domingo, 6 de enero de 2019

AL CAER LA NOCHE: CAPITULO 14




Paula corrió hacia la puerta. Las manos le temblaban de tal manera que tuvo que intentarlo dos veces hasta conseguir que la llave entrara en la cerradura. Por fin consiguió girarla. La puerta se abrió y Paula corrió hacia el interior tras darle una patada al paquete para meterlo también en casa.


Una vez dentro, cerró de un portazo y se apoyó contra la puerta. El paquete continuaba en el suelo. Era una bolsa blanca, doblada por la parte de arriba. Podía tratarse de cualquier cosa. 


Quizá se lo hubiera dejado un vecino. 


Seguramente se había dejado llevar por el pánico. Pero sólo había una forma de averiguarlo.


Aun así, antes de abrirlo, Paula se sirvió un vaso de agua fría. Bebió hasta la última gota, y cuando terminó, levantó la bolsa.


No pesaba mucho, de manera que no podía ser nada peligroso. La abrió y miró en su interior. 


Una galleta. Una maldita galleta con forma de corazón. Y había estado a punto de sufrir un infarto. Definitivamente, el crimen no era lo suyo.


Estuvo a punto de echarse a reír mientras sacaba la galleta, pero la carcajada se le atravesó en la garganta. Debajo de la galleta había una nota escrita con una letra que reconoció al instante.


La galleta se deslizó de entre sus dedos para terminar convertida en migajas en el suelo. Sacó la nota, sosteniéndola únicamente por una esquina.



«Hola, mi preciosa Paula. Leo todos los días tus artículos sobre mí y sé que piensas tanto en mí como yo en ti.
Feliz día de San Valentín.»


—¡Maldito seas!


Ni siquiera se había acordado de que era el día de San Valentín y el único regalo que recibía era el de un loco. Pisoteó los restos de galleta como si estuviera apagando una colilla. ¿Cómo se atrevía aquel tipo a intentar involucrarla en su retorcida vida?


Pero no podía dejar que la convirtiera en un amasijo de nervios. Ya había pasado por situaciones como aquélla, ya había luchado contra los demonios que aparecían en sus pesadillas, vestigios de una vida que ni siquiera podía recordar.


Temblando todavía, pero con firme determinación, cruzó la habitación, descolgó el teléfono y marcó el número de Pedro




AL CAER LA NOCHE: CAPITULO 13




Paula suspiró aliviada cuando metió el coche en el garaje y apagó el motor. Había sido un día muy largo y estaba deseando quitarse los zapatos, servirse una copa de chardonnay y ver una antigua serie que reponían en la televisión.



El camino desde el garaje hasta la casa se hacía duro cuando hacía frío o llovía, pero afortunadamente, en aquella ocasión la noche era clara.


El único problema era que la zona que lo rodeaba estaba más oscura de lo habitual. 


Mucho más oscura. Por alguna razón, no estaba encendida ninguna de las luces exteriores de su casa, aunque el temporizador debería haberse encargado de que lo estuvieran. 


Afortunadamente, había dejado encendida la luz de la puerta trasera, de modo que no tendría grandes problemas para meter la llave en la cerradura.


De pronto, oyó que algo se movía entre los arbustos que tenía tras ella. El corazón le dio un vuelco, pero al volverse, descubrió que era un gato el que la había sobresaltado.


Mientras se acercaba a la casa, distinguió un paquete apoyado contra la puerta. Se detuvo inmediatamente. Seguramente, sería un paquete totalmente inofensivo, pero era la primera vez que le enviaban algo.


¿Qué ocurriría si se lo había enviado el mismo hombre que le había dejado la nota en el parabrisas? Había localizado su coche. Quizá también supiera dónde vivía. Quizá estuviera allí en aquel momento, escondido entre las sombras y vigilándola, como obviamente había estado vigilándola la noche que la había visto en el parque. Paula no lo veía, pero prácticamente, podía sentir su presencia.




