sábado, 5 de enero de 2019

AL CAER LA NOCHE: CAPITULO 9




Era su día libre, así que en cuanto salió, Paula se dirigió a casa. Una vez allí, revisó el correo y se preparó una ensalada que apenas tocó. No conseguía olvidarse de la nota. Al final, se sirvió un vaso de vino y subió al segundo piso dispuesta a ordenar el armario, una tarea que había postergado desde que había llegado a la casa. Pero aquel día, la idea de ocuparse de los trastos viejos de otros, le parecía más un indulto que un trabajo.


Un trueno retumbó en la distancia en el momento en el que abría la puerta y respiraba el aire mohoso del armario.


Agarró una caja y tiró de ella hasta sacarla. 


Abrió la tapa y comenzó a sacar metros y metros de satén. Y tardó algunos segundos en darse cuenta de que lo que había allí guardado era un vestido.


Se levantó y sostuvo el vestido contra sus hombros. La falda le llegaba por encima de los tobillos, ocultando sus piernas, pero el escote era bastante pronunciado. Parecía un modelo de mil ochocientos, pero estaba demasiado bien conservado para ser auténtico. Probablemente, habría sido confeccionado para alguna de las peregrinaciones que se realizaban en primavera, cuando muchas de las casas históricas de Prentice abrían sus puertas al público. Era habitual, que la anfitriona vistiera un modelo del período en el que la casa había sido construida.
Paula había conocido a Barbara en una de esas celebraciones tres años atrás, cuando todavía estaba trabajando como profesora. Había llevado a un grupo de estudiantes a hacer la ruta de las casas y Barbara había sido una de sus guías.


Habían congeniado nada más conocerse, más por diferentes que por parecidas, y había sido Barbara la que le había dicho a Paula que estaban buscando un reportero para el Prentice Times cuando había dejado el puesto de profesora.


Paula se quitó los pantalones y el jersey, levantó el vestido, se lo metió por la cabeza, y fue bajándolo poco a poco. La falda se arremolinaba entre sus piernas mientras ella bailaba ante el espejo, regodeándose en su reflejo. El efecto distorsionador del cristal ondulado era más pronunciado de lo normal por la falta de luz de la tarde, y por contraste, la luminosidad del vestido parecía casi mágica.


Pero aquel instante de magia fue bruscamente interrumpido por el timbre de la puerta. Paula no esperaba a nadie. Pero tampoco esperaba que la llamaran para cubrir un crimen la noche anterior, ni esperaba encontrarse una nota escalofriante en el parabrisas aquella mañana.


Levantándose la falda del vestido, bajó las escaleras a toda velocidad. El timbre volvió a sonar antes de que hubiera llegado a la puerta. 


Una vez allí, se detuvo y miró por la mirilla. Pedro Alfonso.


Si pensaba que el vestido rojo era poco discreto, podía imaginarse cómo iba a reaccionar al ver aquél.


Abrió la puerta y lo saludó con una sonrisa.


—Hola, detective.


Pedro se meció sobre los talones. Se había quedado completamente sin habla. Fuera lo que fuera lo que esperaba encontrarse, desde luego no era aquello.


—¿Interrumpo algo?


—No, sólo estaba descansando. ¿Le apetece disfrutar de un cóctel en la terraza?


Pedro no contestó. Se limitó a deslizar la mirada por los montículos rosados que asomaban por el escote del vestido. Un milímetro más y los pezones de Paula podrían haberle devuelto la mirada.


—Sólo era una broma, detective. No tengo ningún cóctel preparado. Estaba limpiando un armario, me he encontrado este vestido y me lo he puesto. Pero ya que está aquí, supongo que debería invitarlo a pasar.


—Sólo me quedaré un momento.


—¿Ha encontrado alguna huella dactilar en la nota?


—Sólo una, además de la mía.


—Y podría ser mía.


—Eso parece.


—No creo que haya venido hasta aquí sólo para decirme eso.


—No, tengo una propuesta que hacerle.


—No me acuesto con policías.


—Estupendo, porque no iba a pedirle que lo hiciera. Me gustaría que viniera al escenario del crimen conmigo.


