martes, 18 de septiembre de 2018

AÑOS ROBADOS: CAPITULO 26



—¿Qué? ¿De verdad le hiciste una promesa a mi padre? ¿Por qué hiciste algo así?


—Él me lo pidió —dijo con voz firme e inflexible.


Paula bajó la mirada y respiró hondo. No quería que él viera lo que estaba sintiendo. Estaba tan enfadada, que dudaba que pudiera ser capaz de ocultar la emoción de sus ojos. Rabia, dolor y otros miles de sentimientos la invadieron. Su propio padre…


Él lo había sabido. Su padre había sabido que estaba enamorada de Pedro. Ella misma le había suplicado a su padre que la ayudara.


Pero después de todos esos años, él no le había dicho ni una palabra al respecto, a pesar de haber tenido muchas oportunidades: cuando ella volvía a casa por vacaciones o durante los fines de semana que él había pasado con ella en Atlanta. Si se lo hubiera contado, Paula lo habría intentado, habría intentado convencer a Pedro de que ella era la persona con la que tenía que compartir su vida. No Amalia.


Tal vez eso era lo que temía su padre. Pero, ¿por qué? Nadie más que él podría sentirse más orgulloso del hombre en que se había convertido Pedro.


Se le hizo un nudo en la garganta, pero no se desahogaría en el restaurante.


Pasara lo que pasara. Levantó su vaso de agua. 


En ese momento no podría haber tolerado el vino.


—¿Por qué? —le preguntó tras un momento. Fue una suerte que la voz le sonara con tanta fuerza.


Pedro exhaló lentamente, como si estuviera regresando al pasado de manera gradual.


—Paula, recuerda esa época. Recuérdame en ese momento. Estaba muy enfadado, había tocado fondo, había dejado el instituto, había robado. Lo había hecho todo por alejarme de mi padre, de Thrasher y de lo que la gente de allí pensaba de mí.


—Nadie pensaba nada malo de ti por lo que hizo tu padre.


—Eso es lo que siempre me ha gustado de ti, Paula. Tú sólo ves lo mejor de la gente y yo me aproveché de ello. Te utilicé como mi cuerda de salvamento cuando yo era la última persona con la que tendrías que haberte relacionado. ¿Qué hubiera pasado si mi padre no hubiera muerto? ¿Si hubiera venido a por mí cuando estuviera contigo?


Pedro se estremeció y ella pudo sentir la furia que se dirigió a sí mismo. Su frustración emanaba de la rigidez que veía en sus hombros.


—Sabía que no estaba bien, pero lo hice de todas formas. Tu padre también sabía lo que estaba haciendo y me pidió que te diera una oportunidad de tener una vida que no incluyera a un hombre como el que yo era por entonces —se encogió de hombros—. Y lo hice.


Ella abrió la boca, pero Pedro la interrumpió.


—Por favor, deja que te cuente esto. Esa noche no hablamos y tal vez es una conversación que deberíamos haber tenido hace mucho tiempo. 


Fácilmente podía haberse marchado en ese mismo momento. Había ido en su coche, no dependía de él para que la llevara, pero sabía que no debía hacerlo. Había llegado el momento. Había evitado esa conversación aquella primera noche que habían vuelto a verse. La había evitado desde entonces, pero ahora había llegado la hora.


—Tengo hijas y ahora comprendo la actitud de tu padre. ¿Con qué había crecido yo? Con un padre que utilizaba a su hijo como saco de boxeo. Ningún hombre quiere ver a su hija con un hombre así, no hasta que pueda demostrar que no seguirá los pasos de su padre.


Paula odiaba al padre de Pedro, a Manuel Alfonso, con todo su ser. Lo había odiado entonces y lo odiaba ahora. El hombre había estado a punto de hundir a su hijo emocionalmente y, cuando Pedro se había defendido, Manuel había estado a punto de matarlo.


—Háblame de esa noche. ¿Qué sucedió antes de que me encontraras en la biblioteca? —se le secó la garganta al hacerle la pregunta.


El camarero llegó, puso las ensaladas César ante ellos y Pedro le soltó la mano.


—¿Pimienta o queso parmesano?


—Sólo queso —dijo ella, intentando que el camarero se fuera cuanto antes.


Miró a Pedro, tenía el gesto tenso y los ojos oscuros. Parecía estar muy, muy lejos de allí. Qué irónico que estuvieran teniendo esa conversación ahora, en la impersonal atmósfera de un restaurante.