AL CAER LA NOCHE: CAPITULO 12




Para el miércoles por la tarde, Paula había agotado todo lo que tenía que escribir sobre el asesinato de Sally Martin, pero los lectores continuaban demandando ávidamente detalles. 


Paula no sabía si aquella ansiedad se debía al miedo o a una curiosidad morbosa, pero el Prentice Times estaba vendiendo el doble de ejemplares de lo habitual.


Juan estaba encantado con el trabajo de Paula, pero continuaba presionándola para que escribiera más artículos. Quería entrevistas con los vecinos de Sally, con su familia, con las personas con las que trabajaba e incluso con sus amigos del instituto.


—Voy a acercarme a la cafetería —anunció Dotti, mientras recorría la oficina con un bolígrafo y una libreta de notas en la mano—. ¿Quieres algo?


Dotti era una adolescente que ayudaba en el periódico dos tardes a la semana para conseguir un crédito más en la asignatura de periodismo.


—Un batido de caramelo —le contestó Paula.


—¿Mediano y con leche desnatada?


—Tú misma lo has dicho. Soy una mujer de costumbres.


—En los viejos tiempos los periodistas vivíamos a base de café —dijo Juan.


—Sí, lo sabemos —gruñó otro de los periodistas—. Y erais capaces de caminar descalzos sobre la nieve para conseguir un buen reportaje.


Aquello desencadenó una oleada de risas. 


Paula se volvió de nuevo hacia su ordenador. 


Estaba intentando buscar una frase de los amigos de Sally, para insertarla en medio de una columna. No sabía cómo era ser periodista en los viejos tiempos, pero en los suyos le parecía un trabajo suficientemente duro.


Ron Baker se detuvo frente a su escritorio, algo que hacía un par de veces al día. A Paula normalmente no le importaba. Él llevaba menos tiempo que ella en el periódico y todavía no participaba de la camaradería que reinaba entre los trabajadores.


Encajar no siempre era fácil, pero Ron era una buena persona. Cercano a los cincuenta años, algo tímido y un gran trabajador. Su principal labor consistía en asegurar el reparto de periódicos, pero era un hombre muy versátil y Juan sacaba provecho de todas sus habilidades. 


Aquel día estaba colocando unas estanterías.


Ron la miró por encima del hombro.


—Debes de estar cansada de escribir todos los días sobre ese asesinato.


—No lo estaría si hubiera algo nuevo que decir.


—No se ha encontrado ninguna pista, ¿verdad?


—Si la han encontrado, la policía lo mantiene en secreto.


—¿Qué piensas del detective que está a cargo del caso? Se llama Pedro o algo así.


—Sí, Pedro Alfonso —¿que qué pensaba de Pedro Alfonso? Esa sí que era una pregunta interesante. Pensaba que era un hombre duro. Irritable. Y tremendamente sexy—. Todavía no lo conozco lo suficiente como para haberme formado una opinión sobre él.


—No están progresando mucho con el caso, ¿eh?


—Confiemos en que sepan algo más de lo que nos dicen.


Ron asintió.


—Bueno, creo que será mejor que siga con las estanterías.


Pero cuando Ron se marchó, Paula continuó pensando en la pregunta que le había hecho sobre Pedro Alfonso. Debería escribir un artículo sobre él. Estaba segura de que podría ser una historia fascinante. Era un hombre muy duro, pero había habido un momento en el parque en el que al ser consciente de su miedo, se había mostrado casi protector. Y por la expresión con la que la había mirado cuando le había abierto la puerta con el vestido de satén, podía decir que estaba ligeramente excitado. Aunque se había recuperado muy rápidamente.


La cuestión era, que Pedro sólo se ocupaba de su trabajo. Algo que quizá no estuviera nada mal habiendo un asesino suelto. Y Paula tenía que recordarse que el interés que había mostrado en ella había sido únicamente profesional.


