domingo, 23 de diciembre de 2018

EL SOLTERO MAS CODICIADO: CAPITULO 12




Pedro respiró hondo y cerró los ojos durante unos segundos.


-Por cargante que seas -susurró-, no puedo creer lo mucho que te he echado de menos.


Una cálida emoción se extendió por el pecho de Paula, nublándole la visión. Quería decirle que ella no lo había echado de menos, pero él sabría que estaba mintiendo. Quería darse la vuelta y evitarlo. Pero, por encima de todo, quería besarlo.


-No podemos ser amigos -dijo en voz baja y triste.


El subió la mano y le acarició suavemente la curva de la mandíbula.


-Entonces, ¿qué podemos ser?


Paula no tenía respuesta para eso.


-Tomaré lo que pueda tener de ti -dijo él en un áspero susurro.


Sus miradas se intensificaron. Los fuertes dedos de Pedro se entrelazaron en sus cabellos. Se inclinó y le tocó la boca con la suya. Un roce ligero, vacilante. Apenas un beso. Pero permaneció allí, manteniendo ese contacto etéreo, con los ojos cerrados y los latidos de su corazón pidiendo más en una súplica silenciosa.


Una corriente de sensualidad se propagó desde sus labios casi unidos hasta las profundidades más íntimas de su cuerpo. Aspiró lentamente, saboreando su calor masculino y su cercanía, hasta que la necesidad de recibir más la sobrepasó.


No supo quién se movió primero, quién comenzó el roce seductor de una boca contra otra, el intercambio de mordiscos y el baile de las lenguas. Una magia extraña y ardiente la poseyó. Se presionó más contra él, buscando la satisfacción de un repentino anhelo. Le rodeó los musculosos hombros con los brazos, hundió los dedos en el pelo de la nuca y se abandonó al placer.


El beso se hizo más profundo y voraz. Un gemido ronco se elevó por la garganta de Pedro al tiempo que una poderosa necesidad brotaba en su interior. Había fantaseado con aquello durante mucho tiempo. Con besar y saborear aquellos labios. Con abrazar a aquella mujer. Con hacerle el amor... Deslizó las manos bajo su chaqueta y subió por sus costados, ávido por sentir su suavidad. El gemido de Paula reverberó a través del beso, y sus caderas se mecieron en una sensual respuesta a las caricias. La sangre le hervía en las venas. Bajó las manos hasta su trasero y la levantó para apretarla más contra él.


-Pedro -susurró ella contra su boca-. No estoy siendo justa contigo. Tengo que parar ahora, en vez de hacerte creer que hay alguna posibilidad de...


-Deja que yo me preocupe de lo que es justo -la atajó él. Volvió a besarla y ella lo recibió con un movimiento sinuoso de su cuerpo que lo hizo gemir.


-Me detendré enseguida -le avisó ella en un murmullo ronco.


Él la miró a sus brillantes ojos verdes y le mordisqueó el carnoso labio inferior.


-De acuerdo -dijo, y volvieron a unirse en otro beso intenso y apasionado.


Pedro la presionó contra él de todas las maneras posibles. Necesitaba estar dentro de ella. A Paula se le escapó un débil gemido de placer, y la necesidad de Pedro se avivó hasta convertirse en dolor. La tumbó sobre la cama y la besó en el rostro, la mandíbula y el cuello.
Pedro -pronunció su nombre en un susurro tembloroso, tendida bajo él-, entiendes que voy a parar, ¿verdad?


-No -respondió él, pasándole la lengua por la mandíbula, hasta alcanzar su oreja-. No lo entiendo.


Ella cerró los ojos y estiró provocativamente su cuello largo y esbelto.


-No puedo relacionarme contigo.


