lunes, 1 de octubre de 2018

A TU MERCED: CAPITULO 35




Los latidos del corazón de Pedro sonaban en su oído y el sol argentino tatuado en su pecho era tan cálido como el verdadero sol bajo su mejilla. 


Paula nunca había conocido una paz igual.


En la plateada oscuridad, todo estaba en silencio de nuevo. Los truenos y los fuegos artificiales de unos minutos antes habían desaparecido y ahora estaba como flotando en una playa tropical, sacudida por las suaves olas de placer que seguían acariciando su cuerpo.


Pedro apartó el flequillo de su frente y, a la luz de la luna, pudo ver que tenía el ceño fruncido.


—¿Estás bien? ¿Te he hecho daño?


Paula negó con la cabeza. No podía hablar porque temía decir algo tan ridículo como: «Te quiero».


El suspiró, alargando una mano para acariciarla suavemente. Pero cuando tocó su brazo derecho, de nuevo sintió que lo apartaba.


—¿Qué ocurre?


—Nada —susurró ella.


—Sí ocurre. Déjame verlo.


—No… —Paula intentó apartar el brazo, pero Pedro la sujetó por la muñeca. Incluso en la oscuridad era fácil ver las cicatrices—. No quiero que las mires.


—¿Por qué? Son sólo cicatrices, marcas de valor.


—Sí, bueno, supongo que ésa es una forma de verlo. Para mí, siempre serán marcas de debilidad. Y para mi padre también. Él no puede mirarlas… supongo que es por eso por lo que a mí me cuesta tanto.


—¿Qué pasó? ¿Por qué no puede mirarlas?


Las cortinas estaban abiertas y Paula podía ver el cielo iluminado por la luna. Se sentía como flotando en el espacio. El pasado parecía distante, como si estuviera mirándolo a través de un telescopio, como si le hubiera ocurrido a otra persona.


—Porque el accidente fue culpa suya, supongo.


—¿Qué accidente?


—El día que cumplí seis años mi padre me compró un poni.


—Ah, claro, un poni, era de esperar —dijo Pedro, imitando el tono superior de la clase alta inglesa.


—Ya, pero yo hubiese preferido una muñeca porque me daban pánico los caballos.


—¿Y por qué te lo compró entonces?


—Porque mi padre no lo sabía. El miedo era una debilidad para él, así que yo lo escondía a toda costa. Pero… en fin, cuando llegó el poni, en lugar de mostrarme agradecida me negué a montar en él.


Hablaba con tono de broma, pero Pedro se daba cuenta de que había mucho dolor detrás de esas palabras. Y el odio que sentía por Horacio Chaves se abrió de nuevo, como una vieja herida.


—¿Y qué pasó?


—Mi padre pensó que estaba siendo grosera y desobediente y se convirtió en una cuestión de disciplina que hiciera lo que me pedía. Al final, él mismo me subió a la silla y yo, muerta de miedo, empecé a patear y a gritar… supongo que asusté al pobre animal, que salió al galope. Se me enganchó un pie en el estribo, así que me arrastró hasta que pudieron pararlo.


Pedro podía sentir los rápidos latidos de su corazón.


—¿Te hiciste mucho daño?


—Sí, bastante. Afortunadamente, lo detuvieron enseguida.


—Pues tuviste suerte de romperte sólo un brazo.


—Bueno, me rompí más huesos, pero el codo fue lo peor. Tuvieron que operarme varias veces, por eso ha quedado así.


—¿Y tu padre? —preguntó él, acariciando su cara—, ¿Te pidió perdón?


—No —suspiró Paula—. Nunca volvió a mencionarlo. Devolvió el poni mientras yo estaba en el hospital y a partir de entonces, fue como si no hubiera pasado nada.


—Por el amor de Dios…


—No, en cierto modo fue lo mejor. Mi madre y mi hermana me envolvieron entre algodones desde entonces, pero él siguió portándose como siempre. No me trataba de una manera especial y eso era lo que yo quería, en serio. A partir del accidente yo tenía miedo de todo, pero él me hacía esconderlo.


—También te hacía esconder las cicatrices.


—Sí, eso también. Pero supongo que nunca pudo perdonárselo.


Pedro notó que se llevaba una mano al brazo derecho como la había visto hacer otras veces, pero ahora entendía por qué.


—No tienes que esconderlas. Paula. Las cicatrices son como una medalla al valor, demuestran lo fuerte que eres.


