miércoles, 26 de septiembre de 2018

A TU MERCED: CAPITULO 19




Unas manos expertas se movían firme, lentamente, por la dolorida espalda de Pedro, relajando sus músculos, alejando la tensión.


O ésa era la idea.


Tumbado boca abajo en la camilla se movió, inquieto, girando la cabeza para ver el bonito trasero de Madalena mientras masajeaba su espalda.


Necesitaba aquello, se dijo. El partido de Los Bárbaros contra Inglaterra lo había alejado del equipo de polo y había pasado los tres últimos días sobre la silla, trabajando obsesivamente en su técnica y conociendo a los nuevos caballos antes del próximo partido.


—Está usted muy tenso, señor Alfonso—dijo Madalena.


Haciendo un esfuerzo, Pedro intentó pensar en sus nuevos caballos. La energía de la yegua parecía indicar que le daría todo lo que le pidiera, mas rápido, mejor, con más bravura de la que esperaba. Con su color dorado y sus crines rubias, era absolutamente preciosa.


¿A quién le recordaba?


—Tiene que relajarse, señor Alfonso.


«Concéntrate, piensa sólo en el juego».


El partido del día siguiente era importante. San Silvana y La Maya eran viejos rivales y entre los ocho jugadores estaban algunos de los mejores de Argentina. Por eso llevaba tres días entrenando sin parar. Por eso debía relajarse. 


Tenían que recuperar el título que el equipo de La Maya les había quitado el año anterior, y si no dejaba de pensar…


—Ya está bien, Madalena —dijo entonces, sentándose abruptamente.


La masajista se detuvo, sorprendida.


—Pero si acabamos de empezar. Tiene la espalda muy tensa y…


—No, es mejor que lo dejemos.


El masaje de Madalena no conseguía relajarlo esa noche. No podía soportar el roce de sus manos porque su mente se negaba a concentrarse en las tácticas del partido del día siguiente y, en lugar de eso, insistía en volver al mismo territorio peligroso.


Paula Chaves.


Era increíble. Había pensado que al menos, se molestaría en fingir que estaba trabajando, pero Giselle le había informado que, aparte de un par de horas el primer día, ni siquiera había vuelto a cruzar una palabra con lady Chaves.


Y esa tarde, al verla en el jardín, había quedado bien claro por qué. Paula no podía hacer que sus contactos de Londres le enviasen diseños que haría pasar por suyos con Giselle sentada a unos metros de ella. Era lógico que hubiese parecido tan asustada cuando lo vio llegar.


Pedro suspiró, dejando caer la cabeza. Llegaría en unos minutos para mostrarle lo que, supuestamente, había estado haciendo. Quizá entonces podría decirle que era un fraude.


Y después de eso, lidiaría con el otro asunto que había quedado pendiente entre ellos, como una bomba en peligro de explotar en cualquier momento.


Durante seis años había estado furioso consigo mismo por dejar que el deseo nublara su buen juicio aquella noche. Pero lo que lo molestaba ahora no era lo que había hecho, sino lo que no había hecho. Si hubiera llevado preservativos, como solía hacer siempre… si no la hubiera dejado en el invernadero, si la hubiera hecho suya en el banco de piedra, no estaría tan torturado por lo que se había perdido.


Entonces lo habían castigado por un pecado que no había cometido, pensó. Y como ya había pagado el precio, ¿no era justo que ahora probase la fruta prohibida?



A TU MERCED: CAPITULO 18




—¿Cómo va todo por ahí? Dicen que la casa de Alfonso es una maravilla.


Paula vaciló, mirando el hermoso jardín por la ventana.


Esteban Phillips era el gerente de la empresa de equipamiento deportivo que había manufacturado el uniforme del equipo inglés y habían llegado a conocerse bien durante los meses que trabajaron juntos. El «gran desastre de la camiseta» los había unido mucho, pero aun así no tenía tanta confianza como para contarle ciertas cosas.


—Es una maravilla, desde luego. Hace un tiempo maravilloso y he pasado los últimos días trabajando en el jardín, a la sombra de un árbol. Desde luego, esto es mucho mejor que estar todo el día en un estudio diminuto y abarrotado de telas.


Esteban dejó escapar un suspiro pero fue Paula, imaginando el tráfico pasando al otro lado de la ventana en Archway Road, quien sintió envidia.


Si él supiera, pensó después de colgar. San Silvana era un paraíso, pero incluso el paraíso podía ser muy solitario cuando las otras personas que vivían en él te odiaban a muerte.


