domingo, 11 de noviembre de 2018

LA TRAMPA: CAPITULO 25





Se sentó en el bar, sin tocar el martini que tenía ante él, mirando fijamente la entrada. Sabía que había llegado pronto, pero estaba deseando verla.


¿Por qué?


Porque no se la podía sacar de la cabeza. 


Incluso en el lugar salvaje donde había pasado las últimas semanas, la había sentido cerca. Su risa musical reverberaba sobre el ruido de las corrientes de agua, mientras bajaba los rápidos de un estrecho cañón boliviano. El brillo de una estrella le recordaba sus brillantes ojos azules. Incluso la sinfonía del canto de los pájaros la traía a su memoria. «Me siento como un pájaro. Podría volar».


Era extraño que recordara cada una de sus palabras. Una mujer que había conocido tan sólo una semana, y ni siquiera completa. Una noche.


Una mujer que no podía olvidar. Quería decírselo, compartirlo con ella, escuchar su risa y ver el asombro de sus ojos. Decidió llamarla en cuanto regresara.


Le agradó que ella lo hubiera llamado. «Hace una semana» dijo Sims, «Me pidió que te pusieras en contacto con ella en cuanto regresaras. Aquí tienes el número de teléfono.»


El mismo número que había en el cheque, pensó, sorprendido de habérselo aprendido de memoria.


—¡Pedro! Gracias por llamar —sonaba aliviada. 


¿Acaso no confiaba en que contestara a su mensaje?


—Gracias a ti. Sims me dijo que llamaste cuando estaba en Bolivia.


—Sí. Necesito… es decir, me gustaría verte.


—Bien. A mí también me gustaría verte a ti. ¿Cuándo? Por cierto, ¿dónde vives? Podría pasar…


—¡No! —exclamó, agitada. Respiró profundamente y continuó, con tranquilidad forzada—. Mañana tengo que ir a Wilmington. Por negocios —añadió—. ¿Podríamos encontrarnos en algún sitio, a la una? ¿Te vendría bien?


—Perfecto —dijo él. Quedaron en encontrarse en Aldo, para comer.


La una y diez. Llegaba tarde. ¿Negocios? ¿Qué tipo de negocios podía tener en Wilmington?


La una y cuarto. Impaciente, miraba la entrada una y otra vez. La una y media.


Y… ¡Por fin llegó! Con los hombros erguidos, la cabeza alta y su dorada melena balanceándose de lado a lado. Había algo raro en su postura. 


Determinación, casi beligerancia. La misma impresión que le dio cuando tiró su velo de novia a la basura.


La estudiaba tan detenidamente que no se le ocurrió moverse. Cuando vio que se acercaba al maître, se acercó presuroso.


—Hola, Paula. Te esperaba en el bar.


—Oh. Hola —sonrió ella, pero los labios le temblaban y lo miraba con una cierta aprensión—. ¿Cómo estás? ¿Qué tal fue tu viaje?


—Muy bien. He reservado una mesa —señaló hacia el bar— ¿Te apetece tomar algo antes?


—Sí, eso sería… —se interrumpió y negó con la cabeza—. No, es mejor que no. Tengo que conducir de vuelta enseguida. Siento haber llegado tarde —dijo, mientras les conducían a la mesa—. Mañana trasladan a Leonardo a una clínica de recuperación, y he tenido que resolver algunos papeleos.


—¿Leonardo?


—Mi padrastro. Lo han operado a corazón abierto.


—Lo siento —se preguntó si ella necesitaba ayuda, pero no se atrevió a decirlo en voz alta.


—Fue muy bien. Sólo necesita unas cuantas semanas de convalecencia. Mi madre no se apaña muy bien.


—Ya. Si te puedo ayudar de alguna manera… ¿Necesitas…?


—Nada, gracias. Leonardo no es el mejor de los pacientes, pero todo va bien. El caso es que… hay otra cosa —musitó. Jugueteó, desganada, con la ensalada, levantó la copa de vino y volvió a dejarla sobre la mesa—. Tengo un problema. Necesito tu ayuda —dijo, y quedó en silencio.


¿Por qué estaba tan nerviosa? Vio cómo sus ojos parpadeaban rápidamente, sus pequeños dientes mordisqueaban su labio inferior. Esos mismos dientes le habían mordido la piel aquella noche cuando, abrazada a él, repetía su nombre sin parar. Un temblor le recorrió al recordarlo. 


