lunes, 29 de octubre de 2018

BUSCANDO EL AMANTE PERFECTO: CAPITULO 24



Abandonar Europa era la única solución. 


Pensaba gastarse sus últimos ahorros en el billete de vuelta. Kostas no se molestaría en perseguirla hasta California.


Pero de repente descubrió que no quería marcharse sin haber profundizado su relación con Pedro. Ese pensamiento la aterraba tanto como que le pusieran una pistola en la cabeza.


Sacó una maleta y empezó a llenarla. Sabía que necesitaba conectarse a internet y comprar un billete, pero estaba tan nerviosa que era incapaz de sentarse tranquilamente ante el ordenador.


Dio un respingo cuando oyó que llamaban a la puerta.


—Paula, soy yo, Pedro. Abre.


Lo dejó pasar, procurando disimular su agitación. Como si no estuviera a punto de estallar en sollozos.


—¿Te encuentras bien?


Asintió con la cabeza y volvió a la cama para seguir haciendo la maleta.


—¿Qué estás haciendo? ¿En serio piensas abandonar el país?


—No voy a quedarme aquí para seguir tentando a mi suerte.


—Espera un momento —se interpuso entre la maleta y ella—. Quizá yo pueda ayudarte más de lo que crees.


—¿Cómo? ¿Acaso eres de la mafia y vas a darle una lección a ese tipo?


Pedro no sonrió: su expresión seria le provocó un escalofrío. Como si de pronto la hubiera asaltado la sensación de que realmente no era quien decía ser.


—Necesito contarte algo… que deberás mantener absolutamente en secreto.


—¿Qué? —Paula guardó un par de sandalias en la maleta—. ¿Vas a darme tu dirección personal de correo electrónico?


—Yo puedo protegerte de ese tipo.


—¿Cómo?


Se la quedó mirando durante un buen rato, en silencio.


—En realidad no soy un simple guardia de seguridad de la embajada —le confesó al fin—. Soy un agente de la CÍA infiltrado. Me llamo Pedro Alfonso.


Por una parte, quería creerlo. Por otra, en cambio, estaba segura de que era mentira.


—Ya, y yo soy una espía rusa. Somos los protagonistas de una mala película sobre la Guerra Fría.


—Paula estoy hablando en serio. He trabajado de agente secreto durante la mayor parte de mi vida adulta. Rara vez revelo a alguien mi verdadera identidad. Necesito que guardes un absoluto secreto sobre ello.


Estaba empezando a sospechar que no estaba bromeando.


—¿Me has estado espiando a mí?


Pedro bajó la mirada al suelo por un instante.


—Quizá un poco —sonrió, tímido.


—¿Qué? —de repente Paula se sintió como si estuviera en el auditorio de su instituto, durante la fiesta de graduación… completamente desnuda. Una pesadilla que había tenido a veces.


¿Qué podría saber él sobre ella? ¿El blog? 


«Dios mío, que no sepa lo del blog…»


—Tu nombre me saltó en una base de datos de terrorismo a causa de tu relación con Kostas, eso es todo.


—Pero… ¿cómo empezaste a fijarte en mí?


—Mirando las películas de nuestras cámaras de videovigilancia, en la embajada, vi que aparecías vigilando el edificio… o tal vez a Giovanni Lucci, el político.


Paula se ruborizó al recordar al tipo al que había estado siguiendo como si fuera una lunática. Y pensar que alguien la había visto haciendo eso… Humillante.


—¿Quién? —preguntó, esperando que no fuera el que ya estaba temiendo que era.


—El hombre al que parecías estar siguiendo. Alto, bien vestido, de treinta y tantos años.


«Oh», exclamó para sus adentros, y se quedó callada.


—¿Y bien?


—¿Qué? —intentó hacerse la despistada.


—¿Lo estuviste siguiendo?


—No sabía quién era. Debía de estar aburrida… o algo así.


