martes, 8 de enero de 2019

AL CAER LA NOCHE: CAPITULO 18




Pedro se estrechaba contra Paula al tiempo que reclamaba su boca. Paula se consumía en aquel beso con un deseo tan cálido y apasionado que lo interrumpió aterrorizada. Había sido un beso repentino, inesperado, pero se había entregado tan completamente a él que cuando Pedro se apartó de ella estaba temblando.


—No pretendía hacer eso.


Paula retrocedió y contuvo la respiración mientras se alisaba la sudadera.


—Bueno, no ha sido nada —mintió, con el corazón todavía palpitante—. No tienes por qué disculparte.


—No siento haberte besado. Simplemente, no había planeado que esto ocurriera. Por lo menos no así.


Paula no tenía la menor idea de a qué podía referirse. ¿Era el momento o la intensidad lo que no había esperado? ¿O quizá fuera su respuesta? No importaba. La cuestión era que sus propios sentimientos habían cambiado bruscamente y se sentía muy torpe después de haberlo besado. Se suponía que los besos no tenían que ser analizados como las pruebas del escenario de un crimen.


—Creo que deberías marcharte —le dijo—. Todavía tengo que escribir un artículo para mañana.


—Claro. Tienes que mantener informado al público.


Paula se inclinó hacia delante y sopló para apagar la vela que había colocado en el centro de la mesa. Después, comenzó a recoger los platos.


—Te ayudaré a fregar los platos —se ofreció Pedro.


—No. Esta noche sólo los enjuagaré.


No quería que la ayudara. No quería acercarse otra vez a él. Tenía los sentimientos en carne viva, y si volvía a besarla, aquello se le podía ir de las manos.


Pedro retiró las copas y la siguió a la cocina.


—¿Qué clase de cerraduras tienes en puertas y ventanas?


Había vuelto a adoptar su tono más profesional. 


De la pasión al trabajo en menos de lo que había tardado el corazón de Paula en detenerse.


—Los de las puertas exteriores van todos con llave. Y los de las ventanas son normales. Hice que los revisaran todos antes de mudarme a esta casa.


—¿Y ahora están todos cerrados?


—Los tengo siempre cerrados, excepto cuando abro las ventanas para ventilar.


La preocupación de Pedro encendió nuevamente el pánico de Paula.


—¿Crees que el asesino podría estar considerándome como una de sus próximas víctimas, verdad?


Pedro se apoyó contra el mostrador y la miró fijamente.


—No puedo leerle el pensamiento a ese tipo, Paula. Lo único que sé es lo que he visto en las notas que te ha dejado, y ésa es razón suficiente para que no quiera que corras riesgos con tu vida.


—Pero hablas, como si la nota y la galleta formaran parte de alguna especie de juego sexual. Y no es así como funciona esto. Las otras mujeres no tuvieron ningún tipo de historia con él.


—Que nosotros sepamos. Las muertas no hablan.


Paula no había pensado en ello. Al oírlo, se le cayeron los tenedores de las manos, chocando ruidosamente contra el fondo del fregadero.


—He enviado a un policía a vigilar tu casa por las noches hasta que hayamos atrapado a ese tipo. No estará aparcado siempre en el mismo lugar, pero no se moverá de los alrededores de tu casa. Si surge algún problema, cualquiera, incluso si oyes un ruido que no te resulta familiar, llama al novecientos uno. El policía de guardia te atenderá al instante. Y ahora, yo tengo que irme y tú tienes que escribir tu artículo.


Así era Pedro. Duro y protector al mismo tiempo. Apasionado y frío. Sensual y distante, como si se escondiera tras una barrera invisible que sólo apartaba cuando Paula se acercaba a él.


—Sí, será mejor que te vayas antes de que el policía que va a vigilar mi casa vea tu coche y se pregunte qué estás haciendo aquí.


—Probablemente ya se lo está preguntando —respondió Pedro, con una sonrisa.


Paula lo acompañó hasta la puerta.


—Sí. Ahí está.


La periodista escrutó la calle con la mirada y vio un coche aparcado bajo las ramas de un magnolio. Suspiró aliviada.


—Gracias, detective.


—De nada, periodista.


Durante una décima de segundo, Paula pensó que iba a besarla, pero Pedro se volvió y se alejó caminando a paso firme



lunes, 7 de enero de 2019

AL CAER LA NOCHE: CAPITULO 17




Pedro se sentó a la mesa de la cocina con un whisky mientras Paula cascaba los huevos y los echaba en un cuenco. Estaba muerto de cansancio, pero no tenía sueño. Nunca podía dormir después de un asesinato. Los detalles continuaban corriendo en su mente como si se tratara de una película. Y aquella noche no era una excepción. La única diferencia era que Paula ocupaba la figura central en casi todas las escenas.


