Paula decidió dejar el coche y regresó a la oficina en taxi, después de que Barbara le arrancara la promesa de acompañarla a Atlanta la semana siguiente para comenzar a mirar el vestido de boda.
Era una promesa que Paula esperaba no tener que cumplir. Pero quizá estuviera siendo demasiado cínica. Seguramente, el amor tenía muchas cosas maravillosas cuando una se enamoraba del hombre adecuado. Aunque cuando alguien se enamoraba del hombre que no debía, podía convertirse en un infierno.
—Paula, ven aquí.
Paula dejó de escribir y alzó la mirada. Juan estaba en la puerta del despacho, con el rostro rojo y sombrío y un periódico doblado entre las manos. Fuera cual fuera el problema, la culpa no podía haber sido de Paula. Juan aprobaba cada artículo antes de que fuera publicado.
Aun así, cuando estaba enfadado, era preferible seguirle la corriente. De modo que Paula guardó lo que estaba haciendo, volvió a ponerse los zapatos y obedeció su orden.
En cuanto hubo cerrado la puerta de su despacho, le tendió el periódico.
—¿Quieres explicarme esto?
A Paula se le aceleró violentamente el pulso. En aquel momento, habría sido capaz de matar a Pedro Alfonso con sus propias manos.
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—Hay una mujer que quiere verte, Pedro. Y parece que está enfadada.
—Dile que no estoy.
—Lo siento. Pero ya le han dicho que estás aquí.
—Magnífico. Que pase.
Pedro se colocó tras su escritorio, preparado para enfrentarse a cualquiera que pretendiera reprocharle el que no hubiera atrapado todavía al famoso asesino de los parques de Prentice.
Sería la segunda vez en un día.
Pero fue Paula la que entró en su despacho y cerró la puerta de una patada. Sin decir una sola palabra, cruzó la habitación y extendió un periódico ante él.
Uno de los titulares estaba marcado en rojo.
Pedro clavó los ojos en una fotografía de Paula, había sido tomada en el lugar en el que Sally Martin había sido asesinada. El pie de foto decía: La nueva redactora del periódico de Prentice tiene una identidad secreta.
Pedro escrutó el artículo con la mirada. No faltaba nada. Hablaban del cambio de nombre de Paula y daban detalles sobre su vida en el Hogar para Niñas Grace y en el centro Meyers Bickham, en el que había estado con anterioridad.
El artículo lanzaba algunas preguntas, sugería que Paula había sido despedida de su trabajo anterior, y que había interferido en la investigación sobre los crímenes de Prentice, presionando a una testigo que pretendía mantener en secreto lo que había visto.
Si se leía entre líneas, podía deducirse incluso que Paula simpatizaba con el asesino, o que prácticamente estaba compinchada con él.
—No sé de dónde ha salido todo esto, pero no ha sido de mí.
—Alguien del departamento ha debido filtrarlo a la prensa. Y no lo habrían podido filtrar, si tú no hubieras estado hurgando en mi pasado. Puede que no seas el responsable directo, pero has sido tú el que has abierto la caja de los truenos.
Pedro odiaba la acusación que reflejaba su mirada. Y la odiaba todavía más, porque sabía que se la merecía.
—No sé qué decir, Paula, excepto que no había previsto nada de esto.
—Pero si en realidad no importa. Al fin y al cabo, sólo soy una periodista. Dilo, Pedro. Di que soy una periodista molesta, un trozo de basura que se interpone en tu camino…
Se le quebró la voz. Estaba temblando, de dolor y de indignación.
—No puedo decir eso, Paula, porque no es verdad.
Una lágrima rodó por la mejilla de la joven. Pedro tragó saliva, intentando mantener el control, en un momento en el que el dolor de Paula lo estaba desgarrando literalmente. Pero era imposible mantener el control cuando Paula estaba llorando. La estrechó entre sus brazos.
Paula lo rechazaba con los puños, pero las lágrimas continuaban deslizándose por sus mejillas. Al final, dejó de resistirse y permitió que Pedro la abrazara mientras ella lloraba.
Cuando cesaron los sollozos se apartó. Estaba tensa, avergonzada, confundida.
Pedro podría haberla abrazado eternamente.
Eso le resultaba fácil. Lo difícil era hablar de lo ocurrido. Pero Pedro tenía la sensación de que debía decir algo. Porque en el fondo, todo aquello había sido culpa suya.