Esa turbulenta y maravillosa noche. ¿Por qué dudaba? ¿Acaso no sabía que haría cualquier cosa por ella?


—Lo que tú quieras —le dijo—. Sólo tienes que pedirlo.


—Quiero que te cases conmigo.


Tenía que ser una broma.


—Cariño, me parece algo precipitado —bromeó, y se echó a reír. Se controló en seguida. No era una broma. Lo decía en serio.


—Estoy embarazada.


—¿Embarazada?


No hizo falta que dijera nada más. Ella lo leyó en sus ojos. ¿De una sola noche? No te he visto en dos meses. Podría haber pasado de todo… ¡con cualquier otro! Ella tragó saliva. Claro, él esperaba más detalles, pruebas.


—Mis negocios hoy eran con el Doctor Alden. Un tocólogo de esta ciudad. Es la segunda visita que le hago. Lo confirmó en la primera: estoy embarazada de dos meses.


Toda imagen romántica se disolvió ante esa pesadilla. Lo habían cazado. Una trampa que siempre había tenido cuidado de evitar. Pero aquella noche… con el barco balanceándose salvajemente en mitad de una tormenta y con una mujer entre los brazos, una mujer apasionada y deliciosa que olía a jabón de lavanda y agua de mar, que le suplicaba… ¿quién diablos se hubiera acordado de los preservativos, que, en cualquier caso, estaban en la mesilla de la otra cabina?


—¡Maldita sea!


—Exactamente lo que opino yo —la amargura de su voz le era tan desconocida que lo sorprendió. Ella se suavizó de inmediato, y le suplicó—. Mira, no tiene por que ser tan horrible. No sería un matrimonio de verdad, y desde luego no duraría. Sólo hasta que nazca el bebé, o el embarazo esté bastante avanzado. Podríamos decidir que somos incompatibles en cualquier momento… en seis meses, o cuando a ti te parezca bien. Divorciarse es muy fácil.


«Y muy caro», pensó él, recordando: «No quería a Benjamin. Fue por dinero».


—¿Para qué entonces? —preguntó—. Pagaré. ¿Cuánto quieres? Para el niño, o para… para lo que quieras hacer. Eso también es muy fácil, ¿sabes?


—No pretendo hacer nada más que tener este niño, que da la casualidad que es tuyo. Lo único que te pido es que me ayudes a parecer respetable para…


—¡Respetable! Ésa es una palabra muy anticuada.


—No para mi madre. Es tan parte de ella como los ángeles, la moralidad y el matrimonio. La mataría que me convirtiera en madre soltera.


—¿Sí?


—Sí. Y ya ha pasado por mucho. Era muy feliz, planificando mi boda, la destrozó lo ocurrido, y me echa a mí la culpa. Quizás tenga razón. Y ahora la operación de Leonardo, de la que aún no se ha recuperado —volvió a morderse el labio—. No puedo hacerle esto. No puedo.


Él se negó a dejarse conmover. No pensaba dejar que lo afectara.


—Así que esta propuesta matrimonial es por tu madre. En ese caso, podríamos simular que nos hemos…


—No —dijo ella, mordiéndose el labio con tanta fuerza que él pensó que iba a hacerse sangre—. También quiero respetabilidad para mi hijo. O llámalo legitimidad, si quieres.


—¡Ah! Llegó la hora de la verdad. Tu amor por tu hijo. Tu deseo de que él, o ella, tenga derecho legal a mi apellido y, de paso, claro, a mi fortuna.


Ella se quedó sin respiración, conmocionada por sus palabras, por el desprecio de su cara. 


¿Pensaba que iba a por su dinero? ¿Que lo había planeado para atraparlo? La invadió una oleada de ira.


—¿Cómo te atreves a pensar algo así? Tú, maldito egoísta hijo de… —calló al oír movimientos en la mesa contigua y darse cuenta de que había elevado la voz.


—No he dicho que lo planearas.


—Vaya. Pues es lo que yo he oído. Alto y claro —replicó. No era lo que esperaba del hombre amable que la había rescatado de la iglesia. Las lágrimas le quemaron los ojos, y sintió nauseas. No se pondría enferma. Ahora no. Lo miró con ojos centelleantes—. Escucha esto, no soy una asesina. No pienso matar al bebé, ¡ni por tu conveniencia ni por la mía!


—No te estoy pidiendo que te libres de él. Lo único que digo es que no es necesario el matrimonio.