Continuaba llevando la tarjeta en el bolsillo, pero afortunadamente, no había tenido que llamarlo para darle ninguna otra noticia sobre aquel bicho raro que podía o no ser el asesino.


Pero puesto que llevaba la tarjeta en el bolsillo, quizá debería llamarlo. Al fin y al cabo, era periodista y él era el detective que estaba a cargo de la investigación. Si tenía alguna información nueva, el público tenía derecho a conocerla. Y eso no tenía nada que ver con el hecho de que estuviera pensando en aquel momento en él. Ni en que tuviera verdaderas ganas de oír aquella voz tan masculina y sensual. No, aquella era una cuestión puramente profesional.


De modo que sacó la tarjeta y marcó su número de teléfono.


Pedro Alfonso.


—Hola, Pedro.


—¿Quién es?


—Soy Paula Chaves, la periodista del Prentice Times.


—¿Ha ocurrido algo?


—No, no ha pasado nada. Pero estaba trabajando en el artículo de mañana y he pensado que quizá quisieras hacer alguna declaración.


—Si quieres una declaración, llama al encargado de prensa.


—Ya lo he intentado, pero no hay ningún encargado de prensa —se hizo un silencio que cada vez le resultaba más embarazoso—. Siento haberte llamado en un mal momento.


—No, no me has llamado en un mal momento. Bueno, lo que quiero decir es que sí, es un mal momento, pero no sé qué momento podría ser mejor. Lo único que tengo que decir es que todavía no hemos detenido a nadie.


—¿Eso significa que ya hay algún sospechoso?


—Eso significa que no tengo nada que declarar, salvo que no hemos arrestado a nadie.


—De acuerdo. Siento haberte molestado.


—Bien. Si recibes otro mensaje, llámame inmediatamente. Es importante. No juegues con ese tipo. Es peligroso. Y procura no olvidarlo.
Volvía a percibirse la preocupación en su voz.


—Te llamaré, te lo prometo. En asuntos relacionados con asesinatos, soy básicamente cobarde.


—Estupendo. Los cobardes tienen muchas más posibilidades de llegar a viejos.


Paula volvió a darle las gracias, se despidió de él y eso fue todo. Tarea cumplida. Y resultados nulos. Aun así, continuaba pensando en Pedro.


—¿Tienes alguna copia para mí? —le preguntó Juan, deteniéndose delante de su mesa con una taza de café en la mano.


—Dame veinte minutos.


—Tienes diez.


Paula volvió a concentrarse en su artículo, pero mientras escribía, se le ocurrió pensar que quizá Pedro debería haber sido periodista. Un hombre que con tan pocas palabras era capaz de transmitir tanta fuerza, habría ganado un Pulitzer.



sábado, 5 de enero de 2019

AL CAER LA NOCHE: CAPITULO 11




—He hablado con todos los vecinos del bloque —dijo Mateo mientras revisaba sus notas delante de Pedro—. Todo el mundo dice no haber visto nada hasta que llegó la furgoneta de la televisión.


Pedro tomó las notas del joven detective, se recostó en la silla y apoyó los pies en la mesa.


—¿Has comprobado si hay alguien en las inmediaciones que tenga antecedentes?


—Todos los adultos están limpios. Uno de los adolescentes del bloque fue denunciado por haber provocado lesiones a su padrastro.


—Detalles.


—Se llama Greg Sander. Diecisiete años, tenía dieciséis cuando se presentaron los cargos contra él. Atacó a su padrastro con un bate de béisbol al encontrarlo en actitud excesivamente cariñosa con su hermana pequeña. El padrastro lo niega. No le pusieron ninguna condena, de modo que supongo que el juez lo creyó.


—¿Y dónde está ahora su padrastro?


—Su madre se divorció de él y no tiene la menor idea de dónde está viviendo. Pero sabe que no es en Prentice.


