sábado, 22 de diciembre de 2018
EL SOLTERO MAS CODICIADO: CAPITULO 11
La intensidad de su furia la asustó. Nunca lo había visto tan furioso. Pedro sacó el camión de la carretera principal y tomó un camino de grava a través del bosque. El follaje no tardó en abrirse y Paula reconoció el paisaje ajardinado y la casa de madera sobre pilares de piedra.
La casa de Pedro. Un pastor alemán se acercó al camión agitando la cola y con la lengua fuera.
A Paula le recordó a Thor, el perro que Pedro había criado desde que era un cachorro. Pero aquél no podía ser Thor. Una profunda melancolía asaltó a Paula. Thor había sido la única mascota que había tenido en su vida.
Pedro aparcó el camión en el garaje, junto a la casa, al abrigo de la lluvia torrencial. Acarició la cabeza del perro, al que llamó «Leus», y le abrió la puerta a Paula.
-Ven conmigo.
Ella no quiso discutir. Sentía curiosidad por conocer la razón de su enojo y por ver lo que tenía que enseñarle, de modo que lo siguió por los escalones de la entrada a una espaciosa habitación.
Nada más entrar se detuvo, impactada por el calor familiar. Nada parecía haber cambiado.
Una inmensa chimenea de piedra dominaba la pared, rodeada por sillones y sofás. Un amplio mostrador separaba la reluciente cocina del rincón, que seguía albergando dos grandes frigoríficos. Uno siempre había estado lleno de comida, y el otro de bebidas. También seguía estando la mesa de madera con seis sillas, junto a una anticuada gramola.
En aquella mesa habían jugado a las cartas mientras escuchan música y bebían refrescos.
Tras la mesa, un ventanal ofrecía una vista espectacular de la playa y de las verdes aguas del Golfo de México. Una vista que a Paula le resultaba más familiar que la de su propio apartamento en Tallahassee. Casi había esperado encontrarse a la madre de Pedro, o a su padre, hermana o primos rodeando la esquina de los dormitorios o entrando desde el porche trasero con una calurosa sonrisa. Nadie apareció. Estaban solos.
Pedro la hizo avanzar poniéndole una mano en el trasero, llevándola hasta al dormitorio principal. También aquella habitación le produjo a Paula una sensación de nostalgia. En ella se habían reunido los amigos para ver la televisión, repantigados en los sillones, en el suelo enmoquetado o en la gran cama de matrimonio.
-Siéntate -le ordenó Pedro, señalando la cama-. Por favor -añadió, suavizando el tono.
Ella dudó un momento, pero acabó cediendo y se sentó en el borde de la cama.
-¿Tus padres siguen viviendo aquí?
-No, les compré la casa. Querían algo más pequeño -explicó. Abrió un armario, sacó una caja y la puso en un sillón.
Paula observó con curiosidad cómo hurgaba entre los papeles y sobres. ¿Qué querría enseñarle? Algo relacionado con Gaston Tierney, sin duda. Pedro sacó unos sobres con fotos y se sentó en la cama junto a ella. Hojeó brevemente las fotos y arrojó algunas al regazo de Paula.
-Sois Gaston y tú -dijo ella, sorprendida, examinando las fotos. Dos jóvenes sonreían y hacían payasadas ante la cámara. En las mesas siempre había bandejas con refrescos y palomitas de maíz.
A Paula se le formó un nudo en el pecho. En ninguna otra parte se había sentido más en casa.
-Fuimos al mismo colegio universitario. Llegué a conocerlo muy bien. O al menos eso creía -dijo, tendiéndole otra foto. Era una foto de boda.
-Becky -murmuró Paula, admirando a la hermosa hermana de Pedro. Era rubia como él, pero sus ojos eran grandes y azules-. ¡Y Gaston! -exclamó al desviar la mirada hacia el novio.
-Se casó con él el mismo día que cumplió dieciocho años. El tenía veintisiete. No pasó mucho tiempo antes de que empezaran los problemas.
-Si el matrimonio de tu hermana no funcionó, entiendo que le guardes rencor a Gaston, pero preferiría no hablar de ello. No es asunto mío.
-Mira esto, Paula -le ordenó él con vehemencia, poniéndole una foto en las manos.
Al principio no reconoció a la mujer esquelética y demacrada de la foto. Pero enseguida se dio cuenta de que era Becky. Tenía el rostro pálido y macilento, profundas ojeras y una expresión de angustia y cansancio.
-¿Qué le pasó? -susurró Paula, horrorizada.
-Tierney. Eso fue lo que pasó. Después de la boda, se volvió patológicamente posesivo. Le prohibió mantener el menor contacto con su familia y sus amigos. La retuvo como a una cautiva. Becky no se atrevió a contarle a nadie lo que estaba sufriendo... ni siquiera a mí. Después de dos años infernales, necesitó cuatro años de terapia para recuperar su vida normal.
