martes, 15 de enero de 2019

AL CAER LA NOCHE: CAPITULO 42




Pedro se despertó de un profundo sueño al sentir el aroma del café y el beicon. Se estiró y miró a su alrededor sin saber dónde estaba. 


Pero en cuanto bajó la mirada hacia su cuerpo desnudo, el recuerdo volvió acompañado de una nueva punzada de deseo.


Y de una ligera aprensión.


La noche había sido perfecta. Estar con Paula había sido perfecto. Pero había llegado la mañana.


Era el momento de dar un nuevo paso en su relación, pero no sabía cuál. E incluso en el caso de que lo supiera, no sabía si podría darlo.


Se estiró y buscó sus pantalones con la mirada.


Estaban detrás del sofá. Su mente voló de nuevo hacia Paula mientras se los ponía. No se molestó en abrochárselos. Necesitaba un café.


Y lo necesitó todavía más al ver a Paula.


Ya no estaba desnuda, pero llevaba una estrecha camiseta de color violeta que le llegaba justo por encima de las rodillas. Iba descalza, con las uñas de los pies pintadas de color rosa.


—Buenos días, detective. No sabía si debía despertarte.


—¿Qué hora es?


—Las siete y media. Yo me levanto antes.


—Normalmente, yo también. De hecho, suelo despertarme una docena de veces durante la noche… Las noches que consigo dormir.


—Humm. Y cuando estás conmigo duermes toda la noche seguida. Eso no dice mucho a favor del nivel de excitación que genero.


—Supongo que tendrás que intentar mantenerme despierto —respondió Pedro.
Una parte de él quería abrazarla y volver a hacer el amor con ella. Pero la otra, habría preferido dar media vuelta y echar a correr. Y ninguna de las dos cosas le parecía apropiada.


—Tienes café en la cafetera. Y una taza en el mostrador. Sírvete tú mismo.


Pedro obedeció, y apoyado contra el mostrador, la observó cascar un par de huevos y echarlos en la sartén. Ella con la camiseta. Él con los vaqueros. Los dos descalzos. Como amantes.


—He estado pensando en el asesino, Pedro… —Fin de la rutina amorosa. Vuelta a los temas macabros—. Creo que la equis con la que marca los pechos de sus víctimas, podría ser una manera de intentar vengarse de su madre. Me refiero a que los bebés maman, ése es el primer vínculo con su madre.


—Entonces crees que él no pudo mamar.


—A lo mejor lo abandonaron, como a mí. O quizá sufrió abusos. En cualquier caso, parece odiar la idea de la maternidad. No soy ninguna experta en este tipo de cosas, pero es así como lo veo.


—Puede que tengas razón.


—Y otra de las cosas que me intriga, es el hecho de que nadie lo vea nunca. Me dejó una galleta en la puerta de casa. Dejó una nota en mi coche. Me siguió hasta el Catfish Shack, o por lo menos, sabe que estuve allí. Pero no hay un sólo testigo que diga haber visto a ningún sospechoso merodeando por esas zonas.


—Sí, lo sé. Es como si fuera invisible.


—Podría ser un policía o un ex policía. O por lo menos alguien con cierto tipo de entrenamiento militar. Parece saber mucho más sobre cómo acceder a cierta clase de información, que un ciudadano normal.


—Sí, lo sé. Yo he llegado a las mismas conclusiones que tú, pero ninguna de ellas me ha conducido a ningún sospechoso. De todas formas, es habitual que los asesinos en serie sean difíciles de atrapar. Y el principal motivo es que eligen sus víctimas al azar. Como no tienen ninguna conexión con la víctima antes del asesinato, no hay forma de saber que son sospechosos. Ni siquiera en una ciudad como Prentice, en la que todo el mundo se conoce.


—Quizá no sea de aquí —aventuró Paula.


—Eso es lo que yo creo —dijo Pedro—, pero aun así, sigue siendo sólo una hipótesis. Necesitamos algo más sólido.