—El matrimonio es por mi propia conveniencia. Por seguir las convenciones. Por respetabilidad. Créeme, lo he pensado mucho antes de recurrir a ti. He considerado otras posibilidades: buscar un trabajo en California, o algún otro sitio, hasta que tenga el bebé. Pero no puedo marcharme por Leonardo… el negocio depende de mí. Aún así, tendría que explicar la criatura, una responsabilidad de por vida.


—Mira, te dije que pagaría…


—Es mi responsabilidad. Económica y todo lo demás. Pide a tus abogados que redacten unos de esos acuerdos prenupciales.


—No valen ni el papel en que están escritos si hay un hijo de por medio.


—Firmaré lo que tú quieras. Y no te pido que cambies tu vida. Lo único que pido es que te cases conmigo por unos meses.


—¿Y si me niego?


—Entonces, no hay más que hablar. Gracias por la comida —dijo, levantándose de golpe, luchando contra las náuseas.


—Espera, Paula. Vamos a hablarlo —dijo, agarrándole la mano.


—No. No importa. Olvídalo —lo rechazó, intentando soltarse para salir antes de vomitar todo lo que había comido.


—No. No puedes enfrentarte a esto sola. Yo…


—Perdonen. Señora, ¿la está molestando? —preguntó a Paula el hombre de la mesa de al lado, mirando a Pedro amenazador; Pedro le devolvió la mirada.


—No, gracias. No me molesta —casi gritó Paula, controlando las arcadas—. Simplemente me despiden —añadió cuando Pedro aflojó la mano y pudo soltarse.


—Espera, Paula —exclamó Pedro, apartando al hombre. La siguió y la vio entrar en el aseo de señoras. Maldición. No había querido herirla. Sólo quería aclarar las cosas.


«Sin comprometerte ¿eh?»


«Bueno, no puedes escaparte. Sabes perfectamente que el niño es tuyo».


«Hoy en día ninguna mujer se queda embarazada a no ser que lo desee».


«¿Una chica inocente, virgen? Quizás se sienta tan atrapada como tú».


«Quizás, pero ahora es distinta».


«¿Distinta?»


«No es como fue en el Pájaro Azul. Bueno, quizás no fuera diferente: Nunca quise a Benjamin. Fue por dinero».


Era su hijo.


Miró la puerta cerrada del lavabo. ¿Es que no iba a salir nunca?


LA TRAMPA: CAPITULO 24




No podía ser verdad. ¡No! Era el peor momento posible. Miró al doctor… ¿Alien? No, Alden. No había ido a su médico de cabecera, temiendo la verdad. Y era verdad. ¿Qué iba a hacer?

sábado, 10 de noviembre de 2018

LA TRAMPA: CAPITULO 23




Los días pasaron volando. Estaba muy ocupada con el hospital, su madre y el trabajo.


Trabajo. Un montón de trabajo. Los Donaldson habían quedado encantados con el tejado nuevo, y cuando Paula sugirió poner claraboyas a la señora Donaldson le encantó la idea: llevaba tiempo preguntándose cómo conseguir más luz en la casa.


Paula también quedó encantada. La iluminación era una de las mejoras que más necesitaban esas viejas casas, y podía solucionarse agrandando las ventanas, con claraboyas y con la nueva tecnología de luz eléctrica indirecta.


Un trabajo siguió a otro. Los Jackson, vecinos de los Donaldson, le habían dado su casa a su hijo, y él quería convertir el ático en dormitorio y sala de juegos para los niños. «No hay problema», había dicho Paula, preguntándose cómo iba a poder encajar el trabajo en su horario.


Entonces, Pablo, el electricista que solía trabajar con Leonardo, tuvo un período de inactividad, y empezó a trabajar para Paula.


—Vas a ser tan buen hombre de negocios como tu padre —le dijo Pablo.


—Mujer de negocios —corrigió ella.


—Eso he dicho —gruñó Pablo— ¿Quieres que hable con Leo? El se ocupaba de toda la fontanería para Leonardo, y los Days, del otro lado de la calle, están pensando en poner un jacuzzi.


—Sí, llámalo —dijo. Necesitaba crear un equipo.