—¿Quiere que lo acompañe al parque en el que Sally Martin fue asesinada?


—Exacto. No tardaremos mucho.


Paula retrocedió.


—Preferiría no volver allí, detective.


Entonces fue Pedro el que se sorprendió. Todos los periodistas que conocía, habrían salivado ante la posibilidad de visitar el escenario del crimen con el detective que estaba a cargo de la investigación.


—Podría ser importante, Paula —dijo, tuteándola por primera vez.


—¿Por qué?


—Me gustaría que me mostraras exactamente dónde estuviste anoche. Dónde aparcaste el coche, en qué zonas del parque estuviste y ese tipo de cosas.


—Sólo estuve unos minutos.


—Tiempo suficiente para que te viera el asesino, si es que fue él el que escribió la nota. Es posible que tú también lo vieras, aunque no seas consciente de ello. Si volvemos, podré hacerme una idea de dónde podía estar él mientras te observaba. Incluso es posible que volver al parque, te ayude a recordar algo que hayas olvidado.


—Ayer por la noche sólo hablé con policías.


—Mira, ya sé que esto no va a ser tan divertido como disfrazarte, pero tengo una mujer muerta, un asesino suelto y ninguna pista. Así que, ¿piensas quedarte aquí quejándote o vas a venir conmigo?


—Me temo que sólo tengo una opción. Pero antes me gustaría cambiarme.


—Buena idea —esperaba que se pusiera algo que cubriera completamente sus senos—. Y date prisa. La tormenta está a punto de estallar.


Paula se volvió y corrió escaleras arriba, dejándolo en la puerta. La falda se arremolinaba en sus tobillos y la tela susurraba sensualmente mientras se deslizaba contra su piel.


¿Qué demonios tenía aquella mujer que conseguía afectarlo de aquella manera? A lo mejor había pasado demasiado tiempo desde la última vez que había estado con una mujer.


Pero no importaba. Tenía un asesino al que atrapar.


Un asesino que tenía a Paula Chaves en mente.


Aquél no era momento para que Pedro comenzara a interesarse también por ella



AL CAER LA NOCHE: CAPITULO 8




Observó a Paula mientras se alejaba. Miles de recuerdos rondaban su mente, y ninguno de ellos era bienvenido. No estaba seguro de por qué aquella periodista le recordaba a Peg. No se parecía a ella. Natalia tenía el pelo largo y Paula Chaves lo llevaba corto, y el pelo de Natalia era del color del trigo, mientras que el de Paula se acercaba más al tono del café con leche.


Pero había algo en Paula que le recordaba a Natalia y ésa era una razón más que suficiente para que intentara guardar las distancias. Algo que iba a resultar muy difícil, si Paula se convertía en la pista que podía llevarlo hasta el asesino.


Dejó de encontrarle el gusto a la hamburguesa, pero continuó comiendo. Comía por costumbre, por la misma razón por la que últimamente hacía casi todo. Comer, dormir, respirar…


«Olvídalo, Pedro, o te comerá vivo».


Aquello era lo que le había aconsejado el psiquiatra de la policía tras la muerte de Natalia. Eso demostraba lo poco que aquel psiquiatra sabía de él. Porque en realidad, ya estaba muerto.



AL CAER LA NOCHE: CAPITULO 7




Dos bloques después, el policía dejaba su coche en el aparcamiento del Grille Prentice. Paula esperó en el coche para darle tiempo a instalarse en su interior y para poder recuperar ella la compostura. Era su primer caso de asesinato. Y de pronto el asesino pretendía hacerse amigo de ella. Aquello parecía una película de terror.


Una vez dentro, tardó un par de minutos en localizar a Pedro. Lo descubrió sentado en uno de los reservados más apartados, hablando por teléfono y sosteniendo en la otra mano un vaso de té con hielo.


—¿Mesa para uno?


Paula le sonrió a la camarera.


—Vengo con el hombre que está allí sentado, el de la camisa azul —señaló con la cabeza al policía.


Pedro no me ha dicho que estuviera esperando a nadie.


—No estaba segura de que pudiera venir.


Pasó por delante de la camarera, se acercó al reservado de Pedro y se sentó enfrente de él.