Pedro se perdió en la fragancia floral de sus cabellos y en la esencia embriagadoramente femenina de Paula, tomándose su tiempo para saborear la textura de su piel. Ella le acarició la espalda y realizó pequeñas torsiones con su cuerpo, incitándolo aún más, y él le quitó la chaqueta y buscó los botones de la blusa. Por desgracia, la maldita prenda se abotonaba a la espalda. Frustrado, volvió a su boca y ella lo recibió con un beso tórrido y ferviente. Pedro empezó a masajearle los pechos a través de la seda y el encaje, endureciéndole los pezones. Había visto sus pechos el día anterior. Se había pasado la mitad de la noche recordándolos. Quería llenarse la boca con ellos y...


Pedro! -exclamó ella con un grito ahogado cuando él llevó la mano a su espalda para desabrocharle la blusa. Sus ojos destellaban de sensualidad y su rostro ardía de color-. Estoy investigando una demanda contra ti. Nada de lo que digamos o hagamos podrá cambiarlo. Voy a recoger cualquier pedazo de información que pueda encontrar para manchar tu nombre y...


Él la hizo callar con otro beso, y ella empezó a debatirse frenéticamente, empujándolo y al mismo tiempo tirando de él. Apartando sus manos y a la vez arqueándose para buscar su contacto. Una lucha sensual que pronto dio paso a la pasión compartida.


La mano de Pedro la recorrió desde el pecho hasta el muslo. Ella se retorció como una gata a la que estuvieran acariciando, y él le subió la falda para palpar la ardiente suavidad del muslo.


-No, espera -jadeó ella, agarrándole la mano-. Tienes que escucharme. Antes te engañé, Pedro. No sólo voy tras la verdad de este caso. También busco los trapos sucios.




sábado, 22 de diciembre de 2018

EL SOLTERO MAS CODICIADO: CAPITULO 11





La intensidad de su furia la asustó. Nunca lo había visto tan furioso. Pedro sacó el camión de la carretera principal y tomó un camino de grava a través del bosque. El follaje no tardó en abrirse y Paula reconoció el paisaje ajardinado y la casa de madera sobre pilares de piedra.


La casa de Pedro. Un pastor alemán se acercó al camión agitando la cola y con la lengua fuera. 


A Paula le recordó a Thor, el perro que Pedro había criado desde que era un cachorro. Pero aquél no podía ser Thor. Una profunda melancolía asaltó a Paula. Thor había sido la única mascota que había tenido en su vida.


Pedro aparcó el camión en el garaje, junto a la casa, al abrigo de la lluvia torrencial. Acarició la cabeza del perro, al que llamó «Leus», y le abrió la puerta a Paula.


-Ven conmigo.


Ella no quiso discutir. Sentía curiosidad por conocer la razón de su enojo y por ver lo que tenía que enseñarle, de modo que lo siguió por los escalones de la entrada a una espaciosa habitación.


Nada más entrar se detuvo, impactada por el calor familiar. Nada parecía haber cambiado. 


Una inmensa chimenea de piedra dominaba la pared, rodeada por sillones y sofás. Un amplio mostrador separaba la reluciente cocina del rincón, que seguía albergando dos grandes frigoríficos. Uno siempre había estado lleno de comida, y el otro de bebidas. También seguía estando la mesa de madera con seis sillas, junto a una anticuada gramola.


En aquella mesa habían jugado a las cartas mientras escuchan música y bebían refrescos.


Tras la mesa, un ventanal ofrecía una vista espectacular de la playa y de las verdes aguas del Golfo de México. Una vista que a Paula le resultaba más familiar que la de su propio apartamento en Tallahassee. Casi había esperado encontrarse a la madre de Pedro, o a su padre, hermana o primos rodeando la esquina de los dormitorios o entrando desde el porche trasero con una calurosa sonrisa. Nadie apareció. Estaban solos.


Pedro la hizo avanzar poniéndole una mano en el trasero, llevándola hasta al dormitorio principal. También aquella habitación le produjo a Paula una sensación de nostalgia. En ella se habían reunido los amigos para ver la televisión, repantigados en los sillones, en el suelo enmoquetado o en la gran cama de matrimonio.