El envío de la galleta y el asesinato posterior, reafirmaban la hipótesis de que el hombre que la estaba acosando era también el asesino. ¿Se habría fijado en ella tras verla aparecer el primer día con el vestido rojo? ¿Habría matado aquella noche para volverla a ver?


Pero en realidad, no tenía por qué haber matado para verla. Sabía dónde trabajaba, cuál era su coche y dónde vivía. Simple y llanamente, estaba acosándola. Y quizá las señales de acoso fueran un preludio de sus asesinatos. 


Quizá se dedicara a perseguir a varias mujeres, a vigilarlas y a asustarlas. Y en algún momento que sólo el sabía cuándo iba a llegar, las mataba.


Su jefe quería que le proporcionara un perfil del asesino. Pedro no tenía nada en contra de los perfiles, pero no le gustaba utilizarlos porque estrechaban excesivamente el campo de sospechosos.


Paula abrió la nevera y buscó en uno de los compartimentos interiores. La suave tela de los pantalones se tensó contra su trasero, dibujando perfectamente las líneas de sus bragas. El cuerpo de Pedro reaccionó inmediatamente. 


Sintió una punzada que le parecía casi irreal después de lo que acababa de ocurrir.


—Si quieres puedo hacer una tortilla de patatas —le dijo Paula—. O simplemente una tortilla de jamón y champiñones. Tú eliges.


—Prefiero una tortilla de patatas. Nada de champiñones, ni de espinacas, ni de nada que tenga que ver con la comida para los conejos.


—Nada que sea saludable, por tanto.


—No. ¿Necesitas ayuda?


—Podrías ir encendiendo la chimenea del salón. Y poniendo la mesa.


—¿Dónde está el salón?


—En la segunda planta, al lado del vestíbulo. Es una de las pocas habitaciones amuebladas de la casa. La mayor parte de la gente diría que es un cuarto de estar, supongo. Pero en los planos originales de la casa dicen que es el salón, y yo prefiero llamarlo así.


—Entonces cenaremos en el salón.


—Encontrarás leña al lado de la chimenea.


Cerró la puerta de la nevera con un golpe de cadera.


Llevaba las manos llenas de salchichas, queso, cebollas y pimientos. Pedro corrió hacia ella para ayudarla y le agarró las manos justo antes de que una cebolla escapara de entre sus dedos. Ambos retrocedieron a la vez, como si el mero roce de sus manos hubiera provocado una descarga eléctrica. Pedro dejó la cebolla encima de la mesa.


—Creo que empezaré a encender la chimenea.


—Muy bien. Hay una mesa plegable en el armario del vestíbulo. Y no te preocupes por las sillas. Usaremos las del salón.


Pedro escapó de la cocina, y en cuanto lo hizo, su pulso recobró la normalidad. Pero no se habían apagado del todo las chispas de sensualidad.


Entró en el salón. Esperaba encontrarse con una habitación elegante y espaciosa. Pero se descubrió en una habitación acogedora, con las paredes llenas de fotografías y un órgano antiguo en una esquina. Pedro se detuvo frente a la chimenea, colocó los troncos y las astillas y comenzó a encenderla.


El fuego prendió rápidamente.


Un fuego chispeante en la chimenea. Una mujer hermosa cocinando en la cocina.


Y un asesino suelto por las calles de Prentice.


Pedro sacudió mentalmente la cabeza. Tenía que concentrarse en lo que realmente importaba y no en lo que le importaba a su libido. Tenía que atrapar a un asesino. Y mantener a salvo a una valiente periodista.


Paula permanecía sentada enfrente de Pedro, mordisqueando una tostada.


Habían hablado poco durante la cena. Paula imaginaba que el detective tenía tanto miedo como ella de arruinar la cena hablando de cadáveres y asesinos. Pero prácticamente ya habían acabado de cenar y el silencio se hacía cada vez más embarazoso.


—¿Vives sola? —preguntó Pedro, tras terminar el segundo whisky de la noche.


—Sí, excepto por los fantasmas, que por cierto, no me ayudan ni con los gastos ni con las tareas de la casa.


—¿Fantasmas? No me digas que crees en ese tipo de cosas.


—¿Estás seguro de que no existen?


—La verdad es que no me importa que existan o no. Siempre que no comentan crímenes en mi terreno.