Ahora tenía suficientes obras, y ya había hecho la solicitud de subvención para la reforma de la casa de Carlos, que pensaba utilizar como modelo para conseguir más contratas. Era gracioso el que la considerara «la casa de Carlos». Quizás pudiera permitirse comprarla, si le daba tiempo para pagar la entrada. Carlos le gustaba, y se estaba convirtiendo en imprescindible. Siempre sabía qué hacía falta hacer, y a menudo cómo hacerlo. Una vez le preguntó por qué sabía tanto de construcción, él contesto «Tres años en el cuerpo de Ingenieros del Tío Sam. Construíamos de todo, de barracones a puentes».


Gracias, Tío Sam, pensó para sí. Necesitaba un hombre que actuara como su mano derecha, y Carlos lo hacía. Supervisaba las obras mientras ella iba y venía, visitando el hospital. La operación de Leonardo, un bypass de tres vías, fue todo un éxito, gracias a Dios, y ahora se recuperaba lentamente en el hospital. Pero estaba más tranquilo. Estaba muy orgulloso y satisfecho de que las cosas fueran bien. Ella sentía que al final estaba compensándolo en cierta manera por todos los años que él la había apoyado.


Su madre también se apoyaba mucho en ella. 


Era como si la enfermedad de su esposo la hubiera afectado, volviéndola frágil e incapaz.  comprendió que era porque siempre había dependido de él. Por eso Paula estaba muy contenta de ayudar, y no podía evitar sentir una cierta culpabilidad.


Si se hubiera casado con Benjamin, nada de eso habría ocurrido. Su dinero habría salvado la empresa, prevenido el ataque al corazón de Leonardo, el bajón de su madre.


¿Si…? Por Dios, ¡era Benjamin el que había desaparecido, no ella! Pero quizás había provocado su huida.


En fin, eso había terminado. Y además, ahora estaba solucionándolo. Estaba levantando el negocio. Eso hacía que Leonardo se sintiera mejor, lo cual, a su vez, ayudaba a su madre. ¡Y ella lo estaba pasando bien haciéndolo!


Los días que pasó en un velero llamado Pájaro Azul le parecían muy lejanos la tarde que fue desde el hospital a la casa de los Jackson, donde Carlos estaba terminando de revestir el ático con paneles de madera.


—Está muy bien —dijo, admirando su preciso trabajo—. Creo que ese papel pintado con el mapa del mundo encajará perfectamente. Será mejor que vuelva a medir —añadió, tomando el metro y subiéndose a una escalera de mano.


De repente, la asaltó una oleada de náuseas, de mareo. Si Carlos no la hubiera agarrado a tiempo, habría caído al suelo.


Cuando abrió los ojos, el estaba mojándole la cara con una toalla de papel, empapada en agua fría.


—Estoy bien —dijo, sentándose. Aún estaba algo mareada, pero bien. Carlos parecía tan asustado que le sonrió—. Los Chaves debemos ser alérgicos a ti, Carlos. Siempre que estás cerca acabamos perdiendo el sentido y tirados en el suelo.


—Y me dais unos sustos de muerte. Oye, ¿no deberías ir al médico?


—Estoy perfectamente. Comí con mi madre en el hospital. Creo que me sentó mal el sándwich de pollo.


—Pero también te sentiste mal ayer, en la comida. Puede que hayas pillado algún virus, como esa gripe que anda suelta y ataca al estómago.


—No puedo ponerme enferma —gritó ella, alarmada—. Es el peor momento posible. Tenemos demasiadas cosas entre manos, y Leonardo sigue en el hospital.


—Ya lo sé —dijo Carlos, preocupado—. Será mejor que te vayas a casa y descanses. Yo terminaré aquí.


—No podría descansar. Me pasaría todo el tiempo pensando.


—Bueno, quizás te den algo que te asiente el estómago. Cuando May estaba embarazada de Chuckie siempre tenía el estómago revuelto, y el médico le dio algo que lo solucionó rápidamente.


Lo miró con fijeza. Tendría que ir al médico.



LA TRAMPA: CAPITULO 22





Una semana después del ataque al corazón, Leonardo seguía aguantando.


Pero por los pelos. «No podemos hacerle un bypass hasta que consigamos bajarle la tensión» había dicho el doctor.


Eso podía tardar mucho, pensó Paula, si no hacían algo para calmar su estado mental.


—Todo va a ir bien, Leonardo —dijo, acercando su silla aún más a la cama y agarrándole la mano.


—A las dos os iría mejor si hubiera muerto —afirmó él.


—¡No se te ocurra decir eso!


—Al menos habrías cobrado el dinero de mi seguro de vida.


