebilla dorada realzaba su diminuta cintura. Completaba el conjunto con discretas joyas de oro. Tenía un aspecto sensacional, y además era consciente de ello.
—Cuando termines con tu amiga, Pedro, tengo que revisar un par de cosas contigo.
—Claro —aceptó él—. Dame un minuto. Te veré en tu despacho.
—No tardes —replicó ella. Se volvió hacia Paula, la miró de arriba abajo un par de veces y, girando sobre sus altos tacones, fue hacia la puerta. Sus pasos resonaron en las baldosas y Paula se preguntó por qué no había oído su llegada.
—Muy amistosa —dijo Paula cuando desapareció—. Realmente encantada de conocerla.
—Te pido disculpas por la actitud de Patricia —dijo Pedro—. Se pone así cuando... cuando hay presión en el trabajo. Seguro que tiene lo de Nueva York en la cabeza.
—Supuse que tenía algo en la cabeza —Paula se mordió la lengua para no decir más. Era obvio que a la mujer no le gustaba la competencia, pero Paula no pretendía disputarle nada... aún.
—Tenemos que finalizar algunos detalles antes de que llegue la visita de Nueva York. —Pedro la miró con inquietud y hojeó unos documentos.
—Entonces... estás ocupado —Paula miró su reloj—. Será mejor que me vaya. Mejor no enfadar a la hija del jefe —comentó, imaginándose enrollándole el pañuelo alrededor del cuello y dando un par de tirones.
—De acuerdo —asintió él—. Será mejor si...
—No hay problema —le guiñó un ojo con complicidad—. Te veré en la cena.
Él asintió con aire preocupado.
domingo, 27 de enero de 2019
FINJAMOS: CAPITULO 11
Pedro la llevó a comer en cuanto llegó al estudió. En el restaurante, ella admiró sus facciones, preguntándose por qué no había sospechado años antes que, a pesar de sus rarezas de adolescente, era perfecto para la televisión. Recordó que solía simular que era locutor, mientras Marina y ella intentaban escuchar la radio. Entonces, Pedro la había vuelto loca, y diez años después volvía a hacerlo, pero de forma muy distinta.
Mientras disfrutaba de su sándwich, Paula procuró no hablar del pasado, aunque cientos de preguntas sin respuesta rondaban su mente.
Pedro se dedicó a explicarle lo que vería en el estudio.
—Esperamos la visita de unos ejecutivos de la cadena asociada en Nueva York. Llevo semanas dedicado a ese proyecto y todos estamos tensos. Lo entenderás cuando veas el estudio.
—Parece fascinante —dijo Paula, pero en su mente bailó una pregunta que no formuló.
—¿Te he contado el reportaje que hice ayer? —preguntó él con entusiasmo. Ella negó con la cabeza—. Por eso me encanta mi trabajo —el entusiasmo se transformó en compasión—. Entrevisté a una madre a cuyo hijo habían secuestrado; acababa de recuperarlo, vivo y sano.
—Es impresionante —comentó Paula, viendo que a él se le nublaban los ojos.
—La historia me afectó —Pedro soltó una risita avergonzada—. Tuve que hacer más de un esfuerzo para controlar mis emociones.
—No sé cómo lo consigues —dijo ella, entendiendo por qué le gustaba su trabajo—. Sé que no todas las historias tienen un final feliz.
—Ojalá pudiera decir que lo tienen. Cuando acabaron, Pedro pagó y salieron. Era un soleado día de otoño y Paula, tras inhalar una bocanada de aire fresco, se decidió a preguntarle por lo que la había intrigado.
—Hay algo que no entiendo, Pedro. Una cosa que comentaste antes. ¿Por qué tú?
—¿Por qué yo? —Pedro la miró intrigado.
—¿Por qué trabajas en el proyecto de Nueva York? Eres un reportero de calle. Lo lógico sería que hubieran elegido a alguien de renombre —hizo una mueca al oír sus propias palabras—. Aunque, desde luego, tú seas fantástico en lo que haces.
—Gracias —Pedro sonrió por su rectificación—. Me encantan los cumplidos que no lo son.
—Ya sabes lo que quería decir —protestó ella, tirando de la manga de su abrigo.
—Creo que me están preparando.
—¿Preparando?
—Para un ascenso. Hace tiempo que se oyen rumores sobre un nuevo puesto de presentador. Llegar a presentador es mi sueño.
—Sería fantástico —dijo Paula, pensando en la idea que le rondaba la mente: vender el negocio a su socia y volver a casa—. Me alegro por ti.
—No te adelantes a los acontecimientos. No tengo mucha confianza—dijo él con voz apagada.
