sábado, 10 de noviembre de 2018
LA TRAMPA: CAPITULO 21
Paula no fue con Leonardo a la reunión del Ayuntamiento de Richmond la noche que tenían que votar el proyecto del East End. Intentó esperarlo levantada pero, como era habitual, se quedó dormida sobre los libros. A la mañana siguiente, en el desayuno, la saludó con el periódico en la mano.
—Ya es un hecho, Paula. El rumor se ha convertido en realidad.
—¡Eso es maravilloso! Tenías razón, Leonardo.
—Sí. Escucha esto —leyó el resumen detallado del voto unánime del Ayuntamiento, que aprobaba las subvenciones para mejorar la vivienda a cualquier propietario del East End.
—¿Qué significa eso? —preguntó Alicia.
—Quiere decir que ganaremos mucho dinero, cariño. Tenemos cuatro casas allí, cuando se rehabiliten, su precio se disparará.
—Y seguramente, conseguiremos contratas para rehabilitar otras —dijo Paula—. Parece muy prometedor.
—Por supuesto que es prometedor. Estuvimos en el lugar correcto, en el momento oportuno, pequeña.
Ella estaba muy excitada, dándole vueltas a varias ideas. El distrito pasaría a ser, si bien no tan lujoso como Georgetown, sí lo suficiente como para alojar al sector medio de los empleados del comercio y del gobierno.
Las casas estaban a una hora en coche de Elmwood, y pasaron varios días antes de que las viera. Estuvieron muy ocupados terminando otras obras.
Por fin, fueron un jueves. Llovía a cántaros, y tuvieron que dejar de trabajar en un tejado que estaban sustituyendo.
—Es un buen día —dijo Leonardo— para ir a ver tus casas.
—¡Mías! —Repitió Paula—. Sabes perfectamente que son tuyas, Leonardo.
—Tuyas, señorita Construcciones Crenshaw, ¡y no lo olvides! —sonrió—. Quieres conseguir esa subvención para rehabilitarlas, ¿no?
Ese podría ser un buen día para echarle una ojeada al distrito, pensó ella, mientras Leonardo maniobraba con la camioneta, por calles en obras, incluso a veces inundadas. No había bandas ni vagabundos en la calle, con toda esa lluvia. Quizás estaban escondidos en alguna de las casas que se veían cerradas con tablones atravesados, pensó, con cierta alarma. Le produjo cierto alivio ver a una mujer que llevaba un impermeable con capucha entrar corriendo en una tienda de ultramarinos, y a dos adolescentes con chaquetas de cuero meterse en un billar.
Según recorrían el área, vio todo su potencial.
Estaba muy estropeada, por supuesto, casas pequeñas y deterioradas, con chatarra o coches viejos apilados en los jardines. Pero tenía una cierta reminiscencia de esplendor, grandes árboles y jardines de buen tamaño. ¡Podría llegar a ser fantástico!
Leonardo paró delante de una de las casas que estaba clausurada con tablas, y sacó un manojo de llaves de una caja.
—Vamos, pequeña, adelante.
Sin preocuparse por sacar un paraguas, corrieron por un camino casi impracticable y subieron unos escalones para llegar a un porche cubierto. No demasiado cubierto.
Mientras Leonardo intentaba abrir el candado, la lluvia entraba por bastantes sitios.
Pero Paula vio mucho más que un tejado con goteras. Era un porche delantero con todas las de la ley, al estilo antiguo. Se imaginó una pequeña ciudad de otros tiempos, con porches y grandes jardines a la entrada. Curioso y diferente.
Leonardo abrió la puerta por fin, y entraron. Lo primero que Paula sintió fue una inesperada calidez, tras el frío de fuera. Un ligero olor a humedad, pero aún así cálido y agradable hasta que…
—¡Vamos ya! Salid de aquí ahora mismo. ¡Este sitio es mío! —gritó, de pie ante ellos, alto, enorme y amenazador, con un garrote en la mano.
Paula retrocedió, invadida por una ola de miedo, sus rodillas comenzaron a temblar.
Leonardo se mantuvo en su sitio.
—¿Qué quieres decir con eso de mío? Estás en una propiedad privada.
—Leonardo —Paula le tiró de la manga, con los ojos fijos en el enorme hombre, en el garrote y en la puerta cerrada que había tras él. Podía ser que hubiera más—. Por favor, Leonardo, es mejor que nos vayamos.
—¡Ah, no! Él es quien tiene que marcharse. ¡Y ahora! No tiene derecho a estar aquí. Voy a llamar a la policía —dijo Leonardo, agarrando la mano de Paula y tirando de ella para marcharse.
—¡De eso nada! —gritó el hombre. Saltó ante ellos y dio un golpe con el garrote en el suelo, con tanta fuerza que toda la casa tembló, y se oyeron los lloros asustados de un niño tras la puerta. El hombre levantó el palo y volvió a golpear el suelo, bloqueando su camino.
—¡No, Carlos! ¡No! —la voz angustiada salió de detrás de la puerta. La puerta se abrió y apareció una mujer, con un bebé en brazos—. No pelees, Carlos. Vámonos.
—¿Dónde vamos a ir, nena? —exclamó con la voz entrecortada por la ira y la desesperación. Levantó el garrote, resignado.
Leonardo pensó que iba a atacarlos. Elevó los brazos para defenderse, pero de repente le dio un ataque. Cayó al suelo, boqueando.
—¡Dios mío! Lo has matado —gritó Paula, cayendo de rodillas a su lado.
—Quítese de en medio, señora —dijo Carlos, apartándola—. Le está dando un infarto —De inmediato, comenzó a presionarle el pecho rítmicamente, para reanimar el corazón. Presionando. Contando. Haciéndole la respiración boca a boca.
Paula corrió a la camioneta y llamó a una ambulancia. Cuando regresó, vio con alivio que Paula tenía los ojos abiertos y respiraba por sí mismo.
Parecieron años, pero en realidad el equipo médico debió llegar en pocos minutos. Vieron cómo los enfermeros colocaban a Leonardo en una camilla.
—Espero que se ponga bien —deseó Carlos, compungido y asustado. Se volvió hacia Paula—. Lo siento, sé que es culpa mía.
—Es culpa tuya que siga vivo. Gracias —dijo Paula, tocándole la mano.
—Pero si yo no hubiera… no quería provocarlo. Mira, lo siento —repitió—. Nos marcharemos de aquí inmediatamente.
—No. Quedaos tú y tu familia, por favor. Me gustaría hablar contigo más tarde —añadió, dirigiéndose hacia la furgoneta para seguir a la ambulancia.
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