—Me gustaría volver a ver a Tamara. Creo que esta tarde me pasaré por el hospital. He quedado con Barbara para almorzar. Está preocupada por mí y creo que se siente culpable.


—¿Por qué tiene que sentirse culpable?


—Ella fue la que proporcionó la mayor parte de la información que salió sobre mí en ese artículo. No intencionadamente, por supuesto. Pensaba que estaba hablando con una revista autorizada que quería hacer un buen reportaje sobre mí. Supongo que no hace falta que te diga que han tergiversado todo lo que les contó.


Era la primera vez que volvía a mencionar aquel artículo desde el día anterior. Paula sirvió los huevos con el beicon y las tostadas. Mientras comían, continuaron hablando del tema.


—¿Y qué va a pasar con tu trabajo? ¿De verdad te van a despedir?


—Esta misma mañana lo averiguaré. Tengo una reunión con Juan a las diez. Quería tener tiempo para considerar la situación y ver el impacto que esa noticia puede tener sobre el periódico antes de tomar una decisión.


—Sería un estúpido si te perdiera.


—Hasta hace un par de semanas sólo era una periodista que se ocupaba de todo lo que no querían hacer los demás. Estoy segura de que no soy imprescindible.


En aquel momento sonó el teléfono de Pedro


Probablemente sería Mateo, preguntándose por qué no estaba ya en la comisaría. Corrió al salón a buscar su teléfono.


—Detective Pedro Alfonso—contestó.


Pero no era Mateo, sino un trabajador del hospital. Tamara Mitchell había dicho que quería hablar.


Pedro regresó a la cocina para darle a Paula la noticia.


—Voy a ir contigo, Pedro.


—Como periodista.


—Como amiga de Tamara. Y porque quiero que atrapen al asesino.


—¿Podrás estar lista en diez minutos?


En menos de ocho minutos, Paula estaba preparada.




AL CAER LA NOCHE: CAPITULO 41




Pedro permanecía en el marco de la puerta, devorado por el deseo. Se moría por estrechar a Paula entre sus brazos, llevarla al dormitorio y hacer el amor con ella. Pero ése no era su estilo, y no tenía la menor idea de cuál podía ser el de Paula. Así que farfulló un torpe «hola» y después pronunció una frase propia de un policía estúpido.


—¿Por qué has abierto la puerta sin saber quién era?


—Sabía que eras tú. He mirado por la mirilla.


Paula sabía que era él. Y no se había molestado en ponerse la bata. Eso tenía que significar algo.


—He estado pensando en lo que me dijiste sobre mi miedo a salir del agujero.


—¿Y has decidido salir, Pedro? ¿Para eso has venido? Porque la verdad es que he tenido un día terrible, y ahora mismo lo que más necesito es que me abraces y me hagas sentirme deseable. Si no eres capaz de hacerlo, vete. No puedo continuar hablando de asesinos o de todas las cosas terribles que han ocurrido en mi vida.


—¿Cómo puedes pensar siquiera que no eres deseable? Tengo ganas de hacer el amor contigo, desde la primera noche que te vi vomitando con el vestido rojo entre los arbustos.


—Entonces no hables de ello, Pedro. Limítate a hacerlo.


Y al instante, Paula estuvo entre sus brazos. Pedro la besaba una y otra vez. Los labios, la frente, las pestañas, la punta de la nariz. Y ella le devolvía los besos.


Pedro perdió el control. Se olvidó de pensar, de razonar. Sólo quería besarla, acariciarla y abrazarla. A toda ella. Deslizó los dedos bajo los tirantes de la combinación, los levantó y dejó que resbalaran por sus hombros.


Contuvo la respiración durante un largo y casi doloroso instante en el que el deseo palpitaba en cada parte de su cuerpo. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para no abalanzarse sobre ella y terminar en el suelo, haciendo el amor como un hombre del Neanderthal.


Sin saber muy bien cómo, consiguió dominarse e ir haciendo las cosas lentamente. Besó y succionó cada uno de los pezones y acunó los senos de Paula entre las manos. Ella permanecía erguida frente a él, temblando. Al principio, Pedro pensó que estaba asustada, y se estremeció al pensar que Paula podía llegar a cambiar de opinión y rechazarlo.