—¿Qué se ha encontrado en la zona en la que se cometió el crimen?


—Tenemos un par de colillas, un calcetín viejo, algunos chicles, una botella de cerveza… Ese tipo de cosas.


—Envía todo al laboratorio de Atlanta. Quizá consigamos algo a partir del ADN de alguno de esos objetos.


—Está hecho. ¿Necesitas algo más antes de que me vaya?


Pedro miró el reloj. Eran las cinco y cinco. En otros tiempos, un policía responsable no habría mirado nunca el reloj. Pero esos eran policías de la vieja escuela. Los policías habían comenzado a tener vida más allá de su trabajo. Cumplían su turno y se marchaban. Y quizá fuera lo mejor.


—No, supongo que eso es todo —comentó Pedro—. ¿Te espera una buena velada?


—Tengo una cita con esa pelirroja que trabaja para el doctor Wolford. ¿Y a ti?


—Creo que me acostaré pronto e intentaré dormir.


Ambos sabían que no era cierto. Pedro pararía en el Grille y pediría el menú del día, si se tomaba la molestia de comer algo. Después, volvería a la zona precintada e intentaría buscar alguna nueva prueba.


Pedro dejó las notas sobre la mesa cuando Mateo se marchó, se acercó a la ventana y fijó la mirada en la lluvia. No caía con tanta fuerza como cuando los había alcanzado a Paula y a él en el parque, pero continuaba lloviendo con firmeza.


Paula Chaves. Aquel nombre no debería significar nada para él, excepto por su relación con aquel caso de asesinato. Pero en aquel momento, mientras fijaba la mirada en la lluvia y recordaba el aspecto de Paula empapada, supo que aquella mujer lo afectaba de una manera que no era capaz de comenzar siquiera a definir.


No era simple lujuria lo que le provocaba, aunque era innegable la tensión que se había producido en sus entrañas cuando aquella tarde le había abierto la puerta de su casa.


Pero había sido todavía peor llevarla a casa desde el parque, cuando Paula parecía poco menos que una niña abandonada.


Frustrado por el deseo que parecía presionar en todas direcciones, cruzó la habitación, abrió un cajón del escritorio y sacó la fotografía de Natalia. 


Antes la tenía siempre sobre la mesa, pero se había cansado de explicarle a todo el mundo quién era. De modo que la mantenía allí para los momentos especiales, aquellos en los que necesitaba recordarse cómo debería ser la vida.


 ¿Cómo sería su vida en aquel momento si no hubiera cometido aquel error fatal que había permitido que un asesino se entrometiera en su vida?


La clase de error que debía haber cometido Sally Martin. ¿Habría confiado en un desconocido Sally Martin? En Prentice era algo normal. Sólo estaba a una hora de distancia de Atlanta, pero a años luz respecto a los problemas de Atlanta como gran ciudad. En Prentice había más iglesias que bares. Las calles estaban limpias. Los ciudadanos conservaban los antiguos modales sureños y atesoraban su pasado como si fuera una piedra preciosa que necesitaba ser pulida y expuesta para que todos la vieran.


¿Habría conducido el asesino durante cientos de kilómetros y habría llegado a Prentice con la necesidad desgarradora de matar a alguien? ¿O sería alguien a quien Sally conocía, alguien en quien confiaba? ¿Un amante traicionado, quizá?


Pero si había sido un amante, la familia de Martin no tenía la menor noticia sobre él. Su versión era que Sally había suspendido los exámenes en la universidad de Auburn y había vuelto a casa. Y en aquel momento estaba muerta.


Pedro no tenía ningún motivo para no creer a sus padres. Su tristeza parecía sincera. 


Además, Pedro tenía el presentimiento de que los motivos por los que el asesino había elegido a Sally sólo los comprendía él. La había desnudado, pero no había indicio alguno de violación.