—¿Te dedicaste a seguirlo porque te aburrías?


Evidentemente Pedro… no se creía aquello.


—Er, yo… sí, más o menos.


—Explícate, por favor.


—Me sentía atraída hacia él. Cada mañana desayunaba en el mismo café que yo y lo observaba mientras procuraba encontrar el coraje necesario para abordarlo. Pero me sentía como… rara.


—¿Rara?


—Normalmente soy muy confiada en lo que se refiere a los hombres. Pero después de mi experiencia con Kostas… fue como si me hubiera entrado miedo.


—¿Así que seguías a Lucci porque no te atrevías a abordarlo? ¿Porque te sentías tímida?


—Sí. Nunca me decidí a abordarlo. Luego apareciste tú y ya perdí todo interés —experimentó algo parecido a una náusea cuando de repente se dio cuenta—. Espera un momento… te acercaste a mí para sonsacarme información, ¿verdad?


—No exactamente.


—Explícate.


—Te vi, te encontré atractiva, yo estaba aburrido así que… decidí investigarte.


Paula cerró la maleta de golpe y corrió la cremallera.


—¿Siempre ligas así?


Pedro volvió a interponerse entre la maleta y ella.


—No te enfades tan pronto. Antes tienes que escucharme.


—Tienes treinta segundos.


—Puede que al principio mis motivaciones no fueran muy puras, pero durante este fin de semana me convencí de que tu vinculación con ese terrorista griego era puramente casual, una coincidencia. Y si he venido ahora es porque me siento atraído hacia ti y me preocupa que pueda pasarte algo.


Paula lo fulminó con la mirada. Su corazón deseaba creer en él, pero su cerebro le gritaba que sería una completa estúpida si lo hacía.


—Por favor, créeme. Es la verdad.


—¿Por qué me estás contando todo esto ahora?


—Porque, como te dije antes, puedo protegerte. Puedo llevarte a una casa de seguridad o ayudarte a esconderte hasta que Kostas sea capturado.


—Debería volverme a los Estados Unidos y ahorrar un montón de problemas a todo el mundo.


Pedro cerró la distancia que los separaba y la abrazó.


—No quiero que te vayas —susurró contra su cabello.


—¿Por qué?


—Me gusta estar contigo. Creo que compartimos una conexión muy especial. Algo que no ocurre todos los días.


Paula sintió un nudo de emoción en la garganta. 


Detestaba sentirse tan conmovida por una estupidez semejante… ¡Una conexión! Muy probablemente Pedro quería seguir teniendo sexo con ella de manera regular y punto. 


Conocía el truco. Ella era una especialista.


—Todo esto es demasiado… raro —se apartó—. ¿Esperas que me quede tan tranquila después de enterarme de que me has estado escuchando? ¿Qué más has averiguado sobre mí, husmeando en mis antecedentes?


—Nada. Estás completamente limpia.


Pedro no se sentía precisamente orgulloso de ser un mentiroso redomado, sobre todo con Paula. Estaba seguro de haber violado la regla de no-hacer-daño-al-prójimo de la que tanto hablaban los filósofos budistas.


Ansiaba poder contarle toda la verdad, y supuestamente habría podido hacerlo, pero si ella se hubiera enterado de que había leído su blog… entonces jamás habría podido convencerla de que se dejara proteger por él.


Ante todo tenía que pensar en la seguridad de Paula. Su mala conciencia no importaba.


—¿Has husmeado también en mi apartamento? ¿Has entrado en mi ordenador? ¿Has revisado los números de mi móvil?


—Sí, no y sí.


Arqueó las cejas, asombrada.


—¿Qué?


—Lo siento. Forma parte de mi trabajo, ya sabes.


—¿Por qué no has revisado mi ordenador?
—Estaba protegido por una contraseña y no he tenido tiempo de acceder. Para entonces, ya había comprobado que estabas limpia y no tenía ningún motivo para seguir investigándote.