—Yo tampoco sé si existen o no —admitió, tras beber un sorbo de vino—. Pero si existieran, éste sería el lugar ideal para ellos.


—¿Por eso compraste esta casa?


—No la he comprado. Se la alquilé a Bruno Billingham. La casa continúa perteneciendo a la familia que la construyó. Ese es uno de los motivos por los que me gusta, continúa albergando el pasado de la familia.


—Pero tú no eres una Billingham, así que ésa no es tu historia.


—Digamos que me han adoptado. O yo los he adoptado a ellos. No legalmente, por supuesto, pero desde que vine a vivir a esta casa, me siento conectada con ellos, especialmente con Frederick. Fue él el que construyó esta enorme casa.


Pedro frunció el ceño.


—¿Sientes la misma clase de conexión con el asesino?


—¿Qué clase de pregunta es ésa?


—Una pregunta justa, creo, en estas circunstancias.


—Si me estás preguntando que si de alguna manera, me siento responsable del asesinato de esta noche, la respuesta es no. Pero continúo preguntándome por qué se ha fijado en mí. Creo que a lo mejor está llamándome para pedirme ayuda.


—Él no necesita tu ayuda. Necesita que lo detengan. Y lo que tú necesitas es tomarte un descanso en el periódico hasta que lo tengamos entre rejas.


—Yo no lo veo así.


—Entonces será mejor que te pongas gafas para mejorar tu visión. Puedes tener todas las relaciones que quieras con los fantasmas de los Billingham, Paula. Eso es asunto tuyo. Pero que te relaciones con un hombre que acaba de matar a su segunda víctima esta noche es asunto mío. Y no voy a permanecer sin hacer nada viendo cómo te dejas embaucar por ese hombre.


—Supongo que no creerás que estoy desarrollando alguna especie de fascinación por ese monstruo, ¿verdad?


—Sí, lo creo.


Paula tomó aire y lo soltó lentamente, intentando controlar su furia.


—No voy a quitarte el caso, Pedro, si es eso lo que te preocupa. Y no publicaré nada de lo que él pueda decirme sin consultarlo antes contigo.


—¿Lo ves? Ya estás pensando en hablar con él. Probablemente terminarías invitándolo a un té si apareciera en tu puerta esta noche. Le harías una tortilla. ¡Diablos, incluso podría pasar la noche en tu casa!


Paula recordó entonces el paquete que había encontrado en la puerta. Y junto a la imagen del paquete retornó el terror. Un escalofrío le recorrió la espalda.


—Lo siento, Paula.


La disculpa fue completamente inesperada, aunque su voz conservaba el mal humor. ¿O sería otro sentimiento el que tensaba su tono?


—No quiero discutir contigo, Pedro. Esta noche no. Creo que no podría soportarlo.


Un segundo después, Pedro estaba a su lado, abrazándola. Y Paula experimentaba toda clase de sentimientos encontrados. Miedo. Enfado. Deseo. Intentó apartarlo, pero los labios de Pedro estaban a sólo unos centímetros de los suyos y sentía su aliento sobre su piel.


Se aferró a su camisa, pero en vez de empujarlo, lo atrajo hacia ella con una pasión tan nueva e inesperada que ni siquiera podía comenzar a comprenderla.


Y en el momento en el que Pedro rozó sus labios, la pasión explotó en llamas.



AL CAER LA NOCHE: CAPITULO 16




—He conseguido un par de primeros planos antes de que nuestro querido detective me echara de allí —dijo Steve—. Juan nos va a adorar.


Y se cambió la cámara de hombro.


Paula estaba asombrada por el entusiasmo del fotógrafo ante aquel macabro espectáculo.


—Me alegro de que esta vez hayas llegado a tiempo.


—Eh, el otro día habría llegado a tiempo si me hubieras dicho lo que me esperaba.


—Tu trabajo consiste en venir cuando te llamo.


—De acuerdo, lo del otro día fue un pequeño desliz. Pero no tienes por qué reprochármelo continuamente. Soy tu fotógrafo. Además, esta noche Juan me ha llamado antes que tú.


—Supongo que ha recibido la noticia inmediatamente después de la televisión.


—Sería bonito poder enterarnos alguna vez de algo antes que la televisión —comentó Steve—. Bueno, creo que ya es hora de que volvamos al periódico.


—Adelántate tú.


—Muy bien. Nos vemos —contestó Steve, y se alejó de allí a grandes zancadas.


Steve sólo tenía cuatro años menos que Paula, pero para él la vida continuaba siendo una fiesta.


