viernes, 21 de diciembre de 2018

EL SOLTERO MAS CODICIADO: CAPITULO 5




-¿Que me quite la blusa? Ni hablar. Sólo es un pequeño rasguño y no necesita atención médica.


-¿Cómo estás tan segura?


-Apenas me duele -mintió Paula-. Lo que necesito es un móvil. ¿No llevas uno encima para las emergencias? Podemos llamar a las autoridades. Intenté llamar con el mío en el coche, pero la batería debe de...


-Lo siento -la interrumpió Pedro-. No llevo ningún móvil. Tienen muy poca cobertura. Tengo un busca, pero no nos servirá de nada. Además, puede que tu herida necesite puntos. ¿Y a quién más vas a recurrir en Point para que te los dé?


-No necesito puntos -dijo ella. No le gustaba la idea de que una aguja le traspasara la carne. 


Pero aún peor sería quitarse la blusa delante de él.


-No tendrás miedo de dejar que le eche un vistazo a tu herida por culpa de esa demanda, ¿verdad? -dijo él, mirándola con el ceño fruncido-. ¿Acaso dudas de mis intenciones o de mis conocimientos médicos?


-No había pensado en eso -admitió ella, sorprendida. Sería lógico que dudara de un médico al que estaba investigando por negligencia. Pero, extrañamente, confiaba en sus buenas intenciones.


-Esa demanda es falsa, Paula.


Ella hizo un mohín con los labios. No estaba en la mejor situación para discutir eso. No mientras estuviera encerrada a solas con él, luchando por ignorar el olor y la sensación de la sangre.


-Ya lo veremos.


-Sí, ya lo veremos. Si antes no te desangras hasta morir.


Paula se puso pálida. Seguro que la hemorragia se detenía pronto. Y seguro que se les ocurriría la manera de salir de allí.


-Apenas me duele -insistió, cada vez más mareada-. No es nada.


-En ese caso, ponte cómoda, por favor -dijo él, indicándole unas sillas-. Siéntate y desángrate a gusto todo lo que quieras. Como si estuvieras en tu casa.


Ella levantó el mentón ante aquella muestra de sarcasmo.


-Voy por un botiquín de primeros auxilios -murmuró él-. Procura que la camisa no te roce la herida y siéntate antes de que te desmayes.


Paula tragó saliva y se sentó en una silla mientras Pedro se acercaba al armario que había sobre el fregadero. Su camiseta y sus vaqueros ceñidos atrajeron la mirada de Paula a sitios a los que no debería estar mirando. No se parecía a ningún médico al que hubiera visto antes.


«Pero es médico. Ve mujeres sin camisa a diario», intentó razonar. Pero no le sirvió de nada. No estaba dispuesta a quitarse la blusa.


El dolor en las costillas empezó a palpitar seriamente. ¿Qué clase de herida se había hecho? Levantó el brazo y estiró el cuello para comprobarlo, pero el pecho le impedía verla.


-Si me das un paño mojado, una venda y alguna pomada, me la curaré yo misma.


-Sí, eres toda una Florence Nightingale -dijo él con una mirada divertida-. No te mires la herida, Pau. Si te desmayas te harás aún más daño.


Aturdida, Paula intentó fijarse en él y no en la herida. Pedro tomó una caja blanca del estante, abrió el grifo y se lavó concienzudamente las manos hasta las muñecas, como si se estuviera preparando para una operación.


Se le formó un nudo de ansiedad en el estómago.


-Hace años que no me desmayo por ver sangre -declaró, fingiendo más valor del que sentía-. Ya no soy una cría, por si no te has dado cuenta.


El se detuvo, se secó lentamente las manos y regresó junto a ella con el botiquín.


-Ya me he dado cuenta -dijo, mirándola a los ojos.


Una ola de calor recorrió a Paula. Podía entender por qué su hermana se había enamorado de él. Su intensa virilidad podría desarmar a cualquier mujer. Excepto a ella. Lo conocía demasiado bien como para permitir que el calor de su mirada le derritiera el sentido común.


-Aún tienes puesta la blusa.


Paula volvió a sentir cómo se ruborizaba. -Aunque me cures la herida, seguiré investigando la demanda. Que seas amable no significa que...