Pero entonces, Paula se dio cuenta de que tal vez era el mejor lugar para hacerlo. Rodeados por otros comensales, por una suave música ambiental, por un aire lleno de los maravillosos aromas de la comida… De algún modo, todo eso le restaba intensidad a la realidad del pasado y hacía que las emociones no fueran tan fuertes, que el dolor no fuera tan penetrante.


El camarero se marchó y Pedro levantó el tenedor, aunque no hizo ademán de pinchar nada en el plato.


—Mi padre siempre estaba gritando, por eso nunca propuse que estudiáramos en mi casa. Pero cuando Ana se fue a Atlanta, las cosas se pusieron muy mal — tragó saliva con dificultad—. Nadie le pondrá nunca la mano encima a ninguna de mis hijas.


Paula asintió. Lo comprendía. La vehemencia en el tono de voz de Pedro cuando pronunció esas palabras lo dijo todo. Todos los niños pequeños tendrían que tener la suerte de tener un padre como Pedro.


¿Cómo podía haberlo abandonado Amalia?


—Yo tenía diecisiete años y estaba decidido a convertirme en un hombre. Ya había tenido suficiente.


Paula quería tocarlo, quería echarle una mano por el hombro, pero sabía que eso no sería lo correcto. Tenía la sensación de que Pedro se había guardado esa historia muy dentro de él y que nunca se la había contado a nadie, al menos, no en mucho tiempo. Se preguntó si incluso su padre conocería todos los detalles.


Por eso, casi se sintió honrada de que quisiera compartirla con ella.


Pedro volvió a dejar el tenedor en la mesa y alzó esa mirada avellana cargada de angustia. A Paula se le encogió el estómago. El dolor que veía en él casi le hizo daño a ella.


—Lo empujé, con fuerza. Me sentí bien al hacerlo. Le dije que, si volvía a ponerme la mano encima, lo lamentaría.


Sabía que la infancia de Pedro había sido mala, que su padre descargaba su furia contra él, pero entonces no lo había comprendido porque ella había crecido rodeada de amor, de una madre y de un padre que lo harían todo por ella. En ese momento, se juró que iría a Thrasher a visitarlos el próximo fin de semana que tuviera libre. Los echaba de menos.


—Me fui al taller a trabajar, pero cuando volví vino a por mí. Ya me viste. Estaba hecho una pena —una sonrisa triste tocó sus labios.


No llegó a su clase de latín y ella, abatida, había decidido marcharse. Pedro se había detenido junto a ella en un coche justo delante de la biblioteca.


Paula había gritado al verle la cara: la mandíbula y la nariz rota y un ojo morado. Después había gritado aún más cuando se había subido al coche para intentar limpiarle la sangre. Después, él le había pedido dinero. Eso era lo único que había querido. Un poco de dinero, el coche y huir de allí.


—No, Pedro. No puedes irte. Si sales huyendo, nunca podrás dejar de correr — Paula nunca había comprendido cómo con quince años pudo saber eso, pero Pedro no sería el hombre que era ahora si esa noche se hubiera marchado del pueblo.


Había robado un coche del taller donde trabajaba y había golpeado otro al intentar salir del pueblo. Había visto a Pedro temblar aquella noche. Ese chico había querido huir y esconderse y ella pudo ver que el hombre en que se estaba convirtiendo sabía que ella tenía razón. Le había suplicado que fuera a ver a su padre.


Paula nunca supo qué le había dicho su padre, el sheriff, pero después de salir del hospital, Pedro se fue durante unos meses. Volvió poco antes de terminar el instituto convertido en una persona diferente. Aunque ninguna cicatriz marcaba su cuerpo, había cambiado. Había trabajado día y noche para pagar los dos coches que había estropeado, había sacado una nota muy alta en la prueba de aptitud para la universidad y le habían concedido una beca para ir a la facultad.


Todo el mundo del pueblo sabía de las palizas que le había dado su padre, de la borrachera que le había causado la muerte a Manuel Alfonso, y de la noche que Pedro había pasado en la cárcel, pero aun así él mantenía la cabeza bien alta.


—¿Alguna vez piensas en tu padre?


Pedro sacudió la cabeza.


—A veces me pregunto qué habría pasado si hubiera logrado salir de la casa antes de que el techo se le hubiera caído encima. Tal vez la cárcel lo habría enderezado y al salir hubiera podido poner su vida en orden.


Ella asintió, aunque no podía entender por qué Pedro le deseaba algo bueno a ese hombre. Pero entonces imaginó que resultaría muy difícil dejar de querer a un padre.


—¿Recuerdas esa frase que te escribí una vez en la cafetería?


Él asintió.


—Sí. «Algún día». Créeme si te digo que hubo momentos en mi vida en que eso fue lo único que tuve.