—¿Por qué no, Pedro? Pasas mucho tiempo en el estudio trabajando en proyectos adicionales...
—No es por el tiempo, ni por mi capacidad. Hago buenos documentales y cumplo los plazos. Trabajo mucho. Es por la competencia. Un par de personas tienen ventaja sobre mí.
—¿Ventaja?
—Están casados.
—¿Casados? —Paula se quedó parada—. ¿Qué tiene eso que ver?
—Mi jefe es un hombre de familia. Su esposa murió hace unos años y adora a su hija. Opina que los hombres casados son estables, fiables y se merecen más ingresos.
—Pero... eso no siempre es verdad —a Paula la asombró una actitud tan arcaica—. Debería darse cuenta de que tú también —dijo, pero se acordó de Patricia—. ¿Es por su hija? Ella te persigue y a ti no te interesa. ¿Es eso?
—No creo. Holmes conoce a su hija. Es, simplemente, lo que te he dicho. No me ve asentado y establecido. No tengo mujer, ni hijos, ni responsabilidades y compito con otros dos reporteros que están casados. Al menos, eso creo.
—Entonces, deberías hacer algo al respecto —aconsejó, aunque se le encogió el estómago.
—¿Hacer algo? —Pedro se metió la mano en el bolsillo y jugueteó con el llavero—. ¿Sugieres que pare a alguien en la calle y le pida que se case conmigo?
—No a una desconocida. Quizá una compañera del estudio, o una de tus admiradoras. Podrías salir con ella y dar la impresión de que estás dispuesto a asentarte.
—¿Tú, por ejemplo? —le puso una mano en el brazo—. ¿Qué te parecería casarte conmigo?
Sobresaltada, Paula tropezó con una baldosa despegada. Pedro la sujetó, evitando su caída.
—No he dicho «casarte» —replicó Paula—. He dicho «salir»... y no me refería a mí.
—¿Por qué no? —se acercó más a ella—. Eres la mejor mujer de esta ciudad.
—Una mujer que solo estará aquí tres semanas —le recordó
FINJAMOS: CAPITULO 10
Casi al final del reportaje, Marina entró en el salón con una hoja de papel en la mano y se sentó en el brazo del sofá. Cuando el programa acabó, Marina carraspeó.
—No quería molestarte mientras estabas cautivada por mister Encanto —se burló.
—¡Deja ya eso! —Paula le lanzó una mirada fulminante, pero sabía que tenía razón. Pedro la había hipnotizada
—Correo electrónico —Marina dejó caer el papel en el regazo de Paula—. Una nota de quien tú sabes.
Paula bajó la cabeza y vio el nombre de Pedro.
Leyó el breve mensaje: Si te parece podemos comer y te enseñaré el estudio. Dile a mi hermana que mande la respuesta.
Paula miró su reloj. Eran las doce y media.
—¿Quieres ir, Marina? —señaló la nota.
—¿Ir adónde? —Marina la miró inexpresiva.
—Venga. No me digas que no lo has leído—agitó la hoja de papel ante su cara—. A comer y a visitar el estudio con Pedro.
—¿Crees que leería un mensaje personal?
—Sí —replicó Paula sonriendo de oreja a oreja.
Marina le devolvió la sonrisa y negó con la cabeza.
—Ya he estado. Además, a mí no me ha invitado. El placer es todo tuyo.
Paula no estaba segura de si sería un placer. El sentido común le decía que las emociones que sentía acabarían en frustración y desengaño.
FINJAMOS: CAPITULO 9
Cuando salió por la puerta, Pedro se apoyó en el fregadero y recuperó el aliento. Tendría que atarse a la pata de la cama o esconderse para no ponerle las manos encima. No podía pasar más tiempo con Paula sin besar esos deliciosos labios.
Se frotó las sienes, asombrado de que la chica de sus sueños hubiera reaparecido en su vida... hecha toda una mujer. Pero al recordar que solo estaría allí dos semanas se quedó clavado en el sitio. La vida de Paula estaba en Cincinnati, mientras que la de él seguía en Royal Oak.
Paula se despertó y tardó un momento en recordar dónde estaba. Se fijó en la hilera de trofeos que había en la estantería y sonrió al recordar el asalto a la nevera de esa madrugada.
Pedro y ella habían mantenido una conversación. ¡Habían hablado! Le parecía asombroso, absurdo.
Pedro siempre había sido peor que una patada en la espinilla. Solo porque se hubiera convertido en un hombre impresionante, y por lo visto agradable, no iba a hacerse ilusiones.
