sábado, 22 de diciembre de 2018
EL SOLTERO MAS CODICIADO: CAPITULO 7
Paula se mordió el labio. Pedro le había curado la herida con amabilidad y profesionalidad, ¿y qué había hecho ella? Se había pavoneado ante él, provocándolo con su feminidad.
Volviéndose de espaldas a él, se puso su camiseta sobre la cabeza y se cubrió con ella los pechos desnudos, consciente del dolor en el costado. La herida era mucho más leve ahora que estaba limpia, seca y vendada. Realmente le debía un agradecimiento a Pedro.
-Pedro -lo llamó, volviéndose nerviosamente hacia él-. Quiero darte las gracias por tu ayuda.
-No hay de qué -respondió él mientras se dirigía hacia la nevera-. ¿Quieres una cerveza?
-¿Una cerveza? Oh, no. Gracias. Se está haciendo tarde -dijo, mirando los colores del crepúsculo por las polvorientas ventanas-. Tenemos que encontrar la manera de avisar a las autoridades antes de que el cocodrilo ataque a alguien.
El sacó una botella de cerveza y retiró el tapón con el pulgar.
-Podría conectar mi vieja radio -dijo, asintiendo hacia una caja llena de polvo en el estante-. Pero hace años que no la uso. Es posible que le falten piezas.
-Merece la pena intentarlo -insistió ella, mordiéndose el labio-. Pero, ¿y si no funciona?
-En ese caso tendremos que esperar hasta que alguien nos rescate -dijo él con una lenta sonrisa.
-Pero podrían pasar horas -dijo ella. No podía estar con Pedro. La gente pensaría que estaba confraternizando con él, y el caso de su hermana se vería comprometido.
-No te preocupes -la tranquilizó. Se sentó en una silla y estiró sus largas piernas-. Si la situación se hace crítica, puedo inflar un bote, llenarlo con chalecos salvavidas e improvisar una cama.
-¿Una cama? -repitió ella, incrédula-. ¿Para qué íbamos a necesitar una cama? No estarás diciendo que... -por un momento se quedó sin habla, horrorizada-. No creerás que tengamos que pasar toda la noche aquí, ¿verdad?
-Míralo por el lado bueno. Como mi padre solía decir: «Detrás de cada horizonte oscuro, siempre hay un sol esperando a salir». Tenemos una nevera llena de bebidas, un armario de latas de conserva y buena compañía -dijo, y levantó la cerveza en un brindis amistoso.
-Pero... tengo que conseguir un teléfono. Debo hacer muchas llamadas y ocuparme de muchas cosas. No puedo quedarme aquí.
-Intentaría dejar atrás al cocodrilo, pero ya casi ha oscurecido -dijo él. Se inclinó hacia delante en la silla y sostuvo la cerveza entre las piernas-. Es bien sabido que los cocodrilos están especialmente hambrientos antes de que anochezca.
Paula se tragó un grito de consternación y se clavó las uñas en las palmas. Empezaba a sentirse realmente atrapada.
-Vamos a probar con la radio.
-Podemos intentarlo, pero...
Unos golpes en la puerta los sobresaltaron a ambos.
Los dos se miraron el uno al otro y se movieron hacia la puerta a la vez.
-¿Quién demonios...? -empezó a mascullar Pedro.
-Gracias a Dios -exclamó Paula, pero enseguida ahogó un grito de pánico-. ¡El cocodrilo! Puede atacar a quien esté ahí fuera.
Pedro abrió la puerta con una expresión más de disgusto que de preocupación. Paula se enganchó a su codo, desgarrada entre el alivio por ser rescatada y temerosa de un posible ataque del cocodrilo.
-Sheriff Gallagher -saludó Pedro, con un tono no especialmente complacido.
-¿Cómo estás, doctor? -preguntó el sheriff, un hombre calvo y achaparrado con el rostro colorado-. Hemos recibido una llamada telefónica de alguien que se había quedado atrapada en la carretera de Gulf Beach. Mi secretaria no pudo entender casi nada de lo que la señora le estaba diciendo antes de que la conexión se perdiera, pero...