—El artículo no va a cambiarte, Paula. Sigues siendo la misma persona que eras antes de que se imprimiera.
—Probablemente pierda mi trabajo —desvió la mirada—. Y tendré que dejar Prentice. Todo el mundo me odiará cuando se crea que por mi culpa, no avanza la investigación. Yo pensaba que al venir aquí todo cambiaría. Que encajaría en este lugar, haría amigos y echaría raíces.
Había suavizado su tono, como si las lágrimas hubieran alejado el enfado y hubieran dejado solamente el dolor.
—Todo esto se terminará olvidando —dijo Pedro—. Nadie hace tanto caso de lo que dicen los periódicos.
—Pero la mayor parte de lo que cuenta es verdad.
—Pero no, la parte que podría irritar más a la gente. Tú no has entorpecido la investigación. De hecho, conseguiste que Tamara hablara.
—Y estuvieron a punto de matarla por mi culpa.
—Eso no es cierto.
—Olvídalo, Pedro. He venido aquí dispuesta a desahogarme contigo y a hacerte daño, pero es imposible si tú no estás dispuesto a pelear.
—No quiero discutir contigo, Paula.
Paula buscó por fin su mirada, pero Pedro no fue capaz de leer en las profundidades de sus ojos. Lo único que sabía era que aquella mujer lo había cautivado, haciéndole anhelar algo indefinible.
—¿Qué es lo que quieres, Pedro? Me besas hasta dejarme sin sentido y después no me vuelves a tocar. Me tratas como si fuera una periodista molesta, haces que me investiguen, y cuando exploto me abrazas y me consuelas mientras lloro.
—No sé enfrentarme a las cuestiones sentimentales.
—¡Vaya, eso sí que es una auténtica revelación…! Voy a salir de aquí, Pedro. No estoy segura de si continuaré trabajando para el Prentice Times después de lo que ha pasado hoy, pero si puedo ayudarte con Tamara Mitchell, llámame.
No le dio tiempo a responder. Agarró el periódico y se marchó. Pedro estuvo a punto de salir tras ella. Sabía que tenía que haber algo que pudiera decirle, pero como le ocurría habitualmente, no tenía la menor idea de lo que era.
En aquel momento, le habría encantado poder darle un buen puñetazo a alguien. Al periodista de aquel periódico, por ejemplo. O a la persona del departamento de policía que había filtrado aquella información.
Abrió el cajón de su mesa y sacó la fotografía de Natalia. Pero no le ofreció ningún consuelo. Si acaso, sintió que también ella lo estaba condenando, diciéndole que era un cobarde por no ser capaz de mirar hacia el futuro y dejarla descansar en paz en el pasado.
Pero sobretodo, aquella fotografía le recordó que había un asesino suelto y que Paula continuaba en peligro. Había dejado que un loco matara a Natalia. Pero no iba a permitir que le ocurriera lo mismo a Paula.
Pero, ¿cómo diablos iba a impedirlo?
El asesino no actuó ni la quinta ni la sexta noche. Tampoco volvió a ponerse en contacto con Paula. Esas eran las buenas noticias.
Pero Pedro Alfonso, tampoco la llamó. Y aquello le dolía.
Paula había estado pensando en su conversación y había llegado a la conclusión de que Pedro estaba buscando una excusa para no tener que enfrentarse a la atracción que había surgido entre ellos.
Mateo había intentado advertírselo la noche que la había llevado hasta el campo de tiro. Paula no había querido creerle, pero él tenía razón. Pero entonces, ¿por qué no era capaz de sacarse a Pedro de la cabeza y continuar con su vida?
Desde luego, no era porque no tuviera otros problemas a los que enfrentarse.
Juan quería algo nuevo cada día, lo que significaba que no sólo tenía que cubrir los sucesos habituales en Prentice, sino que tenía que encontrar nuevas noticias sobre los dos asesinatos.
Y para colmo, había dejado que Barbara la convenciera para que almorzaran juntas en el Bon Appetit. Y en aquel restaurante atestado de gente, acababa de entrar en aquel momento. Su amiga estaba de pie, al lado de una de las mesas del restaurante, hablando animadamente con un grupo de mujeres. Al ver a Paula la saludó con la mano.