Paula había alcanzado su meta, tenía su propio negocio; no necesitaba complacer a nadie excepto a sí misma y a su socia. Se había prometido no permitir que nada se interpusiera en su camino, y menos aún un hombre, Aun así, el rostro de Pedro seguía en su mente cuando bajó a la cocina.
—Vaya, vaya —Marina alzó la cabeza al verla—. Hemos dormido hasta tarde, ¿no? —suavizó el comentario con una sonrisa juguetona—. Veo que el señor Televisión y tú tomasteis un tentempié de madrugada
—¿Quién eres? ¿Agatha Christie? —preguntó Paula sirviéndose una taza de café con la esperanza de que su jersey ocultara el rubor que le subía por el cuello—. Creí que era un ladrón.
—Seguro —Marina se apoyó en la encimera de la cocina—. ¿Dé qué hablasteis?
—De nada especial —Paula se sentó en la misma silla que había ocupado unas horas antes—. Sobre lo que hemos hecho estos últimos diez años.
—Ah, una puesta al día, ¿no? ¿Y?
—Y nada. No intentes hacer de celestina, ya soy mayor y no necesito ayuda para mis romances. Tu hermano ha sido una espina durante años, y no pienso llevarme el dolor a casa.
—No te ofendas —dijo Marina sentándose frente a ella—. Solo pensaba que serías una gran cuñada.
Las palabras de Marina desataron el rubor que había ocultado el jersey. Aunque inspiró con fuerza para detenerlo, sus mejillas se sonrojaron.
—Será mejor que te guardes ese pensamiento para ti solita.
—Me moriría de risa, Paula. Pedro y tú. ¡Increíble! —comentó poco después, con una enorme sonrisa que valía más que mil palabras.
Paula se calló lo que pensaba. Pero Marina tenía razón, era increíble. Su amiga cambió de tema.
—¿Qué quieres que hagamos hoy? Puedo trabajar en el ordenador un rato. O podemos ir a visitar a viejos amigos. ¿Qué te apetece?
—No quiero distraerte de tu trabajo. Puedo entretenerme mientras escribes.
—No importa, Paula. Ahora mismo no tengo plazo de entrega, y me encanta que estés aquí.
—Me gustaría hacer un par de llamadas y organizarme.
—Muy bien... —asintió Marina—. Y a mediodía, si quieres, puedes ver a Pedro en las noticias.
Al oír su nombre, el corazón de Paula dio un brinco. Tragó saliva para no volver a ruborizarse. Siempre había odiado su tez pálida porque el mínimo atisbo de incomodidad se reflejaba de inmediato en su rostro.
—Claro. No puedo negar que siento curiosidad.
Marina se fue a trabajar y Paula se quedó disfrutando del café, mirando la silla vacía y reviviendo la conversación de la noche anterior.
Cuando acabó, aclaró la taza y subió a buscar su agenda. Quería llamar a algunas viejas amigas y hacer planes, pero cuando se acercaron a las doce, perdió interés en su proyecto. Fue al salón simulando indiferencia y encendió la televisión con el volumen al mínimo. No le sirvió de nada.
—Canal 5 —gritó Marina desde el estudio.
Paula apretó el botón del control remoto. Un segundo después se oyó la melodía que anunciaba el inicio de las noticias. Se vio una larga mesa y la cámara se fue acercando a un primer plano. El presentador dio algunas noticias y luego dio paso a un reportaje especial.
A Paula se le puso la carne de gallina al ver a Pedro, sonriendo a la cámara, más guapo de lo que ella quería admitir. «Habla Pedro Alfonso desde el Centro Renacimiento...»
Paula no oyó el resto del mensaje, solo la miró y escuchó su voz, embelesada. Su pelo parecía más claro bajo los focos y cuando la cámara tomó un primer plano, sus ojos chispearon.
Paula se imaginó que tenía un club de admiradoras que veían las noticias solo para contemplar sus ojos brillantes y risueños.
sábado, 26 de enero de 2019
FINJAMOS: CAPITULO 8
Pedro entró silenciosamente en la casa y encendió la luz de la cocina. La tarde había sido muy tensa. Mientras el canal intentaba organizar la emisión de uno de los programas, habían estado bajo el control de Patricia, que ideaba estrategias de promoción a corto y largo plazo,
Hacía tiempo que estaba harto de cómo Patricia ejercía su poder sobre el canal y, si tuviera agallas, se enfrentaría a su padre o dejaría el empleo. Esa noche, después de la reunión, Patricia lo había atrapado con la excusa de que necesitaba que la llevara a casa, pero después sugirió que, antes, fueran a tomar algo.
