viernes, 21 de diciembre de 2018

EL SOLTERO MAS CODICIADO: CAPITULO 5




-¿Que me quite la blusa? Ni hablar. Sólo es un pequeño rasguño y no necesita atención médica.


-¿Cómo estás tan segura?


-Apenas me duele -mintió Paula-. Lo que necesito es un móvil. ¿No llevas uno encima para las emergencias? Podemos llamar a las autoridades. Intenté llamar con el mío en el coche, pero la batería debe de...


-Lo siento -la interrumpió Pedro-. No llevo ningún móvil. Tienen muy poca cobertura. Tengo un busca, pero no nos servirá de nada. Además, puede que tu herida necesite puntos. ¿Y a quién más vas a recurrir en Point para que te los dé?


-No necesito puntos -dijo ella. No le gustaba la idea de que una aguja le traspasara la carne. 


Pero aún peor sería quitarse la blusa delante de él.


-No tendrás miedo de dejar que le eche un vistazo a tu herida por culpa de esa demanda, ¿verdad? -dijo él, mirándola con el ceño fruncido-. ¿Acaso dudas de mis intenciones o de mis conocimientos médicos?


-No había pensado en eso -admitió ella, sorprendida. Sería lógico que dudara de un médico al que estaba investigando por negligencia. Pero, extrañamente, confiaba en sus buenas intenciones.


-Esa demanda es falsa, Paula.


Ella hizo un mohín con los labios. No estaba en la mejor situación para discutir eso. No mientras estuviera encerrada a solas con él, luchando por ignorar el olor y la sensación de la sangre.


-Ya lo veremos.


-Sí, ya lo veremos. Si antes no te desangras hasta morir.


Paula se puso pálida. Seguro que la hemorragia se detenía pronto. Y seguro que se les ocurriría la manera de salir de allí.


-Apenas me duele -insistió, cada vez más mareada-. No es nada.


-En ese caso, ponte cómoda, por favor -dijo él, indicándole unas sillas-. Siéntate y desángrate a gusto todo lo que quieras. Como si estuvieras en tu casa.


Ella levantó el mentón ante aquella muestra de sarcasmo.


-Voy por un botiquín de primeros auxilios -murmuró él-. Procura que la camisa no te roce la herida y siéntate antes de que te desmayes.


Paula tragó saliva y se sentó en una silla mientras Pedro se acercaba al armario que había sobre el fregadero. Su camiseta y sus vaqueros ceñidos atrajeron la mirada de Paula a sitios a los que no debería estar mirando. No se parecía a ningún médico al que hubiera visto antes.


«Pero es médico. Ve mujeres sin camisa a diario», intentó razonar. Pero no le sirvió de nada. No estaba dispuesta a quitarse la blusa.


El dolor en las costillas empezó a palpitar seriamente. ¿Qué clase de herida se había hecho? Levantó el brazo y estiró el cuello para comprobarlo, pero el pecho le impedía verla.


-Si me das un paño mojado, una venda y alguna pomada, me la curaré yo misma.


-Sí, eres toda una Florence Nightingale -dijo él con una mirada divertida-. No te mires la herida, Pau. Si te desmayas te harás aún más daño.


Aturdida, Paula intentó fijarse en él y no en la herida. Pedro tomó una caja blanca del estante, abrió el grifo y se lavó concienzudamente las manos hasta las muñecas, como si se estuviera preparando para una operación.


Se le formó un nudo de ansiedad en el estómago.


-Hace años que no me desmayo por ver sangre -declaró, fingiendo más valor del que sentía-. Ya no soy una cría, por si no te has dado cuenta.


El se detuvo, se secó lentamente las manos y regresó junto a ella con el botiquín.


-Ya me he dado cuenta -dijo, mirándola a los ojos.


Una ola de calor recorrió a Paula. Podía entender por qué su hermana se había enamorado de él. Su intensa virilidad podría desarmar a cualquier mujer. Excepto a ella. Lo conocía demasiado bien como para permitir que el calor de su mirada le derritiera el sentido común.


