sábado, 26 de enero de 2019

FINJAMOS: CAPITULO 8




Pedro entró silenciosamente en la casa y encendió la luz de la cocina. La tarde había sido muy tensa. Mientras el canal intentaba organizar la emisión de uno de los programas, habían estado bajo el control de Patricia, que ideaba estrategias de promoción a corto y largo plazo,
Hacía tiempo que estaba harto de cómo Patricia ejercía su poder sobre el canal y, si tuviera agallas, se enfrentaría a su padre o dejaría el empleo. Esa noche, después de la reunión, Patricia lo había atrapado con la excusa de que necesitaba que la llevara a casa, pero después sugirió que, antes, fueran a tomar algo.


Había tomado una copa con ella y la había llevado a casa pero, aun así, Patricia le había echado un rapapolvo cuando se marchó a toda prisa, deseando volver a casa con su invitada. 


Aunque Paula se había reído de él, también había percibido en ella cierta intriga y confusión.


Se encogió al recordar lo bruto que había sido: utilizaba apodos crueles, le hacía llaves y la seguía como un perro latoso. En realidad, había estado loco por ella. La encontraba fascinante. Y encima, había resultado ser una belleza.


Mientras cenaban, solo había picoteado, distraído por los embriagadores ojos de Paula. Por eso le rugía el estómago, exigiendo comida. 


Abrió la puerta de la nevera y miró en su interior. Marina había tenido el detalle de llenarlo en previsión de la visita de Paula, así que había rodajas de carne asada y jamón, un grueso trozo de queso, una docena de huevos y beicon.


Echó una ojeada al reloj. Eran las dos de la mañana, buena hora para desayunar. Agarró dos huevos pero cuando se volvió el corazón le dio un vuelco y dejó caer uno.


—Creí que eras un ladrón —dijo Paula mirándolo con curiosidad desde la puerta—. Pero me equivoqué. Solo eres un manazas de un metro noventa —miró el suelo con interés.


—Buenos días —Pedro cortó un trozo de papel absorbente con la mano libre y limpió el suelo. 


Ella buscó el reloj de pared con la mirada.


—Supongo que podría llamarse «día». Aunque yo lo llamaría «la mitad de la noche» —entró en la cocina, se sentó en una silla, y cruzó las piernas—. ¿Tienes hambre?


—Estoy famélico. Muerto de hambre —afirmó, recorriendo su tentadora figura con los ojos.


—¿Tu chica no te dio de comer?


—Créeme, Patricia no es mi chica —intervino él rápidamente—. Es la hija del jefe. Intento andar de puntillas a su alrededor, pero últimamente me encantaría pisarle el cuello.


—Da miedo. ¿Eres el lobo malo?


—No pienso contestar. Eso arruinaría mi disfraz de cordero. Pero no hablemos de Patricia.


Frente a ella, la miró traspuesto, estudiando su rostro limpio, suave y adormilado. Se le aceleró el pulso, y sintió que su corazón, que una hora antes estaba en punto muerto, se estiraba y encogía como un gatito.


—¿Quieres? Huevos revueltos con jamón y queso. ¿Qué te parece? —preguntó, para llevar la conversación a un terreno más seguro.


—¿Piensas utilizar sartén? —dijo ella, mirando con picardía la mancha húmeda del suelo.


—No es mala idea.


—¿Qué tal si te ayudo? —Paula, sonriente, se levantó de la silla.


Juntos, batieron huevos, cortaron jamón y rallaron queso. Pedro sintió que una agradable sensación de compañerismo lo envolvía como una canción de amor. Paula sirvió el zumo de naranja y él preparó café instantáneo, para no despertar a Marina con el aroma a café recién hecho. Finalmente, se sentaron uno frente a otro ante la mesa de la cocina.


Pedro la observó pinchar un trozo de huevo y metérselo en la boca. Después, tomó una servilleta de papel y se limpió los labios, tan suaves y rosados que tuvo que apartar la vista. 


Aunque no le había hecho falta limpiarse, el gesto resultó perfectamente natural. Se sintió como un estúpido, hipnotizado por esa servilleta. 


Él había tardado bastante tiempo en madurar lo suficiente como para utilizar una.


—Han pasado diez años —dijo, intentando borrar de su mente la humillante imagen de sus primitivos modales cuando era un adolescente—. Mucho tiempo. La gente cambia. Tú por ejemplo.


—Y tú —dijo ella, mirándose la bata y las zapatillas—. ¿Quién habría pensado que alguna vez volvería a estar sentada en esta cocina, en bata y desayunando, después de tantos años?


—Y conmigo —añadió él, suponiendo que era lo que ella estaba pensando.


—Y contigo —repitió ella con una sonrisa, como si hubiera dado en el clavo.


—Cuéntame cosas sobre ti —pidió él. Se limpió la boca con la servilleta, esperando que ella se fijase—. Siento curiosidad por saber cómo empezaste en el negocio del catering.


