viernes, 21 de diciembre de 2018
EL SOLTERO MAS CODICIADO: CAPITULO 4
Ella apretó los labios y sintió cómo se ruborizaba. El tenía razón. ¿Por qué debería creer la historia del cocodrilo cuando ella se había negado a escuchar su versión de la demanda por negligencia? Pero no estaba dispuesta a seguirle el juego.
-La verdad acabará hablando por sí misma. Tarde o temprano sabrás que hay un cocodrilo ahí fuera. Seguramente aún esté acechando entre los arbustos.
-Hace años que apenas se ven cocodrilos por aquí. ¿Estás segura de que era un cocodrilo?
-Pues claro que estoy segura -espetó.
Él frunció el ceño con escepticismo.
-¿Qué aspecto tenía?
-Bueno, tenía las patas cortas y una cola larga y horrible. Y su piel era... Oh, ¿por qué me preguntas por su aspecto? ¡Parecía un cocodrilo! Y arrastraba algo naranja -recordó de repente-. Una tela, creo -se mordió el labio y se abrazó a sí misma, consciente del dolor que sentía en las costillas, justo debajo de las axilas-. ¿Crees que podría ser una tela naranja? ¿Una camiseta, tal vez? ¿Podría haber atacado a alguien?
Pedro la miró con ojos entornados, como si intentara decidir qué verdad había en todo aquello.
-Es posible, si realmente era un cocodrilo.
-¡Era un cocodrilo! Tienes que creerme.
-Sólo hay un modo de comprobarlo -dijo él, y se dirigió decididamente a la puerta.
Ella le tiró del brazo con un grito de pánico, clavándole los dedos en el músculo.
-¡No te atrevas a salir ahí fuera! Puedes morir.
-Oh, vamos, Pau. ¿No me crees capaz de ocuparme de un pequeño cocodrilo?
Paula no podía respirar por el miedo. Recordaba cómo Pedro había desafiado a la muerte de niño... lanzándose al agua desde los acantilados, saltando entre lanchas motoras o nadando en aguas infestadas de tiburones. Ella misma había hecho algunas locuras, pero ya había crecido. Él no. Le soltó el brazo y se interpuso entre él y la puerta.
-No puedes salir.
Él le recorrió el rostro con la mirada. En sus ojos ardían esos demonios tan familiares.
-Esto no es un reto, ¿verdad?
-¡No! -exclamó ella con voz ahogada-. ¡No lo es!
Pedro sonrió y alargó el brazo hacia el pomo de la puerta, pero ella se lo apartó y le bloqueó el paso.
-Hablo en serio, Pedro. Los cocodrilos son devoradores de hombres. Mutilan a su presa, la ahogan y la arrastran a su guarida para que se pudra. ¿Tú quieres pudrirte, Pedro? ¿Es eso lo que quieres?
Aquello lo hizo detenerse y mirarla fijamente.
-Eso no suena muy divertido -murmuró.
Paula se dio cuenta de que tenía el rostro muy cerca del suyo. Parecía estar pensando seriamente, sopesando la amenaza del cocodrilo.
Paula esperó y deseó que así fuera.
El silencio se alargó, y ella se dio cuenta de que le había puesto las palmas en el pecho para detenerlo. Un torso suave y musculoso se escondía bajo la fina camiseta de algodón. Paula podía sentir los fuertes latidos de su corazón y aspirar el calor varonil de su piel. Pedro había desarrollado una sorprendente musculatura, y su olor salado y masculino le hizo evocar las peleas que habían tenido de críos.
Qué distinto sería ahora luchar contra él...
-Tal vez pueda dejar atrás al cocodrilo -dijo finalmente.
Ella parpadeó y volvió de golpe a la cruda realidad
-¿Dejarlo atrás? -gritó.
-Mi lancha sólo está a unos pocos metros. Tendría que detenerme y abrir la puerta, pero...
-¡Pero nada! -exclamó, empujándolo tan fuerte como pudo. Apenas lo hizo retroceder un paso-. No puedes arriesgarte a ser más rápido que un cocodrilo. Son más rápidos que caballos. Como lagartos gigantes. Y ya sabes lo rápidos que puedes ser los lagartos.