—¿Y para que nos iba a hacer falta? Tenemos todo el dinero de las subvenciones esperándonos. ¿Recuerdas?


—No si yo sigo aquí tumbado, cariño. Tú no puedes hacerte cargo de todo eso.


—¡Ya! Menuda fe tienes en Construcciones Chaves.


—No quería menospreciarte, pequeña —Leonardo intentó sonreír—. Eres la mejor. Pero es demasiado para ti sola —suspiró—. Ni siquiera terminamos el tejado de Donaldson. Pobre Alicia. Debe estar preocupadísima.


—Alicia está perfectamente. Vendrá luego —le tranquilizó Paula. Habían prohibido a su madre que estuviera en la habitación, porque sus lágrimas afectaban mucho a Leonardo. Le habían pedido que se quedara en la sala de espera—. ¡Y hemos acabado el tejado! ¿Te gustaría ver el cheque? —sonrió, al ver como se le abrían los ojos al verlo.


—¿Cómo lo hiciste? ¿Llamaste a Pablo? —preguntó, refiriéndose a uno de sus antiguos empleados.


—No a Pablo, a Carlos.


—¿Carlos?


—¿Recuerdas al hombre que…?


—Ah, ese enorme hijo de…


—Cálmate, Leonardo—dijo, empujándole hacía la almohada—. Te salvó la vida. Él fue quien se dio cuenta de que te estaba dando un infarto, y actuó de inmediato. Te hizo los primeros auxilios y me ordenó que llamara a una ambulancia. ¡Espera! —Levantó la mano—. Es una mina de oro. Un verdadero descubrimiento. Volví a hablar con él al día siguiente. No estaba allí, pero sí su mujer y ella me contó la mala suerte que habían tenido. Perdió el trabajo cuando cerró la fábrica de conservas, hace un año. Hizo algunas chapuzas, pero se les acabaron los ahorros y les echaron de su apartamento hace unos dos meses y… bueno, ya te imaginas.


—Sí. ¡Invade mi propiedad!


—¡Espera! —Volvió a levantar la mano—. No te imaginas los arreglos que ha hecho en tu propiedad. Su mujer me los enseñó.


Él la miró asombrado, mientras ella le explicaba las mejoras en detalle.


—¿Todo eso? —preguntó.


—Todo eso. Es un auténtico manitas, puede hacer casi cualquier cosa. Ahora trabaja para mí por el salario mínimo y alojamiento gratuito… es decir, si no te molesta.


—¿Me preguntas a mí? Es tu casa. Y tu empresa, señorita Chaves. Parece que sabes lo que estás haciendo, pequeña.


—Leonardo está mucho mejor —comentó Paula a su madre unos minutos después—. Probablemente lo puedan operar dentro de poco.


Eso no le sirvió de consuelo a Alicia.


—¡Dios mío, la operación! —Gimió, cerrando su libro de meditación—. No podría soportarlo si algo fuera mal. Si algo le ocurriera a Leonardo.


—No va a pasarle nada, excepto que se pondrá más fuerte —Paula rodeó a su madre con los brazos. Estaba empezando a comprender que Alicia no podía evitar ser como era. Estaba demasiado nerviosa, demasiado preocupada, y le hacía falta que la consolaran, como a Leonardo—. ¿Por qué no vamos a comer algo antes de que te lleve a casa? Así no tendrás que preocuparte de guisar.



LA TRAMPA: CAPITULO 21





Paula no fue con Leonardo a la reunión del Ayuntamiento de Richmond la noche que tenían que votar el proyecto del East End. Intentó esperarlo levantada pero, como era habitual, se quedó dormida sobre los libros. A la mañana siguiente, en el desayuno, la saludó con el periódico en la mano.


—Ya es un hecho, Paula. El rumor se ha convertido en realidad.


—¡Eso es maravilloso! Tenías razón, Leonardo.


—Sí. Escucha esto —leyó el resumen detallado del voto unánime del Ayuntamiento, que aprobaba las subvenciones para mejorar la vivienda a cualquier propietario del East End.


—¿Qué significa eso? —preguntó Alicia.


—Quiere decir que ganaremos mucho dinero, cariño. Tenemos cuatro casas allí, cuando se rehabiliten, su precio se disparará.


—Y seguramente, conseguiremos contratas para rehabilitar otras —dijo Paula—. Parece muy prometedor.


—Por supuesto que es prometedor. Estuvimos en el lugar correcto, en el momento oportuno, pequeña.