Ella puso un dedo sobre sus labios, rozando el corte que se había hecho durante el partido contra Inglaterra. 


—Tú también debes de tener cicatrices.


—Cientos de ellas —sonrió Pedro, sintiendo que su pulso se agitaba de nuevo, su cuerpo cansado despertando a la vida otra vez.


Paula se incorporó y la sábana cayó a un lado, dejando al descubierto sus fabulosos pechos. 


Etérea en la oscuridad, se arrodilló frente él, pasando una mano por su muslo.


—Vamos a ver cuántas puedo encontrar…



domingo, 30 de septiembre de 2018

A TU MERCED: CAPITULO 34





Mientras volvían a casa, la luna se había escondido como una tímida novia bajo un velo de nubes y la noche argentina era suave y oscura. Pero Pedro se mostraba tan silencioso, tan distante, que Paula pensó que había cambiado de opinión.


—¿Es esto lo que quieres? —le preguntó cuando llegaron a la finca—. ¿Estás segura?


—Sí —murmuró ella—. Es lo que siempre he querido.


El pasillo de la entrada estaba en completo silencio y la luz de la luna le daba el aspecto de una vieja fotografía en blanco y negro. El tiempo se había detenido cuando Pedro alargó una mano para tocar su cara.


Paula contuvo el aliento en la íntima oscuridad. 


Estaba temblando de deseo, de miedo, de anticipación.


—Vamos a mi dormitorio.


Paula no dijo nada mientras la llevaba por la escalera. Arriba, la oscuridad era más intensa. 


Pedro, con su traje oscuro, parecía mezclarse con la oscuridad, pero sus dedos eran reales, cálidos.


Lo oyó suspirar mientras la llevaba a la cama; un suspiro que la tocó en lo más hondo. Y una cascada de fuegos artificiales explotó en su interior cuando la tomó por la cintura para buscar sus labios.


—Este vestido… ¿cómo se quita?


—Hay un botón… aquí…


—Yo lo haré —murmuró él, encontrando el botón y dejando que la seda se deslizase hasta el suelo.


Pedro contuvo un gemido de deseo al verla en ropa interior. Era tan perfecta que deseaba estrecharla entre sus brazos y besarla hasta que no pudiera más. El esfuerzo que hacia para ir despacio, para no asustarla, era monumental.


Pero tenía que ir despacio.


En una vida de continuo esfuerzo físico, aquél iba a ser el más agotador de todos.


—Eres tan preciosa —suspiró, maldiciéndose a sí mismo por la lasciva nota que había en esas palabras. Conteniendo el deseo de poseerla de inmediato, empezó a besarla en el cuello, subiendo por su garganta hasta encontrar sus labios. Estaba mareado por el esfuerzo de contenerse mientras disfrutaba del sabor a vainilla de su piel, el chocolate de sus labios…


La deseaba tanto que no podía esperar más.


Tomándola en brazos, la dejó sobre el edredón y empezó a quitarse la chaqueta y los zapatos. No quería asustarla, de modo que pensó dejarse el resto de la ropa puesta durante unos minutos, pero fue Paula quien se incorporó para desabrochar los botones de su camisa.


—Quiero verte… quiero tocarte.


El deseo fue como un ciclón, sacudiendo sus nobles intenciones. Se quedó tan inmóvil como una estatua, conteniendo un grito de puro placer al sentir el roce de sus manos apartando la camisa.


Era tan pura, tan perfecta que casi no se atrevía a tocarla. Sus manos le parecían demasiado grandes, demasiado ásperas para una piel tan suave. Con cuidado, la tumbó de espaldas, acariciando delicadamente sus brazos. Notó que apartaba el brazo derecho, pero siguió acariciándola, arrodillándose sobre ella para pasar la lengua por sus caderas, su pelvis, haciendo círculos sobre su ombligo.


Por favor, por favor…


¿Lo había dicho en voz alta?, se preguntó Paula. No estaba segura. Ya no estaba segura de nada.


Pedro rozó sus braguitas con la lengua y ella contuvo un gemido. Pero cuando las apartó a un lado la sensación fue indescriptible. Levantando las caderas, Paula dejó escapar un grito de placer que resultó extraño incluso a sus propios oídos.


Pedro levantó la cabeza. Había llegado al límite de su resistencia. Tenerla, estar dentro de ella era ahora tan imperativo como respirar.