Había tomado una copa con ella y la había llevado a casa pero, aun así, Patricia le había echado un rapapolvo cuando se marchó a toda prisa, deseando volver a casa con su invitada.
Aunque Paula se había reído de él, también había percibido en ella cierta intriga y confusión.
Se encogió al recordar lo bruto que había sido: utilizaba apodos crueles, le hacía llaves y la seguía como un perro latoso. En realidad, había estado loco por ella. La encontraba fascinante. Y encima, había resultado ser una belleza.
Mientras cenaban, solo había picoteado, distraído por los embriagadores ojos de Paula. Por eso le rugía el estómago, exigiendo comida.
Abrió la puerta de la nevera y miró en su interior. Marina había tenido el detalle de llenarlo en previsión de la visita de Paula, así que había rodajas de carne asada y jamón, un grueso trozo de queso, una docena de huevos y beicon.
Echó una ojeada al reloj. Eran las dos de la mañana, buena hora para desayunar. Agarró dos huevos pero cuando se volvió el corazón le dio un vuelco y dejó caer uno.
—Creí que eras un ladrón —dijo Paula mirándolo con curiosidad desde la puerta—. Pero me equivoqué. Solo eres un manazas de un metro noventa —miró el suelo con interés.
—Buenos días —Pedro cortó un trozo de papel absorbente con la mano libre y limpió el suelo.
Ella buscó el reloj de pared con la mirada.
—Supongo que podría llamarse «día». Aunque yo lo llamaría «la mitad de la noche» —entró en la cocina, se sentó en una silla, y cruzó las piernas—. ¿Tienes hambre?
—Estoy famélico. Muerto de hambre —afirmó, recorriendo su tentadora figura con los ojos.
—¿Tu chica no te dio de comer?
—Créeme, Patricia no es mi chica —intervino él rápidamente—. Es la hija del jefe. Intento andar de puntillas a su alrededor, pero últimamente me encantaría pisarle el cuello.
—Da miedo. ¿Eres el lobo malo?
—No pienso contestar. Eso arruinaría mi disfraz de cordero. Pero no hablemos de Patricia.
Frente a ella, la miró traspuesto, estudiando su rostro limpio, suave y adormilado. Se le aceleró el pulso, y sintió que su corazón, que una hora antes estaba en punto muerto, se estiraba y encogía como un gatito.
—¿Quieres? Huevos revueltos con jamón y queso. ¿Qué te parece? —preguntó, para llevar la conversación a un terreno más seguro.
—¿Piensas utilizar sartén? —dijo ella, mirando con picardía la mancha húmeda del suelo.
—No es mala idea.
—¿Qué tal si te ayudo? —Paula, sonriente, se levantó de la silla.
Juntos, batieron huevos, cortaron jamón y rallaron queso. Pedro sintió que una agradable sensación de compañerismo lo envolvía como una canción de amor. Paula sirvió el zumo de naranja y él preparó café instantáneo, para no despertar a Marina con el aroma a café recién hecho. Finalmente, se sentaron uno frente a otro ante la mesa de la cocina.
Pedro la observó pinchar un trozo de huevo y metérselo en la boca. Después, tomó una servilleta de papel y se limpió los labios, tan suaves y rosados que tuvo que apartar la vista.
Aunque no le había hecho falta limpiarse, el gesto resultó perfectamente natural. Se sintió como un estúpido, hipnotizado por esa servilleta.
Él había tardado bastante tiempo en madurar lo suficiente como para utilizar una.
—Han pasado diez años —dijo, intentando borrar de su mente la humillante imagen de sus primitivos modales cuando era un adolescente—. Mucho tiempo. La gente cambia. Tú por ejemplo.
—Y tú —dijo ella, mirándose la bata y las zapatillas—. ¿Quién habría pensado que alguna vez volvería a estar sentada en esta cocina, en bata y desayunando, después de tantos años?
—Y conmigo —añadió él, suponiendo que era lo que ella estaba pensando.
—Y contigo —repitió ella con una sonrisa, como si hubiera dado en el clavo.
—Cuéntame cosas sobre ti —pidió él. Se limpió la boca con la servilleta, esperando que ella se fijase—. Siento curiosidad por saber cómo empezaste en el negocio del catering.
—No hay mucho que contar. Universidad, licenciatura, comprender que me había equivocado de carrera, volver a la universidad. Nada muy interesante.
—¿Matrimonio?
—Casi, pero no —hizo una pausa y lo miró—. ¿Y tú?
—No. Nunca encontré a la mujer adecuada.
—O, como sospecho, encontraste demasiadas —dijo ella con una risita, mirándolo a los ojos.