Aun así, Pedro estaba prácticamente convencido de que el asesino era un hombre. El cuchillo, la desnudez, incluso las marcas en el pecho indicaban que el asesino era varón.


Y a menos que Pedro se equivocara, aquel tipo todavía no había acabado con Prentice. Ni con Paula. Pedro no tenía ninguna prueba que demostrara que la nota que habían dejado en el parabrisas de la periodista fuera del asesino. 


Todo era pura intuición.


Su mente volvió a Paula Chaves. Había estado haciendo algunas comprobaciones aquella tarde. Aquél era su primer trabajo como periodista. Y también era nueva en la ciudad. ¿Podría ser ella…?


No, era imposible que fuera ella la asesina. Y dudaba seriamente que hubiera falsificado aquella nota con intención de llamar la atención sobre sus artículos. Aun así, no le haría ningún daño investigarla.


Al fin y al cabo, su intuición no era infalible. Y la muerte de Natalia lo demostraba.



AL CAER LA NOCHE: CAPITULO 10




No había ningún cadáver sanguinolento esperándolos, pero Paula encontró el parque incluso más sobrecogedor que la noche anterior. Nubes oscuras rondaban por el cielo empujadas por el viento, y no muy lejos, los relámpagos desgarraban los cielos y eran seguidos por el estruendo de los truenos.


Un grupo de adolescentes sobre monopatines se detuvo para observarlos mientras salían del coche. La imaginación de Paula comenzó a trabajar a toda máquina, y se imaginó a uno de ellos blandiendo un cuchillo y degollando a Sally Martin. Pero la inocencia de sus rostros los hacía incapaces de una brutalidad como aquella.
Pedro miró hacia ellos sin darles ninguna importancia.


—Pronto comenzará a diluviar, así que vamos a empezar.


—¿Qué es lo que quieres saber?


—¿Dónde aparcaste anoche?


—Delante de ese edificio, cerca de aquel roble.


Señaló un árbol cuyas ramas cubrían toda la calle.


Pedro no se molestó en esperarla. Caminó a grandes zancadas en aquella dirección, escrutando toda la zona con la mirada. En cuanto llegó al árbol, alzó la cabeza y comenzó a mirar entre las ramas como si esperara que el asesino estuviera allí, esperando.


—¿Había alguien cerca cuando saliste del coche? —le preguntó a Paula, cuando lo alcanzó.


—Había grupos de curiosos por todas partes, pero no me fijé en nadie en particular.


—¿Te habló alguien?


—No.


—¿Estás segura?


Paula intentó recordar. Eran tantas las cosas que habían ocupado su mente al llegar… El fotógrafo, las luces de los coches de policía, las cámaras de televisión… Su inexperiencia. Aun así, tenía una memoria que retenía normalmente cualquier detalle.


—No recuerdo haber hablado con nadie hasta que llegué a la puerta. Entonces le enseñé mi carné de periodista al policía que estaba de guardia. Él miró mi vestido y me comentó que debería volver a la fiesta, a menos que tuviera un estómago fuerte.


—¿Y aun así entraste?


—Ese es mi trabajo.


Y continuaría siéndolo, de modo que miró a su alrededor, intentando captar todos los detalles.


Enfrente del parque, había una calle con casas bajas, la mayor parte con la fachada de ladrillo y algunos toques de estuco. Algunas tenían porche. En uno de aquellos porches, un hombre de mediana edad se mecía en un columpio, con la mirada fija en Pedro y en Paula. Para él era algo natural, pero aun así, su mirada la hizo sentirse incómoda a la joven.


—¿Crees que el asesino estaba observándome antes incluso de que yo entrara en el parque?


—Posiblemente.


—¿Desde una de esas casas?


—Puede haber estado vigilándote desde muchas partes. Desde una casa, desde un coche en el aparcamiento, agachado detrás de los arbustos… Pero probablemente estuviera mezclado entre los curiosos.