Nunca había deseado a nadie como deseaba a Paula.


Quitándose el resto de la ropa a toda prisa antes de sacar un preservativo del cajón, sintió como si llegara a la meta después de una larga y ardua carrera. Paula se había quitado las braguitas, de modo que sólo quedaba el sujetador entre ellos. Pedro soltó el broche con una mano, incapaz de contener el suspiro de ansia que escapó de sus labios al ver sus pechos desnudos.


—Dime lo que tengo que hacer, Pedro


Al final, no tuvo que enseñarle nada. Entrando en ella con una lentitud que dejó sus nervios destrozados, apenas la sintió ponerse tensa un segundo antes de que enredase las piernas en su cintura, arqueándose hacia él y luego, asombrosamente, gritando de puro y abandonado placer.


Pedro se dejó ir también, su deseo explotando con la fuerza de un trueno en el cielo nocturno, sacudiéndolo de arriba abajo, dejándolo vacío.



A TU MERCED: CAPITULO 33




Pedro se abrió paso entre las parejas que bailaban en la carpa convertida en discoteca.


Tenía que encontrar a Paula.


Llevaba toda la noche intentando no alejarse mucho de ella, lo suficiente para comprobar que estaba bien, pero cada vez que se acercaba, ella parecía alejarse. No le faltaban hombres alrededor, pensó. Pero aunque unos días antes eso lo hubiera llenado de desdén, ahora lo hacía sentir protector. Si alguno de ellos le ponía una mano encima…


—¡Eduardo! —Pedro vio al número cuatro del equipo de San Silvana acercándose a él, su brazo sobre el hombro de una morena con vestido plateado—. ¿Has visto a Paula?


—¿Rubia, vestido azul? Sí, claro.


—¿Dónde?


—Está hablando con Francisco ahí, detrás de esa carpa. Pero no sé si querrán ser molestados… ¡Pedro! ¡Pedro, espera!


Pero era demasiado tarde. Pedro Alfonso se alejaba a grandes zancadas con expresión asesina.


—Para mí la solución es muy sencilla —Francisco suspiró teatralmente—. No veo por qué ibas a decir que no.


Sonriendo, Paula apartó la mano que había puesto en su muslo.


—No saldría bien —le dijo—. Sé que Pedro me encontraría mucho más atractiva si tuviera experiencia, pero la ironía es que yo no quiero experimentar nada con alguien que no sea él.


Francisco pasó un dedo por su cara.


Pedro siempre ha sido un enigma. Llevamos cinco años jugando al polo y sigue habiendo muchas cosas que desconozco de él, pero nunca había pensado que fuera un idiota. Y si no quiere a una chica tan preciosa como tú porque no tiene experiencia en la cama, es que es un idiota.


Paula cerró los ojos un momento y respiró profundamente el fragante aire de la noche. Los dos vodkas con chocolate empezaban a hacerle efecto y aunque media hora antes se había sentido animada, ahora se sentía profundamente triste.


Francisco era tan amable, tan comprensivo, que una parte de ella quería hacer lo que sugería. 


Había muchas cosas peores que ser iniciada en el arte del sexo por alguien tan dulce y experto como él. Alguien sin complicaciones que no esperaría nada que no pudiese darle.


Y, sin embargo, era absurdo. La idea de acostarse con alguien que no fuera Pedro le resultaba insoportable. Por eso precisamente se encontraba en aquella situación.


Paula le pasó un brazo por los hombros para darle un beso en la mejilla.


—Gracias por escucharme. Hablar contigo…


No pudo terminar la frase porque, de repente, alguien tiró de la pechera de la camisa de Francisco, levantándolo bruscamente del banco. 


Paula dejó escapar un grito al ver a Pedro, su rostro una máscara de furia.


—¿Se puede saber qué estás haciendo? ¿La has tocado?


Su voz era como el gruñido de un animal salvaje, pero ella, sin dejarse amedrentar, se levantó para colocarse entre los dos hombres.


—No tienes ningún derecho a meterte en mi vida —le espetó—. Ya te he dicho que sé cuidar de mí misma. Además, no podrías haber dejado más claro que no soy nada para ti, así que…


—¿Te ha tocado?


Después de apartar las manos de Pedro, mirándolo con gesto de advertencia. Francisco se estiró la camisa.