Terminaron la cena con una tranquila conversación. Ya bastaba de hablar el pasado. El pollo Vesuvio que se había pedido Paula estaba cocinado a la perfección y, aunque al principio dudo que pudiera disfrutar de la cena, sintió alivio al ver que entre los dos se había creado una atmósfera muy agradable. No tomaron ni café ni postre, sino que directamente Pedro le tomó la mano y la acompañó a su coche.


Ella ya le había dado la mano en numerosas ocasiones, pero en aquel momento, la sensación fue diferente. Más íntima. Íntima, por los secretos que Pedro había compartido.


Ya en el coche, él le rodeó la cara con las manos, la miró a los ojos y la besó.


Sutilmente deslizó los labios sobre su boca, sus mejillas y sus ojos.


—Ven conmigo este fin de semana a la cabaña. Quiero enseñarte dónde estuve ese verano.


A Paula le costó abrir los ojos y, al hacerlo, vio vulnerabilidad en su mirada.


—¿Y las niñas?


—Este fin de semana estarán con las Girl Scouts. Todo el grupo se va de acampada y también Yanina y Ana.


—Me gustaría —dijo Paula, sorprendida por haber aceptado, sorprendida de que lo estuviera deseando tanto.


Pero Pedro no le había contado toda la historia, aún quedaban piezas sueltas.


Paula condujo a casa intentando no fustigarse a sí misma. Esa noche probablemente había roto todas las reglas de una aventura y sin sacar beneficio de la misma: sexo.




AÑOS ROBADOS: CAPITULO 25




Pedro estaba esperándola en el restaurante cuando llegó. Ese hombre tenía un gusto excelente. Sardella's era uno de sus restaurantes italianos favoritos. Las paredes revocadas que representarían paisajes rurales y la chimenea de ladrillo le hicieron tener ganas de viajar a Italia. Unas velas blancas sobre bases de cristal iluminaban todas las mesas cubiertas de manteles a cuadros rojos y blancos. Era la perfecta atmósfera italiana.


Pedro se levantó cuando la vio y ella se quedó sin aliento. Había visto a ese hombre desnudo, en vaqueros y camiseta y en ropa algo más formal para ir a trabajar. Daba igual el modo en que apareciera, siempre hacía que sus hormonas bailaran al verlo.


Fue hacia la mesa tranquilamente, se tomó su tiempo para dar lugar a que las hormonas se le calmaran. Pedro le retiró la silla.


Paula lo miró y el sonrió y la besó en la mejilla, pero su mano izquierda dejó la silla para cubrirle una nalga, recordándole a Paula lo bien que conocía su cuerpo.


¡Y cuánto le gustaba al cuerpo de ella que él lo conociera tan bien!


Ella le apartó la mano.


—Puede verte alguien —le dijo riéndose.


—No.


Su chico malo. Estaba desconcertada. Pedro actuaba con tanta naturalidad mientras que ella estaba nerviosa.


Se sentó enfrente de ella, pero no levantó la carta de la mesa.


Ella se inclinó hacia delante.


—Bueno, ¿cuándo tenías pensando decirme que eres uno de los ganadores de la lotería?


Él detuvo su vaso de agua a medio camino de su boca. La miró a los ojos.


—Al principio, creí que lo sabías.


Esa era una de las cosas que le gustaba de Pedro, nunca intentaba inventar ninguna excusa ni mostrarse sorprendido.


—Hasta bromeé sobre ello con todo el mundo la primera vez que salimos.


—Eso era lo que pensé… que era una broma. Mucha gente hace bromas sobre la lotería.


Pedro se encogió de hombros.


—En ese momento pensé que no quería contártelo.


Bien, más sinceridad. Eso también le gustaba. El camarero llegó, les sirvió vino tinto y anotó la comida.


Una vez que se alejó de la mesa, Paula se inclinó hacia Pedro.


—¿Temías que sólo te deseara por tu dinero? —le preguntó en tono de broma porque estaba claro que sólo lo deseaba por su cuerpo.


Pero Pedro no sonrió. Ni siquiera pareció encontrarle nada de gracia al chiste.


Paula había ahondado precisamente en el tema que más incómodo le hacía sentir a Pedro, pero ¿qué había dicho exactamente? Algo sobre desearlo sólo por su dinero.


Una mujer estaría loca si no deseara a Pedro por el hombre que era, tuviera o no una fortuna. Por lo que ella sabía, la única mujer que no lo quería era… su ex mujer. La bella Amalia Alfonso.


Se suponía que estaban teniendo una aventura, y en las aventuras no se hablaba de temas personales. Aunque, claro, tampoco tenía que haber ni llamadas de teléfono ni podían dormir el uno en casa del otro. Ya que ella había roto esas reglas, también podría añadir la que atañía a unas largas conversaciones.