—No te detengas, Pedro. Por favor, no te detengas. Te necesito. Te deseo.


De modo que Pedro deslizó las manos por la tersa piel de su vientre hasta encontrar los rizos que cubrían el vértice de sus muslos. Continuó bajando la mano y descubrió que Paula estaba ardiente, húmeda y preparada para recibirlo. Y él se moría por estar dentro de ella, por verla tan hambrienta y desesperada como lo estaba él.


Paula se deshizo completamente de la combinación. El encaje negro cayó hasta el suelo y su cuerpo desnudo resplandeció ante la luz de la lámpara. Deslizó los brazos alrededor de Pedro y le dio un beso dulce, pero intenso.
Pedro se sentía como si Paula estuviera llegando a lo más íntimo de él, como si estuviera acariciando rincones dormidos de su alma y haciéndolos volver a la vida.


E incluso en medio de aquel descontrolado deseo, sabía que lo que estaban compartiendo era algo más que sexo. Que Paula estaba ofreciéndole algo más que un cuerpo perfecto. 


Se estaba ofreciendo a sí misma. Sin pretensiones. Sin expectativas.


Pero si en aquel minuto le hubiera pedido la luna, Pedro habría gastado la última gota de su aliento en alcanzársela.


Pero Paula sólo lo quería a él.


—Enciende la chimenea, Pedro.


—¿Ahora?


—Sí. En el salón. El resto de mi vida es un completo caos, y necesito que cuando te vayas, el recuerdo de esta noche sea perfecto.


Pedro quería prometerle que jamás se iría, que estaría siempre a su lado, pero sabía que no podía hacerle esa promesa. No, todavía no.


—Encenderé la chimenea. Pero no te vayas, Paula. Y prométeme que esto no es un sueño, que no vas a desaparecer de pronto.


—Es un sueño, pero no voy a desaparecer.


Paula lo condujo hacia el salón. Mientras él encendía el fuego, colocó unos almohadones sobre la alfombra persa y puso algo de música. Una pieza de música clásica que Pedro había oído en otra ocasión, pero cuyo nombre no era capaz de recordar.


Cuando las llamas comenzaron a danzar en la chimenea, Pedro se volvió y descubrió a Paula mirándolo fijamente.


—Déjame desnudarte, Pedro.


Pedro se estremecía de anticipación mientras ella le quitaba la camisa, le desabrochaba el cinturón y bajaba la cremallera de sus vaqueros. La primera sensación fue de dulce alivio, pero en el instante en el que Paula deslizó las manos en el interior de sus calzoncillos, supo que no iba a poder aguantar mucho más.


Él mismo se bajó los vaqueros y los calzoncillos, y se deshizo de ellos con una patada. Casi inmediatamente, cayó al suelo abrazado a Paula, en un nudo de piernas y brazos. Paula lo besó otra vez, se colocó sobre él y le hizo deslizarse en su interior. Pedro quería que su encuentro durara, pero no fue capaz de contenerse. De modo que se dejó llevar. Sin barreras. Sin pensar en nada, salvo en la dulce y hermosa Paula.


Paula lo acompañó hasta el orgasmo. Y gemía y gritaba su nombre al alcanzar la cima del placer.


—Gracias, Pedro. Ha sido maravilloso. Perfecto en todos los sentidos.


—¡Oh, Paula! No lo sabes, ¿verdad?


—¿Saber qué?


—Que la perfección eres tú.


Paula permanecía en los brazos de Pedro mucho tiempo después de que hubieran hecho el amor. No quería moverse, no quería romper el hechizo.


Pedro no era el primer hombre con el que se acostaba, aunque no había habido muchos hombres en su vida. Pero lo de aquella noche, había sido algo diferente. Por una parte, nunca había necesitado como entonces hacer el amor. 