Pedro Alfonso la fulminó con la mirada, pero terminó la conversación. A continuación, dejó el teléfono en la mesa y la miró a los ojos. Los suyos eran todavía más oscuros que su pelo y Paula tuvo la sensación de que podía leerle el pensamiento. Pero sobretodo, se fijó en la pura virilidad que emanaba de aquel hombre. La testosterona parecía rezumar por todos los poros de su piel.


—La rueda de prensa ha terminado.


—No vengo a hacer ninguna pregunta. Tengo que ofrecerle una información.


La expresión del policía apenas cambió.


—¿Qué clase de información?


Paula sacó la nota del bolso y se la tendió.


—He encontrado esto en el parabrisas de mi coche después de la rueda de prensa. Creo que debería leerlo.


Pedro se secó las manos y agarró la nota sin tocarla apenas. La leyó lentamente, con expresión imperturbable. Pero cuando alzó los ojos, su mirada era todavía más penetrante.


—¿Dónde tenía aparcado el coche?


—Detrás del ayuntamiento. Entre la avenida Cork y la calle Savannah.


—¿Ha visto a alguien acercándose a su coche?


—No, pero cuando iba hacia él, he tenido la sensación de que alguien estaba mirándome.


—¿La sensación?


—Sí, ya sabe. Una sensación de incomodidad. Y no soy una persona nerviosa.


En aquel momento apareció la camarera y dejó una fuente con una hamburguesa y patatas fritas delante de Pedro. Paula pidió un refresco bajo en calorías. En aquel momento, era lo único que su estómago podría soportar.


Esperó a que la camarera se alejara para hacer la pregunta que la estaba consumiendo:
—¿Cree que esa nota la ha escrito el hombre que ha matado a Sally Martin?


—Es difícil asegurarlo. Pero es evidente que eso es lo que quiere que crea.


—¿Pero quién si no podría escribir algo así?


—Cuando se produce un asesinato de este tipo, salen a la luz los tipos más extraños.


—Habla como si hubiera visto muchos asesinatos como éste.


—He visto algunos. ¿Y usted, señorita…?


—Chaves, pero puede llamarme Paula —vaciló un instante. Odiaba admitir la verdad, pero no encontraba ningún motivo para mentir—. Éste es mi primer asesinato.


—¿Trabaja para la prensa o para la televisión?


—Trabajo en el Prentice Times.


—Creía que era Doreen Guenther la que se ocupaba de la sección de homicidios.


—Su madre está enferma y ha tenido que pedir un permiso —en ese momento llegó la camarera con la bebida de Paula. Esta se la llevó a los labios. Necesitaba suavizar su garganta reseca—. ¿Entonces qué tengo que hacer ahora?


—Me llevaré la nota e intentaré buscar alguna huella, pero me temo que debe haberlas echado a perder.


—No sabía que podía ser una nota del asesino.


—Si recibe otra, quiero que la agarre por una esquina y la meta en una bolsa de plástico. Y llámeme inmediatamente —le dio una de sus tarjetas—. Llámeme al móvil. Y sólo por si acaso, no se le ocurra publicar que el asesino se ha puesto en contacto con usted.


—¿Por qué no?


—Sea o no del asesino, la publicidad posiblemente serviría para alentarlo.


—¿Pero por qué ha tenido que enviármela a mí? —susurró, casi más para sí que para que la oyera el detective.


—Digamos que anoche no pasaba especialmente desapercibida con el vestido que llevaba.


—Estaba en una fiesta cuando me llamaron para decirme que me dirigiera inmediatamente al parque Freedom. No tuve tiempo de ponerme nada más adecuado.


—No tiene por qué enfadarse conmigo. Usted me ha hecho una pregunta y yo le estoy contestando.


Pedro se acercó la fuente con la hamburguesa y Paula dedujo que aquella era una manera de invitarla a levantarse.


Dio otro sorbo a su refresco y se secó las manos con una servilleta. Aquel hombre estaba demasiado tranquilo. Si de verdad pensaba que podía volver a tener noticias del asesino, debería hacer algo. Paula no estaba segura de qué, pero al fin y al cabo, ella no era policía.


—¿No va a pedirme mi número de teléfono, por si tiene que preguntarme algo más?


