martes, 15 de enero de 2019

AL CAER LA NOCHE: CAPITULO 41




Pedro permanecía en el marco de la puerta, devorado por el deseo. Se moría por estrechar a Paula entre sus brazos, llevarla al dormitorio y hacer el amor con ella. Pero ése no era su estilo, y no tenía la menor idea de cuál podía ser el de Paula. Así que farfulló un torpe «hola» y después pronunció una frase propia de un policía estúpido.


—¿Por qué has abierto la puerta sin saber quién era?


—Sabía que eras tú. He mirado por la mirilla.


Paula sabía que era él. Y no se había molestado en ponerse la bata. Eso tenía que significar algo.


—He estado pensando en lo que me dijiste sobre mi miedo a salir del agujero.


—¿Y has decidido salir, Pedro? ¿Para eso has venido? Porque la verdad es que he tenido un día terrible, y ahora mismo lo que más necesito es que me abraces y me hagas sentirme deseable. Si no eres capaz de hacerlo, vete. No puedo continuar hablando de asesinos o de todas las cosas terribles que han ocurrido en mi vida.


—¿Cómo puedes pensar siquiera que no eres deseable? Tengo ganas de hacer el amor contigo, desde la primera noche que te vi vomitando con el vestido rojo entre los arbustos.


—Entonces no hables de ello, Pedro. Limítate a hacerlo.


Y al instante, Paula estuvo entre sus brazos. Pedro la besaba una y otra vez. Los labios, la frente, las pestañas, la punta de la nariz. Y ella le devolvía los besos.


Pedro perdió el control. Se olvidó de pensar, de razonar. Sólo quería besarla, acariciarla y abrazarla. A toda ella. Deslizó los dedos bajo los tirantes de la combinación, los levantó y dejó que resbalaran por sus hombros.


Contuvo la respiración durante un largo y casi doloroso instante en el que el deseo palpitaba en cada parte de su cuerpo. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para no abalanzarse sobre ella y terminar en el suelo, haciendo el amor como un hombre del Neanderthal.


Sin saber muy bien cómo, consiguió dominarse e ir haciendo las cosas lentamente. Besó y succionó cada uno de los pezones y acunó los senos de Paula entre las manos. Ella permanecía erguida frente a él, temblando. Al principio, Pedro pensó que estaba asustada, y se estremeció al pensar que Paula podía llegar a cambiar de opinión y rechazarlo.


—No te detengas, Pedro. Por favor, no te detengas. Te necesito. Te deseo.


De modo que Pedro deslizó las manos por la tersa piel de su vientre hasta encontrar los rizos que cubrían el vértice de sus muslos. Continuó bajando la mano y descubrió que Paula estaba ardiente, húmeda y preparada para recibirlo. Y él se moría por estar dentro de ella, por verla tan hambrienta y desesperada como lo estaba él.


Paula se deshizo completamente de la combinación. El encaje negro cayó hasta el suelo y su cuerpo desnudo resplandeció ante la luz de la lámpara. Deslizó los brazos alrededor de Pedro y le dio un beso dulce, pero intenso.
Pedro se sentía como si Paula estuviera llegando a lo más íntimo de él, como si estuviera acariciando rincones dormidos de su alma y haciéndolos volver a la vida.


E incluso en medio de aquel descontrolado deseo, sabía que lo que estaban compartiendo era algo más que sexo. Que Paula estaba ofreciéndole algo más que un cuerpo perfecto. 


Se estaba ofreciendo a sí misma. Sin pretensiones. Sin expectativas.


Pero si en aquel minuto le hubiera pedido la luna, Pedro habría gastado la última gota de su aliento en alcanzársela.


Pero Paula sólo lo quería a él.


—Enciende la chimenea, Pedro.


—¿Ahora?


—Sí. En el salón. El resto de mi vida es un completo caos, y necesito que cuando te vayas, el recuerdo de esta noche sea perfecto.


Pedro quería prometerle que jamás se iría, que estaría siempre a su lado, pero sabía que no podía hacerle esa promesa. No, todavía no.


—Encenderé la chimenea. Pero no te vayas, Paula. Y prométeme que esto no es un sueño, que no vas a desaparecer de pronto.


—Es un sueño, pero no voy a desaparecer.


Paula lo condujo hacia el salón. Mientras él encendía el fuego, colocó unos almohadones sobre la alfombra persa y puso algo de música. Una pieza de música clásica que Pedro había oído en otra ocasión, pero cuyo nombre no era capaz de recordar.


Cuando las llamas comenzaron a danzar en la chimenea, Pedro se volvió y descubrió a Paula mirándolo fijamente.