Fue un alivio que en los tres días que llevaba allí no hubiera visto a Pedro, pero lo que la molestaba era la certeza de que Giselle lo veía todos los días.


La abierta hostilidad de la ayudante era muy desagradable, pero podía soportarla. Lo que no podía soportar era cómo cambiaba por completo cuando hablaba con él por teléfono. Viéndola girar el sillón por tercera vez esa mañana mientras cruzaba sus largas piernas y hablaba con tono meloso, Paula decidió que no terminaría nunca el encargo si se quedaba allí… y que seguramente acabaría tirándole algo a la cabeza.


Así que tomó sus papeles y su ordenador y salió al jardín para trabajar bajo un cedro. Desde allí podía ponerse en contacto con la fábrica de Londres, además de terminar los cuatro diseños que había empezado a esbozar en el avión.


Pero, aunque el trabajo iba bien, ella se sentía fatal, como cuando era niña, después del accidente. Desde entonces y durante un tiempo intentaba evitar situaciones que pudieran ser remotamente inseguras. Y así era como se sentía en aquel momento, pero no era su codo lo que intentaba proteger, era su corazón.


De repente le pareció oír un ruido en la distancia que hizo que el vello de su nuca se erizase. 


Pensó que era su imaginación porque acababa de recordar el accidente, pero el sonido de unas pezuñas golpeando el suelo se acercaba cada vez más…


Asustada, se levantó de un salto y se colocó al lado del árbol para buscar refugio.


El caballo apareció por detrás de unos arbustos, a unos veinte metros, y Paula suspiró aliviada al ver que iba con jinete, alguien que podría hacerlo parar o, al menos, alejarlo de ella.


Su corazón dio un vuelco al ver que el jinete era Pedro. Llevaba botas de montar sobre los vaqueros e iba sin sombrero a pesar del ardiente sol. Incluso ella, que no sabía nada de esas cosas, podía ver que montaba con una elegancia natural, que el brillante y poderoso animal parecía una extensión de sí mismo.


—Ah, ahí es donde te escondes. Estaba a punto de enviar un equipo de rescate.


—No estoy escondida, estoy trabajando —respondió Paula.


Pero al darse cuenta de que estaba tras el tronco del árbol se apartó, intentando disimular el miedo que le producía el caballo.


—Giselle me ha dicho que trabajabas aquí. Está preocupada.


—Ah, qué amable —dijo ella, irónica—. Por favor, dile que estoy perfectamente.


—A lo mejor podrías hacerlo tú misma cuando vuelvas al despacho.


—Estoy trabajando aquí.


—¿Aquí, en el jardín? —repitió él, incrédulo—. Querrás decir que estás tomando el sol.


—No, estoy trabajando en los diseños. Aunque tú ya no pareces muy interesado en el tema. Y tampoco pareces precisamente encadenado a tu escritorio, por cierto.


El caballo se movía de un lado a otro, levantando la cabeza y moviendo los ojos de una manera que a Paula le parecía alarmante.


Pero no la asustaba tanto como el tono letal en la voz de Pedro cuando dijo:
—No tengo por qué darte explicaciones.


—¿Y yo sí tengo que dártelas a ti?


—Exactamente. Creo que ha llegado el momento de echar un vistazo a lo que estás haciendo. Nos vemos a las siete, en la casa de la piscina.



martes, 25 de septiembre de 2018

A TU MERCED: CAPITULO 17




Eso era lo que se llamaba «ser pillada con las manos en la masa», pensaba Pedro, recordando su expresión de desafío cuando sacó los preservativos del bolsillo. No dijo nada, probablemente porque era lo bastante inteligente como para saber que incluso ella. 
Paula Chaves, que siempre conseguía salir airosa de cualquier situación, estaba arrinconada. Era precisamente su costumbre de seducir y flirtear para salirse con la suya lo que acababa de quedar al descubierto.


Porque resultaba evidente que eso era lo que había intentado hacer: usar todos sus trucos para tenerlo comiendo en la palma de su mano cuando aterrizasen en Argentina; el inconveniente encargo de diseñar los uniformes, olvidado por completo.


Esa confianza en su poder de seducción era impresionante y Pedro se preguntó cuántos hombres habrían caído en sus redes.


Normalmente se le alegraba el corazón cuando llegaba a la carretera que llevaba a San Silvana, el único sitio que podía llamar su hogar, el único sitio en el que podía relajarse de verdad. Pero ahora, con Paula Chaves sentada a su lado, la posibilidad de relajarse parecía tan remota como viajar a la luna.