Cuando una mujer veía cómo su mundo se iba derrumbando, era agradable tener unos brazos que la abrazaran y un hombre que la hiciera sentirse como si fuera la mujer más hermosa de la tierra.


Pero Paula no necesitaba a cualquier hombre. 


Necesitaba a Pedro. Y ni siquiera era capaz de comenzar a imaginarse por qué aquel hombre la afectaba de aquella manera. Probablemente no había ninguna respuesta. Si la hubiera, enamorarse sería una ciencia en vez de una aventura mágica.


Comenzó a levantarse, pero Pedro la retuvo entre sus brazos.


—¿Adónde crees que vas?


—No podemos pasarnos toda la noche aquí tumbados.


—¿Y quién ha puesto esa ridícula regla?


Paula volvió a besarlo en la boca.


—Tú quédate aquí. Yo iré a la cocina a preparar algo de comer. ¿Te gustan el queso y las galletas?


—No tanto como lo que tengo ahora entre mis brazos.


—No es propio de ti decirle ese tipo de cosas a una periodista, Pedro.


—Pero esto no va a salir publicado, ¿verdad?


—En primera plana y con fotografías.


—Entonces deberíamos repetirlo para asegurarnos de que salga bien. Pero tienes razón —posó la mano en su vientre y la miró a los ojos—. Esto no es propio de mí. Esta noche tengo la sensación de que no soy yo.


—¿Y te gusta?


—Definitivamente sí, sobretodo teniendo en cuenta que normalmente me siento como si estuviera a punto de explotar.


—¿Y cómo te sientes en este momento?


—Satisfecho. Relajado. Y sorprendido de que me desees. ¿Y tú?


—Deseable, viva —deslizó los labios por su pecho—. Y hambrienta. Pero de algo que tengo en la cocina.


—Muy bien —la soltó—. Supongo que tendré que dejar que vayas a comer, siempre y cuando me prometas que volverás inmediatamente.


—Lo haré.


Mientras cortaba el queso, Paula pensaba en Pedro. No habían hablado de sus sentimientos, ni de ninguna clase de compromiso. Sabía que Pedro todavía no estaba preparado para hacerlo, pero aun así, había estado allí aquella noche, haciéndola sentirse como si nunca hubiera sido la molestia que sus padres habían considerado que era. Ocurriera lo que ocurriera, aquella noche permanecería para siempre en su memoria, como un recuerdo resplandeciente con el que contrarrestar las oscuras grietas de su mente.


Pero ella quería algo más. Entre otras cosas, volver a hacer el amor aquella noche.


Cuando regresó al salón, descubrió a Pedro tumbado boca arriba, con los brazos cruzados y roncando suavemente.


Paula suspiró y se llevó un pedazo de queso a la boca. Era la primera noche que se quedaba un hombre en su casa y se quedaba dormido.


Tomó la manta que tenía en el sofá y la extendió sobre el cuerpo desnudo de Pedro. Comenzó a dirigirse hacia su dormitorio, pero cambió de opinión. Su mundo podía estar derrumbándose, pero aquella noche iba a dormir entre los brazos de Pedro.



lunes, 14 de enero de 2019

AL CAER LA NOCHE: CAPITULO 40





Pedro pasó el resto del día en Auburn, interrogando a conocidos de Sally Martin. Había hablado con su ex novio un par de días atrás.


Éste tenía una coartada que Pedro quería investigar. Pero incluso en el caso de que no la tuviera, Pedro dudaba de que aquel chico hubiera sido capaz de hacer algo peor que copiar en un examen.


Mientras trabajaba activamente en el caso, Pedro conseguía mantener a Paula en los márgenes de su mente. Pero mientras regresaba de nuevo a Prentice, sólo era capaz de pensar en ella.


Pedro había vivido en un agujero desde la muerte de Natalia. Llevaba mucho tiempo viviendo en la oscuridad y no estaba seguro de que pudiera siquiera salir de allí. E incluso en el caso de que lo hiciera, no sabía si Paula y él podrían hacerlo juntos.


En aquel momento lo único que sabía era que él era un hombre, que Paula era una mujer, y que deseaba desesperadamente estar con ella. 