—Tengo una mesa para nosotras en la parte de atrás —le dijo—, así no tendré que entretenerme hablando con todo el que entre.
—¿Estás segura de que tienes tiempo para almorzar?
—Completamente, yo soy la propietaria del negocio.
—Si yo fuera la propietaria, tendría que estar trabajando. En cualquier caso, éste va a tener que ser un almuerzo muy rápido.
—Querida amiga, estás convirtiéndote en una auténtica calamidad. Estoy empezando a arrepentirme de haberte hablado del puesto de trabajo del Times. Aunque reconozco que estás haciéndote famosa.
—Pues yo no lo he notado —comentó Paula, mientras se sentaba en la mesa que Barbara había reservado.
—En ese caso, voy a alegrarte los oídos con esto: He recibido una llamada de un tipo que escribe para una importante revista. Quiere saber quién se esconde detrás de la firma de Paula Chaves.
—¿Qué revista?
Barbara se sentó y se colocó la servilleta en el regazo.
—No me acuerdo. No había oído hablar nunca de ella, pero me pareció impresionante. Ese hombre estaba escribiendo un artículo sobre ti y tu trabajo sobre los asesinatos.
—¿Cuándo fue eso?
—El lunes. Quería haberte llamado para decírtelo, pero estos últimos días he estado muy ocupada.
—¿Y qué le dijiste?
—La verdad. Que eras una mujer inteligente, simpática, sexy y… Soltera.
—¿Y dices que le dijiste la verdad?
—Claro que sí. Y en cuanto se publique ese artículo, verás cuántos hombres vienen a la ciudad sólo para conocerte. Pero dale a Dario una oportunidad antes de que todos esos tipos comiencen a perseguirte. Le gustas, de verdad.
—Hazme un favor, Barbara.
—Claro.
—Si vuelve a llamar ese tipo de la revista, consigue su nombre y su número de teléfono, pero no le des más información sobre mí.
Barbara la miró estupefacta.
—Yo pensaba que te entusiasmaría la idea. No entiendo por qué pareces tan molesta.
¿Molesta? Estaba aterrorizada. El hombre que había llamado a Barbara podía ser el mismo asesino. Y quizá se hubiera metido en la vida de Barbara porque era amiga de Paula.
—Lo siento, Paula, de verdad. Yo pensaba que había hecho bien.
—Tú no tienes la culpa. Todos estos asesinatos me están afectando. Pero si vuelve a llamarte, no hables con él. Y por supuesto, no quedes con él en ninguna parte. Eso es muy importante, Barbara.
—Me estás asustando.
—Este no es un buen momento para confiar en desconocidos.
—De acuerdo —contestó Barbara—. Ahora tengo que darte una buena noticia…
Tendió la mano izquierda por encima de la mesa, mostrando unas uñas perfectamente manicuradas y pintadas.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Paula al ver la sortija—. ¿Estás comprometida?
—¡Sí!
—¿Y desde cuándo?
—Desde ayer por la noche. Y créeme, estoy tan sorprendida como tú.
—¿Te has comprometido con Joaquin?
—Sí, ¿qué te parece?
—Todo ha sido muy repentino, ¿no crees?
—Sí, pero Joaquin dice que si estamos enamorados no tenemos por qué esperar. Que debemos aprovechar cada minuto que pasemos juntos.
Paula sólo había visto a Joaquin en un par de ocasiones, pero no le había parecido un hombre excesivamente efusivo. Y tampoco con muchas ganas de casarse.
—No pareces alegrarte mucho…
—Lo que pasa es que no sabía que lo vuestro iba tan en serio.
—A veces el amor llega de repente.
—¿Eso es lo que dice Joaquin?
—No, lo oí en la televisión. Pero es cierto. Yo siempre he creído en el amor a primera vista.
—¿Desde cuándo lo conoces?
—Desde hace un par de semanas. Llegó un día a comer al restaurante y congeniamos. Por eso lo invité a mi fiesta de cumpleaños.
—¿No sabes nada más sobre él?
—Vamos, Paula, ¿qué hace falta que sepa? Es divertido, guapo, y sus padres tienen mucho dinero, de modo que no se casa conmigo por interés.
—¿Conoces a sus padres?
—No, pero estoy segura de que pronto los conoceré.
—¿Y se lo has dicho a tus padres?