-Yo hice la llamada, sheriff -dijo Paula. Agarró el voluminoso brazo del sheriff y tiró de él hacia el interior-. ¡Entre, rápido! --gritó, cerrando la puerta-. ¿Tiene un móvil o un radiotransmisor? Oh, veo que tiene un arma. Espero que no tengamos que usarla, pero si la cosa se pone fea...
-Discúlpeme, señorita -la interrumpió el sheriff, desconcertado-, pero parece muy alterada por algo. ¿Cuál es el problema?
-Eh, sheriff Gallagher, ésta es Paula Chaves -intervino Jack-. La recuerda, ¿verdad? La hija pequeña del coronel Chaves.
-Paula Chaves, ¡claro que sí! -exclamó el sheriff con una amplia sonrisa-. ¡Se ha convertido en toda una mujercita! Su padre estaría muy orgullo si pudiera verla ahora.
Una mezcla familiar de dolor y remordimiento traspasó a Paula cuando oyó la mención de su padre. Hubo un tiempo en el que hubiera dado todo porque se sintiera orgulloso de ella, pero acabó dándose cuenta de la inutilidad de sus intenciones. Tendría que haber sido uno de sus soldados para ganarse su aprobación. Una simple hija jamás podría estar a la altura.
-Gracias.
-Lamenté enterarme de su fallecimiento. Era mi compañero de póquer siempre que venía a Point, ¿sabe? He oído que murió en una misión militar en el extranjero.
-Sí -corroboró Paula.
Ella también lo había oído... muchos meses después de la desgracia. A las autoridades les había costado mucho tiempo ponerse en contacto con ella. Los colegas de su padre no sabían que tenía familia, después de que su esposa hubiera muerto.
-Quiero expresarles mis condolencias a ti y a tu hermana.
Paula no respondió, incapaz de articular palabra. Se sentía como si le hubieran abierto una vieja herida. Había sabido que sería muy duro volver allí.
-Es estupendo que haya vuelto finalmente a casa de visita.
Paula recuperó la compostura, como si fuera un escudo, y dejó de pensar en aquel tema tan doloroso.
-En realidad, sheriff, he venido por asuntos de trabajo. Y ahora, como estaba diciendo, hay un...
-Malena es abogada, sheriff -dijo Pedro-. Una gran abogada en Tallahassee.
-¿En serio? Siempre pensé que lo suyo eran las fiestas glamurosas y todo eso.
-¡Sheriff, por favor! -espetó Paula-. Hay un cocodrilo ahí fuera, y está hambriento. Ha estado persiguiéndome.
-¿Un cocodrilo? -repitió el sheriff. Se volvió con el ceño fruncido hacia Pedro.
-Le juro que es cierto, sheriff -insistió Paula. No podía creerse que Pedro no la apoyara-. Tal vez el doctor Alfonso no me crea, pero un cocodrilo ha estado persiguiéndome por la playa. Estaba muy preocupada de que pudiera atacar a alguien.
-Entiendo... -dijo el sheriff-. Seguramente haya visto al viejo Alfred.
-¿El viejo Alfred? -repitió Paula con el ceño fruncido.
El sheriff no había entendido nada.
-Alfred es el único cocodrilo que nos queda en Point, señorita. No le haría daño a nadie.
Paula lo miró sin comprender.
-Una familia que vivía en la playa empezó a darle de comer hace diez años e hicieron de él su mascota. Cuando se mudaron, Alfred se desplazó a la propiedad del doctor Alfonso, quien se ocupa de él ahora. Si tuviera que cazar para vivir, se moriría de hambre.
-¿Alfred? -preguntó ella mirando a Pedro, quien se había enganchado los pulgares en los bolsillos de los vaqueros y miraba atentamente el techo.
-El doctor incluso le ató un trapo naranja para asegurarse de que todos lo reconocieran -añadió el sheriff Gallagher.
Paula sintió que la sangre empezaba a hervirle.
-Doctor Alfonso -dijo con una voz de ultratumba-, ¿tienes a un cocodrilo llamado Alfred viviendo por los alrededores?
Pedro se aclaró la garganta y se frotó la nuca.
-Ahora que lo pienso, es posible que Alfred esté por aquí cerca.
-¿Y me has dejado creer que estábamos en peligro? -espetó Paula, echando fuego por los ojos.