-De modo que ése es el problema. Crees que estarás en deuda conmigo. Olvídalo. Sólo estoy haciendo lo que hay que hacer. Imagina los titulares... «Mujer muere desangrada en el embarcadero de un cirujano» -sacudió burlonamente la cabeza-. No sería muy buena publicidad.


Paula casi cedió al impulso de sonreír. Casi.


-Pedro -susurró, aferrándose involuntariamente el cuello de la blusa-, no puedo quitarme la blusa delante de ti.


-¿Te avergüenza quitarte la blusa? -preguntó él, mirándola con incredulidad.


Ella asintió.


-¿Quieres que me dé la vuelta?


-¿Y de qué serviría? Seguiría aquí sentada en... en... -la voz se le apagó.


Sus miradas se mantuvieron. La de Paula suplicándole comprensión. La de Pedro negándose a dársela.


-Cierra los ojos, Paula -le ordenó tranquilamente, pero con la misma severidad que había empleado de niño para extraerle aguijones de avispa del pie o astillas de los dedos.


Ella entendió que sus palabras, aunque severas, eran más un ofrecimiento que una orden. 


Significaban que podía cerrar los ojos, abstraerse de cualquier incomodidad y que él se ocuparía de todo, Tal vez porque siempre había confiado en él, Paula cerró los ojos. Pero no pudo distanciarse con la misma facilidad que cuando eran niños. Hizo acopio de todo el valor que pudo, no sólo por el dolor físico, sino por la humillación. Él le hizo abrir los dedos que aferraban la blusa y le colocó las manos en los brazos de la silla. Entonces empezó a desabotonar la blusa. Paula mantuvo los ojos fuertemente cerrados. No podía creer que aquello estuviera sucediendo. Pedro Alfonso desabrochándole la camisa. El primer botón. El segundo. El tercero. El corazón le latía salvajemente. Iba a quedarse ante él con su sujetador blanco semitransparente.


Al sentir un ligero frescor en la piel, supo que Pedro le había abierto la blusa. Si alguna otra parte de su cuerpo además de sus mejillas pudiera ruborizarse, estaría más roja que un cangrejo. Pedro le había retirado la blusa del costado herido, lo que significaba que podía verle el sujetador, y le estaba aplicando un desinfectante. A continuación, le puso un vendaje en la herida y la miró a los ojos.


Ninguno de los dos sonrió ni apartó la mirada. Y no había ninguna razón, ninguna en absoluto, que explicara el delicioso calor que invadía su interior y le llenaba la cabeza con la idea de besarlo. Como tampoco había razón para que la mirada de Pedro bajara lentamente hasta su boca. Una corriente de sensualidad le recorrió las venas, pero se dijo a sí misma que no significaba nada. Había malinterpretado sus miradas otras veces. Pedro la había mirado así en un par de ocasiones cuando eran jóvenes, sólo para romper el momento a los pocos segundos con un chiste estúpido.


-¿Hemos acabado, doctor? -le preguntó, rompiendo el momento ella misma.


El la miró a los ojos, visiblemente aturdido, y respiró profundamente.


-La parte de la herida que te he desinfectado es sólo un rasguño. No he podido ver el resto.


-¿Por qué no? -preguntó ella, sintiendo cómo un presagio se arremolinaba en su estómago.


-Está bajo tu sujetador.


-¿Mi sujetador? -repitió con voz ahogada.


-Tienes que quitártelo, Paula -dijo él, como si estuviera preparándola para una amputación.


Ella lo miró, boquiabierta. ¿Realmente esperaba qué se quitara el sujetador?


-Parece un corte muy profundo -siguió él-. El sujetador puede estar actuando como un vendaje, impidiendo que sangre la herida. Tengo que mirarlo de cerca.


-¿No... no podemos simplemente aflojar los tirantes? -murmuró ella, cruzando las manos sobre el encaje que le protegía los pechos-. Ya sabes, aflojarlas lo justo para que puedas...


-Tienes que quitarte el sujetador -declaró él-. Y cuando te haya curado la herida, no podrás llevar nada sobre ella.