-Siéntate -le ordenó Pedro, señalando la cama-. Por favor -añadió, suavizando el tono.


Ella dudó un momento, pero acabó cediendo y se sentó en el borde de la cama.


-¿Tus padres siguen viviendo aquí?


-No, les compré la casa. Querían algo más pequeño -explicó. Abrió un armario, sacó una caja y la puso en un sillón.


Paula observó con curiosidad cómo hurgaba entre los papeles y sobres. ¿Qué querría enseñarle? Algo relacionado con Gaston Tierney, sin duda. Pedro sacó unos sobres con fotos y se sentó en la cama junto a ella. Hojeó brevemente las fotos y arrojó algunas al regazo de Paula.


-Sois Gaston y tú -dijo ella, sorprendida, examinando las fotos. Dos jóvenes sonreían y hacían payasadas ante la cámara. En las mesas siempre había bandejas con refrescos y palomitas de maíz.


A Paula se le formó un nudo en el pecho. En ninguna otra parte se había sentido más en casa.


-Fuimos al mismo colegio universitario. Llegué a conocerlo muy bien. O al menos eso creía -dijo, tendiéndole otra foto. Era una foto de boda.


-Becky -murmuró Paula, admirando a la hermosa hermana de Pedro. Era rubia como él, pero sus ojos eran grandes y azules-. ¡Y Gaston! -exclamó al desviar la mirada hacia el novio.


-Se casó con él el mismo día que cumplió dieciocho años. El tenía veintisiete. No pasó mucho tiempo antes de que empezaran los problemas.


-Si el matrimonio de tu hermana no funcionó, entiendo que le guardes rencor a Gaston, pero preferiría no hablar de ello. No es asunto mío.


-Mira esto, Paula -le ordenó él con vehemencia, poniéndole una foto en las manos.


Al principio no reconoció a la mujer esquelética y demacrada de la foto. Pero enseguida se dio cuenta de que era Becky. Tenía el rostro pálido y macilento, profundas ojeras y una expresión de angustia y cansancio.


-¿Qué le pasó? -susurró Paula, horrorizada.


-Tierney. Eso fue lo que pasó. Después de la boda, se volvió patológicamente posesivo. Le prohibió mantener el menor contacto con su familia y sus amigos. La retuvo como a una cautiva. Becky no se atrevió a contarle a nadie lo que estaba sufriendo... ni siquiera a mí. Después de dos años infernales, necesitó cuatro años de terapia para recuperar su vida normal.


Paula cerró los ojos, compadeciéndose de la chica a la que había querido como a una hermana. Le devolvió la foto a Pedro sin saber qué decir ni qué pensar. La foto no demostraba nada. Y sin embargo, creía a Pedro. Sabía que no mentiría sobre algo así. No podría volver a mirar a Gaston Tierney con buenos ojos.


Pero la opinión negativa sobre él no podía influir en su investigación. Ella trabajaba para Malena y haría lo posible por ayudarla a preparar el caso. La vida personal de Gaston no importaba.


-¿Dónde está Becky ahora?


-Vive muy lejos de aquí. No quiere que nadie de Point sepa dónde está. Teme que Tierney pueda averiguarlo y que vaya a buscarla.


-¿Crees que haría algo así?


-La estuvo acosando después del divorcio. Y también la amenazó. Dijo que nunca la dejaría marchar.


-Debió de ser terrible para ella-murmuró Paula-. ¿Y tú no... no hiciste nada? -le preguntó a Pedro, temiendo la respuesta-. Para detenerlo o darle su merecido...


-Tierney no atendía a razones -respondió Pedro-. Así que le di una paliza. Dejó de acosarla por un tiempo, pero me denunció por agresión. No consiguió nada porque no tenía pruebas ni testigos.