Ella estaba muy excitada, dándole vueltas a varias ideas. El distrito pasaría a ser, si bien no tan lujoso como Georgetown, sí lo suficiente como para alojar al sector medio de los empleados del comercio y del gobierno.


Las casas estaban a una hora en coche de Elmwood, y pasaron varios días antes de que las viera. Estuvieron muy ocupados terminando otras obras.


Por fin, fueron un jueves. Llovía a cántaros, y tuvieron que dejar de trabajar en un tejado que estaban sustituyendo.


—Es un buen día —dijo Leonardo— para ir a ver tus casas.


—¡Mías! —Repitió Paula—. Sabes perfectamente que son tuyas, Leonardo.


—Tuyas, señorita Construcciones Crenshaw, ¡y no lo olvides! —sonrió—. Quieres conseguir esa subvención para rehabilitarlas, ¿no?


Ese podría ser un buen día para echarle una ojeada al distrito, pensó ella, mientras Leonardo maniobraba con la camioneta, por calles en obras, incluso a veces inundadas. No había bandas ni vagabundos en la calle, con toda esa lluvia. Quizás estaban escondidos en alguna de las casas que se veían cerradas con tablones atravesados, pensó, con cierta alarma. Le produjo cierto alivio ver a una mujer que llevaba un impermeable con capucha entrar corriendo en una tienda de ultramarinos, y a dos adolescentes con chaquetas de cuero meterse en un billar.


Según recorrían el área, vio todo su potencial. 


Estaba muy estropeada, por supuesto, casas pequeñas y deterioradas, con chatarra o coches viejos apilados en los jardines. Pero tenía una cierta reminiscencia de esplendor, grandes árboles y jardines de buen tamaño. ¡Podría llegar a ser fantástico!


Leonardo paró delante de una de las casas que estaba clausurada con tablas, y sacó un manojo de llaves de una caja.


—Vamos, pequeña, adelante.


Sin preocuparse por sacar un paraguas, corrieron por un camino casi impracticable y subieron unos escalones para llegar a un porche cubierto. No demasiado cubierto.


Mientras Leonardo intentaba abrir el candado, la lluvia entraba por bastantes sitios.


Pero Paula vio mucho más que un tejado con goteras. Era un porche delantero con todas las de la ley, al estilo antiguo. Se imaginó una pequeña ciudad de otros tiempos, con porches y grandes jardines a la entrada. Curioso y diferente.


Leonardo abrió la puerta por fin, y entraron. Lo primero que Paula sintió fue una inesperada calidez, tras el frío de fuera. Un ligero olor a humedad, pero aún así cálido y agradable hasta que…


—¡Vamos ya! Salid de aquí ahora mismo. ¡Este sitio es mío! —gritó, de pie ante ellos, alto, enorme y amenazador, con un garrote en la mano.


Paula retrocedió, invadida por una ola de miedo, sus rodillas comenzaron a temblar.


Leonardo se mantuvo en su sitio.


—¿Qué quieres decir con eso de mío? Estás en una propiedad privada.


—Leonardo —Paula le tiró de la manga, con los ojos fijos en el enorme hombre, en el garrote y en la puerta cerrada que había tras él. Podía ser que hubiera más—. Por favor, Leonardo, es mejor que nos vayamos.


—¡Ah, no! Él es quien tiene que marcharse. ¡Y ahora! No tiene derecho a estar aquí. Voy a llamar a la policía —dijo Leonardo, agarrando la mano de Paula y tirando de ella para marcharse.


—¡De eso nada! —gritó el hombre. Saltó ante ellos y dio un golpe con el garrote en el suelo, con tanta fuerza que toda la casa tembló, y se oyeron los lloros asustados de un niño tras la puerta. El hombre levantó el palo y volvió a golpear el suelo, bloqueando su camino.


—¡No, Carlos! ¡No! —la voz angustiada salió de detrás de la puerta. La puerta se abrió y apareció una mujer, con un bebé en brazos—. No pelees, Carlos. Vámonos.


—¿Dónde vamos a ir, nena? —exclamó con la voz entrecortada por la ira y la desesperación. Levantó el garrote, resignado.


Leonardo pensó que iba a atacarlos. Elevó los brazos para defenderse, pero de repente le dio un ataque. Cayó al suelo, boqueando.


—¡Dios mío! Lo has matado —gritó Paula, cayendo de rodillas a su lado.