Quizá Paula lo rechazara. Pero era un riesgo que tenía que correr.


Condujo directamente hasta su casa, aparcó allí mismo y recorrió a grandes zancadas el camino que llevaba hasta su puerta.


No tenía la menor idea de lo que le iba a decir, pero tampoco le importaba. El pomo de la puerta giró. La puerta se abrió lentamente y apareció Paula frente a él con una combinación de encaje negro que se abrazaba a sus muslos y acariciaba sus senos. Pedro no habría sido capaz de pronunciar una sola palabra aunque su vida hubiera dependido de ello.




AL CAER LA NOCHE: CAPITULO 39




Paula decidió dejar el coche y regresó a la oficina en taxi, después de que Barbara le arrancara la promesa de acompañarla a Atlanta la semana siguiente para comenzar a mirar el vestido de boda.


Era una promesa que Paula esperaba no tener que cumplir. Pero quizá estuviera siendo demasiado cínica. Seguramente, el amor tenía muchas cosas maravillosas cuando una se enamoraba del hombre adecuado. Aunque cuando alguien se enamoraba del hombre que no debía, podía convertirse en un infierno.


—Paula, ven aquí.


Paula dejó de escribir y alzó la mirada. Juan estaba en la puerta del despacho, con el rostro rojo y sombrío y un periódico doblado entre las manos. Fuera cual fuera el problema, la culpa no podía haber sido de Paula. Juan aprobaba cada artículo antes de que fuera publicado.


Aun así, cuando estaba enfadado, era preferible seguirle la corriente. De modo que Paula guardó lo que estaba haciendo, volvió a ponerse los zapatos y obedeció su orden.


En cuanto hubo cerrado la puerta de su despacho, le tendió el periódico.


—¿Quieres explicarme esto?


A Paula se le aceleró violentamente el pulso. En aquel momento, habría sido capaz de matar a Pedro Alfonso con sus propias manos.



****


—Hay una mujer que quiere verte, Pedro. Y parece que está enfadada.


—Dile que no estoy.


—Lo siento. Pero ya le han dicho que estás aquí.


—Magnífico. Que pase.


Pedro se colocó tras su escritorio, preparado para enfrentarse a cualquiera que pretendiera reprocharle el que no hubiera atrapado todavía al famoso asesino de los parques de Prentice. 


Sería la segunda vez en un día.


Pero fue Paula la que entró en su despacho y cerró la puerta de una patada. Sin decir una sola palabra, cruzó la habitación y extendió un periódico ante él.


Uno de los titulares estaba marcado en rojo. 


Pedro clavó los ojos en una fotografía de Paula, había sido tomada en el lugar en el que Sally Martin había sido asesinada. El pie de foto decía: La nueva redactora del periódico de Prentice tiene una identidad secreta.


Pedro escrutó el artículo con la mirada. No faltaba nada. Hablaban del cambio de nombre de Paula y daban detalles sobre su vida en el Hogar para Niñas Grace y en el centro Meyers Bickham, en el que había estado con anterioridad.


El artículo lanzaba algunas preguntas, sugería que Paula había sido despedida de su trabajo anterior, y que había interferido en la investigación sobre los crímenes de Prentice, presionando a una testigo que pretendía mantener en secreto lo que había visto.


Si se leía entre líneas, podía deducirse incluso que Paula simpatizaba con el asesino, o que prácticamente estaba compinchada con él.


—No sé de dónde ha salido todo esto, pero no ha sido de mí.


—Alguien del departamento ha debido filtrarlo a la prensa. Y no lo habrían podido filtrar, si tú no hubieras estado hurgando en mi pasado. Puede que no seas el responsable directo, pero has sido tú el que has abierto la caja de los truenos.


Pedro odiaba la acusación que reflejaba su mirada. Y la odiaba todavía más, porque sabía que se la merecía.


—No sé qué decir, Paula, excepto que no había previsto nada de esto.


