lunes, 28 de enero de 2019
FINJAMOS: CAPITULO 12
Caminaron en silencio hasta el estudio. Cuando Pedro le abrió la puerta, Paula sonrió. En el instituto se había dedicado a cerrar la puerta, con las dos manos, cuando ella intentaba entrar.
Volvió a preguntarse si llegaría a acostumbrarse al nuevo y sorprendente Pedro.
—Este es mi reino —dijo él haciendo un amplio gesto con el brazo. La llevó pasillo abajo, presentándosela a sus compañeros—. Aquí trabaja el personal de los noticieros: boletines y resúmenes informativos y noticias locales.
Ella echó un vistazo a la gran sala, llena de mesas con teléfonos, pantallas, faxes y fotocopiadoras, todo encendido y parpadeando.
—Ordenadores, en vez de las cintas de teleimpresor que solíamos ver en esas películas de sesión de medianoche —dijo Pedro con nostalgia— Maquinaria nueva y sofisticada.
Paula sonrió al oírlo referirse a las antiguas películas que veían en televisión, cuando ella pasaba la noche en casa de Marina. La condujo al otro lado de la sala, hacia uno de los presentadores de noticias que Marina había en el programa de mediodía.
—Te presento a Brian Lowery. Brian, esta es Paula Chaves, amiga mía desde hace años.
—Encantado, Paula. ¿Estás de visita? —Brian le ofreció la mano y la miró de arriba abajo.
—Para el centenario —asintió ella—. Vivo en Cincinnati.
—Una lástima —le guiñó un ojo—. Para Pedro, quiero decir —Brian sonrió astutamente.
—¿Pedro? —Paula rió para disimular su turbación—. ¿Bromea? Es el hermano pequeño de mi mejor amiga —le dio un golpecito juguetón a Pedro en el brazo; cuando bajó la mano seguía sintiendo la textura de sus músculos en los dedos.
Pedro ignoró el comentario de su compañero y le indicó a Paula la actividad que los rodeaba.
Ella observó con interés las impresoras y faxes que soltaban hojas de papel sin cesar, las pantallas que mostraban noticias y entrevistas, y a los reporteros que trabajaban codo con codo.
—Mucho movimiento —se volvió hacia él—. ¿Te he dicho que vi tu reportaje al mediodía? Estuviste muy bien —la mirada divertida de Pedro hizo que se le acelerara el pulso.
—Me lo dijiste en la comida —dijo él, esbozando esa sonrisa de complicidad que Paula empezaba a odiar. Paula se aclaró la garganta para ocultar su disgusto. Nunca había sido fan de nadie, y ese no era el momento de empezar a serlo.
—Esto es demasiado ruidoso. Me está empezando a doler la cabeza.
—Sígueme —replicó él, tomándola del codo y guiándola vestíbulo abajo—. Te enseñaré mi cubículo —abrió una puerta y le cedió el paso—. Aquí es donde cuelgo el sombrero. Pero las noticias están ahí afuera. Aquí solo trabajo en reportajes especiales y documentales. Hay menos ruido.
Aunque sonaba más apagado, el ajetreo reverberaba por la ventana de cristal. Paula se masajeó las sienes, preguntándose si el dolor de cabeza se debía al caos o a su inesperada reacción a Pedro. Para distraer su atención, echó un vistazo al escritorio. Cualquier cosa, fotos de antiguas novias o recuerdos personales, como un par de trofeos de fútbol, que la ayudaran a conjurar la imagen del pasado, hubiera servido.
Pero solo había un bote para lápices, una taza de café, bandejas de entrada y salida de documentos y un ordenador.
—Siéntate. Quizá descubras que esta era tu auténtica vocación —Pedro le ofreció su silla y ella se sentó. Pedro formó un círculo con el índice y el pulgar, simulando una lente, y la miró—. Quedarías muy bien ante la cámara. ¿Te lo habían dicho antes?
—No —Paula intentó controlar sus emociones—. Y no intentes adularme para conseguir que te ponga en mi lista de «perdonado y olvidado».
Él sonrió abiertamente y ella sintió que un escalofrío recorría su espalda, pero no pudo contener una sonrisa. Pedro se inclinó y apoyó los codos en el escritorio. Estaba tan cerca que Paula percibió el olor del caramelo de menta que había tomado después de comer.
—No te pido que olvides. Solo intento que me pongas en la lista de «seamos amigos». Muy buenos amigos —dijo con cara de niño travieso.
—Puede que ceda un poco, porque me has invitado a comer. Seamos amigos, pero déjalo ahí.
Él se levantó y le puso las manos en el hombro.
Paula, concentrada en Pedro, no se dio cuenta de que había entrado alguien hasta oír un carraspeo femenino. Notó el cambio en la expresión de Pedro y comprendió que la mujer debía de ser la famosa hija del jefe.
—Patricia —saludó Pedro.
—Espero no molestar.
Aunque Pedro contestó que no y sonrió amablemente, Paula percibió la tensión de su voz.
—Estoy enseñándole la oficina a Paula Chaves, una vieja amiga. Paula, esta es Patricia Holmes.
—Mucho gusto —dijo la mujer, arqueando burlonamente la ceja izquierda.
—Encantada de conocerte —Paula contraatacó arqueando la ceja exactamente igual. Intrigada, observó a la mujer, con la sensación de que su propia indumentaria, pantalón gris y jersey largo color frambuesa, la ponía en desventaja. Patricia llevaba un vestido rojo oscuro y un pañuelo a juego, bajo las solapas de un profundo escote en «uve». Un cinturón de tela con hebilla dorada realzaba su diminuta cintura. Completaba el conjunto con discretas joyas de oro. Tenía un aspecto sensacional, y además era consciente de ello.
—Cuando termines con tu amiga, Pedro, tengo que revisar un par de cosas contigo.
—Claro —aceptó él—. Dame un minuto. Te veré en tu despacho.
—No tardes —replicó ella. Se volvió hacia Paula, la miró de arriba abajo un par de veces y, girando sobre sus altos tacones, fue hacia la puerta. Sus pasos resonaron en las baldosas y Paula se preguntó por qué no había oído su llegada.
—Muy amistosa —dijo Paula cuando desapareció—. Realmente encantada de conocerla.
—Te pido disculpas por la actitud de Patricia —dijo Pedro—. Se pone así cuando... cuando hay presión en el trabajo. Seguro que tiene lo de Nueva York en la cabeza.
—Supuse que tenía algo en la cabeza —Paula se mordió la lengua para no decir más. Era obvio que a la mujer no le gustaba la competencia, pero Paula no pretendía disputarle nada... aún.
—Tenemos que finalizar algunos detalles antes de que llegue la visita de Nueva York. —Pedro la miró con inquietud y hojeó unos documentos.
—Entonces... estás ocupado —Paula miró su reloj—. Será mejor que me vaya. Mejor no enfadar a la hija del jefe —comentó, imaginándose enrollándole el pañuelo alrededor del cuello y dando un par de tirones.
—De acuerdo —asintió él—. Será mejor si...
—No hay problema —le guiñó un ojo con complicidad—. Te veré en la cena.
Él asintió con aire preocupado.
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