viernes, 21 de diciembre de 2018

EL SOLTERO MAS CODICIADO: CAPITULO 6




Él apartó la mirada y reanudó su tarea. Un silencio denso y acalorado descendió entre ellos, tan sólo interrumpido por el murmullo de las olas, el suspiro de la brisa veraniega y el chillido ocasional de una gaviota. Pero Pedro sólo oía el torrente sanguíneo resonando en sus orejas mientras retiraba los tirantes del sujetador abierto de los hombros de Paula.


Apretó los dientes, aunque de nada servía. 


¿Qué le había hecho pensar que podría ver los pechos desnudos de Paula sin perder el control? Ya lo había pasado bastante mal al desabotonarle la blusa sin fijarse en los pezones que se adivinaban bajo el encaje blanco.


No podía entender aquella reacción física ante ella. No era la primera vez que veía los pechos de una mujer. Se maldijo a sí mismo y a su indeseada erección y siguió trabajando rápido y en silencio. Tenía que olvidar que era la piel de Paula la que estaba tocando. El olor de Paula el que estaba oliendo. Los pechos de Paula los que casi podía rozar con el rostro...


Hasta ese momento, nunca había tenido problemas para concentrarse en su trabajo. De las muchas mujeres que había tratado a lo largo de su carrera, ninguna lo había desconcertado, tentado ni excitado. Ninguna excepto Paula. Tal vez fuera debido a su historia con ella. De joven había alcanzado a ver sus pequeños pechos a través de sus camisetas y bañadores. Sus pezones siempre lo habían obsesionado, transformándose de botones florales a duros guijarros en un abrir y cerrar de ojos. Sólo hacía falta salpicarlos con agua fría o que los acariciara la brisa. A veces bastaba con una simple mirada, aunque él nunca la había mirado deliberadamente. No se había sentido bien pensando en ella de ese modo, y había pasado noches enteras intentando sofocar los pensamientos de Paula, ingenua e inocente, y de sus puntiagudos pechos.


Y ahora intentaba no pensar en lo mismo. Pero la camiseta se había deslizado un poco, y la curva pálida y exuberante del pecho se asomaba muy cerca de sus dedos. La tentación de rozar los nudillos contra aquella protuberancia sedosa le provocó una punzada de calor en la ingle.


Apretó los dientes con más fuerza y acabó de vendarle la herida. Aliviado, levantó la cabeza para decirle que no necesitaría puntos de sutura, pero entonces sus miradas se encontraron y sus palabras se evaporaron en otro ataque de calor, provocado por el modo en que ella lo miraba. En lugar de la inocencia de grandes ojos se percibía una conciencia sutil y sensual. Paula sabía que él la deseaba. Y no le disgustaba saberlo.


-¿Has acabado, doctor? -le preguntó con voz ronca, recordándole cómo le había hablado, cómo lo había mirado y cómo se había quitado el sujetador. ¿Estaba burlándose de él? ¿... invitándolo?


-El vendaje está listo -respondió lentamente, incapaz de apartar la mirada de sus ojos verdes y de olvidar que estaban sentados frente a frente, semidesnudos-. No te harán falta puntos.


Ella no dijo nada. Permaneció sentada cubriéndose los pechos con la camiseta, con los brazos y hombros al descubierto, los labios ligeramente entreabiertos y un brillo sensual en los ojos.


Lentamente bajó la mirada hasta la boca de Pedro. El deseo de besarla lo invadió. ¿No se imaginaba ella lo que le estaba haciendo? ¿No sabía que, siendo el médico que la estaba curando, no podía sucumbir al deseo?


-No juegues con fuego, Paula -le advirtió en voz baja, consciente de que su código ético corría peligro-, a menos que quieras quemarte.


Ella lo miró fijamente a los ojos.


-Si es eso lo que quieres -añadió él, acercando el rostro al suyo-, vamos a prender la llama...


Un sonido ahogado se elevó desde la garganta de Paula, que se apartó de él. La camiseta se le cayó y se la apretó contra el pecho con ambas manos. De repente parecía muy nerviosa.


-¿De qué estás hablando?


Una profunda decepción invadió a Pedro. ¿Sería posible que lo hubiera malinterpretado todo? ¿Que su propio deseo le hubiera hecho imaginarse la provocación de Paula?


-Creo que ya lo sabes -dijo.


Como si percibiera su inseguridad, Paula recuperó la compostura y lo miró furiosa.


-¿Qué intentas decir exactamente, doctor?


Pedro supo entonces, sin ninguna duda, que había estado burlándose de él. La señorita Paula Chaves tal vez no estuviera lista para besarlo, pero le gustaba jugar. Desde niña había reaccionado con la misma indignación siempre que tenía que salir de una situación apurada.
Sintió deseos de echarse a reír y al mismo tiempo de zarandearla. Pero, sobre todo, quería besarla.


-Vístete y luego devuélveme mi camiseta.


Al menos tuvo la satisfacción de ver un destello de angustia en sus ojos verdes. Lástima que no tuviera una ducha a mano. Necesitaba desesperadamente una ducha de agua helada.


-¿Te importa si me quedo con tu camiseta? -le preguntó ella mientras él se lavaba las manos. Su voz había perdido el tono de indignación y en su lugar había adoptado un tono humilde-. Mi blusa está hecha un desastre y es demasiado transparente para ponérmela sin mi... sujetador.


La imagen que provocaron sus palabras sólo sirvió para agraviar el estado de Pedro.


-En ese caso ponte la camiseta.



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