A Paula se le aceleró aún más el corazón, y los pezones se le endurecieron al pensar en exponer sus pechos ante él.


-No.


Él se echó hacia atrás en la silla y se cruzó de brazos.


-Hasta ahora no te has avergonzado -dijo, intentando razonar con ella-. ¿Verdad?


Paula se admitió a sí misma que en eso tenía razón. Pedro había mostrado el mismo interés por su desnudez parcial que el que mostraba cuando ella era una niña desgarbada y de pecho plano.


Pero, aunque ahora no fuera una belleza despampanante, sus pechos habían crecido considerablemente desde entonces.


-Ya sé que esto es un tópico -dijo él-, pero no tienes nada que no haya visto antes.


Paula apretó los dientes. Claro que era un tópico. Y también era la verdad. Le estaba diciendo que no tenía nada que pudiera interesarle.


-Cierra los ojos otra vez, Paula.


-No -respondió ella suavemente-. Creo que prefiero mantenerlos abiertos.


-Prefiero que los cierres -insistió él-. Puede que te resulte muy incómodo.


-Soy una mujer adulta -repuso. Se tocó el tirante del sujetador con la punta de un dedo y descendió lentamente hasta las copas-. Puedo hacerlo, doctor.


Pedro siguió sus dedos con la mirada. Con el corazón desbocado, Paula los deslizó sobre el borde del encaje hasta alcanzar el cierre frontal.


-¿Debería quitármelo yo o... deberías hacerlo tú? -le preguntó, mirándolo con la cabeza ladeada.


El se quedó boquiabierto un instante.


-Como tú prefieras -respondió con voz áspera.


Ella se concentró en su rostro, oscuro e inescrutable, y él se concentró en el cierre, sentado rígidamente, observando cómo lo abría con dedos temblorosos.


El gancho cedió. Una ola calor se extendió por el cuello y le inundó el rostro. Se abrió el sujetador y los pechos se liberaron del encaje.


Pedro no movió ni un músculo ni desvió la mirada. Permaneció mirando al frente, entre los pechos, como si estuviera soñando despierto. 


Una dolorosa punzada traspasó a Paula. Era cierto. Pedro no tenía el menor interés en ella. 


Nunca lo había tenido.


-Vas a tener que ayudarme a quitármelo del todo dijo, humillada por su propio descaro y porque realmente necesitaba su ayuda-. No quiero rozarme la herida.


Lentamente, como si se hubiera dado cuenta de su presencia, Pedro subió la mirada y se encontró con la suya. El fuego que ardía en sus ojos la sorprendió.


-Paula -murmuró-. Toma mi camiseta.


Antes de que ella entendiera lo que quería decir, Pedro se quitó la camiseta y se la tendió, tensando los músculos de su espléndido pecho.


-Úsala para cubrirte -le ordenó. Y cuando ella dudó, le quitó la camiseta de las manos y se la echó sobre el hombro, con cuidado de no tocarle los pechos.


-Se puede manchar de sangre -susurró ella con una voz casi irreconocible. La inesperada reacción de Pedro la había dejado sin aliento, así como la imagen de su torso desnudo.


-No pasa nada. Sólo es un poco de sangre.


Paula sintió el impulso de pasarle las manos sobre el contorno de sus músculos, de enredar los dedos en la sedosa capa de vello y de acariciarle la cicatriz sobre el pezón izquierdo.


-Toma tu camiseta -dijo-. No me importa si no tengo con qué cubrirme.


-A mí sí me importa -replicó él, abrumándola de nuevo con la intensidad de su mirada.


Las llamas de sus ojos le hirvieron la sangre en las venas. Estremeciéndola. Asustándola. Nunca lo había visto así. Quería retroceder. Y al mismo tiempo quería acercarse más.



EL SOLTERO MAS CODICIADO: CAPITULO 4





Ella apretó los labios y sintió cómo se ruborizaba. El tenía razón. ¿Por qué debería creer la historia del cocodrilo cuando ella se había negado a escuchar su versión de la demanda por negligencia? Pero no estaba dispuesta a seguirle el juego.