Además, había sentido curiosidad por esa mujer desde que Pedro había llevado a Amalia al pueblo. Paula había estado deseando que llegaran esas vacaciones de Navidad en las que él volvería de la universidad ya que, por fin, había reunido valor para pedirle una cita. Pero todo se vino abajo cuando vio cómo era la bella Amalia y lo feliz que parecía hacer a Pedro


Resignada, relegó a Pedro a ese rincón de su corazón reservado para los hombres completamente inalcanzables. Después de oír que había tenido gemelas, nunca volvió a buscar información sobre él y afortunadamente él no había tenido ninguna razón para volver a Thrasher, por lo que no habían vuelto a verse.


Después de dar un largo sorbo de vino, Paula lo miró. Temía hacerle la siguiente pregunta, temía su respuesta:
—¿El dinero hará que vuelva?


Él asintió.


—Sin duda.


—¿Quieres que vuelva?


—No.


Pedro no dio más explicaciones y eso le gustó. Le había dado una respuesta sencilla, pero su tono denotaba mucha emoción. De ningún modo quería volver a tener relación con su mujer. Una calidez que nada tenía que ver con el deseo que
sentía por Pedro la embargó.


Él le tomó la mano por encima de la mesa.


—Lo único que me interesa ahora mismo es una célebre investigadora privada.


A Paula eso le gustó todavía más.


—Cuando éramos pequeños creía que eras demasiado buena para ser verdad. Dulce, inteligente. ¿Sabes? En realidad el latín no se me daba tan mal como te hacía creer —alzó su copa de vino—. Nunc est bibendum.


Es hora de beber.


Paula se rió. No recordaba mucho latín, pero las frases relacionadas con tonterías, con bebida y con sexo parecían habérsele quedado grabadas.


—¿Y cómo es que nunca te me insinuaste? —le preguntó ella.


Los hombros de Pedro se tensaron cuando él apartó la vista.


—Porque se lo prometí a tu padre.




AÑOS ROBADOS: CAPITULO 24




Pedro colgó el teléfono y se recostó en la silla. 


Esa llamada no se había desarrollado del todo como había esperado. Por la mañana se había marchado de casa dejando allí a una Paula sonriente, saciada, y sexy para por la tarde encontrarse con la señorita Chaves y sus reglas.


No había querido marcharse a trabajar, pero después de ver su reacción al teléfono, seguro que a ella le había alegrado que él saliera de su apartamento.


¿Así que lo quería sólo para el sexo? No quería que la llamara, no quería que la llevara a cenar. 


Quería sexo y sólo sexo.


Suponía que debería estar saltando de alegría. 


¿No era eso lo que los hombres querían? ¿Mucha acción entre las sábanas y nada de ataduras ni compromisos?


Tal vez una parte de él lo quería así, pero no con Paula Chaves. Nunca con Paula.


La mujer, la chica que había sido una vez, le había salvado la vida.


Una cosa que Pedro sabía muy bien era que nunca debía mirar atrás. Había aprendido esa lección por las duras el año en que cumplió diecisiete, el año en que su padre murió tras beber demasiado y prenderle fuego a la casa accidentalmente. El año en que la amargura y la furia de su padre explotó y casi lo mató a él también.


Nunca miraba atrás, pero ahora algo le estaba llevando de nuevo a ese momento.


Probablemente era el hecho de estar reavivando su relación con Paula, o tal vez simplemente había llegado el momento de enfrentarse al pasado.


Reavivar no era la palabra exacta. La relación que tenían nunca había florecido, porque él no lo había permitido. Mientras creció en Thrasher, Paula fue la única persona que lo miró con unos ojos que no estaban cargados de desdén ni de pena.


Ella nunca lo vio como si fuera escoria y por eso la quería.


Suspiró y se frotó la cara con las manos. Habría tenido que estar ciego para no ver que esa Paula de quince años estaba encaprichada de él. Se había deleitado con el hecho de saber que la hija del jefe de policía, la chica más buena de Thrasher y él podrían haber tenido algo cuando él hubiera querido.


Entonces ella le pasó esa nota. «Algún día». 


Con esa única palabra le había dado esperanza y le había hecho ver que Paula Chaves era especial.


Se echó hacia delante en la silla y tocó una pila de papeles que tenía sobre el escritorio.


¿Y si no se hubiera convertido en alguien prohibido después de lo que sucedió aquella noche? ¿Y si no hubiera conocido a su ex mujer?


Entonces, no habría tenido a sus hijas.