Paula cerró los ojos, compadeciéndose de la chica a la que había querido como a una hermana. Le devolvió la foto a Pedro sin saber qué decir ni qué pensar. La foto no demostraba nada. Y sin embargo, creía a Pedro. Sabía que no mentiría sobre algo así. No podría volver a mirar a Gaston Tierney con buenos ojos.
Pero la opinión negativa sobre él no podía influir en su investigación. Ella trabajaba para Malena y haría lo posible por ayudarla a preparar el caso. La vida personal de Gaston no importaba.
-¿Dónde está Becky ahora?
-Vive muy lejos de aquí. No quiere que nadie de Point sepa dónde está. Teme que Tierney pueda averiguarlo y que vaya a buscarla.
-¿Crees que haría algo así?
-La estuvo acosando después del divorcio. Y también la amenazó. Dijo que nunca la dejaría marchar.
-Debió de ser terrible para ella-murmuró Paula-. ¿Y tú no... no hiciste nada? -le preguntó a Pedro, temiendo la respuesta-. Para detenerlo o darle su merecido...
-Tierney no atendía a razones -respondió Pedro-. Así que le di una paliza. Dejó de acosarla por un tiempo, pero me denunció por agresión. No consiguió nada porque no tenía pruebas ni testigos.
Ojalá no se lo hubiera dicho, pensó Paula. Una denuncia por agresión, aunque no prosperara, era la clase de trapos sucios que a ella le pagaban por reunir sobre él. Cualquier cosa para convencer al jurado.
-Después de que Becky lo abandonara, Tierney se casó con otra mujer -siguió Pedro-. También acabaron divorciándose. Por lo que me han contado amigos comunes, la trataba igual que a Becky. Antes de que se casara por tercera vez, avisé a la novia.
-¿A la novia? -exclamó Paula-. Quieres decir... ¿en la misma boda?
-No había otra manera. No la conocía ni sabía cómo contactar con ella, pero no podía permitir que otra mujer se metiera en ese infierno. Esta mujer no sabía nada de las dos primeras esposas. Cuando se lo conté todo, anuló la boda y me pidió que la sacara de la iglesia y la llevara a casa.
-Gaston debió de ponerse muy furioso.
-Un poco... -dijo él con una sonrisa sarcástica.
-Esa cicatriz -dijo ella, y levantó inconscientemente la mano para tocarle la línea quebrada de la mejilla-. Y tienes otra en el hombro -recordó-. La vi ayer, cuando te quitaste la camiseta. ¿Qué ocurrió? -le preguntó ella. De repente se sentía enferma e inexplicablemente furiosa... con él, con Tierney, con todo el mundo.
-Estas cicatrices no le importan a nadie.
-Supongo que son el resultado de alguna estupidez -espetó ella, levantándose-. Por Dios, Pedro. ¿Cómo se te ocurrió detener la boda y marcharte con su novia? Tienes suerte de que no te disparara.
La expresión de Pedro permaneció inalterable, y Paula lo miró con ojos muy abiertos.
-¿Lo hizo? ¿Te disparó?
El frunció el ceño y se levantó.
-Por lo que a mí respecta, estas cicatrices no existen. No quiero volver a hablar del tema.
Su rechazo a responderle la hizo olvidarse de su enojo. Obviamente había tocado una fibra sensible.
-Eres muy consciente de que existen, o no te importaría hablar de ellas -insistió ella-. Si tanto te molestan, ¿por qué no te las has quitado con cirugía?
-Maldita sea, Paula, no me molestan. Pero, ya que lo has mencionado, te diré que mis colegas cirujanos hicieron todo lo que pudieron.
Paula lo miró, profundamente consternada. No había querido insinuar que aquellas cicatrices le desagradaran. Únicamente le recordaban el peligro que había amenazado a Pedro. Si los cirujanos habían hecho todo lo posible y esas cicatrices seguían siendo visibles, las heridas debían de haber sido muy graves.
-Por favor, cuéntame lo que pasó.
-El tema está zanjado.
-No quieres reconocer esas cicatrices ni contarle a nadie cómo te las hiciste porque no quieres admitir que te han marcado de manera permanente -dijo, y vio un destello de asombro en su mirada-. Las cicatrices no te han herido, Pedro -insistió, sintiendo cómo se abría una grieta en su coraza-. Estoy segura de que las mujeres sigan locas por ti, como siempre. Incluso más aún.
-Déjalo, Pau -le advirtió él-. No necesito tu cháchara.
-¡Pedro! -exclamó ella, sujetándole el rostro con las manos-. Tu odio hacia Tierney es horrible. No te lo guardes ni te niegues a hablar de ello, o te dejará una cicatriz mucho más grave dentro de ti.
Lo miró fijamente, con una preocupación sincera que surgía desde el corazón. El pareció asimilar el mensaje, pero a un nivel mucho más hondo de lo que Paula había esperado con sus palabras. La tensión creció hasta un límite casi insostenible. Paula bajó las manos lentamente, temblorosa.
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