—Pero si en realidad no importa. Al fin y al cabo, sólo soy una periodista. Dilo, Pedro. Di que soy una periodista molesta, un trozo de basura que se interpone en tu camino…


Se le quebró la voz. Estaba temblando, de dolor y de indignación.


—No puedo decir eso, Paula, porque no es verdad.


Una lágrima rodó por la mejilla de la joven. Pedro tragó saliva, intentando mantener el control, en un momento en el que el dolor de Paula lo estaba desgarrando literalmente. Pero era imposible mantener el control cuando Paula estaba llorando. La estrechó entre sus brazos.


Paula lo rechazaba con los puños, pero las lágrimas continuaban deslizándose por sus mejillas. Al final, dejó de resistirse y permitió que Pedro la abrazara mientras ella lloraba.


Cuando cesaron los sollozos se apartó. Estaba tensa, avergonzada, confundida.


Pedro podría haberla abrazado eternamente. 


Eso le resultaba fácil. Lo difícil era hablar de lo ocurrido. Pero Pedro tenía la sensación de que debía decir algo. Porque en el fondo, todo aquello había sido culpa suya.


—El artículo no va a cambiarte, Paula. Sigues siendo la misma persona que eras antes de que se imprimiera.


—Probablemente pierda mi trabajo —desvió la mirada—. Y tendré que dejar Prentice. Todo el mundo me odiará cuando se crea que por mi culpa, no avanza la investigación. Yo pensaba que al venir aquí todo cambiaría. Que encajaría en este lugar, haría amigos y echaría raíces.


Había suavizado su tono, como si las lágrimas hubieran alejado el enfado y hubieran dejado solamente el dolor.


—Todo esto se terminará olvidando —dijo Pedro—. Nadie hace tanto caso de lo que dicen los periódicos.


—Pero la mayor parte de lo que cuenta es verdad.


—Pero no, la parte que podría irritar más a la gente. Tú no has entorpecido la investigación. De hecho, conseguiste que Tamara hablara.


—Y estuvieron a punto de matarla por mi culpa.


—Eso no es cierto.


—Olvídalo, Pedro. He venido aquí dispuesta a desahogarme contigo y a hacerte daño, pero es imposible si tú no estás dispuesto a pelear.


—No quiero discutir contigo, Paula.


Paula buscó por fin su mirada, pero Pedro no fue capaz de leer en las profundidades de sus ojos. Lo único que sabía era que aquella mujer lo había cautivado, haciéndole anhelar algo indefinible.


—¿Qué es lo que quieres, Pedro? Me besas hasta dejarme sin sentido y después no me vuelves a tocar. Me tratas como si fuera una periodista molesta, haces que me investiguen, y cuando exploto me abrazas y me consuelas mientras lloro.


—No sé enfrentarme a las cuestiones sentimentales.


—¡Vaya, eso sí que es una auténtica revelación…! Voy a salir de aquí, Pedro. No estoy segura de si continuaré trabajando para el Prentice Times después de lo que ha pasado hoy, pero si puedo ayudarte con Tamara Mitchell, llámame.


No le dio tiempo a responder. Agarró el periódico y se marchó. Pedro estuvo a punto de salir tras ella. Sabía que tenía que haber algo que pudiera decirle, pero como le ocurría habitualmente, no tenía la menor idea de lo que era.


En aquel momento, le habría encantado poder darle un buen puñetazo a alguien. Al periodista de aquel periódico, por ejemplo. O a la persona del departamento de policía que había filtrado aquella información.


Abrió el cajón de su mesa y sacó la fotografía de Natalia. Pero no le ofreció ningún consuelo. Si acaso, sintió que también ella lo estaba condenando, diciéndole que era un cobarde por no ser capaz de mirar hacia el futuro y dejarla descansar en paz en el pasado.


Pero sobretodo, aquella fotografía le recordó que había un asesino suelto y que Paula continuaba en peligro. Había dejado que un loco matara a Natalia. Pero no iba a permitir que le ocurriera lo mismo a Paula.


Pero, ¿cómo diablos iba a impedirlo?