-Aún tienes puesta la blusa.


Paula volvió a sentir cómo se ruborizaba. -Aunque me cures la herida, seguiré investigando la demanda. Que seas amable no significa que...


-De modo que ése es el problema. Crees que estarás en deuda conmigo. Olvídalo. Sólo estoy haciendo lo que hay que hacer. Imagina los titulares... «Mujer muere desangrada en el embarcadero de un cirujano» -sacudió burlonamente la cabeza-. No sería muy buena publicidad.


Paula casi cedió al impulso de sonreír. Casi.


-Pedro -susurró, aferrándose involuntariamente el cuello de la blusa-, no puedo quitarme la blusa delante de ti.


-¿Te avergüenza quitarte la blusa? -preguntó él, mirándola con incredulidad.


Ella asintió.


-¿Quieres que me dé la vuelta?


-¿Y de qué serviría? Seguiría aquí sentada en... en... -la voz se le apagó.


Sus miradas se mantuvieron. La de Paula suplicándole comprensión. La de Pedro negándose a dársela.


-Cierra los ojos, Paula -le ordenó tranquilamente, pero con la misma severidad que había empleado de niño para extraerle aguijones de avispa del pie o astillas de los dedos.


Ella entendió que sus palabras, aunque severas, eran más un ofrecimiento que una orden. 


Significaban que podía cerrar los ojos, abstraerse de cualquier incomodidad y que él se ocuparía de todo, Tal vez porque siempre había confiado en él, Paula cerró los ojos. Pero no pudo distanciarse con la misma facilidad que cuando eran niños. Hizo acopio de todo el valor que pudo, no sólo por el dolor físico, sino por la humillación. Él le hizo abrir los dedos que aferraban la blusa y le colocó las manos en los brazos de la silla. Entonces empezó a desabotonar la blusa. Paula mantuvo los ojos fuertemente cerrados. No podía creer que aquello estuviera sucediendo. Pedro Alfonso desabrochándole la camisa. El primer botón. El segundo. El tercero. El corazón le latía salvajemente. Iba a quedarse ante él con su sujetador blanco semitransparente.


Al sentir un ligero frescor en la piel, supo que Pedro le había abierto la blusa. Si alguna otra parte de su cuerpo además de sus mejillas pudiera ruborizarse, estaría más roja que un cangrejo. Pedro le había retirado la blusa del costado herido, lo que significaba que podía verle el sujetador, y le estaba aplicando un desinfectante. A continuación, le puso un vendaje en la herida y la miró a los ojos.


Ninguno de los dos sonrió ni apartó la mirada. Y no había ninguna razón, ninguna en absoluto, que explicara el delicioso calor que invadía su interior y le llenaba la cabeza con la idea de besarlo. Como tampoco había razón para que la mirada de Pedro bajara lentamente hasta su boca. Una corriente de sensualidad le recorrió las venas, pero se dijo a sí misma que no significaba nada. Había malinterpretado sus miradas otras veces. Pedro la había mirado así en un par de ocasiones cuando eran jóvenes, sólo para romper el momento a los pocos segundos con un chiste estúpido.


-¿Hemos acabado, doctor? -le preguntó, rompiendo el momento ella misma.


El la miró a los ojos, visiblemente aturdido, y respiró profundamente.


-La parte de la herida que te he desinfectado es sólo un rasguño. No he podido ver el resto.


-¿Por qué no? -preguntó ella, sintiendo cómo un presagio se arremolinaba en su estómago.


-Está bajo tu sujetador.


-¿Mi sujetador? -repitió con voz ahogada.


-Tienes que quitártelo, Paula -dijo él, como si estuviera preparándola para una amputación.


Ella lo miró, boquiabierta. ¿Realmente esperaba qué se quitara el sujetador?


-Parece un corte muy profundo -siguió él-. El sujetador puede estar actuando como un vendaje, impidiendo que sangre la herida. Tengo que mirarlo de cerca.