-¿Cómo podía estar seguro de que no era otro cocodrilo?
-¿Vestido de naranja? -farfulló ella.
El sheriff Gallagher parpadeó, confuso.
-Cálmese, señorita Paula -le dijo, poniéndole una mano en el brazo-. Seguramente el doctor se olvidó por completo del viejo Alfred.
-¿Que se olvidó? -gritó Paula. Se soltó de la mano del sheriff y miró furiosa a Pedro-. ¡He atrancado la puerta con mi cuerpo para impedir que arriesgaras tu vida!
-Te dije que podía ocuparme de un cocodrilo -se excusó él.
-¿Qué derecho tienes a dejar suelto un cocodrilo por ahí? -le preguntó ella entre dientes.
-Yo no lo he dejado suelto. Está en su hábitat natural. Es inofensivo. Apenas tiene dientes.
Paula apretó los puños, intentando contenerse para no estrangular a Pedro.
-Y me ibas a mantener aquí encerrada hasta mañana, ¿verdad?
-No, no. Bueno, tal vez. Pero...
-¡Eres un ser despreciable! --espetó, aunque las palabras no causaron ni de lejos el daño que quería infligir-. Alguien podría sufrir un ataque al corazón sólo por ver a ese cocodrilo. Y no podría contar con ayuda médica competente en cien kilómetros a la redonda.
La expresión de regocijo se borró de los ojos de Pedro.
-Ésa es una acusación muy dura, Paula.
-Pero cierta. Y no vuelvas a llamarme Paula. Para ti es señorita Chaves, maldito... ¡maldito mentiroso! -pasó como una exhalación junto al sheriff y abrió la puerta.
-Maldita sea, Paula, espera un momento -la llamó Pedro mientras ella bajaba los escalones-. No te mentí. En realidad, te dije que no quedaban muchos cocodrilos en Point.
-Vete al infierno, Pedro Alfonso --gritó ella por encima del hombro-. No vuelvas a acercarte a mí, o lo tomaré como una declaración de guerra.
-Eh, eres tú la que ha entrado en mi propiedad. Ambos sabemos que te arrojaste en mis brazos.
Paula se quedó boquiabierta y se giró para fulminarlo con la mirada.
-Eh..., discúlpeme, señorita Paula -dijo el sheriff, bajando los escalones hacia ella-. Se está haciendo de noche y he visto su coche atrapado en la ciénaga. ¿Puedo llevarla a alguna parte?
A través de la neblina roja que le empañaba la visión, Paula se dio cuenta de que, efectivamente, estaba oscureciendo y de que aún le quedaba un buen trecho para llegar a casa de Gaston Tierney. No podía presentarse a esas horas, y menos con una camiseta de hombre y hecha un desastre.
-Gracias, sheriff. Me haría un gran favor si pudiera sacarme de aquí.
-Paula... -volvió a llamarla Pedro desde lo alto de los escalones.
-¡No! -lo cortó ella, apuntándolo con un dedo como si fuese un arma-. Ríete todo lo que quieras por esta noche, doctor Alfonso. Pero recuerda... -bajó la voz a un tono mordazmente sarcástico-. En cada horizonte radiante hay un sol esperando a ponerse. Te veré en el juicio.
Dicho eso, se dirigió muy digna hacia el coche del sheriff.
Pedro apretó los labios y la vio alejarse.
-No, señorita -se murmuró a sí mismo-. Nos veremos antes de eso.
viernes, 21 de diciembre de 2018
EL SOLTERO MAS CODICIADO: CAPITULO 6
Él apartó la mirada y reanudó su tarea. Un silencio denso y acalorado descendió entre ellos, tan sólo interrumpido por el murmullo de las olas, el suspiro de la brisa veraniega y el chillido ocasional de una gaviota. Pero Pedro sólo oía el torrente sanguíneo resonando en sus orejas mientras retiraba los tirantes del sujetador abierto de los hombros de Paula.
Apretó los dientes, aunque de nada servía.
¿Qué le había hecho pensar que podría ver los pechos desnudos de Paula sin perder el control? Ya lo había pasado bastante mal al desabotonarle la blusa sin fijarse en los pezones que se adivinaban bajo el encaje blanco.