-La verdad acabará hablando por sí misma. Tarde o temprano sabrás que hay un cocodrilo ahí fuera. Seguramente aún esté acechando entre los arbustos.


-Hace años que apenas se ven cocodrilos por aquí. ¿Estás segura de que era un cocodrilo?


-Pues claro que estoy segura -espetó.


Él frunció el ceño con escepticismo.


-¿Qué aspecto tenía?


-Bueno, tenía las patas cortas y una cola larga y horrible. Y su piel era... Oh, ¿por qué me preguntas por su aspecto? ¡Parecía un cocodrilo! Y arrastraba algo naranja -recordó de repente-. Una tela, creo -se mordió el labio y se abrazó a sí misma, consciente del dolor que sentía en las costillas, justo debajo de las axilas-. ¿Crees que podría ser una tela naranja? ¿Una camiseta, tal vez? ¿Podría haber atacado a alguien?


Pedro la miró con ojos entornados, como si intentara decidir qué verdad había en todo aquello.


-Es posible, si realmente era un cocodrilo.


-¡Era un cocodrilo! Tienes que creerme.


-Sólo hay un modo de comprobarlo -dijo él, y se dirigió decididamente a la puerta.


Ella le tiró del brazo con un grito de pánico, clavándole los dedos en el músculo.


-¡No te atrevas a salir ahí fuera! Puedes morir.


-Oh, vamos, Pau. ¿No me crees capaz de ocuparme de un pequeño cocodrilo?


Paula no podía respirar por el miedo. Recordaba cómo Pedro había desafiado a la muerte de niño... lanzándose al agua desde los acantilados, saltando entre lanchas motoras o nadando en aguas infestadas de tiburones. Ella misma había hecho algunas locuras, pero ya había crecido. Él no. Le soltó el brazo y se interpuso entre él y la puerta.


-No puedes salir.


Él le recorrió el rostro con la mirada. En sus ojos ardían esos demonios tan familiares.


-Esto no es un reto, ¿verdad?


-¡No! -exclamó ella con voz ahogada-. ¡No lo es!


Pedro sonrió y alargó el brazo hacia el pomo de la puerta, pero ella se lo apartó y le bloqueó el paso.


-Hablo en serio, Pedro. Los cocodrilos son devoradores de hombres. Mutilan a su presa, la ahogan y la arrastran a su guarida para que se pudra. ¿Tú quieres pudrirte, Pedro? ¿Es eso lo que quieres?


Aquello lo hizo detenerse y mirarla fijamente.


-Eso no suena muy divertido -murmuró.


Paula se dio cuenta de que tenía el rostro muy cerca del suyo. Parecía estar pensando seriamente, sopesando la amenaza del cocodrilo.


Paula esperó y deseó que así fuera.


El silencio se alargó, y ella se dio cuenta de que le había puesto las palmas en el pecho para detenerlo. Un torso suave y musculoso se escondía bajo la fina camiseta de algodón. Paula podía sentir los fuertes latidos de su corazón y aspirar el calor varonil de su piel. Pedro había desarrollado una sorprendente musculatura, y su olor salado y masculino le hizo evocar las peleas que habían tenido de críos. 


Qué distinto sería ahora luchar contra él...


-Tal vez pueda dejar atrás al cocodrilo -dijo finalmente.


Ella parpadeó y volvió de golpe a la cruda realidad


-¿Dejarlo atrás? -gritó.


-Mi lancha sólo está a unos pocos metros. Tendría que detenerme y abrir la puerta, pero...


-¡Pero nada! -exclamó, empujándolo tan fuerte como pudo. Apenas lo hizo retroceder un paso-. No puedes arriesgarte a ser más rápido que un cocodrilo. Son más rápidos que caballos. Como lagartos gigantes. Y ya sabes lo rápidos que puedes ser los lagartos.


-Muy rápidos -corroboró él.


¿Era regocijo lo que brillaba en sus ojos?


-Maldita sea, Pedro Alfonso, ¿crees que hay un cocodrilo ahí fuera o no?


-Claro que sí. De lo contrario no estarías gritándome y aferrándote a mí pecho. A menos, claro está, que... -bajó la voz y esbozó una media sonrisa- las circunstancias fueran muy, muy diferentes.