—Su número de teléfono es muy fácil de conseguir.


—No aparezco en la guía.


Pedro le dio un mordisco a la hamburguesa. Paula se levantó y se colgó el bolso en el hombro.


—Una cosa más, señorita …


—Chaves. Paula Chaves.


—Señorita Chaves, quienquiera que sea el que ha matado a Sally Martin, es un hombre muy peligroso. No intente ser una heroína.


—No hay nada que esté más lejos de mis intenciones, detective Alfonso.


—En ese caso, continúe así.


Y nada más. Ni siquiera le dio las gracias por haberle proporcionado aquella información, aunque Paula estaba segura de que muchos periodistas no le habrían dicho nada. Habrían intentado seguirle el juego al asesino con intención de conseguir un buen reportaje.


Ella, sin embargo, había decidido seguirle el juego a Pedro Alfonso. Y estaba segura de que aquél no iba a ser un juego divertido.



viernes, 4 de enero de 2019

AL CAER LA NOCHE: CAPITULO 6




Pedro Alfonso fue el primero en salir cuando la rueda de prensa terminó. Paula fue la última.


No tenía ningún motivo para salir corriendo. El Prentice Times no se publicaba los domingos.


Abandonó la sala por la salida de emergencias, la que estaba más cerca de su coche. Aquella zona del edificio estaba vacía, y por un instante, tuvo la sensación de que alguien la estaba observando. Se volvió y miró tras ella. No había nadie detrás.


Aun así, bajó los seguros del coche en cuanto estuvo dentro. Y fue consciente de que era la primera vez que lo hacía desde que había salido de Atlanta. En vez de poner el motor en marcha, sacó su libreta y comenzó a escribir sus pensamientos.


Una joven degollada y con el pecho embadurnado de sangre. ¿Qué puede llevar a una persona a hacer algo tan horrible? ¿La furia? ¿La pasión?


El teléfono móvil de Paula sonó en aquel momento, sobresaltándola de tal manera que se dio un golpe con el volante. Comprobó el número. Era Barbara. Tomó aire antes de contestar, intentando disipar el sombrío humor que se había apoderado de ella.


—De acuerdo, soy odiosa —dijo—, debería haberte llamado para decirte por qué me fui de la fiesta cuando las cosas se estaban empezando a poner divertidas.


—No hacía falta. Ya me imaginé que te fuiste para cubrir una noticia. ¿Tuviste que ocuparte del crimen de esa mujer que encontraron en el parque Freedom?


—Sí.


—Me lo temía. Debe de haber sido horrible.


—Bastante, sí.


—Podemos quedar para tomar una cerveza más tarde. Así podrás contármelo todo.


—Necesitarás más de una cerveza cuando te lo cuente.


—Pareces muy afectada.


—Un poco. Bueno, la verdad es que más que un poco —admitió Paula.


—A lo mejor deberías pedirle a tu jefe que te devuelva al puesto que ocupabas antes.


—¿Y portarme como una cobarde?


—Yo lo haría si tuviera que verme envuelta en un asesinato. En cualquier caso, sólo quería asegurarme de que estabas bien.


—¿Cómo terminó la fiesta?


—No pasó gran cosa después de que te fueras. Estuvimos bailando un rato. Y la fiesta terminó cerca de las doce.


—¿Y cómo se siente una tras haber llegado a los veintiséis años?


—No muy mal. Esta mañana me he estado buscando arrugas nuevas, pero no he encontrado ninguna. Por supuesto, es posible que el problema lo tenga en la vista.


—No. Yo ya tengo veintisiete años y todavía puedo leer las letras con las que imprimen mi nombre cuando se molestan en añadirlo a mis artículos —comentó Paula.


—Diles que si no las ponen más grandes dejarás el trabajo.


—¿Y quién me pagará el alquiler?


—Yo puedo prestarte dinero. Tengo mucho.


Y era cierto. Barbara pertenecía a una familia acomodada, y además, su abuela le había dejado millones en herencia. Pero no sólo era una joven rica, sino que también era inteligente, divertida, y guapa. Con unos enormes ojos azules y unos rizos rubios que bailaban constantemente alrededor de sus mejillas bronceadas.