—Esto es repugnante.


—Lo siento, pero para mí no es más que un trabajo —replicó. Demasiado tarde se dio cuenta de su error—. No he querido decir con eso que…


—Así que acostarte conmigo formaba parte de ese trabajo —intentó rodearlo y recoger su maleta, pero él se lo impidió.


—No. Nunca me he acostado con alguien para sonsacarle información, te lo juro.


—Hasta ahora.


Lo miraba como si estuviera cubierto de maloliente porquería. Y, metafóricamente al menos, así era.


—Me sentí atraído por ti desde el primer momento. Ésa fue la razón por la que me puse a flirtear y la razón por la que terminé acostándome contigo.


—¿Y si no hubieras sospechado de mí? ¿Te habrías acercado entonces?


Pedro sabía que no lo habría hecho. Pero ella no lo comprendería, así que decidió mentirle de nuevo:
—Sí.


Aunque no era del todo mentira. Si se hubiera tropezado con ella en un café o en un club, habría intentado llamar su atención.


Parecía más relajada, pero aun así le lanzó una mirada dubitativa. Luego miró su maleta.


—¿Dónde pensabas esconderme? —le preguntó tras un incómodo silencio.


—Conozco un lugar cerca del lago Como. Está aislado y en un paraje precioso. Podrías tomártelo como unas vacaciones.


—Voy a perder mis clases… —repuso, como resignada ante la idea.


—Quizá no. Si les explicas que…


—¿Que un terrorista griego antiguo amante mío pretende torturarme y matarme? Seguro que si se lo digo seguirán queriendo confiarme a sus hijos…


—Está bien, diles entonces que has tenido una emergencia personal y que tienes que ausentarte de la ciudad por un tiempo.


Se estaba mordiendo el labio, pero a cada momento parecía más convencida.


—Ese lugar del lago… ¿es caro? Porque mis ahorros están casi a cero y necesito apartar el dinero del billete, por si necesito volver de pronto a los Estados Unidos.


—No te preocupes por eso. No gastaremos nada. La casa pertenece a un amigo mío que sólo la usa unos pocos meses al año.


—¿Dónde está?


—En las afueras de Bellagio. Con vistas al lago, totalmente aislada de los vecinos. Nadie sabrá que estamos allí.


—Después de los últimos acontecimientos… tengo que reconocer que la perspectiva me atrae.


—Podemos salir mañana por la mañana. Esta noche puedes quedarte en mi casa —Pedro apenas podía dar crédito a su buena suerte—. Sólo déjame hacer antes unas llamadas: para alertar a la agencia sobre Kostas y para avisar a mi jefe de que estaré ausente por una temporada.


Paula y él a solas en una villa italiana.


Una verdadera bendición.


Dejando aparte el hecho, por supuesto, de que la estaba escondiendo de un terrorista…




domingo, 28 de octubre de 2018

BUSCANDO EL AMANTE PERFECTO: CAPITULO 23





La lectura de lo que Paula había escrito sobre aquel fin de semana en su blog no le había ayudado a tranquilizar su conciencia. Por no hablar de lo que había leído sobre los otros tipos con los que se había relacionado. Era absurdo: él conocía su vida sexual y estaba al tanto de sus pensamientos más íntimos… mientras que ella ni siquiera conocía su verdadero nombre.


De repente sonó el teléfono, sobresaltándolo. 


Cuando reconoció el número de Paula, su pésimo humor se evaporó de inmediato.


—Hola.


—Necesito que me ayudes. ¿Puedes venir?


—¿Qué pasa?


Escuchó con atención mientras ella le describía lo que había sucedido hacía apenas unos minutos. El estómago se le encogió de miedo.


No podía soportar imaginarse la situación: alguien había encañonado a Paula con una pistola mientras él estaba sentado allí, sin hacer nada… El simple pensamiento lo llenaba de ira y de terror.