No podía entender aquella reacción física ante ella. No era la primera vez que veía los pechos de una mujer. Se maldijo a sí mismo y a su indeseada erección y siguió trabajando rápido y en silencio. Tenía que olvidar que era la piel de Paula la que estaba tocando. El olor de Paula el que estaba oliendo. Los pechos de Paula los que casi podía rozar con el rostro...
Hasta ese momento, nunca había tenido problemas para concentrarse en su trabajo. De las muchas mujeres que había tratado a lo largo de su carrera, ninguna lo había desconcertado, tentado ni excitado. Ninguna excepto Paula. Tal vez fuera debido a su historia con ella. De joven había alcanzado a ver sus pequeños pechos a través de sus camisetas y bañadores. Sus pezones siempre lo habían obsesionado, transformándose de botones florales a duros guijarros en un abrir y cerrar de ojos. Sólo hacía falta salpicarlos con agua fría o que los acariciara la brisa. A veces bastaba con una simple mirada, aunque él nunca la había mirado deliberadamente. No se había sentido bien pensando en ella de ese modo, y había pasado noches enteras intentando sofocar los pensamientos de Paula, ingenua e inocente, y de sus puntiagudos pechos.
Y ahora intentaba no pensar en lo mismo. Pero la camiseta se había deslizado un poco, y la curva pálida y exuberante del pecho se asomaba muy cerca de sus dedos. La tentación de rozar los nudillos contra aquella protuberancia sedosa le provocó una punzada de calor en la ingle.
Apretó los dientes con más fuerza y acabó de vendarle la herida. Aliviado, levantó la cabeza para decirle que no necesitaría puntos de sutura, pero entonces sus miradas se encontraron y sus palabras se evaporaron en otro ataque de calor, provocado por el modo en que ella lo miraba. En lugar de la inocencia de grandes ojos se percibía una conciencia sutil y sensual. Paula sabía que él la deseaba. Y no le disgustaba saberlo.
-¿Has acabado, doctor? -le preguntó con voz ronca, recordándole cómo le había hablado, cómo lo había mirado y cómo se había quitado el sujetador. ¿Estaba burlándose de él? ¿... invitándolo?
-El vendaje está listo -respondió lentamente, incapaz de apartar la mirada de sus ojos verdes y de olvidar que estaban sentados frente a frente, semidesnudos-. No te harán falta puntos.
Ella no dijo nada. Permaneció sentada cubriéndose los pechos con la camiseta, con los brazos y hombros al descubierto, los labios ligeramente entreabiertos y un brillo sensual en los ojos.
Lentamente bajó la mirada hasta la boca de Pedro. El deseo de besarla lo invadió. ¿No se imaginaba ella lo que le estaba haciendo? ¿No sabía que, siendo el médico que la estaba curando, no podía sucumbir al deseo?
-No juegues con fuego, Paula -le advirtió en voz baja, consciente de que su código ético corría peligro-, a menos que quieras quemarte.
Ella lo miró fijamente a los ojos.
-Si es eso lo que quieres -añadió él, acercando el rostro al suyo-, vamos a prender la llama...
Un sonido ahogado se elevó desde la garganta de Paula, que se apartó de él. La camiseta se le cayó y se la apretó contra el pecho con ambas manos. De repente parecía muy nerviosa.
-¿De qué estás hablando?
Una profunda decepción invadió a Pedro. ¿Sería posible que lo hubiera malinterpretado todo? ¿Que su propio deseo le hubiera hecho imaginarse la provocación de Paula?
-Creo que ya lo sabes -dijo.
Como si percibiera su inseguridad, Paula recuperó la compostura y lo miró furiosa.
-¿Qué intentas decir exactamente, doctor?
Pedro supo entonces, sin ninguna duda, que había estado burlándose de él. La señorita Paula Chaves tal vez no estuviera lista para besarlo, pero le gustaba jugar. Desde niña había reaccionado con la misma indignación siempre que tenía que salir de una situación apurada.
Sintió deseos de echarse a reír y al mismo tiempo de zarandearla. Pero, sobre todo, quería besarla.
-Vístete y luego devuélveme mi camiseta.