—Creo que será mejor que siga trabajando. Es la mejor forma de evitarme problemas.


—No creo que vayas a evitarte muchos problemas si continúas poniéndote ese vestido rojo que llevaste a la fiesta. ¡Estabas de lo más sensual!


Paula metió la llave en el encendido mientras hablaban y advirtió entonces que le habían dejado una hoja amarilla en el parabrisas. No era un tique de aparcamiento, sino una especie de nota.


—Voy a tener que colgar, Barbara. Tengo un asunto del que ocuparme.


—De acuerdo, pero antes dime, ¿qué te pareció Jack?


—¿Conozco a alguien que se llame Jack?


—Estuvo la otra noche en mi cumpleaños. Es un hombre muy guapo, de pelo rubio. Te vi hablando con él.


—Sí, es bastante simpático, ¿por qué lo preguntas?


—Nada, sólo por curiosidad.


Y probablemente porque quería que saliera con él. Pero era obvio que aquel tipo no estaba interesado en ella. En caso contrario, no habría interrumpido tan pronto su conversación.


Se despidieron y Paula salió del coche para tomar la nota. Y tuvo que entrecerrar los ojos para poder leer aquella letra diminuta y cuidada con la que le decían:
«Te vi ayer por la noche en el parque. Estabas muy guapa con el vestido rojo. Ven a mi próxima fiesta. Estaré esperándote


Paula volvió a leer la nota. «Mi fiesta».


Seguramente, aquella nota no podía haberla escrito el mismo canalla que había asesinado a la mujer del parque. Pero aun así…


Permaneció sentada en el coche, temblando y con la nota en la mano, hasta que sintió que los dedos se le entumecían. Al final, giró la llave en el encendido y el motor cobró vida. Paula comenzó a mover el coche, pero se detuvo para dejar pasar a un coche negro.


El conductor no era otro que Pedro Alfonso. Ni siquiera desvió la mirada hacia el coche de la periodista. Paula lo siguió y decidió no alejarse de él. No estaba muy segura de que fuera un movimiento inteligente, pero pensaba que debería enseñarle aquella nota


AL CAER LA NOCHE: CAPITULO 5




A las doce de la mañana, Paula permanecía junto a otra docena de periodistas en la sala de prensa de las oficinas del alcalde, Henry Glaxton. La sala estaba llena de periodistas, pero en cuanto apareció el alcalde tras el atril y se colocó el micrófono, se hizo un silencio total.


El alcalde saludó al grupo con su arrastrado acento sureño, expresó sus condolencias a la familia de la víctima, que había sido identificada como Sally Martin, y les advirtió a los ciudadanos de Prentice que fueran prudentes hasta que la persona que había cometido el crimen hubiera sido arrestada. Una tarea que aseguró, se había convertido en la máxima prioridad.


El jefe de policía tomó después el micrófono. Su explicación del crimen fue breve. Sally, que trabajaba de camarera en el Catfish Shack, había sido vista con vida por última vez a las diez y media de la noche, cuando había salido del trabajo. Habían encontrado su coche en el aparcamiento del complejo de apartamentos en el que vivía. Tras aquella explicación, cedió la palabra a Pedro Alfonso, el detective que estaba a cargo de la investigación.


—Eso quiere decir que no nos enteraremos de nada —le comentó a Paula, el periodista que estaba a su lado—. Alfonso considera a los periodistas como unos parásitos cuya única misión es atormentarlo.


Aun así, en cuanto Pedro apareció se levantaron un montón de manos. Pedro había cambiado los vaqueros y la camiseta negra por unos pantalones grises y una camisa azul claro. Iba perfectamente arreglado.


Pedro miró hacia el público y sintió una irritante sequedad en la garganta. Para él, las ruedas de prensa eran una pérdida de tiempo y una molestia absurda. En aquel momento debería estar intentando localizar al asesino, y no tratando de apaciguar a un puñado de periodistas incompetentes.


—¿Cree que ha sido un crimen pasional?


—Yo no les pongo etiquetas a los crímenes, eso se lo dejo a ustedes.


—¿Y cree que el asesino conocía a la víctima?