Su mirada la incomodó tanto que le costó respirar. Se estaba burlando de ella. Pero nunca se había mofado así cuando eran niños. Nunca había insinuado las cosas que podrían hacer juntos como hombre y mujer.


-Si crees que hay un cocodrilo -susurró, temblando-, entonces haz el favor de tomarte en serio el peligro que nos amenaza y no me asustes más.


-¿De qué estás asustada, Paula?


Nada la asustaba más que la respuesta de su corazón al tono íntimo y ronco y la mirada escrutadora de Pedro. Se sorprendió a sí misma queriendo darle lo que estuviera buscando. Y más.


-Del cocodrilo, desde luego -consiguió responder-. Y te he dicho que me llames señorita Chaves -añadió, a pesar de los frenéticos latidos de su corazón y del dolor en el costado.


El se retiró ligeramente.


-En ese caso, señorita Chaves, no tengas miedo. Los cocodrilos son astutos, pero no pueden traspasar puertas -explicó-. Mientras la puerta permanezca cerrada, estaremos a salvo.


A salvo, encerrada a solas con él... Paula pensó en intentar dejar atrás al cocodrilo.


-Relájate -le dijo Pedro-. Es posible que tengamos que quedarnos un rato aquí.


Los músculos se le tensaron al pensarlo. No debería estar allí, ni cerca de él.


-¿A qué distancia está tu lancha?


-A unos cien metros.


Ella frunció el ceño. ¿No había dicho que estaba «a pocos metros»?


-¿No se puede llegar hasta ella desde aquí?


-No. Añadí este almacén en la parte trasera del embarcadero. Tendríamos que rodearlo y detenernos para abrir la puerta. Y ahora que lo pienso... -se palpó los bolsillos y puso una mueca-. Creo que se me ha caído la llave de la lancha. Debe de estar ahí fuera, en alguna parte.


Se encogió de hombros a modo de disculpa. Su pelo rubio y alborotado relucía como un halo dorado alrededor de su bronceado rostro. Pero aquel efecto angelical, sin embargo, sólo servía para acentuar su recia mandíbula, la cicatriz de la mejilla y el brillo inquietante de sus ojos.


Nunca un hombre había parecido tan angelical y diabólico al mismo tiempo.


Él alargó el brazo por detrás de ella y pulsó un interruptor. La luz iluminó la estancia. Paula miró alrededor y vio que el interior estaba alicatado y acabado, y que disponía de un fregadero, una nevera y un cajón para limpiar el pescado.


Antes de que pudiera hacer un comentario, la mirada de Pedro se posó en su blusa, bajo el pecho izquierdo.


-¿Qué es eso? -preguntó, acercándose-. 


¿Sangre? Paula bajó la mirada, sorprendida.


Había sentido dolor desde la caída, pero no había pensado mucho en ello. Ahora podía ver una mancha roja expandiéndose lentamente a través de la camisa.


Sangre.


Al instante la invadió una sensación de mareo y apartó la vista de la mancha. Era una mujer adulta. La imagen de la sangre no debía afectarla. Se mordió el labio inferior y se obligó a serenarse. La herida no podía ser grave, se dijo a sí misma. No dolía tanto.


Rezó en silencio porque la hemorragia se le detuviera sin necesitar atención médica.


Por desgracia, parecía que ya contaba con esa atención médica.


-¿Qué ha pasado? -preguntó él.


-Me... me caí -respondió, avergonzada de tener que darle explicaciones-. En los escalones de la entrada, cuando estaba huyendo del cocodrilo.


-Será mejor que le eche un vistazo -dijo él-. Quítate la blusa





jueves, 20 de diciembre de 2018

EL SOLTERO MAS CODICIADO: CAPITULO 3




Pedro Alfonso frunció el ceño, pero cerró la puerta e intentó comprender lo que estaba diciendo esa mujer. Había estado todo el día pescando, preguntándose qué diversión podría encontrar para mantenerse ocupado aquella noche, cuando una figura femenina había chocado contra él.