—Déjame desnudarte, Pedro.


Pedro se estremecía de anticipación mientras ella le quitaba la camisa, le desabrochaba el cinturón y bajaba la cremallera de sus vaqueros. La primera sensación fue de dulce alivio, pero en el instante en el que Paula deslizó las manos en el interior de sus calzoncillos, supo que no iba a poder aguantar mucho más.


Él mismo se bajó los vaqueros y los calzoncillos, y se deshizo de ellos con una patada. Casi inmediatamente, cayó al suelo abrazado a Paula, en un nudo de piernas y brazos. Paula lo besó otra vez, se colocó sobre él y le hizo deslizarse en su interior. Pedro quería que su encuentro durara, pero no fue capaz de contenerse. De modo que se dejó llevar. Sin barreras. Sin pensar en nada, salvo en la dulce y hermosa Paula.


Paula lo acompañó hasta el orgasmo. Y gemía y gritaba su nombre al alcanzar la cima del placer.


—Gracias, Pedro. Ha sido maravilloso. Perfecto en todos los sentidos.


—¡Oh, Paula! No lo sabes, ¿verdad?


—¿Saber qué?


—Que la perfección eres tú.


Paula permanecía en los brazos de Pedro mucho tiempo después de que hubieran hecho el amor. No quería moverse, no quería romper el hechizo.


Pedro no era el primer hombre con el que se acostaba, aunque no había habido muchos hombres en su vida. Pero lo de aquella noche, había sido algo diferente. Por una parte, nunca había necesitado como entonces hacer el amor. 


Cuando una mujer veía cómo su mundo se iba derrumbando, era agradable tener unos brazos que la abrazaran y un hombre que la hiciera sentirse como si fuera la mujer más hermosa de la tierra.


Pero Paula no necesitaba a cualquier hombre. 


Necesitaba a Pedro. Y ni siquiera era capaz de comenzar a imaginarse por qué aquel hombre la afectaba de aquella manera. Probablemente no había ninguna respuesta. Si la hubiera, enamorarse sería una ciencia en vez de una aventura mágica.


Comenzó a levantarse, pero Pedro la retuvo entre sus brazos.


—¿Adónde crees que vas?


—No podemos pasarnos toda la noche aquí tumbados.


—¿Y quién ha puesto esa ridícula regla?


Paula volvió a besarlo en la boca.


—Tú quédate aquí. Yo iré a la cocina a preparar algo de comer. ¿Te gustan el queso y las galletas?


—No tanto como lo que tengo ahora entre mis brazos.


—No es propio de ti decirle ese tipo de cosas a una periodista, Pedro.


—Pero esto no va a salir publicado, ¿verdad?


—En primera plana y con fotografías.


—Entonces deberíamos repetirlo para asegurarnos de que salga bien. Pero tienes razón —posó la mano en su vientre y la miró a los ojos—. Esto no es propio de mí. Esta noche tengo la sensación de que no soy yo.


—¿Y te gusta?


—Definitivamente sí, sobretodo teniendo en cuenta que normalmente me siento como si estuviera a punto de explotar.


—¿Y cómo te sientes en este momento?


—Satisfecho. Relajado. Y sorprendido de que me desees. ¿Y tú?


—Deseable, viva —deslizó los labios por su pecho—. Y hambrienta. Pero de algo que tengo en la cocina.


—Muy bien —la soltó—. Supongo que tendré que dejar que vayas a comer, siempre y cuando me prometas que volverás inmediatamente.


—Lo haré.


Mientras cortaba el queso, Paula pensaba en Pedro. No habían hablado de sus sentimientos, ni de ninguna clase de compromiso. Sabía que Pedro todavía no estaba preparado para hacerlo, pero aun así, había estado allí aquella noche, haciéndola sentirse como si nunca hubiera sido la molestia que sus padres habían considerado que era. Ocurriera lo que ocurriera, aquella noche permanecería para siempre en su memoria, como un recuerdo resplandeciente con el que contrarrestar las oscuras grietas de su mente.


Pero ella quería algo más. Entre otras cosas, volver a hacer el amor aquella noche.


Cuando regresó al salón, descubrió a Pedro tumbado boca arriba, con los brazos cruzados y roncando suavemente.


Paula suspiró y se llevó un pedazo de queso a la boca. Era la primera noche que se quedaba un hombre en su casa y se quedaba dormido.


Tomó la manta que tenía en el sofá y la extendió sobre el cuerpo desnudo de Pedro. Comenzó a dirigirse hacia su dormitorio, pero cambió de opinión. Su mundo podía estar derrumbándose, pero aquella noche iba a dormir entre los brazos de Pedro.



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