El chófer atravesó los postes que daban entrada a la finca de San Silvana y Pedro vio la casa a lo lejos, al final de una avenida flanqueada por eucaliptos. Al menos, al contrario que en el interior del jet, San Silvana era lo bastante grande como para que no tuvieran que estar uno encima del otro.


Una frase desafortunada, desde luego.


—¿Esta es tu casa?


La voz de Paula interrumpió sus pensamientos. 


Estaba inclinada hacia delante, mirando el edificio medio escondido entre los árboles y, por un momento, la dulzura de su perfil con su naricilla respingona, lo pilló desprevenido.


—Bienvenida a San Silvana.


—Es impresionante.


—La civilización también ha llegado hasta esta lejana esquina del planeta —replicó Pedro, irónico—. ¿Qué esperabas, que viviera en una chabola con tejado de uralita?


—¿Como dices?


—¿Creías que la modernidad se limitaba a las costas de Inglaterra?


Paula lo miró, perpleja.


—¿Y tú crees que nací ayer? Por supuesto que no. Pero me intriga que tengas una mansión como ésta.


—¿No entiendes cómo la he conseguido?


—Tú mismo me contaste que no tenías familia y que habías trabajado mucho para conseguir todo lo que tienes —Paula se encogió de hombros—. ¿A qué te dedicas exactamente?


—Negocios.


Ella bajó la ventanilla para ver mejor la casa… y también para escapar de su mirada. Construida a finales del siglo XIX la casa, de estilo colonial, se levantaba en medio del llano argentino como una tarta decorada.


Cuando Pedro le dijo que vivía en una estancia había imaginado algo rústico y discreto, una bonita granja o algo parecido. Aquel palacio de ensueño era una sorpresa más.


—¿Qué tipo de negocios? ¿Venta de armas, contrabando de opio?


—Compro empresas que tienen problemas de liquidez. Si merece la pena salvarlas, invierto en ellas y las vuelvo a levantar. Si no, las cierro y vendo los activos.


Lo decía con tal frialdad que Paula sintió un escalofrío por la espalda, pensando en la montaña de facturas en su estudio que ni siquiera se atrevía a abrir.


—Ah, ya, qué bonito.


—No, no lo es. Pero es que el mundo real no es siempre bonito.


El coche se detuvo frente a la casa y Paula desabrochó el cinturón de seguridad. Estaba claro que aquel bárbaro pensaba que una chica como ella no sabría nada de la realidad de la vida.


Ojalá.


—Lo sé muy bien —contestó con admirable calma mientras el chófer le abría la puerta—. Pero no creo que sea muy agradable para nadie ver cómo cierran tu empresa. Claro que supongo que eso te importa un bledo —Paula salió del coche y miró el magnífico frontal de la casa—. Lo que cuenta, evidentemente, son los beneficios.


Pedro no contestó; no podía hacerlo, pensó ella. No podía encontrar una replica cuando la evidencia estaba frente a los dos.


—Claro que no se te habrá ocurrido pensar que tras cada fracaso profesional hay muchos corazones rotos. Y no se puede poner un precio a los sueños rotos, ¿no te parece?


Cuando se volvió, el chófer estaba sacando las maletas del coche, pero no había ni rastro de Pedro. Atónita, miró alrededor y lo vio dirigiéndose a la casa.


Ah, bien, el «millonario hecho a sí mismo» había olvidado mostrarse educado con su invitada. Era de esperar.


Sin decir nada. Paula siguió al chófer hasta la puerta.


—Entra —dijo Pedro—. Giselle te llevará a tu habitación.


—¿Giselle? 


—Mi ayudante.


—¿Dónde vas tú? —le preguntó al ver que volvía al coche.


—La temporada de polo está a punto de empezar. Voy a los establos. 


Los establos.


Muy bien, ése era un sitio donde estaría a salvo porque ella no pensaba acercarse a un caballo.


El interior de la casa tenía un aspecto fresco y acogedor en contraste con aquel día tan caluroso. Paula asomó la cabeza para buscar a Giselle, preparada para encontrarse con alguna chica con aspecto de modelo.


—¡Hola! Perdóneme, señorita Chaves, he venido corriendo. Pase, por favor.


Paula sonrió, aliviada. La mujer debía de tener unos sesenta años y era bajita y robusta, con el pelo gris sujeto en un moño y un delantal de flores.


—Usted debe de ser Giselle.


La mujer soltó una carcajada.