El shock le impedía pensar con coherencia. O tal vez fueran aquellos ojos verdes, que lo inquietaban de un modo muy personal. ¿Quién era esa mujer? Olía a florecillas silvestres y a sudor femenino, como si la hubiera sorprendido haciendo el amor. Su cuerpo era esbelto y suave, y aún podía sentir sus curvas presionadas contra el pecho y los muslos.


-Dios mío, la puerta se había quedado abierta -murmuró ella, cruzando las manos sobre su corazón. La voz le resultó vagamente familiar a Pedro-. ¡Nos podría haber devorado!


De repente Pedro se dio cuenta de que su rostro también parecía familiar. ¿Por qué? Dudaba haberla visto antes. La habría recordado. Era imposible olvidar a una mujer así.


Se enganchó los pulgares en los bolsillos y la observó con atención. El pelo corto y negro le rodeaba alborotadamente el rostro. Una blusa blanca y mojada de manga corta, salpicada de granos de arena, se aferraba provocativamente a unos pechos pequeños y turgentes.


El cuerpo le respondió al instante. Aturdido por su propia reacción, se obligó a bajar la mirada hasta la falda gris que le rozaba las rodillas y siguió bajando por sus esbeltas pantorrillas y pies desnudos.


Llevaba ropa de ejecutiva. En la playa. En su cobertizo. ¿Y había dicho algo de ser «devorados»?


-Hay un cocodrilo ahí fuera -dijo ella-. Y está hambriento -añadió, sin apartar sus ojos grises de él mientras presionaba la espalda contra la puerta-. ¡Me ha perseguido por la playa!


Pedro empezó a entender. Por fin aquella mujer empezaba a hablar con coherencia. O quizá eran sus propios pensamientos, que volvían a trabajar de nuevo.


-Un cocodrilo. Dios mío, no me extraña que esté tan asustada. Lo siento. No debería haberle gritado, pero me llevé un buen susto. ¿Se encuentra bien?


Hizo ademán de alargar los brazos hacia ella, pero se detuvo a tiempo. Había estado a punto de abrazarla para tranquilizarla, pasándole las manos por los brazos y la espalda...


Siempre le había gustado el contacto físico, los abrazos y las palmaditas en la espalda. Pero quizá ella no apreciara ese tipo de contacto, especialmente después de haber sufrido su ataque. Además, le estaba costando mucho pensar con claridad sin distraerse.


-¿Se encuentra bien? -volvió a preguntarle.


-Sí, gracias -respondió ella con un brillo de gratitud en los ojos. Pero enseguida apartó la mirada, incómoda-. Yo, eh... temí que el cocodrilo pudiera ir detrás de usted, también. Sólo quería avisarlo.


-En ese caso, le debo un agradecimiento y una disculpa -dijo él, extendiendo la mano-. Pedro Alfonso.


Ella no se la estrechó, pero volvió a mirarlo lentamente.


-Sé quién es usted, doctor Alfonso.


Él la miró sorprendido. ¿Se lo había imaginado o la palabra «doctor» había estado acompañada de un énfasis sarcástico?


-Entonces estoy en desventaja -dijo, retirando la mano.


Ella esbozó una media sonrisa. Tenía unos labios carnosos y bien contorneados, y una ola de calor recorrió a Pedro. Había visto esos labios con anterioridad, curvados en aquella misma expresión sardónica, reprimiéndolo en silencio por alguna estupidez que había dicho o hecho.


Mientras intentaba recordar una imagen clara, vio cómo un rubor se extendía por el rostro de la mujer. Un rojo intenso que oscureció la piel aterciopelada de sus pómulos.


Y entonces la reconoció de golpe. Fue como si un caballo le hubiera propinado una coz en el estómago o en la cabeza, haciéndole ver las estrellas.


-Paula... -murmuró.


La incredulidad lo dejó sin palabras.


Ella se limitó a arquear una ceja.


Pedro respiró lenta y profundamente. Paula Chaves. Su compañera. Su mano derecha. Su mejor amiga. El le había enseñado a destripar un pescado, a lanzar un balón de fútbol, a escupir, a silbar con dos dedos lo bastante fuerte como para que la oyeran al otro lado de Point...
Maldición. Paula Chaves.