Paula se cerró con fuerza la chaqueta mientras lo observaba marcharse y se volvió de nuevo hacia el parque. Ya sólo quedaban unos cuantos hombres. Pedro, por supuesto, y un puñado de policías. Los del Canal Seis se habían ido rápidamente, sin duda alguna para poder editar un reportaje que pudiera ser emitido en las noticias de última hora. El Prentice Times saldría varias horas después con aquella noticia en portada, de modo que esperaba poder obtener algún detalle más.


El segundo asesinato había sido tan macabro como el primero. Pero Paula lo había soportado mucho mejor. Aunque se le había revuelto el estómago, había conseguido no vomitar. Pero por dentro estaba destrozada. El hombre que había cometido una atrocidad como aquella probablemente estaba observándola.


Se apoyó contra la verja del parque, a sólo unos metros de Pedro.


El detective no le había dicho una sola palabra al verla llegar, pero había reconocido su presencia con la mirada. De hecho, la miraba constantemente, como si quisiera asegurarse de que continuaba allí, de que no se había ido con el asesino.


Era curioso. Aparentemente, la intención del asesino era acercarla a él, pero en cambio, ella se sentía como si estuviera siendo arrastrada hacia el mundo de Pedro, como si involuntariamente, se estuvieran convirtiendo en una pareja.


Segundos después, sintió una mano en el hombro.


—¿Te encuentras bien?


—No.


—¿Quieres que vayamos a comer algo y hablemos de lo ocurrido?


—Tengo ganas de hablar, pero no estoy segura de que pueda comer.


—Yo estoy muerto de hambre. El Grille es el único sitio que abre después de las nueve durante la semana, aparte de otros establecimientos de comida rápida. Puedes venir conmigo, si quieres.


—Vamos a mi casa —Paula se sorprendió a sí misma al oírselo decir—. Puedo preparar unas tortillas. Siempre serán más fáciles de digerir.


—¿Estás segura?


—¿Por qué no?


—La verdad es que no se me ocurre ninguna razón. Pero dame unos minutos.


—Tómate el tiempo que quieras. Yo me adelantaré.


—Preferiría que me esperaras.


—¿Porque crees que el asesino puede seguirme hasta mi casa?


—Simplemente, espérame. Después te seguiré hasta tu casa.


Paula asintió, agradecida por su preocupación, y todavía más, por su protección. Pero sólo podría contar con ella durante una hora. Después, volvería a quedar abierta la veda.


Sacó la libreta mientras Pedro se alejaba. 


Escribiría el artículo en su ordenador portátil en cuanto hubieran terminado de cenar. Necesitaba tomar algunas notas, pero además, había algunas preguntas que no cesaban de acosarla y que inmediatamente se abrieron paso hasta la libreta.


¿Latirá más rápido el corazón de un loco cuando mata? ¿Le entusiasmará especialmente la sangre? ¿O es el miedo que ve en los ojos de la víctima el que le procura un sádico placer? ¿Y es eso lo que ese loco quiere de mí?


Los dedos comenzaron a temblarle y se le cayó el bolígrafo. Un hombre que estaba cerca de ella se lo tendió.


—No tiene ningún motivo para continuar por aquí.


A Paula se le paralizó el corazón. Pero el hombre continuó mirándola con aspecto totalmente inofensivo y sonriente. Se estaba volviendo paranoica. Aquella zona estaba plagada de policías. Ningún asesino se arriesgaría a pasearse por allí.


—¿Es usted del departamento de policía?


—Sí, soy Mateo Hastings, de homicidios. Y usted debe de ser periodista.


—Sí, Paula Chaves, del Prentice Times, ¿cómo lo sabe?


—Un policía siempre reconoce a un periodista. Sus ojos tienen el resplandor de la mirada de un buitre.


—Está bromeando, ¿verdad?


—Sí —contestó, en tono más amistoso—. Pedro me ha dicho que era usted la que recibió la nota.


—¿Pedro le ha contado eso?


—Llevamos juntos el caso —miró hacia un par de policías uniformados, que estaban acotando con cinta la zona en la que se había cometido el crimen—. Creo que ya no hay gran cosa que hacer por aquí esta noche. Debería marcharse. Si quiere, puedo llevarla a casa.


—No, gracias. He venido en coche.


—Supongo que usted es nueva en esto —comentó Mateo, alargando la conversación—. No recuerdo haberla visto antes del asesinato de Sally Martin.


—Llevo seis meses en el periódico, pero acabo de empezar a cubrir los sucesos.


—Ha tenido suerte, ¿eh?