El mismo fue el primer sorprendido de su reacción. Estaba reaccionando como si hubiera visto a su mejor amigo o a su hermano en peligro. De alguna manera, Paula se las había arreglado para infiltrarse en el reducido círculo de sus seres más queridos. Y ese pensamiento también lo asustó.


—¿Pedro? ¿Sigues ahí?


—Perdona. ¿Puedes quedarte con alguna vecina hasta que llegue yo?


—Creo que aquí estoy bien.


—¿Tienes algún tipo de información sobre ese tipo que yo no conozca? ¿Alguna razón por la que querría atacarte?


—No, nada. Quiero decir, supongo que él cree que sí… Yo me quedé aterrada cuando descubrí con quién se relacionaba y salí corriendo.


—Estaré allí en quince minutos, ¿de acuerdo? Mantén la puerta y las ventanas cerradas.


—Te esperaré. Mientras tanto, me pondré hacer las maletas. Pienso dejar el país



BUSCANDO EL AMANTE PERFECTO: CAPITULO 22





Pedro sabía que debería dejar de leer el blog de Paula. Pero no podía. Se había convertido en una especie de compulsión. Una compulsión que le estaba acarreando complicaciones, al confundir su trabajo de investigación con su vida personal.


Para cuando terminó de leer el último comentario de Paula sobre su miembro, estaba insoportablemente excitado. Seguía allí, clavado ante el ordenador. ¿Y si colgaba él también un comentario? Sólo uno muy breve. Nada serio que pudiera revelar su identidad.


Sólo algo ligero, intrascendente.


Muy pocas veces se había atrevido a colgar algo en internet. Era algo que contradecía su natural tendencia a la discreción, a vigilar pasando al mismo tiempo desapercibido. Además, él era el tipo del que Paula estaba escribiendo…


Y sin embargo, detestaba quedarse al margen de la fiesta.


Pedro marcó la casilla de «añadir comentario» y se registró con el nombre de «Peter». 


Luego lo borró… y volvió a teclearlo. Le gustaba la idea de que Paula concibiera la sospecha de que estaba leyendo su blog.


¿Pero por qué dejar que sospechara nada? 


Arriesgarse voluntariamente a revelar su identidad era algo que se contradecía absolutamente con su carácter, ya que, en su profesión, podía acarrearle la muerte. Que además quisiera que Paula lo descubriera resultaba aún más desconcertante. Nunca había sentido eso con nadie. Significaba ponerse a sí mismo en peligro, pero… ¿para qué?


Cada vez era más consciente del peligro que suponía mezclar su trabajo con su vida personal. 


¿Dónde acababa Pedro el espía y dónde empezaba Pedro la persona? ¿O acaso eran uno y el mismo? Y si lo eran… ¿por qué Paula le hacía sentirse como si se estuviera dividido en dos?


Por un lado sabía que rompería pronto con ella.


Y por otro se sentía perversamente tentado de revelarle, cuando llegara el momento, que conocía su identidad bloguera… y utilizarlo como arma con la que acabar con la relación.


Pensó en su última amante, en sus furiosos mensajes de texto y en la escena que había montado en la embajada. Se había merecido absolutamente toda su ira, así como la de otras tantas mujeres. Era un miserable. Empezó a escribir su comentario:
X es un tipo afortunado. Increíblemente afortunado.


Y pulsó la tecla de «envío». Segundos después, su comentario apareció al final de la lista.


Luego se giró en su sillón y contempló su apartamento frío, sin vida, presa de una extraña inquietud. Ni siquiera tenía una mísera planta que le alegrara la vida. Había elegido aquel lugar por las vistas que tenía de la ciudad y su proximidad a la embajada. Lo triste era que se sentía tan poco cómodo allí… como en cualquier otro lugar en el que hubiera vivido antes.