—No —Pedro negó con la cabeza, esperando no haberlo hecho tan rápido como para parecer culpable—. Demasiado ocupado en la universidad. Salí con chicas, claro, pero no hubo nada serio —miró a Paula, pensando que quizá el problema era que había encontrado a la mujer adecuada muchos años antes—. Después de licenciarme me concentré en mi profesión. Dos años en la radio, ahora en televisión. El trabajo me quita mucho tiempo.
Ella asintió con la cabeza como si lo entendiera perfectamente.
—Mañana, tarde, noche —siguió él—. Dormir un rato y de vuelta al estudio. Turnos de noche, de mañana. Y con «mañana» me refiero, por ejemplo, a las tres de la madrugada, para estar listo para dar las noticias de las seis —calló de repente—. He preguntado por ti y aquí estoy, hablando de mí. Explícame eso del «casi».
—¿El qué? —Paula arrugó la frente y ladeó la cabeza, echándose la melena sobre el hombro.
—El «casi me casé» —se recostó en la silla, con la taza entre las manos, admirando su incitante aspecto en bata y zapatillas.
—Ah, ese «casi» —sonrió ella—. Lo conocí en mi primer trabajo. Ya sabes, el míster Ejecutivo. Elegante, urbano, importante. Al final comprendí que no era el hombre para mí.
—¿No te gustaba el «elegante»?
—El elegante me gusta. Lo que me molestaba era su tedio, y su afán por ascender —dijo ella.
—¿Cómo acabaste dedicándote al catering? —preguntó Pedro, decidiendo que le convenía cambiar de tema.
—No me gustaba el trabajo de márketing que tenía, así que analicé las posibilidades. Había hecho Empresariales y decidí que me gustaría ser mi propio jefe. Lo del catering fue una casualidad. Siempre me encantó cocinar y había asistido a clases de cocina por diversión. Las amplié con algunos cursos y: ¡catering! —explicó ella con ojos brillantes.
—Así que no empezaste con el negocio después de licenciarte.
—No, después de la empresa de márketing trabajé algunos meses para una empresa de catering, para adquirir experiencia. Conocí a una mujer en la universidad que quería emprender un negocio. Ella no tenía tiempo pero sí dinero. Yo no tenía dinero, pero sí tiempo. Así que aquí estoy.
—¿Por qué esos bocaditos de gorrión? ¿Qué me dices del chuletón para gourmets?
—Los entremeses tienen mucha demanda —Paula esbozó una sonrisa divertida—. La mayoría de las empresas los prefieren para sus fiestas y los ejecutivos que dan un cóctel quieren cosas que se puedan comer con los dedos. Además, suponen menos gastos de estructura —inspiró con fuerza—. A mí me gustaría ampliar el negocio... pero mi socia no quiere.
—¿Por qué? —preguntó Pedro.
—No quiere más trabajo. Cuando empezamos, hizo la inversión económica inicial, yo puse el trabajo; pero ahora somos socias igualitarias. Ella sigue prefiriendo el acuerdo original: pone el dinero y yo el trabajo —se encogió de hombros—. En fin, los canapés pueden prepararse parcialmente el día anterior. Y me da tiempo a hacer muchas cosas la misma tarde de la fiesta.
—¿La tarde? Eres demasiado bonita para pasar la tarde preparando aperitivos —Pedro esperó, con la esperanza de ver una sonrisa. Ella sonrió abiertamente, consiguiendo acelerarle el pulso.
—Gracias. Pero no creo que «bonita» sea la palabra adecuada —abrió los brazos y giró la parte superior del cuerpo de un lado a otro.
A pesar de la broma, a él le encantó lo que vio.
El cabello oscuro enmarcaba una tez nívea, que el color rosado de sus mejillas y de sus labios realzaba aún más.
—Tienes razón, «bonita» no es la palabra —dijo él—. ¿Qué te parece «bella»?
—Estás demasiado cansado —se inclinó hacia él por encima de la mesa y frunció el ceño—. No estás centrado. Ni yo tampoco —se levantó, llevó su plato al fregadero y lo enjuagó—. Espero que podamos dejar estos cacharros para mañana.
Pedro se acercó a ella y tuvo que hacer un esfuerzo para no abrazarla. Parecía frágil y delicada a su lado. Sonrió, pensando que si no por su tamaño, sí podría tumbarlo por su espíritu.
—Los pondré en el lavavajillas. Vuelve a la cama —se arriesgó a acariciarle un hombro. Ella, sin quejarse, lo miró amigablemente.
—Te veré por la mañana —Paula echó una ojeada al reloj y rectificó—. Más tarde, por la mañana.
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