—Quítese de en medio, señora —dijo Carlos, apartándola—. Le está dando un infarto —De inmediato, comenzó a presionarle el pecho rítmicamente, para reanimar el corazón. Presionando. Contando. Haciéndole la respiración boca a boca.


Paula corrió a la camioneta y llamó a una ambulancia. Cuando regresó, vio con alivio que Paula tenía los ojos abiertos y respiraba por sí mismo.


Parecieron años, pero en realidad el equipo médico debió llegar en pocos minutos. Vieron cómo los enfermeros colocaban a Leonardo en una camilla.


—Espero que se ponga bien —deseó Carlos, compungido y asustado. Se volvió hacia Paula—. Lo siento, sé que es culpa mía.


—Es culpa tuya que siga vivo. Gracias —dijo Paula, tocándole la mano.


—Pero si yo no hubiera… no quería provocarlo. Mira, lo siento —repitió—. Nos marcharemos de aquí inmediatamente.


—No. Quedaos tú y tu familia, por favor. Me gustaría hablar contigo más tarde —añadió, dirigiéndose hacia la furgoneta para seguir a la ambulancia.



LA TRAMPA: CAPITULO 20




Pedro Alfonso, de pie en el dormitorio principal de su gran casa, volvió a leer la nota.


Querido Pedro:

Vuelvo a repetirlo. Gracias. Y gracias a tu maravilloso Pájaro Azul, que me dio la inspiración y la confianza que tanto necesitaba. Quizás no pueda volar, pero al menos ahora navego sola. Todo mi agradecimiento y mis mejores deseos para los dos.
Paula.


La nota había llegado dos días después de que ella se la dejara a Sims, que se la había remitido a casa. No mencionaba el cheque adjunto, pero estaba claro que era la devolución del dinero que le había dado. Su primer impulso había sido romperlo en pedazos, pero después… estaba escrito por ella, con letras pequeñas y precisas, tan bien formadas como ella. Tenía impresa su dirección y su número de teléfono. Para que supiera cómo ponerse en contacto si lo deseaba.


Guardó la nota en su escritorio. Lejos de su vista, lejos de su mente.


Las palabras de ella lo obsesionaban: «Nunca quise a Benjamin. Fue por dinero».


«Yo tengo mucho más dinero que Benjamin Cruz. Así que… ¿Se estaba declarando? Las mujeres no se declaran. Tienen un millón de formas de conseguir lo que desean».


«Y tú las conoces todas ¿no?»


«Digamos que sé cuando se están insinuando». 


«Por favor, no me dejes» había susurrado. Lo había rodeado con sus brazos y posado sus labios sobre los de él, casi rogándole que la tomara.


Eso no era muy propio de una Señorita Inocente, ¿verdad?


Pero, igualmente, era una insinuación. « Y yo… no lo pensé. Perdí la cabeza».


«¿Y perdiste también el corazón?»


Esa idea lo asustó. No podía olvidar sus palabras: «Fue por dinero». Él tenía mucho más dinero que el que Benjamin Cruz tendría jamás.


Había sido tan cariñosa, tan complaciente. Las mujeres que simulaban que lo amaban, cuando en realidad sólo querían su dinero, le hacían sentirse como basura.


Sólo una vez había entregado su corazón. A Lisa, que ahora estaba casada con Sergio, su mejor amigo. Lisa le dijo que nunca la había querido, y quizás tenía razón. Nunca se había sentido tan cerca de ella, tan cómodo con ella, como con Paula en una sola semana. Y no era sólo por el sexo. Era… bueno, no quería pensar en eso.


«Creías que me querías porque era la única mujer que admitía querer casarse contigo por tu dinero» le había dicho Lisa.


Y era verdad. Le gustaba su honestidad.


«Nunca quise a Benjamin. Fue por dinero».


Eso también era honesto, ¿no?


«Por qué no intentas ser un poco honesto tú también, tío. No podías aguantar más, ¿a qué no? La última noche fue inevitable. Si no te hubiera abierto los brazos, lo habrías hecho tú».


Sacó el cheque, encontró el número de teléfono y marcó. El teléfono sonó y sonó. No había nadie.


En un par de horas se marchaba a Bolivia. Iba a ser un viaje de dos semanas, a hacer rafting por zonas salvajes y desconocidas de los Andes bolivianos. Excitante y peligroso. Estaba deseándolo. La llamaría cuando volviera
Quizás.