Ojalá no se lo hubiera dicho, pensó Paula. Una denuncia por agresión, aunque no prosperara, era la clase de trapos sucios que a ella le pagaban por reunir sobre él. Cualquier cosa para convencer al jurado.


-Después de que Becky lo abandonara, Tierney se casó con otra mujer -siguió Pedro-. También acabaron divorciándose. Por lo que me han contado amigos comunes, la trataba igual que a Becky. Antes de que se casara por tercera vez, avisé a la novia.


-¿A la novia? -exclamó Paula-. Quieres decir... ¿en la misma boda?


-No había otra manera. No la conocía ni sabía cómo contactar con ella, pero no podía permitir que otra mujer se metiera en ese infierno. Esta mujer no sabía nada de las dos primeras esposas. Cuando se lo conté todo, anuló la boda y me pidió que la sacara de la iglesia y la llevara a casa.


-Gaston debió de ponerse muy furioso.


-Un poco... -dijo él con una sonrisa sarcástica.


-Esa cicatriz -dijo ella, y levantó inconscientemente la mano para tocarle la línea quebrada de la mejilla-. Y tienes otra en el hombro -recordó-. La vi ayer, cuando te quitaste la camiseta. ¿Qué ocurrió? -le preguntó ella. De repente se sentía enferma e inexplicablemente furiosa... con él, con Tierney, con todo el mundo.


-Estas cicatrices no le importan a nadie.


-Supongo que son el resultado de alguna estupidez -espetó ella, levantándose-. Por Dios, Pedro. ¿Cómo se te ocurrió detener la boda y marcharte con su novia? Tienes suerte de que no te disparara.


La expresión de Pedro permaneció inalterable, y Paula lo miró con ojos muy abiertos.


-¿Lo hizo? ¿Te disparó?


El frunció el ceño y se levantó.


-Por lo que a mí respecta, estas cicatrices no existen. No quiero volver a hablar del tema.


Su rechazo a responderle la hizo olvidarse de su enojo. Obviamente había tocado una fibra sensible.


-Eres muy consciente de que existen, o no te importaría hablar de ellas -insistió ella-. Si tanto te molestan, ¿por qué no te las has quitado con cirugía?


-Maldita sea, Paula, no me molestan. Pero, ya que lo has mencionado, te diré que mis colegas cirujanos hicieron todo lo que pudieron.


Paula lo miró, profundamente consternada. No había querido insinuar que aquellas cicatrices le desagradaran. Únicamente le recordaban el peligro que había amenazado a Pedro. Si los cirujanos habían hecho todo lo posible y esas cicatrices seguían siendo visibles, las heridas debían de haber sido muy graves.


-Por favor, cuéntame lo que pasó.


-El tema está zanjado.


-No quieres reconocer esas cicatrices ni contarle a nadie cómo te las hiciste porque no quieres admitir que te han marcado de manera permanente -dijo, y vio un destello de asombro en su mirada-. Las cicatrices no te han herido, Pedro -insistió, sintiendo cómo se abría una grieta en su coraza-. Estoy segura de que las mujeres sigan locas por ti, como siempre. Incluso más aún.


-Déjalo, Pau -le advirtió él-. No necesito tu cháchara.


Pedro! -exclamó ella, sujetándole el rostro con las manos-. Tu odio hacia Tierney es horrible. No te lo guardes ni te niegues a hablar de ello, o te dejará una cicatriz mucho más grave dentro de ti.


Lo miró fijamente, con una preocupación sincera que surgía desde el corazón. El pareció asimilar el mensaje, pero a un nivel mucho más hondo de lo que Paula había esperado con sus palabras. La tensión creció hasta un límite casi insostenible. Paula bajó las manos lentamente, temblorosa.




EL SOLTERO MAS CODICIADO: CAPITULO 10




Mientras una silenciosa y remilgada Paula Chaves se sentaba rígidamente junto a él en la cabina de la grúa, Pedro se obligó a relajar los músculos y las manos sobre el volante.