-¿No... no podemos simplemente aflojar los tirantes? -murmuró ella, cruzando las manos sobre el encaje que le protegía los pechos-. Ya sabes, aflojarlas lo justo para que puedas...


-Tienes que quitarte el sujetador -declaró él-. Y cuando te haya curado la herida, no podrás llevar nada sobre ella.


A Paula se le aceleró aún más el corazón, y los pezones se le endurecieron al pensar en exponer sus pechos ante él.


-No.


Él se echó hacia atrás en la silla y se cruzó de brazos.


-Hasta ahora no te has avergonzado -dijo, intentando razonar con ella-. ¿Verdad?


Paula se admitió a sí misma que en eso tenía razón. Pedro había mostrado el mismo interés por su desnudez parcial que el que mostraba cuando ella era una niña desgarbada y de pecho plano.


Pero, aunque ahora no fuera una belleza despampanante, sus pechos habían crecido considerablemente desde entonces.


-Ya sé que esto es un tópico -dijo él-, pero no tienes nada que no haya visto antes.


Paula apretó los dientes. Claro que era un tópico. Y también era la verdad. Le estaba diciendo que no tenía nada que pudiera interesarle.


-Cierra los ojos otra vez, Paula.


-No -respondió ella suavemente-. Creo que prefiero mantenerlos abiertos.


-Prefiero que los cierres -insistió él-. Puede que te resulte muy incómodo.


-Soy una mujer adulta -repuso. Se tocó el tirante del sujetador con la punta de un dedo y descendió lentamente hasta las copas-. Puedo hacerlo, doctor.


Pedro siguió sus dedos con la mirada. Con el corazón desbocado, Paula los deslizó sobre el borde del encaje hasta alcanzar el cierre frontal.


-¿Debería quitármelo yo o... deberías hacerlo tú? -le preguntó, mirándolo con la cabeza ladeada.


El se quedó boquiabierto un instante.


-Como tú prefieras -respondió con voz áspera.


Ella se concentró en su rostro, oscuro e inescrutable, y él se concentró en el cierre, sentado rígidamente, observando cómo lo abría con dedos temblorosos.


El gancho cedió. Una ola calor se extendió por el cuello y le inundó el rostro. Se abrió el sujetador y los pechos se liberaron del encaje.


Pedro no movió ni un músculo ni desvió la mirada. Permaneció mirando al frente, entre los pechos, como si estuviera soñando despierto. 


Una dolorosa punzada traspasó a Paula. Era cierto. Pedro no tenía el menor interés en ella. 


Nunca lo había tenido.


-Vas a tener que ayudarme a quitármelo del todo dijo, humillada por su propio descaro y porque realmente necesitaba su ayuda-. No quiero rozarme la herida.


Lentamente, como si se hubiera dado cuenta de su presencia, Pedro subió la mirada y se encontró con la suya. El fuego que ardía en sus ojos la sorprendió.


-Paula -murmuró-. Toma mi camiseta.


Antes de que ella entendiera lo que quería decir, Pedro se quitó la camiseta y se la tendió, tensando los músculos de su espléndido pecho.


-Úsala para cubrirte -le ordenó. Y cuando ella dudó, le quitó la camiseta de las manos y se la echó sobre el hombro, con cuidado de no tocarle los pechos.


-Se puede manchar de sangre -susurró ella con una voz casi irreconocible. La inesperada reacción de Pedro la había dejado sin aliento, así como la imagen de su torso desnudo.


-No pasa nada. Sólo es un poco de sangre.


Paula sintió el impulso de pasarle las manos sobre el contorno de sus músculos, de enredar los dedos en la sedosa capa de vello y de acariciarle la cicatriz sobre el pezón izquierdo.


-Toma tu camiseta -dijo-. No me importa si no tengo con qué cubrirme.


-A mí sí me importa -replicó él, abrumándola de nuevo con la intensidad de su mirada.


Las llamas de sus ojos le hirvieron la sangre en las venas. Estremeciéndola. Asustándola. Nunca lo había visto así. Quería retroceder. Y al mismo tiempo quería acercarse más.



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