La pequeña y raquítica marimacho que siempre había llevado el pelo más corto que él y el rostro más sucio que cualquier chico se había convertido en una... mujer.


Y qué mujer.


Ahora que sabía quién era, podía ver que sus ojos seguían siendo los mismos. Tal vez un poco más grandes, y quizá un poco más verdes. Pero, ¿cómo era posible que no los hubiera reconocido?


Y su boca. Había sido la boca más descarada de Point, siempre soltando los improperios más irreverentes que un niño podía gritar.


En sus años de adolescencia, Pedro había empezado a fijarse más y más en aquella boca, y no por las cosas que pronunciaba. A veces le bastaba una mirada a sus labios carnosos para sentir el deseo de besarla. Era un pensamiento que lo avergonzaba. Paula siempre había parecido un chico... salvo por su boca.


Pero lo que finalmente la había delatado había sido su rubor. Cuando la gente se ruborizaba, todo su rostro se ponía colorado. Pero el de Paula no. Sólo sus mejillas se cubrían de ese matiz rosado, como si un pintor le hubiera aplicado cuidadosamente el color cada vez que se avergonzaba, lo cual le sucedía siempre que él la miraba durante demasiado tiempo.


Aquel descubrimiento también lo había hecho sentirse incómodo a sus dieciséis años. Se había dado cuenta entonces de que necesitaba buscarse una novia. Alguien con quien no le importara dar rienda suelta a sus emociones y deseos. Y la había encontrado. A unas cuantas. 


Pero nunca a una amiga como Paula.


-¡Paula! Cielos, qué alegría verte... Ha pasado mucho tiempo. Demasiado -exclamó, abriendo los brazos para darle un abrazo de bienvenida.


Ella volvió a retroceder hacia la pared.


-No, espera.


Él se detuvo, sorprendido, y ella se mordió el labio inferior. Un mal presagio apagó la alegría que había sentido al verla. Algo iba mal. Muy mal. De niños nunca se habían abrazado, pero de jóvenes habían compartido buenos momentos. Aquel reencuentro exigía un abrazo amistoso, ¿no?


-No he venido de visita social, Pedro. Quiero decir... -se aclaró la garganta y adoptó una pose muy digna -doctor Alfonso.


-¿Doctor Alfonso? -repitió él entornando la mirada.


-Tengo entendido que eres cirujano ortopédico y médico de cabecera -dijo ella. Se tocó nerviosamente su sedoso cabello negro y se sacudió la arena de la blusa y la falda-. Y por si nadie te lo había dicho, esa ocupación te otorga el título de «doctor».


-Ah, por eso la gente me ha estado llamando así. Empezaba a extrañarme -dijo, forzando una sonrisa amistosa-. Pero me parece que me conoces lo bastante para llamarme Pedro, ¿no?


Vio un destello en sus ojos, semejante a un relámpago en un mar embravecido, y se sorprendió aún más. ¿Qué había dicho para molestarla?


-Gracias, pero prefiero llamarte por tu título. Y seguramente tú quieras llamarme señorita Chaves.


Pedro frunció el ceño. Parecía tan fría e impersonal como una desconocida. Pero él no iba a dejar que se saliera con la suya. Apoyó un hombro en la pared y se inclinó más aún.


-¿Qué pasa, Pau? -le preguntó con voz suave.


Ella volvió a ruborizarse. Y otro misterioso brillo relució en sus ojos.


-Te acuerdas de Malena, ¿verdad? -dijo con frialdad -mi hermana.


Naturalmente que se acordaba de Malena. El romance que tuvo con ella tiempo atrás no había acabado muy bien. ¿Estaba Paula resentida por el modo tan brusco con que había roto con su hermana mayor? Era difícil de creer. Dudaba de que a la propia Malena le importara mucho a esas alturas.


-Claro que me acuerdo de Malena -respondió con cautela.


-Es abogada.


-¿En serio? Vaya, me alegro por ella -dijo él con sinceridad. Siempre le había gustado Malena-. Sabía que le iría bien en la vida.


-Y está casada. Ahora se llama Malena Crinshaw.


Pedro le costó un omento recordar dónde había oído antes ese nombre. La expresión del rostro se le congeló. Malena Crinshaw... La abogada que llevaba la acusación de negligencia contra él.