No le gustaba verla con Tierney. No le gustaba que volviera a Tierney contra él. Y tampoco le gustaba lo mucho que le desagradaba todo. Su reacción ante Paula no era la que debería ser. 


La noche anterior había permanecido en vela analizando esa reacción... ese deseo que le hervía la sangre cada vez que ella estaba cerca. 


¿Por qué lo afectaba de esa manera? Se había convertido en una mujer muy hermosa, cierto, pero las mujeres hermosas no escaseaban precisamente. Revoloteaban a su alrededor como mariposas de colores, y él nunca había intentando retener a una durante demasiado tiempo. Ni les clavaba alfileres en las alas.


No tenía lo que había que tener para hacer feliz a una mujer fuera de la cama. Necesitaba su espacio y su tiempo en soledad, y la libertad para relajarse siempre que el trabajo lo agobiaba. Por muy egoísta que fuera, reconocía que tenía muy poco que darle a una mujer.


Sería una locura perseguir a Paula por un capricho sexual. Quería ser su amigo. Con ella había compartido la época más feliz de su vida. 


La conocía mejor de lo que conocía a su propia hermana, siete años menor que él. Había pasado más tiempo con Paula del que había pasado con su padre, médico del pueblo, o con su madre, profesora de escuela. Hasta que las hormonas empezaron a empujarlo en otra dirección, Paula siempre había estado a su lado. 


Con otras amistades había compartido los buenos y malos momentos, pero sólo Paula se había acercado a sus verdaderos sentimientos y reacciones. Y él a los suyos. Juntos habían creado una dimensión adicional para cada situación. Risas, desafíos, descubrimientos, arrepentimientos...


El día anterior, por primera vez en años, había vuelto a sentir lo mismo.


La quería de nuevo en su vida. Quería esa chispa adicional para los momentos más vulgares. Y haría lo que fuera necesario para recuperarla. Pero no arruinaría su amistad, o la posibilidad de que esa amistad renaciera, por culpa de una atracción sexual.


Se había pasado la mitad de la noche reflexionando sobre esa decisión. Y la otra mitad imaginándose su cuerpo ardiente y desnudo entre sus brazos, mirándola a los ojos mientras le hacía el amor.


Aferró con fuerza el volante y respiró hondo. 


Otra vez la estaba deseando. Quería detener el camión y atraerla hacia él para besarla.


-¿Esto es para mí?


La pregunta le hizo desviar la mirada hacia ella. 


Paula sostenía en alto la bolsa de plástico que él había dejado en el asiento, y lo miraba con las cejas arqueadas. Su aspecto era impecable y autoritario. Inabordable. Intocable. Una mujer de negocios. Un desafío que tendría que ignorar.


-Sí -respondió-. Es para ti.


Ella sacó el contenido de la bolsa. Primero fueron los zapatos de piel, limpios de barro, aunque a uno le faltaba el tacón. Lo siguiente fue la blusa de seda.


-Has limpiado mis zapatos y mi blusa -observó con asombro.


-No ha hecho falta limpiar la blusa. ¿Cómo tienes la herida esta mañana?


-Bien. Mucho mejor.


-¿Crees que debería echarle otro vistazo?


-¡No! -exclamó ella, horrorizada-. Pero gracias por tu interés -añadió, con voz más suave-. Y por limpiarme los zapatos. ¿Qué pasa con mi...-se aclaró la garganta y miró en el interior de la bolsa vacía, como si esperara que otra cosa se materializara- ... sujetador?


-Hubo que dejarlo en remojo. Ahora está en mi secadora.


-No tenías por qué lavarlo -dijo ella frunciendo el ceño-. Podrías haberlo metido todo en una bolsa para entregármela.