—Sí, se muestran un poco escépticos, pero no se opondrán, siempre y cuando me case por la iglesia. Y pienso hacerlo. Quiero disfrutar de una boda grandiosa, perfecta. Y quiero que tú seas mi dama de honor.
—Me siento muy halagada, pero tienes muchas otras amigas. Todavía sigues saliendo con tus amigas del instituto y de la universidad y nosotras hace muy poco tiempo que nos conocemos.
—A veces las amigas nuevas son las mejores.
—A veces.
Pero en aquel momento Paula no se sentía en absoluto como una buena amiga. Una buena amiga le diría a Barbara que estaba yendo demasiado rápido.
Pidieron un par de ensaladas y Barbara insistió en acompañarlas con una botella de champán para celebrar su compromiso. Paula apenas probó la ensalada, lo cual fue un error, puesto que bebió dos copas de champán mientras pasaba la siguiente hora oyendo a Barbara hablar de los planes de boda.
Permanecía entre las sombras, vigilando a Paula mientras ella salía de las oficinas del periódico y se acercaba a su coche. Habían pasado cinco días desde la última vez que había matado. Cinco días desde que había visto la sangre de una mujer deslizándose por su cuello.
Era curioso, pero no esperaba disfrutar tanto de la muerte. Al principio, aquellos asesinatos sólo eran parte de un plan. Pero en aquel momento se habían convertido en algo mucho más importante. Los asesinatos ocupaban casi toda su mente.
Pero no podía continuar así eternamente. Antes o después, incluso un inútil como Pedro Alfonso podía terminar descubriéndolo. Pero para entonces, ya sería demasiado tarde.
Demasiado tarde para Pedro. Y demasiado tarde para Paula
Paula volvió a la oficina e intentó escribir un artículo para el que había estado investigando durante dos días. Trataba sobre los patrones de conducta de los asesinos en serie. Pero no conseguía concentrarse.
—¡Vaya, pareces muy desanimada!
—Ah, hola, Ron. Pues sí, lo estoy.
—Supongo que el caso del asesino en serie está empezando a afectarte.
—Sí, eso me temo.
—Los asesinatos venden mucho.
—Eso parece —dijo Paula—. Juan me ha dado hoy mismo una columna diaria, para que vaya informando sobre los adelantos de la investigación. Desgraciadamente, eso significa que tendré que estirar la escasa información que tengo hasta llenar una columna todos los días.
—Es una pena lo de Tamara Mitchell.
—Sí, lo es.
—Parece caerte muy bien. Debe de ser una joven muy agradable.
—Sí, me cae bien. Es joven, guapa, y está aterrorizada.
Ron asintió.
—Me lo imagino. Pero se comenta que tiene un policía en la puerta de su habitación.
—De momento sí. Pero pronto volverá a su casa y no sé qué ocurrirá entonces.
Ron se alejó de allí y Paula se puso de nuevo a escribir. Toda la ciudad estaba hablando de Tamara. Todo eran especulaciones, pero al parecer, Ron había oído al menos lo suficiente como para relacionar el accidente de Tamara con los asesinatos. Y si él había sido capaz de vincular ambas cosas, lo habrían hecho también otros muchos habitantes de Prentice.
Habían pasado cinco días desde que aquel hombre había matado a la segunda víctima. Los mismos días que habían transcurrido entre la primera y la segunda muerte. ¿Volvería a matar el asesino aquella noche?
Se acercó a la ventana y fijó la mirada en el aparcamiento. El dolor de cabeza lo estaba destrozando.
—Hola, Pedro.
Aquella voz era como un trago de whisky, que ardía y sentaba bien al mismo tiempo. Se volvió y fijó en Paula la mirada. ¡Dios, estaba guapísima!
—¿Qué la trae por aquí, señorita periodista?
—Necesito hablar contigo.
—Has elegido un buen momento. Yo también necesito hablar contigo.
—¿Tiene algo que ver con Tamara?
—No. Tiene que ver con Daphne Green.
Paula exhaló un irritado suspiro, pero no desvió la mirada.
—¿Quién te ha dado derecho a investigar en mi pasado?
Pedro señaló la única silla vacía, de su despacho.
—Siéntate y hablaremos racionalmente de esto.
—No, gracias. No estoy dispuesta a sentarme con alguien que acaba de darme una puñalada por la espalda.