Un lugar que no tardaría en abandonar, como todos los anteriores. Ante la falta de pistas sobre la supuesta amenaza terrorista sobre la embajada, su misión muy pronto terminaría. Y le asignarían una nueva en cualquier otro lugar.


Por primera vez en muchos años, sintió la necesidad de vivir en un lugar permanente, de tener un «hogar». Y una persona con la que pudiera compartir sus días. Si moría en aquel instante, a nadie le importaría lo más mínimo.


Estaba empezando a sonar tan patético como el protagonista de un telefilme de serie B: el típico agente de la CÍA que, enfrentado a su propia mortalidad, sufría ataques de nostalgia y suspiraba por cambiar de vida.


El reloj de pared le confirmó que faltaban todavía cinco horas para que pudiera verse con Paula. Se sentía solo. Quería hablar con alguien. 


Necesitaba dejar de pensar.


Pensó en su antiguo mentor Nicholas Kozowski, que había sido como un padre para él desde sus primeros años en la CÍA. En un mundo donde nadie podía confiar en nadie, Nicholas había sido su tabla de salvación. El viejo había estado a su lado desde que empezó como agente. Pedro confiaba en él mucho más que en su propio padre, siempre tan distante y obsesionado con el dinero.


Había pasado mucho tiempo desde la última vez que había hablado con Nicholas. Antes de que pudiera cambiar de idea, descolgó el teléfono y marcó su número. Se lo sabía de memoria.


La voz del contestador lo invitó a localizarlo en su móvil. Pedro lo apuntó y volvió a llamarlo. Al cabo de unos segundos, Nicholas contestó con un gruñón: «¿diga?»


—Creía que ya te habías jubilado y te habías marchado a Tahití.


—¿Pedro? ¿Cómo estás, amigo?


—Muy bien —mintió—. Simplemente tenía ganas de preguntarte lo mismo.


—¿Y me llamas después de tres años solamente para preguntarme cómo estoy?


—Dios mío, ¿ha pasado tanto tiempo?


—Desde que estuvimos en Nápoles para aquella misión relámpago.


—Er… aparte de saber cómo estabas… quería saber si pensabas pasarte por Italia en algún momento.


—Qué casualidad. Pensaba viajar a Roma la semana que viene.


—Entonces podríamos quedar para tomar unas copas.


—Claro, Pedro. Te avisaré cuando llegue.


Se despidieron. Pedro colgó y volvió a encontrarse a solas con sus reflexiones, con la mirada en el ordenador… y sintiéndose un completo imbécil.


El buen sexo con una bella mujer alérgica a los compromisos no era algo tan malo. Debería sentirse entusiasmado, ¿no?


Pero lo cierto era que se sentía terriblemente culpable. Algo impropio de él.


Le gustaba Paula. Mucho. Y estaba disfrutando con ella más de lo que había disfrutado con mujer alguna en toda su vida. Entonces, ¿cuál era el problema?


Que le estaba mintiendo. Y ya no por una buena razón. El fin de semana que había pasado con ella había ahuyentado sus dudas: ahora estaba convencido de que sólo era una buena chica, que había tenido una aventura con un terrorista griego sin ser consciente de ello. Y una vez que ya no tenía ninguna necesidad de seguir investigándola, ¿cómo podía continuar con una relación que había empezado bajo falsas pretensiones?




BUSCANDO EL AMANTE PERFECTO: CAPITULO 21





Cómo decir «sexo» en italiano


Nunca me he considerado una racista. Quiero decir que, como amante, nunca he discriminado a nadie. He estado con hombres de todas las razas, nacionalidades, culturas… Mi dormitorio ha venido a ser como las Naciones Unidas del sexo.