-Estoy aquí por negocios, doctor Alfonso -siguió Paula, con un tono sorprendentemente cortés-. Para investigar esa acusación contra ti.


Pedro se irguió lentamente. Se había quedado sin palabras. Paula Chaves había vuelto a casa para investigar los cargos que pesaban contra él. Debía de estar trabajando para Grant Tierney. 


Una punzada de ira y decepción traspasó a Jack. ¿Cómo podía estar Paula contra él? De Gabriel Tierney podía esperarse lo peor, pues llevaba mucho tiempo siendo su enemigo. La demanda tampoco le preocupaba mucho. Pero que Paula estuviera en su contra lo sacaba de sus casillas.


-Entonces tú también eres abogada... ¿señorita Alfonso? -le preguntó, intentando relajarse.


-No. Soy investigadora -respondió ella, pasando descalza a su lado-. Trabajo para los abogados de Tallahassee. Los ayudo a reunir pruebas para sus casos.


-¿Y este caso sólo supone... negocios para ti?


-Sí -afirmó ella, evitando su mirada-. Sólo negocios. Malena creyó que sería la mejor investigadora para este caso, puesto que estoy familiarizada con el lugar.


-¿Y por qué aceptó Malena el caso?


-Conoce a Gabriel desde hace tanto tiempo como tú. Se ha ocupado de sus asuntos inmobiliarios, y no vio ninguna razón para rechazar este caso.


Pedro inclinó la cabeza y la observó. Paula no había sido nunca tan fría ni imparcial. Al contrario, había sido ardientemente apasionada en todos sus objetivos, aunque sólo se tratara de pasar un buen rato. También lo había sido con sus amistades, siempre dispuesta a ayudar a un amigo en apuros. Una persona emocional. Abierta. Impulsiva. Y fervientemente fiel.


Y ahora, su amiga de la infancia, se dedicaba a investigar una demanda contra él... únicamente por razones profesionales.


No podía creerlo. Había visto el brillo de emoción en sus ojos y quería saber qué estaba ocultando tras su fría expresión. Algo terrible debía de haberle ocurrido a Paula Chaves para que estuviera en su contra. Doce años habían pasado desde que se vieron por última vez, pero no podía haber cambiado tanto.


-No he cometido ninguna negligencia, CAULAe... -empezó a decir, pero ella levantó una mano.


-No sigas. No puedo discutir el caso contigo.


-¿No quieres oír mi versión?


-No -su respuesta sonó demasiado vehemente, casi asustada-. Al menos, no ahora -añadió con más suavidad-. No venía preparada para hablar contigo de eso. Ni siquiera sabía que este cobertizo es tuyo. Me dirigía a casa de Gabriel Tierney. Si no hubiera sido por ese cocodrilo, no...


-¿Cuándo querrás oír mi versión?


-Si alguna vez quiero oírla, doctor Alfonso, te la pediré -dijo ella con una mueca de exasperación.


-Tal vez no quiera dártela entonces -replicó él.


-Tal vez no te quede elección.


Un desafío. Tenía intención de seguir con su actitud profesional como si su amistad no hubiera significado nada para ella. Él sabía que no era así, de modo que tendría que despojarla de su fría coraza y dejar salir a la verdadera Paula Chaves.


De repente la tarde se le presentaba muy prometedora.


Se cruzó de brazos y separó las piernas.


-¿Me estás diciendo, señorita Investigadora, que únicamente estabas paseándote por delante de mi cobertizo cuando un cocodrilo surgió de ninguna parte y te obligó a refugiarte aquí?


-No sabía que era tu cobertizo. Antes pertenecía al señor Langley. Y no me estaba paseando. Me dirigía a casa de Gabriel Alfonso cuando mi coche se quedó atascado en el barro. Tuve que... -se interrumpió, negándose a dar más excusas-. ¿Estás insinuando que me he inventado lo del cocodrilo? ¿Crees que estoy mintiendo?


-Bueno, bueno, yo no usaría el término «mentir» -dijo él, apoyando la cadera en un banco de trabajo-. Sé que no serías capaz de mentirle a un amigo.