—Es posible.


—¿El crimen puede estar relacionado con algún tipo de culto diabólico?


—No tenemos ningún dato que lo indique.


—En ese caso, ¿qué explicación le dan a la equis que aparecía en el pecho de la víctima?


—No quiero precipitarme a sacar conclusiones.


—¿Pero cree que ha podido ser una especie de asesinato ritual?


—Todo es posible.


¿Cuántas veces tendría que repetir aquella frase hasta que la rueda de prensa hubiera terminado?


—¿Cree que el asesino volverá a matar?


No era una pregunta que quisiera que le formularan. Y tampoco conocía la respuesta. El asesino era como una bomba de relojería andando. Pero si Pedro lo decía, sumiría a la ciudad en una oleada de pánico y al alcalde le daría un infarto.


—Creo que los ciudadanos deberían estar alerta hasta que el asesino esté entre rejas.


Miró el reloj. Cinco minutos más y daría por terminada su intervención. Cinco minutos durante los que el asesino continuaba siendo un hombre libre.



AL CAER LA NOCHE: CAPITULO 4




Faltaban diez minutos para la media noche, cuando Paula pudo abandonar la sede del periódico y regresar a casa. Tal como esperaba, Juan se había emocionado al saber que había conseguido todos los detalles que hasta ese momento se conocían sobre el crimen. No se había apartado de su lado mientras ella redactaba la noticia, ni había parado de hacer sugerencias y preguntas, pero cuando había terminado el artículo, le había dicho que había hecho un trabajo magnífico.


Paula estaba cansada, pero las imágenes del cadáver continuaban repitiéndose en su mente mientras buscaba en un cajón algo cómodo y elegante para dormir. La lencería era uno de sus pocos caprichos, un efecto colateral de los años que había tenido que pasar utilizando ropa interior de algodón.


Aquella noche se puso un pijama de seda rosa y una bata a juego. Pero ni siquiera eso mejoró su humor. Fue a la cocina, se sirvió una copa de vino, y recorrió con ella en la mano habitación tras habitación. Le encantaba aquella casa, aunque el alquiler fuera un poco más elevado de lo que realmente se podía permitir.


Dudaba de que ninguno de los antiguos habitantes de la casa hubiera visto en toda su vida nada parecido al brutal asesinato que había cubierto aquella noche. Paula se abrazó a sí misma, presa repentinamente de la aprensión, y subió las escaleras. El vestíbulo del segundo piso era espacioso y de techos altos, y continuaba amueblado tal y como lo habían dejado sus dueños: Con un sofá estilo reina Ana cuyo color original era imposible de adivinar, una antigua cómoda de patas largas con los tiradores rotos, y un espejo de pared enmarcado en plata, adornado y embellecido como si hubiera sido para una reina.


Y su mueble favorito, un viejo escritorio que había sido hecho en Francia y enviado en barco hasta allí antes de la Guerra Civil.


Paula se dejó caer en el sofá y alzó la mirada hacia el retrato que continuaba colgado sobre las escaleras. Incluso desde aquel ángulo, el retratado parecía estar mirándola a ella.


—Las cosas han cambiado, Frederick Lee. Ésta ya no es tu pacífica ciudad sureña.


Al final, Paula cedió a la presión de sus ojos y terminó cerrándolos. Pero su inconsciente continuaba formando nuevas y truculentas imágenes.


Estaba intentando acercarse a la víctima mientras el detective Alfonso guiaba su mano temblorosa. Ambos se movían con deliberada lentitud, como si estuvieran trabajando con las piezas de un absurdo rompecabezas. Las piezas estaban allí, pero no conseguían encajarlas. Y ella estaba cansada. Muy, muy cansada.


Lentamente las imágenes desaparecieron para dar paso a la pesadilla que había perseguido a Paula desde que podía recordar. La iglesia. Unas escaleras oscuras. Y un terror tan real que casi podía saborearlo.


Se despertó sobresaltada, con el pijama empapado en sudor. Pero era sólo la pesadilla que la perseguía cuando estaba estresada. Aun así, encendió la luz. Frederick Lee continuaba mirándola, vigilándola.


Y Paula se alegraba de tenerlo allí.