Al menos tuvo la satisfacción de ver un destello de angustia en sus ojos verdes. Lástima que no tuviera una ducha a mano. Necesitaba desesperadamente una ducha de agua helada.
-¿Te importa si me quedo con tu camiseta? -le preguntó ella mientras él se lavaba las manos. Su voz había perdido el tono de indignación y en su lugar había adoptado un tono humilde-. Mi blusa está hecha un desastre y es demasiado transparente para ponérmela sin mi... sujetador.
La imagen que provocaron sus palabras sólo sirvió para agraviar el estado de Pedro.
-En ese caso ponte la camiseta.
EL SOLTERO MAS CODICIADO: CAPITULO 5
-¿Que me quite la blusa? Ni hablar. Sólo es un pequeño rasguño y no necesita atención médica.
-¿Cómo estás tan segura?
-Apenas me duele -mintió Paula-. Lo que necesito es un móvil. ¿No llevas uno encima para las emergencias? Podemos llamar a las autoridades. Intenté llamar con el mío en el coche, pero la batería debe de...
-Lo siento -la interrumpió Pedro-. No llevo ningún móvil. Tienen muy poca cobertura. Tengo un busca, pero no nos servirá de nada. Además, puede que tu herida necesite puntos. ¿Y a quién más vas a recurrir en Point para que te los dé?
-No necesito puntos -dijo ella. No le gustaba la idea de que una aguja le traspasara la carne.
Pero aún peor sería quitarse la blusa delante de él.
-No tendrás miedo de dejar que le eche un vistazo a tu herida por culpa de esa demanda, ¿verdad? -dijo él, mirándola con el ceño fruncido-. ¿Acaso dudas de mis intenciones o de mis conocimientos médicos?
-No había pensado en eso -admitió ella, sorprendida. Sería lógico que dudara de un médico al que estaba investigando por negligencia. Pero, extrañamente, confiaba en sus buenas intenciones.
-Esa demanda es falsa, Paula.
Ella hizo un mohín con los labios. No estaba en la mejor situación para discutir eso. No mientras estuviera encerrada a solas con él, luchando por ignorar el olor y la sensación de la sangre.
-Ya lo veremos.
-Sí, ya lo veremos. Si antes no te desangras hasta morir.
Paula se puso pálida. Seguro que la hemorragia se detenía pronto. Y seguro que se les ocurriría la manera de salir de allí.
-Apenas me duele -insistió, cada vez más mareada-. No es nada.
-En ese caso, ponte cómoda, por favor -dijo él, indicándole unas sillas-. Siéntate y desángrate a gusto todo lo que quieras. Como si estuvieras en tu casa.
Ella levantó el mentón ante aquella muestra de sarcasmo.
-Voy por un botiquín de primeros auxilios -murmuró él-. Procura que la camisa no te roce la herida y siéntate antes de que te desmayes.
Paula tragó saliva y se sentó en una silla mientras Pedro se acercaba al armario que había sobre el fregadero. Su camiseta y sus vaqueros ceñidos atrajeron la mirada de Paula a sitios a los que no debería estar mirando. No se parecía a ningún médico al que hubiera visto antes.
«Pero es médico. Ve mujeres sin camisa a diario», intentó razonar. Pero no le sirvió de nada. No estaba dispuesta a quitarse la blusa.
El dolor en las costillas empezó a palpitar seriamente. ¿Qué clase de herida se había hecho? Levantó el brazo y estiró el cuello para comprobarlo, pero el pecho le impedía verla.
-Si me das un paño mojado, una venda y alguna pomada, me la curaré yo misma.
-Sí, eres toda una Florence Nightingale -dijo él con una mirada divertida-. No te mires la herida, Pau. Si te desmayas te harás aún más daño.
Aturdida, Paula intentó fijarse en él y no en la herida. Pedro tomó una caja blanca del estante, abrió el grifo y se lavó concienzudamente las manos hasta las muñecas, como si se estuviera preparando para una operación.
Se le formó un nudo de ansiedad en el estómago.
-Hace años que no me desmayo por ver sangre -declaró, fingiendo más valor del que sentía-. Ya no soy una cría, por si no te has dado cuenta.
El se detuvo, se secó lentamente las manos y regresó junto a ella con el botiquín.