Pero los italianos tienen algo especial. Me atrevo a afirmar que siento un particular favoritismo hacia ellos, frente a todos los demás hombres de la tierra.
Para ser justa precisamente con todos restos hombres, empezaré por algunos de los defectos que suelen tener los italianos. Quiero decir que tienen la tendencia a ser los niños de mamá en el peor sentido de la expresión. ¿Hasta los cuarenta años viviendo en casa de sus padres? ¡Huy!
Y, desde luego, pueden llegar a ser tremendamente sexistas e insoportablemente rijosos. Pero cuando encuentras a uno bueno… la cosa cambia.
Tomemos como ejemplo a mi último amante, aquél al que doy en llamar X para proteger su identidad. X sabe tocar todas las teclas adecuadas. Sabe hacer que una chica se sienta como una reina y conoce afondo el significado de la palabra «romanticismo». Estoy segura de que no tengo que recordaros lo muy raras que son esas cualidades. Para no mencionar que es terriblemente atractivo y que tiene un acento que sólo de escucharlo se me mojan las bragas.
Pero lo más importante es ese increíble golpe de suerte genético que le ha favorecido con el falo más exquisito que he visto en mi vida. Tendréis que disculparme si, llegada a este punto, me pongo un poco barroca con los adjetivos.
De forma perfecta, con un tallo firme y una cabeza suave y hermosa, podría pasarme un día entero conociéndolo íntimamente. Creedme, lo he probado. ¡Durantes tres horas seguidas! Pero todo placer que pueda experimentar mi boca con ese falo no es nada con lo que puede llegar a hacerme dentro. Os confieso que hasta he llorado de gozo.


Comentarios:
1. Skywalker dice: ojalá alguien pudiera decir algo tan poético del mío.


2. TiaMaria dice: la mayor parte de los tíos ya se lo elogian bastante: no necesitan que nadie les haga poemas.


3. Hummer dice: las mujeres que hacen/elaciones de tres horas deberían ser nombradas presidentas del universo.


4. Eurogirl: no creo que pudiera soportar semejante responsabilidad.


5. CKCKCK dice: especialmente si estás ocupada con unas /elaciones tan largas.


6. Nuguy dice: si tu vida sexual sigue siendo tan impresionante, todas nosotras vamos a acabar con complejo.


7. B cool dice: cierto. A nadie le gustan las engreídas.


8. Dharmachick dice: yo me quedaría dormida si pasara tanto tiempo haciéndolo.



sábado, 27 de octubre de 2018

BUSCANDO EL AMANTE PERFECTO: CAPITULO 20





Paula encendió la luz nada más regresar a su apartamento y dejó el bolso en la estantería. 


Una cita a comer con Pedro, seguida de una agotadora sesión de clases teniendo en cuenta la diferencia de edad y aptitudes de los tres niños de la familia, la había dejado exhausta y más que dispuesta a disfrutar de una tranquila noche en casa.


Nada más descalzarse, se quedó de piedra al ver a Kostas sentado en su sofá.


Un chillido medio estrangulado escapó de su garganta. De repente sintió algo presionándole el pecho: el cañón de un arma.


—Hola, Paula. No sé por qué te sorprendes de verme. Deberías haberme estado esperando.


—¿Cómo has entrado? —preguntó. La respuesta estaba en la ventana abierta. Había subido por la escalera de incendios.


—Mejor pregúntame por qué, no cómo.


—¿Por qué? —susurró.


—Cuéntame lo que sabes tú.


—No sé nada —retrocedió un paso, pero volvió a quedarse paralizada cuando Kostas la apuntó al corazón.


—Ven a sentarte —señaló la silla que estaba al lado del sofá.


Paula obedeció despacio. Nunca antes se había enfrentado cara a cara con la muerte. Nunca había estado tan cerca de un arma.


Procuró concentrarse en respirar profundo. 


Aspirar, espirar. Aspirar, espirar…


—Mientes —le espetó Kostas, apoyando la mano que empuñaba el arma sobre una rodilla—. Desapareciste de Atenas sin despedirte, y luego la policía vino a por mí.


—No sé de qué estas hablando…


—Paula, querida, conozco maneras de arrancarte esa información.


Dejó de respirar. Incluso de pensar.