—Creo que esta primitiva exhibición de masculinidad te dice todo lo que querías saber, Paula —suspiró, inclinándose para darle un beso en la mejilla antes de perderse entre las sombras.


Pedro cerró los ojos un segundo.


—¿Te ha tocado? —repitió.


—No, me ha dejado hablar y me ha escuchado como un amigo. Ha sido muy amable conmigo. Se ha ofrecido a… a enseñarme. No me ha presionado, sólo quería echarme una mano…


—Vámonos de aquí—dijo él entonces.


—¿Por qué? ¿Dónde vamos? Ya te he dicho que no soy una niña y no estoy borracha. Soy perfectamente capaz…


Pedro la tomó del brazo, tirando de ella hacia la puerta del club.


—Me da igual la edad que tengas, lo único que me importa es sacarte de aquí y llevarte a mi cama. Si alguien tiene que enseñarte algo, soy yo —la interrumpió él—. Y lo antes posible.



A TU MERCED: CAPITULO 32




Paula vio un tanga de encaje rojo sobre uno de los cables de los que colgaban las linternas de papel que iluminaban los jardines del club y, mirando alrededor, encontró el sujetador a juego tirado sobre unos arbustos. Y tras los arbustos se oían los reconocibles gemidos de una pareja haciendo el amor.


Pedro le había dicho la verdad: los jugadores del equipo de polo no se andaban con contemplaciones.


Habían instalado una serie de carpas en los jardines del club de campo y el efecto era como una fiesta medieval, al menos a distancia. La realidad era bastante menos romántica. Los miembros de los dos equipos rivales hacían cola en las barras para competir bebiendo alcohol mientras algunas parejas bailaban en poses que Paula sólo había visto en el Kama Sutra.


Y en medio de todo aquello, ella se sentía absolutamente sola.


Desde que llegaron al club había intentado alejarse de Pedro y no le resultó difícil porque estaba permanentemente rodeado de admiradores: sobre todo mujeres guapísimas, pero también algunos hombres que querían charlar con él o sencillamente formar parte de ese foco de atención. Paula estaba decidida a no molestar, de modo que terminó hablando con un montón de personas a las que no conocía y con las que no tenía nada en común.


Apartándose educadamente de una modelo brasileña que sólo hablaba de dietas y moda, se refugió en la carpa más cercana.


—Ah, la esquiva lady Chaves —oyó una voz a su lado—. Por fin nos conocemos.


Paula se volvió. En la penumbra de la carpa sólo podía ver el brillo de los ojos del hombre y sus blanquísimos dientes.


—Soy Francisco —se presentó—. Juego en el equipo de San Silvana con Pedro. Deja que te invite a una copa, querida, así podremos charlar un rato.


Volvió un minuto después con una copa de martini y, poniendo una mano en su espalda, la llevó de vuelta al jardín.


—¿Te importa que nos sentemos? —Francisco señaló un banco—. El partido de hoy me ha dejado hecho polvo.


—¿El polo es siempre tan violento?—preguntó Paula.


—Es duro, pero entre La Maya y San Silvana es algo más que eso. Es como una batalla.


—Eso me había parecido. La verdad, temía que alguien se hiciera daño de verdad.


—¿Alguien en particular? —preguntó Francisco.


Paula lo miró. A la luz de las linternas de papel que colgaban sobre sus cabezas vio que sus ojos eran amables, dulces. Y ella necesitaba tanto confiar en alguien…


—Sí —admitió, tomando un sorbo del cóctel—. Pero no sirve de nada que me preocupe.


—¿Por qué dices eso? Tú eres una chica guapísima.


—Eres muy amable pero, desgraciadamente, no creo que eso sea suficiente. Hay otras… cuestiones —Paula suspiró, tomando otro sorbo del delicioso cóctel y comprobando después que su copa estaba ya vacía—. Me gusta mucho. ¿Qué es?


—Vodka con chocolate. Está rico, ¿verdad? —rió Francisco—, Creo que en el cielo deben de tomarlo todo el tiempo, pero como no sé si yo soy lo bastante bueno como para ir allí, lo bebo siempre que puedo. Espera, voy a pedir otro y luego me contarás qué es eso que tanto te preocupa. Quién sabe, a lo mejor puedo ayudarte.




sábado, 29 de septiembre de 2018

A TU MERCED: CAPITULO 31




Había una magia especial en los jardines de San Silvana al atardecer. Normalmente, después de un día en la oficina o en el campo de polo. 