-Muy rápidos -corroboró él.
¿Era regocijo lo que brillaba en sus ojos?
-Maldita sea, Pedro Alfonso, ¿crees que hay un cocodrilo ahí fuera o no?
-Claro que sí. De lo contrario no estarías gritándome y aferrándote a mí pecho. A menos, claro está, que... -bajó la voz y esbozó una media sonrisa- las circunstancias fueran muy, muy diferentes.
Su mirada la incomodó tanto que le costó respirar. Se estaba burlando de ella. Pero nunca se había mofado así cuando eran niños. Nunca había insinuado las cosas que podrían hacer juntos como hombre y mujer.
-Si crees que hay un cocodrilo -susurró, temblando-, entonces haz el favor de tomarte en serio el peligro que nos amenaza y no me asustes más.
-¿De qué estás asustada, Paula?
Nada la asustaba más que la respuesta de su corazón al tono íntimo y ronco y la mirada escrutadora de Pedro. Se sorprendió a sí misma queriendo darle lo que estuviera buscando. Y más.
-Del cocodrilo, desde luego -consiguió responder-. Y te he dicho que me llames señorita Chaves -añadió, a pesar de los frenéticos latidos de su corazón y del dolor en el costado.
El se retiró ligeramente.
-En ese caso, señorita Chaves, no tengas miedo. Los cocodrilos son astutos, pero no pueden traspasar puertas -explicó-. Mientras la puerta permanezca cerrada, estaremos a salvo.
A salvo, encerrada a solas con él... Paula pensó en intentar dejar atrás al cocodrilo.
-Relájate -le dijo Pedro-. Es posible que tengamos que quedarnos un rato aquí.
Los músculos se le tensaron al pensarlo. No debería estar allí, ni cerca de él.
-¿A qué distancia está tu lancha?
-A unos cien metros.
Ella frunció el ceño. ¿No había dicho que estaba «a pocos metros»?
-¿No se puede llegar hasta ella desde aquí?
-No. Añadí este almacén en la parte trasera del embarcadero. Tendríamos que rodearlo y detenernos para abrir la puerta. Y ahora que lo pienso... -se palpó los bolsillos y puso una mueca-. Creo que se me ha caído la llave de la lancha. Debe de estar ahí fuera, en alguna parte.
Se encogió de hombros a modo de disculpa. Su pelo rubio y alborotado relucía como un halo dorado alrededor de su bronceado rostro. Pero aquel efecto angelical, sin embargo, sólo servía para acentuar su recia mandíbula, la cicatriz de la mejilla y el brillo inquietante de sus ojos.
Nunca un hombre había parecido tan angelical y diabólico al mismo tiempo.
Él alargó el brazo por detrás de ella y pulsó un interruptor. La luz iluminó la estancia. Paula miró alrededor y vio que el interior estaba alicatado y acabado, y que disponía de un fregadero, una nevera y un cajón para limpiar el pescado.
Antes de que pudiera hacer un comentario, la mirada de Pedro se posó en su blusa, bajo el pecho izquierdo.
-¿Qué es eso? -preguntó, acercándose-.
¿Sangre? Paula bajó la mirada, sorprendida.
Había sentido dolor desde la caída, pero no había pensado mucho en ello. Ahora podía ver una mancha roja expandiéndose lentamente a través de la camisa.
Sangre.
Al instante la invadió una sensación de mareo y apartó la vista de la mancha. Era una mujer adulta. La imagen de la sangre no debía afectarla. Se mordió el labio inferior y se obligó a serenarse. La herida no podía ser grave, se dijo a sí misma. No dolía tanto.
Rezó en silencio porque la hemorragia se le detuviera sin necesitar atención médica.
Por desgracia, parecía que ya contaba con esa atención médica.
-¿Qué ha pasado? -preguntó él.
-Me... me caí -respondió, avergonzada de tener que darle explicaciones-. En los escalones de la entrada, cuando estaba huyendo del cocodrilo.
-Será mejor que le eche un vistazo -dijo él-. Quítate la blusa
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