—¿Qué quiere decir?


—Dos asesinatos en menos de una semana. Y ya tiene hasta un asesino en serie.


—Podría haber hecho mi trabajo sin él.


—En cualquier caso, una noticia como ésta puede llevar a la fama a un periodista.


—Ni siquiera estoy segura de que valga para hacer este tipo de trabajo.


—¡Eh, Mateo! —Lo llamó uno de los policías—. Pedro te está buscando.


—El deber me llama… —dijo Mateo—. Me alegro de que esté usted por aquí. Ilumina la escena del crimen.


A Paula le temblaban los dedos cuando se dispuso a escribir otra vez. Pero en aquella ocasión, fueron las palabras de Mateo las que anotó en la hoja: Y ya tiene hasta un asesino en serie.


¿Cómo había podido tener tanta suerte?


AL CAER LA NOCHE: CAPITULO 15




Pedro leyó la nota por segunda vez. Se la esperaba, aunque no sabía cuándo iba a llegar.


—¿Qué te parece? —le preguntó Paula, mientras Pedro guardaba la nota en una bolsa de plástico.


—Me parece que es un canalla repugnante.


—¿Pero crees que es el mismo hombre que mató a Sally Martin?


—No puedo estar seguro, pero en cualquier caso, tenemos que asumir que es peligroso.


—¿Y por qué será que eso no me hace sentirme mejor?


—Porque eres una mujer inteligente.



—¿Y ahora qué tengo que hacer, detective?


Pedro observó a Paula, que permanecía sentada en el sofá, acurrucada con los pies descalzos. Llevaba una sudadera y un pantalón de color salmón. Y parecía demasiado vulnerable y delicada para ser una periodista.


—Deberías marcharte, huir a algún lugar en el que ese loco no pueda encontrarte hasta que lo hayamos detenido.


—No puedo hacer eso.


—Claro que puedes. Lo único que tienes que hacer es renunciar a tus artículos.


—Sé lo que piensas de los periodistas, Pedro, pero la gente tiene derecho a estar informada.


—Creo que no me has comprendido. Yo no tengo nada en contra de los periodistas, a menos que se interfieran en mi trabajo. El hecho de que abandones la ciudad durante una temporada, no va a terminar con la libertad de prensa, Paula. Hay muchos otros periodistas que no están siendo perseguidos por un lunático.


Paula fijó la mirada en el vacío, con la frustración reflejada en cada línea de su rostro.


—Huir no es ninguna opción. En primer lugar, no tengo ningún lugar a donde ir. En segundo lugar, necesito este trabajo para pagar mis facturas. Además, si me voy, ¿quién dice que ese hombre no encontrará otra mujer a la que dedicar sus repugnantes atenciones?


Pedro no tenía nada que objetar a eso.


—¿Entonces qué solución propones, Paula? ¿Continuar trabajando y esperar a que te mande el próximo regalo, o a que ocurra lo que ese depravado pueda tener en mente?


—No. Es obvio que ese hombre lee el periódico. A lo mejor debería escribir un artículo en el que lo animara a comunicarse conmigo más directamente. Podría hablar con él, quizá podamos tenderle una trampa.


Aquello sería prácticamente un suicidio, pensó Pedro.


—Le estás siguiendo el juego al asesino. Crees que es él el que te tiene en la cabeza, pero en realidad es él el que ha conseguido meterse dentro de la tuya.


—No soy ninguna estúpida, Pedro, no voy a dejarme manipular.


—Ya estás siendo manipulada.


En aquel momento sonó el teléfono. Pedro le pidió disculpas a Paula y fue a la cocina a contestar.


—¿Qué ha pasado? —preguntó, cuando se identificó otro policía al otro lado de la línea.


—Acaban de llamar de la televisión local. Han recibido otra llamada.


—¿Ha aparecido otro cadáver?


—El hombre que ha llamado no lo ha dicho. Se ha limitado a especificar a donde deberían ir. Los ha enviado al parque Cedar, en la avenida Jackson, es esa zona en la que hay tantas casas antiguas.


El parque Cedar. A sólo tres bloques del lugar en el que estaba en aquel momento.


—Estaré allí en cinco minutos. Llama a Mateo.


Cuando colgó el teléfono, Paula estaba de pie tras él.


—Ha vuelto a actuar, ¿verdad?


—No estoy seguro. Tengo que irme.


—¿Adónde?


Pedro ignoró su pregunta.


—Quédate en casa y mantén la puerta cerrada.


Pero en cuanto Pedro salió, Paula lo siguió.