-No te gusta ver sangre, y anoche tenía que hacer la colada de todas formas -repuso él, encogiéndose de hombros-. No ha sido ninguna molestia.


Ella se mordió el labio inferior... Un gesto demasiado provocador por su parte, al atraer la atención a su boca sensual y contorneada cuando Pedro estaba haciendo lo posible por no pensar en besarla.


Pero sabía lo que ella estaba pensando. A Paula no le gustaba la idea de que él tuviera su sujetador.


-¿Quieres que me pase por mi casa para recogerlo?


Aquella sugerencia no era particularmente del agrado de Paula. Pedro casi podía oír la indecisión rugiendo en su interior: ¿deberían ir por el coche antes de que empezara a llover, o recoger el sujetador antes de que él hiciera algo atrevido con la prenda?


Ella se cruzó de brazos e hizo un gesto provocador con los labios.


-Eres muy manipulador, doctor Alfonso.


-¿Por qué lo dices?


-Lo sabes muy bien. No debería estar contigo, y sin embargo aquí estoy. ¿Qué pretendes? ¿Influir en mi investigación, tal vez? 
¿Desacreditarme?


-En realidad, mi intención es ayudarte con la investigación. No le administré el medicamento equivocado a Agnes, y me gustaría saber por qué demonios tuvo alucinaciones.


-¿Tienes alguna teoría al respecto?


-Ninguna que valga la pena mencionar.


-Me gustaría hacerte unas preguntas, pero tal vez no quieras responder sin el consentimiento de tu abogado.


-Puedes preguntarme lo que quieras.


Aunque Paula quería respuestas, se sentía extrañamente dubitativa. Lentamente sacó la grabadora del bolso y, tras pedirle permiso para encenderla, le pidió su versión de lo sucedido. 


Concordaba con la de Agnes, aunque Pedro ofreció muchos más términos médicos.


-¿Estás seguro de que fue una reacción alérgica?


-Completamente seguro.


-¿Porque ella lo dijo?


-No, porque me aseguré de comprobarlo. Tenía la boca, la lengua y la garganta hinchadas. He tenido que realizar traqueotomías en situaciones similares, cuando los conductos respiratorios se bloquean. Una inyección suele aliviar los síntomas, como así sucedió en este caso. ¿Cómo es posible, entonces, que la medicación no fuera la adecuada?


Paula quedó sumida en un silencio pensativo. La única explicación posible era que Gaston tuviera razón y la reacción alérgica de Agnes hubiera sido imaginaria.


-¿Dudas que tuviera realmente una reacción alérgica? -le preguntó él, mirándola con ojos entornados.


-Simplemente estoy haciendo de abogada del diablo -respondió ella. No tenía intención de compartir con él nada de lo que Gaston hubiera dicho. Malena decidiría lo que Pedro debía saber y cuándo-. Quiero comprenderlo todo con absoluta claridad.


-Pues entonces comprende esto. Sin la intervención médica se habría asfixiado.


-¿Eras su médico personal?


-No. Tierney jamás lo habría permitido.


-¿Agnes siempre acata la voluntad de Gaston?


-Siempre. Tiene miedo de su temperamento... y con razón.


Paula recordó cómo Agnes había permanecido en silencio cuando Gaston insistió en que su reacción alérgica había sido psicosomática. ¿Tendría miedo de discutir?


«Te hará creer que es un santo y que yo soy el demonio», le había advertido Gaston. ¿Era eso lo que intentaba hacer Pedro? ¿Predisponerla contra Gaston?


-¿Llevas muchos medicamentos en tu botiquín, doctor Alfonso? -le preguntó, cambiando de tema.


-Algunos.


-¿Algunos de ellos podrían provocar alucinaciones?


-Eso es muy improbable.


-¿No te parece extraño que el hospital no le hiciera un análisis de orina en busca de sustancias para determinar el motivo de las alucinaciones?