—No hay mucho que contar. Universidad, licenciatura, comprender que me había equivocado de carrera, volver a la universidad. Nada muy interesante.


—¿Matrimonio?


—Casi, pero no —hizo una pausa y lo miró—. ¿Y tú?


—No. Nunca encontré a la mujer adecuada.


—O, como sospecho, encontraste demasiadas —dijo ella con una risita, mirándolo a los ojos.


—No —Pedro negó con la cabeza, esperando no haberlo hecho tan rápido como para parecer culpable—. Demasiado ocupado en la universidad. Salí con chicas, claro, pero no hubo nada serio —miró a Paula, pensando que quizá el problema era que había encontrado a la mujer adecuada muchos años antes—. Después de licenciarme me concentré en mi profesión. Dos años en la radio, ahora en televisión. El trabajo me quita mucho tiempo.


Ella asintió con la cabeza como si lo entendiera perfectamente.


—Mañana, tarde, noche —siguió él—. Dormir un rato y de vuelta al estudio. Turnos de noche, de mañana. Y con «mañana» me refiero, por ejemplo, a las tres de la madrugada, para estar listo para dar las noticias de las seis —calló de repente—. He preguntado por ti y aquí estoy, hablando de mí. Explícame eso del «casi».


—¿El qué? —Paula arrugó la frente y ladeó la cabeza, echándose la melena sobre el hombro.


—El «casi me casé» —se recostó en la silla, con la taza entre las manos, admirando su incitante aspecto en bata y zapatillas.


—Ah, ese «casi» —sonrió ella—. Lo conocí en mi primer trabajo. Ya sabes, el míster Ejecutivo. Elegante, urbano, importante. Al final comprendí que no era el hombre para mí.


—¿No te gustaba el «elegante»?


—El elegante me gusta. Lo que me molestaba era su tedio, y su afán por ascender —dijo ella.


—¿Cómo acabaste dedicándote al catering? —preguntó Pedro, decidiendo que le convenía cambiar de tema.


—No me gustaba el trabajo de márketing que tenía, así que analicé las posibilidades. Había hecho Empresariales y decidí que me gustaría ser mi propio jefe. Lo del catering fue una casualidad. Siempre me encantó cocinar y había asistido a clases de cocina por diversión. Las amplié con algunos cursos y: ¡catering! —explicó ella con ojos brillantes.


—Así que no empezaste con el negocio después de licenciarte.


—No, después de la empresa de márketing trabajé algunos meses para una empresa de catering, para adquirir experiencia. Conocí a una mujer en la universidad que quería emprender un negocio. Ella no tenía tiempo pero sí dinero. Yo no tenía dinero, pero sí tiempo. Así que aquí estoy.


—¿Por qué esos bocaditos de gorrión? ¿Qué me dices del chuletón para gourmets?


—Los entremeses tienen mucha demanda —Paula esbozó una sonrisa divertida—. La mayoría de las empresas los prefieren para sus fiestas y los ejecutivos que dan un cóctel quieren cosas que se puedan comer con los dedos. Además, suponen menos gastos de estructura —inspiró con fuerza—. A mí me gustaría ampliar el negocio... pero mi socia no quiere.


—¿Por qué? —preguntó Pedro.


—No quiere más trabajo. Cuando empezamos, hizo la inversión económica inicial, yo puse el trabajo; pero ahora somos socias igualitarias. Ella sigue prefiriendo el acuerdo original: pone el dinero y yo el trabajo —se encogió de hombros—. En fin, los canapés pueden prepararse parcialmente el día anterior. Y me da tiempo a hacer muchas cosas la misma tarde de la fiesta.


—¿La tarde? Eres demasiado bonita para pasar la tarde preparando aperitivos —Pedro esperó, con la esperanza de ver una sonrisa. Ella sonrió abiertamente, consiguiendo acelerarle el pulso.


—Gracias. Pero no creo que «bonita» sea la palabra adecuada —abrió los brazos y giró la parte superior del cuerpo de un lado a otro.


A pesar de la broma, a él le encantó lo que vio. 


El cabello oscuro enmarcaba una tez nívea, que el color rosado de sus mejillas y de sus labios realzaba aún más.


—Tienes razón, «bonita» no es la palabra —dijo él—. ¿Qué te parece «bella»?


—Estás demasiado cansado —se inclinó hacia él por encima de la mesa y frunció el ceño—. No estás centrado. Ni yo tampoco —se levantó, llevó su plato al fregadero y lo enjuagó—. Espero que podamos dejar estos cacharros para mañana.


Pedro se acercó a ella y tuvo que hacer un esfuerzo para no abrazarla. Parecía frágil y delicada a su lado. Sonrió, pensando que si no por su tamaño, sí podría tumbarlo por su espíritu.


—Los pondré en el lavavajillas. Vuelve a la cama —se arriesgó a acariciarle un hombro. Ella, sin quejarse, lo miró amigablemente.


—Te veré por la mañana —Paula echó una ojeada al reloj y rectificó—. Más tarde, por la mañana.



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