Y si aquel tipo había estado allí la noche anterior, también podía estar viéndola en aquel momento.


—¿De verdad tenemos que volver al parque? —preguntó, deseando volver al coche y alejarse de allí.


—Ayudaría. Intenta repetir los pasos que diste ayer y yo te seguiré.


Regresaron a la puerta justo en el momento en el que otro rayo surcaba los cielos. En cuanto la cruzaron, Paula se dirigió directamente hacia la zona en la que había visto el cadáver.


—Comencé a seguir las luces de las cámaras de televisión —le dijo—. Entonces fue cuando me viste y le dijiste al otro policía que le dijera a esa tipa con zancos que saliera de allí.


—Al parecer no sirvió de nada.


—El policía me dijo que me marchara, pero en cuanto se volvió, yo volví a hacer mi trabajo. El público tiene derecho a estar informado.


—Así que desobedeciste las órdenes de la policía. ¿Y después, qué?


—Vi el cadáver y…


¡Maldita fuera…! Tenía que admitir su debilidad delante del detective.


—Y vomitaste en los arbustos.


—¿Cómo lo sabes?


—Ayer por la noche eras bastante reconocible. No creo que hubiera un sólo policía de servicio que no quedara impresionado por la periodista del vestido rojo.


A los policías. Al asesino. Los había impresionado a todos, excepto al detective Pedro Alfonso. El policía le dio una patada a una piedra que aterrizó justo al lado de las cintas amarillas con las que la policía había rodeado la zona en la que habían encontrado el cadáver.


Todavía eran visibles las manchas de sangre, aunque probablemente desaparecerían con la lluvia. Pero en la mente de Paula las imágenes continuaban siendo tan nítidas como si Sally continuara tendida sobre la hierba. Se estremeció y retrocedió.


Pedro la agarró del brazo.


—Intenta mantenerte firme. Nos iremos de aquí dentro de un momento.


—¿Es posible llegar a insensibilizarse ante un asesinato?


—No. Y en el momento en el que me ocurriera, dejaría este trabajo.


Aquella admisión lo hizo parecer mucho más humano. Quizá incluso hubiera un corazón en el interior de aquel musculoso pecho.


—¿Te has ocupado alguna vez de algún caso en el que el asesino se haya puesto en contacto con una persona a la que ha visto en el escenario del crimen?


—No, pero recuerdo haber leído algo parecido sobre un caso que se dio en la costa oeste hace un par de años. El asesino llamaba siempre a una mujer antes de cometer el asesinato.


—¿Y qué ocurrió?


—No me acuerdo.


Paula no se lo tragó.


—Terminó matando a la mujer a la que llamaba, ¿verdad?


Por primera vez desde que habían llegado al parque, Pedro se volvió hacia ella, dedicándole toda su atención.


—No va a pasarte nada, Paula. A menos que permitas que ese hombre te envuelva en sus repugnantes juegos.


Cayó la primera gota que fue seguida rápidamente de otras muchas más. Pedro la agarró del brazo y la condujo hacia el coche. 


Pero la furia de la tormenta no esperó. La lluvia golpeaba el rostro de Paula, empapando de tal manera sus lentes de contacto que apenas podía ver. Para cuando llegaron al coche, estaba chorreando.


Pedro puso el motor en marcha, pero esperó un minuto antes de sacar el coche del aparcamiento. Paula tenía la sensación de que quería decirle algo, pero fuera lo que fuera, cambió de opinión. «No dejes que te involucre en sus juegos».


Buen consejo, si no fuera porque el asesino la había involucrado en su juego desde el momento en el que le había dejado aquella nota. 


Con aquel único gesto, le había robado cualquier posibilidad de ser objetiva, la cualidad principal que se le suponía a un periodista. Sin embargo, estaba decidida a no perder el control y a mantener informados a los ciudadanos de Prentice.


Y rezaría para que el asesino no volviera a ponerse en contacto con ella.