Pedro se acercó a la puerta de su despacho y la cerró.
—Te he investigado por una cuestión de rutina. Eso forma parte de mi trabajo.
—Una cuestión de rutina en el caso de que haya algún sospechoso. Pero yo no lo soy.
—Eres la única persona con la que se ha puesto en contacto el asesino. Formas parte del caso.
Paula dio media vuelta y fijó la mirada en la ventana.
—¿Qué has averiguado sobre mí, Pedro?
—Evidentemente, revisaron tus antecedentes penales antes de que comenzaras a dar clase en Atlanta.
—No encontraron nada malo.
—Lo único que hicieron fue asegurarse de que no tenías un pasado criminal. Pero nuestra investigación ha ido un poco más allá. Las huellas dactilares de Paula Chaves son las mismas que las de una adolescente que vivía en el Hogar para Niñas Grace hace diez años. Por lo visto tu verdadero nombre es Daphne Green.
—Te equivocas. No soy nadie, ni Daphne Green ni Paula Chaves. No tengo nombre. Ni ataduras. Ni parientes. ¿Eso es lo que querías saber? ¿Que no soy nadie? ¿Ya estás contento, Pedro?
—Lo siento, Paula, pero tengo que hacerte algunas preguntas.
—Muy bien, adelante.
—Antes me gustaría disculparme. Tienes razón, como siempre. No eres sospechosa de nada y tu pasado no es asunto mío. Pero te aseguro que eres alguien.
—Me temo que por muchos policías que pusieras a investigar, eso iba a ser difícil de demostrar. Pero hazme las preguntas que quieras.
—Yo no quiero hacer esto.
—Entonces lo haré yo por ti. ¿Qué fue de sus padres, señorita periodista? ¿Quién sabe? Alguien me encontró en un cubo de basura, en un callejón sin salida en Savannah cuando tenía menos de veinticuatro horas de vida.
—¿Eso fue lo que te dijeron en el hogar para niñas?
—No, lo leí yo misma en un viejo recorte de un periódico que conservaban de la noche en la que me encontraron. No soy nadie, Pedro. Y estaba cansada de no ser nadie. Por eso me cambié el nombre y dejé de explicarle a todo el mundo que me encontraron en un cubo de basura. Estaba cansada de ser yo.
No había ninguna sombra de amargura en su voz, sólo un tono distante, como si Paula se estuviera enfrentando a alguna suerte de lugar oscuro que en aquel momento no podía alcanzarla. Su enfado había desaparecido y lo único que quedaba ya era una ingenua vulnerabilidad. Como si deseara desesperadamente confiar en alguien, pero no pudiera hacerlo.
¡Maldita fuera! Eso era lo que le recordaba a Natalia. Aquella mirada. Natalia lo había mirado de la misma manera cuando la había encontrado en las calles. Y también más tarde, cuando estaba cerca del final y tenía tanto miedo.
—Dejé el orfanato cuando cumplí dieciocho años —continuó Paula—. Y estuve trabajando para poder ir a la universidad, donde después conseguí una beca de estudios. Pero en cuanto conseguí mi primer trabajo, me cambié el nombre. Esperaba poder olvidarme así de mi pasado. Pero me equivocaba. El pasado continúa aferrándose a mí, estoy tan firmemente atada a él como si me tuviera sujeta con cuerdas y cadenas… Por culpa de una pesadilla.
—Pero has recorrido un largo camino, Paula. Has conseguido muchas cosas y eres una periodista condenadamente buena.
—No me hagas la pelota, Pedro, no es tu estilo. Sobretodo cuando por mi culpa una joven ha sido seriamente herida. Y cuando hay un asesino que cree que él y yo somos pareja en este juego perverso.
¡Dios, se moría por abrazarla! Pero no sabía cómo reaccionaría después de lo que había pasado.
—Y si ya no tienes más preguntas que hacerme, me voy Pedro.
—Quédate un rato más. Podemos ir a hablar a alguna parte, tomar un café…
—No, gracias. Tengo trabajo.
—Todavía no me has dicho por qué has venido a verme.
—Olvídalo. Seguramente sólo era una idea estúpida de una periodista.
—Lo siento, Paula, no pretendía hacerte daño.
—No me lo has hecho. Al fin y al cabo, sólo estás cumpliendo con tu deber, detective.