-Ya me he dado cuenta -dijo, mirándola a los ojos.
Una ola de calor recorrió a Paula. Podía entender por qué su hermana se había enamorado de él. Su intensa virilidad podría desarmar a cualquier mujer. Excepto a ella. Lo conocía demasiado bien como para permitir que el calor de su mirada le derritiera el sentido común.
-Aún tienes puesta la blusa.
Paula volvió a sentir cómo se ruborizaba. -Aunque me cures la herida, seguiré investigando la demanda. Que seas amable no significa que...
-De modo que ése es el problema. Crees que estarás en deuda conmigo. Olvídalo. Sólo estoy haciendo lo que hay que hacer. Imagina los titulares... «Mujer muere desangrada en el embarcadero de un cirujano» -sacudió burlonamente la cabeza-. No sería muy buena publicidad.
Paula casi cedió al impulso de sonreír. Casi.
-Pedro -susurró, aferrándose involuntariamente el cuello de la blusa-, no puedo quitarme la blusa delante de ti.
-¿Te avergüenza quitarte la blusa? -preguntó él, mirándola con incredulidad.
Ella asintió.
-¿Quieres que me dé la vuelta?
-¿Y de qué serviría? Seguiría aquí sentada en... en... -la voz se le apagó.
Sus miradas se mantuvieron. La de Paula suplicándole comprensión. La de Pedro negándose a dársela.
-Cierra los ojos, Paula -le ordenó tranquilamente, pero con la misma severidad que había empleado de niño para extraerle aguijones de avispa del pie o astillas de los dedos.
Ella entendió que sus palabras, aunque severas, eran más un ofrecimiento que una orden.
Significaban que podía cerrar los ojos, abstraerse de cualquier incomodidad y que él se ocuparía de todo, Tal vez porque siempre había confiado en él, Paula cerró los ojos. Pero no pudo distanciarse con la misma facilidad que cuando eran niños. Hizo acopio de todo el valor que pudo, no sólo por el dolor físico, sino por la humillación. Él le hizo abrir los dedos que aferraban la blusa y le colocó las manos en los brazos de la silla. Entonces empezó a desabotonar la blusa. Paula mantuvo los ojos fuertemente cerrados. No podía creer que aquello estuviera sucediendo. Pedro Alfonso desabrochándole la camisa. El primer botón. El segundo. El tercero. El corazón le latía salvajemente. Iba a quedarse ante él con su sujetador blanco semitransparente.
Al sentir un ligero frescor en la piel, supo que Pedro le había abierto la blusa. Si alguna otra parte de su cuerpo además de sus mejillas pudiera ruborizarse, estaría más roja que un cangrejo. Pedro le había retirado la blusa del costado herido, lo que significaba que podía verle el sujetador, y le estaba aplicando un desinfectante. A continuación, le puso un vendaje en la herida y la miró a los ojos.
Ninguno de los dos sonrió ni apartó la mirada. Y no había ninguna razón, ninguna en absoluto, que explicara el delicioso calor que invadía su interior y le llenaba la cabeza con la idea de besarlo. Como tampoco había razón para que la mirada de Pedro bajara lentamente hasta su boca. Una corriente de sensualidad le recorrió las venas, pero se dijo a sí misma que no significaba nada. Había malinterpretado sus miradas otras veces. Pedro la había mirado así en un par de ocasiones cuando eran jóvenes, sólo para romper el momento a los pocos segundos con un chiste estúpido.
-¿Hemos acabado, doctor? -le preguntó, rompiendo el momento ella misma.
El la miró a los ojos, visiblemente aturdido, y respiró profundamente.
-La parte de la herida que te he desinfectado es sólo un rasguño. No he podido ver el resto.
-¿Por qué no? -preguntó ella, sintiendo cómo un presagio se arremolinaba en su estómago.
-Está bajo tu sujetador.
-¿Mi sujetador? -repitió con voz ahogada.
-Tienes que quitártelo, Paula -dijo él, como si estuviera preparándola para una amputación.
Ella lo miró, boquiabierta. ¿Realmente esperaba qué se quitara el sujetador?