—No. qué va…


—Gracias, Rosa —oyeron una voz entonces—. Yo me encargo de lady Chaves.


A Paula se le encogió el corazón al ver al prototipo de la belleza sudamericana caminando seductoramente por el pasillo con unas sandalias de tacón imposible.


—Lady Chaves —la saludó, con una sonrisa que no llegaba a sus ojos—. Yo soy Giselle la ayudante de Pedro.


Fueran cuales fueran sus otros talentos, y Paula podía imaginarlos, quedó bien claro mientras la llevaba por el amplio pasillo de techos altos que Pedro no la había contratado por su habilidad para las relaciones públicas o por hacer que los invitados se sintieran cómodos. 


Incluso caminando tres pasos por delante de ella y hablando sólo cuando era estrictamente necesario, conseguía mostrarse antipática. Pero con Giselle en nómina, Pedro no tendría que comprar un perro guardián, pensó, irónica.


Por fin llegaron a una sala amplia y soleada desde la que podía verse un jardín de los que la gente en Inglaterra pagaba por ver. La sala estaba amueblada de manera sencilla y moderna, con una enorme mesa de trabajo, dos escritorios y una máquina de coser que, seguramente, acabarían de comprar.


—Esta será su zona de trabajo —dijo la joven, sacudiendo su oscura melena.


Paula miró alrededor, asintiendo con la cabeza. Desde luego era mejor que su estudio en Soho, situado sobre un salón de tatuajes.


—¿Y ese escritorio de ahí?


—Es mío —la sonrisa de Giselle le recordó a la de un cocodrilo, lánguida y peligrosa.


—Ah, qué bien —estaba claro que Pedro le había pedido que la vigilase, quizá para comprobar que no llevaba allí una legión de «diseñadores de verdad» cuando él se diese la vuelta—. ¿Dónde está el despacho del señor Alfonso?


—Allí—contestó la ayudante, haciendo un gesto casi posesivo con la mano mientras señalaba una puerta—. Si quiere verlo, sólo tiene que decírmelo.


—Gracias —murmuró Paula, con los dientes apretados.


Se helaría el infierno antes de que le pidiese nada.



A TU MERCED: CAPITULO 16




El cielo se había vuelto de un tono rosa pálido cuando Paula por fin cerró el ordenador y se pasó una mano por la cara. Le escocían los ojos y le dolía el cuello, pero había esbozado cuatro diseños diferentes para el consejo de administración de Los Pumas. Apoyando la cabeza en el respaldo del asiento cerró los ojos y respiró profundamente, cansada pero contenta…


Abrió los ojos unos segundos después. 


Pedro estaba a su lado, con esa sonrisa burlona que no parecía abandonar nunca. Tenía el pelo mojado de la ducha y, a la luz dorada de la mañana, parecía el modelo de un anuncio de colonia masculina: relajado, moreno, fresco y guapísimo.


—Buenos días. ¿Has dormido bien?


—No, no he dormido, estaba trabajando y he cerrado los ojos un momento…


—¿Otra siestecita?—la interrumpió él—. Ah, claro. En cualquier caso, te alegrará saber que vamos a aterrizar en unos minutos.


Nada le gustaría más que darse una ducha y cambiarse de ropa, pero no había tiempo para eso, de modo que sólo pudo lavarse la cara antes de volver al asiento.


Después de aterrizar observó a la tripulación colocando la escalerilla del avión mientras dos hombres uniformados entraban en la cabina y hablaban un momento con Alberto…


Pero entonces vio el brillo de las pistolas en sus cinturones y se volvió, asustada.


—¡Pedro, mira!


—¿Qué?


—Van armados.


El levantó la cabeza. Su expresión no se alteró mientras miraba a los hombres pero, en silencio, empezó a desabrochar el cinturón de seguridad.


—No hagas ningún movimiento brusco y haz todo lo que yo te diga —murmuró.


Paula asintió, sabiendo instintivamente que, si alguien podía protegerla, era él.


—Puedes empezar por sacar tu pasaporte del bolso.


Ella lo miró, sorprendida y enfadada por la estúpida broma, cuando los dos hombres uniformados se acercaron para saludarlo con toda cordialidad. Eran oficiales de aduanas y se mostraban más que amables.


Aquél no era un avión normal y Pedro Alfonso, evidentemente, no era un pasajero normal. Por supuesto, no tendrían que esperar cola para pasar por la aduana. Allí era donde la montaña iba a Mahoma.


