lunes, 14 de enero de 2019

AL CAER LA NOCHE: CAPITULO 39




Paula decidió dejar el coche y regresó a la oficina en taxi, después de que Barbara le arrancara la promesa de acompañarla a Atlanta la semana siguiente para comenzar a mirar el vestido de boda.


Era una promesa que Paula esperaba no tener que cumplir. Pero quizá estuviera siendo demasiado cínica. Seguramente, el amor tenía muchas cosas maravillosas cuando una se enamoraba del hombre adecuado. Aunque cuando alguien se enamoraba del hombre que no debía, podía convertirse en un infierno.


—Paula, ven aquí.


Paula dejó de escribir y alzó la mirada. Juan estaba en la puerta del despacho, con el rostro rojo y sombrío y un periódico doblado entre las manos. Fuera cual fuera el problema, la culpa no podía haber sido de Paula. Juan aprobaba cada artículo antes de que fuera publicado.


Aun así, cuando estaba enfadado, era preferible seguirle la corriente. De modo que Paula guardó lo que estaba haciendo, volvió a ponerse los zapatos y obedeció su orden.


En cuanto hubo cerrado la puerta de su despacho, le tendió el periódico.


—¿Quieres explicarme esto?


A Paula se le aceleró violentamente el pulso. En aquel momento, habría sido capaz de matar a Pedro Alfonso con sus propias manos.



****


—Hay una mujer que quiere verte, Pedro. Y parece que está enfadada.


—Dile que no estoy.


—Lo siento. Pero ya le han dicho que estás aquí.


—Magnífico. Que pase.


Pedro se colocó tras su escritorio, preparado para enfrentarse a cualquiera que pretendiera reprocharle el que no hubiera atrapado todavía al famoso asesino de los parques de Prentice. 


Sería la segunda vez en un día.


Pero fue Paula la que entró en su despacho y cerró la puerta de una patada. Sin decir una sola palabra, cruzó la habitación y extendió un periódico ante él.


Uno de los titulares estaba marcado en rojo. 


Pedro clavó los ojos en una fotografía de Paula, había sido tomada en el lugar en el que Sally Martin había sido asesinada. El pie de foto decía: La nueva redactora del periódico de Prentice tiene una identidad secreta.


Pedro escrutó el artículo con la mirada. No faltaba nada. Hablaban del cambio de nombre de Paula y daban detalles sobre su vida en el Hogar para Niñas Grace y en el centro Meyers Bickham, en el que había estado con anterioridad.


El artículo lanzaba algunas preguntas, sugería que Paula había sido despedida de su trabajo anterior, y que había interferido en la investigación sobre los crímenes de Prentice, presionando a una testigo que pretendía mantener en secreto lo que había visto.


Si se leía entre líneas, podía deducirse incluso que Paula simpatizaba con el asesino, o que prácticamente estaba compinchada con él.


—No sé de dónde ha salido todo esto, pero no ha sido de mí.


—Alguien del departamento ha debido filtrarlo a la prensa. Y no lo habrían podido filtrar, si tú no hubieras estado hurgando en mi pasado. Puede que no seas el responsable directo, pero has sido tú el que has abierto la caja de los truenos.


Pedro odiaba la acusación que reflejaba su mirada. Y la odiaba todavía más, porque sabía que se la merecía.


—No sé qué decir, Paula, excepto que no había previsto nada de esto.


—Pero si en realidad no importa. Al fin y al cabo, sólo soy una periodista. Dilo, Pedro. Di que soy una periodista molesta, un trozo de basura que se interpone en tu camino…


Se le quebró la voz. Estaba temblando, de dolor y de indignación.


—No puedo decir eso, Paula, porque no es verdad.


Una lágrima rodó por la mejilla de la joven. Pedro tragó saliva, intentando mantener el control, en un momento en el que el dolor de Paula lo estaba desgarrando literalmente. Pero era imposible mantener el control cuando Paula estaba llorando. La estrechó entre sus brazos.


Paula lo rechazaba con los puños, pero las lágrimas continuaban deslizándose por sus mejillas. Al final, dejó de resistirse y permitió que Pedro la abrazara mientras ella lloraba.


Cuando cesaron los sollozos se apartó. Estaba tensa, avergonzada, confundida.


Pedro podría haberla abrazado eternamente. 


Eso le resultaba fácil. Lo difícil era hablar de lo ocurrido. Pero Pedro tenía la sensación de que debía decir algo. Porque en el fondo, todo aquello había sido culpa suya.


—El artículo no va a cambiarte, Paula. Sigues siendo la misma persona que eras antes de que se imprimiera.


—Probablemente pierda mi trabajo —desvió la mirada—. Y tendré que dejar Prentice. Todo el mundo me odiará cuando se crea que por mi culpa, no avanza la investigación. Yo pensaba que al venir aquí todo cambiaría. Que encajaría en este lugar, haría amigos y echaría raíces.


Había suavizado su tono, como si las lágrimas hubieran alejado el enfado y hubieran dejado solamente el dolor.


—Todo esto se terminará olvidando —dijo Pedro—. Nadie hace tanto caso de lo que dicen los periódicos.


—Pero la mayor parte de lo que cuenta es verdad.


—Pero no, la parte que podría irritar más a la gente. Tú no has entorpecido la investigación. De hecho, conseguiste que Tamara hablara.


—Y estuvieron a punto de matarla por mi culpa.


—Eso no es cierto.


—Olvídalo, Pedro. He venido aquí dispuesta a desahogarme contigo y a hacerte daño, pero es imposible si tú no estás dispuesto a pelear.


—No quiero discutir contigo, Paula.


Paula buscó por fin su mirada, pero Pedro no fue capaz de leer en las profundidades de sus ojos. Lo único que sabía era que aquella mujer lo había cautivado, haciéndole anhelar algo indefinible.


—¿Qué es lo que quieres, Pedro? Me besas hasta dejarme sin sentido y después no me vuelves a tocar. Me tratas como si fuera una periodista molesta, haces que me investiguen, y cuando exploto me abrazas y me consuelas mientras lloro.


—No sé enfrentarme a las cuestiones sentimentales.


—¡Vaya, eso sí que es una auténtica revelación…! Voy a salir de aquí, Pedro. No estoy segura de si continuaré trabajando para el Prentice Times después de lo que ha pasado hoy, pero si puedo ayudarte con Tamara Mitchell, llámame.


No le dio tiempo a responder. Agarró el periódico y se marchó. Pedro estuvo a punto de salir tras ella. Sabía que tenía que haber algo que pudiera decirle, pero como le ocurría habitualmente, no tenía la menor idea de lo que era.


En aquel momento, le habría encantado poder darle un buen puñetazo a alguien. Al periodista de aquel periódico, por ejemplo. O a la persona del departamento de policía que había filtrado aquella información.


Abrió el cajón de su mesa y sacó la fotografía de Natalia. Pero no le ofreció ningún consuelo. Si acaso, sintió que también ella lo estaba condenando, diciéndole que era un cobarde por no ser capaz de mirar hacia el futuro y dejarla descansar en paz en el pasado.


Pero sobretodo, aquella fotografía le recordó que había un asesino suelto y que Paula continuaba en peligro. Había dejado que un loco matara a Natalia. Pero no iba a permitir que le ocurriera lo mismo a Paula.


Pero, ¿cómo diablos iba a impedirlo?




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