—Me dolería tener que torturarte, dado que eres una chica tan encantadora, pero lo haría.


—Siento haberme marchado sin despedirme —dijo Paula, desesperada por encontrar una salida—. Pensaba dejar Grecia para venirme a Roma a trabajar, y no tenía corazón para decírtelo. Pensé que sería más fácil que desapareciera sin más.


—No te creo.


—¡Kostas, es la verdad! Fui una cobarde, eso es todo. Nunca se me han dado bien las despedidas, me daba vergüenza decirte que no eras el primer tipo al que abandonaba por un viaje…


El griego se levantó bruscamente del sofá:
—¡Basta de mentiras! —le acercó el cañón del arma al cuello—. Si te disparo ahora, la bala te atravesará el cerebro y morirás instantáneamente.


Paula abrió la boca para hablar, pero ningún sonido salió de su garganta. Entonces oyó un milagroso sonido: el de una llave introduciéndose en la cerradura.


Kostas también lo oyó, y ambos se quedaron mirando fijamente la puerta. De pronto, sin previo aviso, el griego se lanzó hacia la ventana abierta y desapareció.


Un momento después, Paula estaba mirando a Fabiana, que la observaba a su vez con expresión extrañada.


—Paula, ¿estás bien?


Se acercó apresurada a la ventana y la cerró. 


No había señal alguna de Kostas. 


Afortunadamente. Suspirando, se volvió hacia su casera.


—¿Tienes frío? —le preguntó Fabiana.


Hacía un calor horrible en la habitación, pero Paula no pensaba volver a abrir la ventana en algún tiempo.


—No lo ha visto, pero hasta hace un momento había un hombre aquí. Usted lo ha ahuyentado.


Fabiana abrió mucho los ojos.


—¡Un ladrón!


Paula asintió.


—Sí, quizá. Tenía un arma y ya estaba dentro cuando entré, hace unos minutos. Cuando usted abrió la puerta, lo ahuyentó.


—¡Voy a llamar ahora mismo a los carabinieri!


—No se preocupe. Ya lo haré yo. Tendré que describírselo.


—¿Quieres que me quede contigo? Sólo venía a echar un vistazo a la gatita, pero puedo quedarme aquí. ¿O prefieres venir tú a mi apartamento?


—No, gracias. Después de hablar con la policía, me iré a casa de un amigo.


Pero Paula sabía que la policía italiana no le sería de gran ayuda. Aquel episodio con Kostas era lo suficientemente grave como para que se volviera corriendo a los Estados Unidos, antes de que fuera demasiado tarde. Pero hasta que pudiera conseguir el billete, su única esperanza era reclutar la ayuda de Pedro, dado que era un especialista en seguridad y probablemente tendría acceso a un arma…


Su casera se la quedó mirando con expresión preocupada. Finalmente asintió y se dispuso a salir del apartamento.


—Cuenta conmigo para lo que sea, ¿de acuerdo?


—Sí, gracias —sonrió Paula.


Un segundo después, oyó el ruido de la puerta al cerrarse. Sólo entonces se acordó de Angélica.


—Hey, gatita… —la llamó, súbitamente aterrada de que le hubiera pasado algo.


Se arrodilló y la buscó en vano debajo del sofá y de la cama. De repente oyó un maullido familiar… detrás del armario. El animal no tardó en salir de su escondite.


—Hola, bonita… Te había concertado una cita con el veterinario para mañana, pero, por suerte para ti… probablemente tengamos que saltárnosla.


Angélica frotó la cabecita contra su muslo y empezó a ronronear de placer. Paula la acarició con ternura, pero eso no consiguió aplacar el miedo que la embargaba: Kostas seguía allí fuera, en alguna parte, acechándola. Esperando su oportunidad de volver a sorprenderla.


Necesitaba hablar con Pedro. Buscó su móvil y marcó su número, que ya se sabía de memoria.