Pedro se relajaba en la terraza con una copa en la mano. Ver el sol escondiéndose tras los árboles y creando sombras sobre el paisaje era suficiente para hacerlo olvidar los problemas o endulzar una derrota deportiva.


Pero no aquella noche.


Apoyándose en la balaustrada de piedra, dejó escapar un suspiro. Había buscado la oportunidad de hablar con Paula durante todo el día, pero ahora que estaba a punto de hacerlo no sabía qué iba a decirle.


La noche anterior se había portado como un patán y lo sabía. Debería haberle dicho que su falta de experiencia le daba igual. Pero eso hubiera sido una mentira y Pedro Alfonso se enorgullecía de decir siempre la verdad.


Y la verdad era que sí le importaba.


Porque lo cambiaba todo.


Había pensado que estaba jugando a su juego, que acostarse con ella sería su victoria… qué imbécil.


La había juzgado mal, estaba absolutamente equivocado sobre ella… y ahora tenía que pedirle disculpas. Había decidido ayudarla con su negocio, pero el mal que le había hecho personalmente no era tan fácil de solucionar. El vestido de noche era una ofrenda de paz, pero totalmente inadecuada. Lo que tenía que ofrecerle era respeto, algo que debería haber hecho desde el principio si no hubiera estado tan obcecado.


Y eso significaba no ponerle las manos encima.


—Hola.


Pedro se volvió. Paula se dirigía hacia él y, de inmediato, la tensión de sus hombros y el dolor en la espalda después del golpe de un jugador de La Maya se convirtieron en algo insignificante comparado con el dolor que sentía en el pecho.


No llevaba el vestido que le había comprado. Su ofrenda de paz había sido rechazada.


—Hola. ¿Quieres una copa?


—¿Habéis ganado el partido?


—Sí.


—Enhorabuena. Yo me marché antes de que empezase el segundo tiempo.


—¿Champán?


—Sí, gracias.


Rosa había dejado una botella de champán en un cubo de hielo y, mientras la descorchaba, Pedro tuvo oportunidad de mirarla. 


Si no la hubiera visto cosiéndola ella misma, no habría reconocido la bata de seda azul. La transformación era increíble, milagrosa. Se había convertido en un vestido con un escote que mostraba la delicada piel de su cuello, sujeto a la cintura y con una abertura a un lado que dejaba al descubierto sus piernas cuando se movía…


El deseo explotó dentro de él como la espuma del champán.


¿Cómo iba a dejar de tocarla?, se preguntó.


—Bonito vestido.


—Ah, perdona, debería haberte dado las gracias por el que me enviaste. Era precioso.


—No tienes por qué. Está claro que no te ha gustado.


—Supongo que lo eligió Giselle.


—No —dijo Pedro. Su ayudante le había dado el nombre del diseñador, pero había sido él quien describió a Paula por teléfono: su tamaño, su figura, sus extraordinarios ojos verdes—. Lo había elegido yo mismo.


—Ah —Paula lo miró mientras le daba la copa.


—No quiero hacerle creer a nadie que la moda sea uno de mis puntos fuertes. Lo encargué por si acaso… por si no tenías nada que ponerte.


Ella tuvo que disimular su irritación.


«No quiero hacerle creer a nadie que la moda es uno de mis puntos fuertes».


¿Qué quería decir con eso, que ella sí quería hacerle creer eso a los demás? De repente se alegró de no haberse puesto el vestido.


—Bueno —dijo, levantando su copa—. Por ti, el ganador. Otra vez. Debe de ser muy aburrido ganar siempre, ¿no?


—Yo nunca doy nada por sentado.


La tensión entre ellos, velada por una fina capa de cortesía, empezaba a resultar insoportable.


—Supongo que deberíamos irnos.


—No hay prisa. Pero te advierto que estas fiestas pueden acabar siendo una pesadilla. Los jugadores de polo son tan apasionados con las mujeres como con sus caballos, así que ten cuidado.


—Ah, gracias por la información, pero no debes preocuparte por mí. Puede que sea virgen, pero no soy una niña pequeña. He estado en muchas fiestas —Paula se tomó el champán de un trago—. Y no creo que mi virtud esté en peligro ya que, según parece, soy poco atractiva. ¿Nos vamos?


—Paula…


Pero ella ya había entrado en la casa.


Era evidente que no tenían nada que decirse.