-Debido a su edad hay otros factores a tener en cuenta en primer lugar. Como la herida en la cabeza. Le realizaron un escáner, una resonancia magnética, electrolitos, análisis de sangre y rayos X. Con las personas mayores hay causas naturales más probables que el abuso de drogas para las alucinaciones.


-Pero le pusiste una inyección justo antes de que empezara a tener alucinaciones. ¿No sería lógico relacionar las dos cosas?


-El antihistamínico que usé no provoca alucinaciones. Todo el personal médico lo sabe.


De nuevo estaban en el punto de partida. Paula apartó la mirada y se dio cuenta de que había empezado a llover. La carretera de Gulf Beach estaba a poca distancia, así que apagó la grabadora y volvió a guardarla.


-Si quieres hablar con el personal del hospital, puedes venir conmigo -le ofreció él-. Tengo que estar allí a la una para mi ronda de tarde.


-Gracias, pero prefiero ir por mi cuenta.


-Como quieras -repuso él, encogiéndose de hombros-. Lo decía porque quizá consiguieras más colaboración por parte del personal si yo te presento. Y si quieres hablar con algún testigo del picnic, mañana se celebrará otro al que asistirá todo el pueblo.


-Lo sé. Ya me han invitado.


-¿Tienes pensado ir?


-Es posible -respondió ella. No quería compartir sus planes con él.


-Irá casi toda nuestra banda. Robbie, Jimbo, Francine...


-¿Ahora se hace llamar Francine?


-Lo intenta. Aunque a veces la llamo Frankie sin darme cuenta.


La nostalgia invadió a Paula. Hacía años que no sabía nada de sus amigos de la infancia. Había intentado mantener el contacto, pero después de las primeras cartas y llamadas, su vida se había vuelto muy ajetreada.


-¿Quién te ha invitado al picnic? -le preguntó Pedro con curiosidad.


-Agnes Tierney está intentando hacer de casamentera -respondió con regocijo-. Cree que yo sería perfecta para Gaston, y me preguntó si me gustaría...


-¿Qué? -la palabra explotó en los labios de Pedro más como una maldición que como una pregunta-. ¿Vas a ir con Tierney?


Paula parpadeó, sorprendida.


-Bueno, yo...


-Maldita sea, Paula. No lo hagas. Ni siquiera lo pienses.


-¿Cómo dices? -preguntó ella, atónita por su reacción.


-Tierney no es de fiar. Acaba lo que tengas que hacer y aléjate de él.


El desconcierto de Paula aumentó, al igual que su irritación. No había tolerado órdenes así del coronel, y no iba a tolerarlas con Pedro.


-¿Estás intentando decirme con quién puedo hacer vida social y con quién no?


-Es por tu propio bien. He visto lo que Gaston puede hacerle a una mujer, y...


-No seas tan paternalista conmigo, doctor Alfonso. Puedo cuidar de mí misma. Y deja de pintar a Gaston como a un villano. Me avisó de que lo intentarías.


Pedro apretó los labios.


-Si vas con él, Paula, te juro que te apartaré de su lado aunque sea a rastras.


Paula se quedó boquiabierta.


-¡No puedes amenazarme con usar la fuerza! Haría que te detuvieran antes de que te dieras cuenta.


El maldijo en voz baja, pisó el freno y giró bruscamente para dar media vuelta.


-¿Qué estás haciendo? -exclamó ella, aferrándose a las manillas de la puerta mientras él aceleraba.


Pedro no respondió. Tenía la vista fija en la carretera, la mandíbula fuertemente apretada y una vena palpitándole en la sien.


-Pedro, la lluvia arrecia. Si has cambiado de idea con lo del coche, al menos...


-No te preocupes por la lluvia. Tendría que estar lloviendo a mares durante una semana para impedir que la grúa remolque tu coche -dijo él, sin parecer arrepentido por haberle hecho creer lo contrario-. Pero ahora tienes que ver una cosa, maldita sea.