Mientras Pedro hablaba con ellos, Paula lo escuchaba, fascinada. Ese era el idioma en el que se había educado de pequeño, pensó. Y era como ver una maravillosa obra de arte en el lugar apropiado.


Siempre había hablado inglés perfectamente, de modo que nadie podría imaginar que no era su lengua nativa, pero había una ligera tensión en su tono, una formalidad que contribuía a darle un aire distante, foráneo.


No era así cuando hablaba en su propio idioma. 


Entonces su voz flotaba como una caricia, una promesa, una invitación. Con el estómago encogido, Paula inventaba significados para esos deliciosos sonidos que no podía entender…


De repente se dio cuenta de que todos estaban mirándola y que uno de los hombres, con barba, se acercaba a ella y le decía algo que no pudo entender.


—¿Qué dice, Pedro?


—Relájate, es una simple formalidad. Sólo quieren revisar tu maleta. Aquí tu título no significa nada, lady Chaves.


—Ya te he dicho que no lo uso, no sigas con el tema —replicó ella.


El hombre volvió a decir algo y Pedro lo tradujo:
—Quiere que te vacíes los bolsillos.


Paula tragó saliva. Lo único que deseaba era que se la tragase la tierra. O ser abducida por extraterrestres. Porque iba a tener que sacar un montón de preservativos delante del oficial de aduanas argentino y Pedro Alfonso.


Pero metió la mano en el bolsillo y con gesto desafiante, sacó los envoltorios plateados. El tiempo pareció quedar suspendido mientras el hombre los revisaba… y cuando soltó una carcajada el sonido de su risa hizo eco por el interior de la cabina.


Apartándose el pelo de la cara, resignada, Paula miró a Pedro, esperando que también él estuviera riendo.


Y su corazón se detuvo al ver que su expresión era tan fría y dura como el mármol.



A TU MERCED: CAPITULO 15




Paula abrió los ojos en cuanto él salió de la habitación. Unos segundos antes estaba tan cansada que se le habían cerrado los ojos, pero ahora estaba totalmente despierta, su corazón latiendo violentamente. Era como si le hubiesen puesto una inyección de cafeína concentrada.


Estar entre sus brazos le había hecho eso.


Suspirando pesadamente, apartó la manta. 


Creyendo por un momento que estaba soñando, se había dejado llevar por el placer de sentirse apretada contra su pecho…


Oh, no. no, no. Tenía que luchar contra esos sentimientos.


Levantándose de la cama, empezó a pasear por la habitación. Había sabido desde el principio que iba a ser difícil, pero no imaginaba cuánto. 


Se asustó al pensar en las horas que quedaban de vuelo, en los días que tendría que pasar con él…


No había escape alguno, nada que hacer más que dejar de pensar en Pedro. El trabajo era la respuesta, pero su ordenador estaba en la cabina y no quería volver a buscarlo. Claro que, si encontrase papel y lápiz, podría empezar a hacer algún boceto…


Paula abrió uno de los cajones de la cómoda. 


Dentro había un cuaderno de hojas blancas y miró para ver si encontraba un lápiz. Lo encontró al fondo, medio escondido entre un montón de envoltorios plateados.


Cuando descubrió que eran preservativos, una serie de imágenes poco bienvenidas apareció en su cabeza: Pedro, su piel morena en contraste con las sábanas blancas, el pelo cayendo sobre su cara mientras se apartaba de una mujer y alargaba una mano para sacar un preservativo del cajón…


Entonces oyó que se abría la puerta y, sin saber qué hacer, guardó los preservativos en el bolsillo del pantalón y cerró el cajón a toda prisa, asustada.


—Me había parecido oír ruido. Estás despierta.


—Sí, claro —dijo ella, mostrándole el cuaderno—. Me desperté cuando cerraste la puerta. Además, ya te dije que tenía trabajo, no tengo tiempo para dormir.


—Ya veo —murmuró Pedro—. Pues finges muy bien estar dormida.


—No estaba fingiendo, estaba dormida. Me has despertado tú —replicó Paula, nerviosa.


No podía evitarlo, la ponía nerviosa estar con él en un sitio tan pequeño, tan íntimo, con una cama…


—¿Entonces no quieres dormir?


—No, no me hace falta. Ya he dormido todo lo que necesitaba.


—Me alegro —Pedro empezó a quitarse el jersey.


—¿Por qué? —preguntó ella, con voz ronca.


Su irónica sonrisa fue como un jarro de agua fría.


—Porque imagino que entonces no te importará que yo duerma un rato —contestó él, abriendo la puerta—. No trabajes mucho.