-Parece un corte muy profundo -siguió él-. El sujetador puede estar actuando como un vendaje, impidiendo que sangre la herida. Tengo que mirarlo de cerca.
-¿No... no podemos simplemente aflojar los tirantes? -murmuró ella, cruzando las manos sobre el encaje que le protegía los pechos-. Ya sabes, aflojarlas lo justo para que puedas...
-Tienes que quitarte el sujetador -declaró él-. Y cuando te haya curado la herida, no podrás llevar nada sobre ella.
A Paula se le aceleró aún más el corazón, y los pezones se le endurecieron al pensar en exponer sus pechos ante él.
-No.
Él se echó hacia atrás en la silla y se cruzó de brazos.
-Hasta ahora no te has avergonzado -dijo, intentando razonar con ella-. ¿Verdad?
Paula se admitió a sí misma que en eso tenía razón. Pedro había mostrado el mismo interés por su desnudez parcial que el que mostraba cuando ella era una niña desgarbada y de pecho plano.
Pero, aunque ahora no fuera una belleza despampanante, sus pechos habían crecido considerablemente desde entonces.
-Ya sé que esto es un tópico -dijo él-, pero no tienes nada que no haya visto antes.
Paula apretó los dientes. Claro que era un tópico. Y también era la verdad. Le estaba diciendo que no tenía nada que pudiera interesarle.
-Cierra los ojos otra vez, Paula.
-No -respondió ella suavemente-. Creo que prefiero mantenerlos abiertos.
-Prefiero que los cierres -insistió él-. Puede que te resulte muy incómodo.
-Soy una mujer adulta -repuso. Se tocó el tirante del sujetador con la punta de un dedo y descendió lentamente hasta las copas-. Puedo hacerlo, doctor.
Pedro siguió sus dedos con la mirada. Con el corazón desbocado, Paula los deslizó sobre el borde del encaje hasta alcanzar el cierre frontal.
-¿Debería quitármelo yo o... deberías hacerlo tú? -le preguntó, mirándolo con la cabeza ladeada.
El se quedó boquiabierto un instante.
-Como tú prefieras -respondió con voz áspera.
Ella se concentró en su rostro, oscuro e inescrutable, y él se concentró en el cierre, sentado rígidamente, observando cómo lo abría con dedos temblorosos.
El gancho cedió. Una ola calor se extendió por el cuello y le inundó el rostro. Se abrió el sujetador y los pechos se liberaron del encaje.
Pedro no movió ni un músculo ni desvió la mirada. Permaneció mirando al frente, entre los pechos, como si estuviera soñando despierto.
Una dolorosa punzada traspasó a Paula. Era cierto. Pedro no tenía el menor interés en ella.
Nunca lo había tenido.
-Vas a tener que ayudarme a quitármelo del todo dijo, humillada por su propio descaro y porque realmente necesitaba su ayuda-. No quiero rozarme la herida.
Lentamente, como si se hubiera dado cuenta de su presencia, Pedro subió la mirada y se encontró con la suya. El fuego que ardía en sus ojos la sorprendió.
-Paula -murmuró-. Toma mi camiseta.
Antes de que ella entendiera lo que quería decir, Pedro se quitó la camiseta y se la tendió, tensando los músculos de su espléndido pecho.
-Úsala para cubrirte -le ordenó. Y cuando ella dudó, le quitó la camiseta de las manos y se la echó sobre el hombro, con cuidado de no tocarle los pechos.
-Se puede manchar de sangre -susurró ella con una voz casi irreconocible. La inesperada reacción de Pedro la había dejado sin aliento, así como la imagen de su torso desnudo.
-No pasa nada. Sólo es un poco de sangre.
Paula sintió el impulso de pasarle las manos sobre el contorno de sus músculos, de enredar los dedos en la sedosa capa de vello y de acariciarle la cicatriz sobre el pezón izquierdo.
-Toma tu camiseta -dijo-. No me importa si no tengo con qué cubrirme.
-A mí sí me importa -replicó él, abrumándola de nuevo con la intensidad de su mirada.
Las llamas de sus ojos le hirvieron la sangre en las venas. Estremeciéndola. Asustándola. Nunca lo había visto así. Quería retroceder. Y al mismo tiempo quería acercarse más.
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