Pedro apartó los papeles. Ésa era la razón por la que no se planteaba ese tipo de preguntas y no se cuestionaba el pasado.


Había involucrado a Paula en su vida, le había dado la espalda y se había casado con Amalia.


Amalia. Incluso a pesar de todo lo que le había hecho pasar, Pedro se sintió culpable por el alivio que había sentido cuando ella se marchó de casa. Él se había quedado con las gemelas y había cometido muchos errores, pero nunca miraba atrás; no tenía tiempo para hacerlo. Sus noches y días los había pasado ganándose un sueldo, intentando cuidar de sus hijas y asegurándose de que tuvieran una infancia mejor que la suya. De que él fuera mejor padre que el suyo. Y el modo de hacerlo había sido alejarse de todo lo que le desviara de ese propósito; por eso, nunca había mirado atrás.


Pero con Paula, había cambiado. Ella le importaba. ¿Por qué? ¿Qué la hacía tan especial? Era la primera vez en mucho tiempo que le importaba alguien más aparte de sus hijas y de la familia de su hermana. Y se sentía bien. Su mente comenzó a viajar al pasado, al momento en que Paula y él estaban creciendo. A cuando no había tomado las decisiones correctas.


¿Podría llevar dos vidas distintas? ¿Ser un padre que adoraba a sus hijas y que se mataría en el trabajo para asegurarse de que tuvieran todo lo que se merecían, pero al mismo tiempo ser un hombre que podía disfrutar de unas horas de placer con una mujer que le gustaba y cuya atrevida boca lo volvía loco? Después de todos los errores que había cometido, de todo el daño que había causado… ¿debería intentarlo?


Una cosa estaba clara: antes de volver a ver a Paula Chaves, tenía que allanar el terreno de juego.


Levantó el teléfono y marcó la extensión de Penny.


—¿Tienes la cinta donde están grabadas las reglas para una aventura? ¿Las de Paula Chaves? Me gustaría volver a verla.




lunes, 17 de septiembre de 2018

AÑOS ROBADOS: CAPITULO 23




Después de pasar un tiempo demasiado delicioso en la ducha, Pedro tuvo que salir corriendo hacia el trabajo. Le había dicho a Paula que se quedara allí todo el tiempo que necesitara, y que después cerrara la puerta. 


Después de encontrar su albornoz colgado en el baño, ella dio unas vueltas por el apartamento para que se le secara el pelo. Ya que Pedro no tenía nada que se pareciera remotamente a un suavizante de pelo, quería evitar el secador para que no se le estropeara más.


No tuvo ningún reparo en mirar sus cosas personales. Pedro la había invitado a entrar. Además, era investigadora privada, él ya se imaginaría que iba a curiosear.


Claro, por eso probablemente le había dicho que se quedara. En cierto modo, quería que curioseara sus cosas. Al menos, eso fue lo que Paula se dijo.


Deslizó los dedos sobre la encimera de la cocina mientras debatía sobre qué cajón abrir y en qué armario echar un vistazo. Pero luego lo pensó mejor… ¿quién guardaba cosas interesantes en la cocina? Mejor ir al dormitorio. En los dormitorios se escondía todo lo mejor. Dio la vuelta y avanzó en la misma dirección en que Pedro la había llevado en brazos la noche anterior.


No tenía muchas opciones: una mesilla de noche destartalada y una cómoda vieja. Nada le llamaba la atención, nada le decía nada. No tenía ánimos.


Después de desabrocharse el cinturón, se quitó el albornoz tan rápidamente como pudo. Tenía que salir de allí. ¿No tenía ánimos para curiosear? ¿Pero qué le estaba pasando?


Encontró el tanga rojo tirado por la cama, cerca del sujetador. Se los puso en cuestión de segundos, y enfundarse en la gabardina no le llevó más que un momento. Enseguida se puso los zapatos y salió por la puerta.


Hasta que no estuvo a medio camino de su casa, no recordó que se había dejado olvidado el sombrero. Genial.


Ya en casa, se puso su ropa habitual y al instante volvió a sentirse ella misma.


Los lunes los dedicaba a poner en orden sus libros de contabilidad, para asegurarse de que le había hecho la factura a todos sus clientes y que no faltaba ningún pago.


Se detuvo al llegar al hombre de Brock.


Algo le preocupaba; había recibido el cheque, todo parecía estar en orden, pero aún seguía pensando en el incidente del parque, en el otro fotógrafo.


Aunque tal vez estaba siendo demasiado paranoica. El señor Brock la había contratado bajo el pretexto de un caso de infidelidad. A algunas personas les gustaba ponerle un poco de salsa a su vida sexual teniendo relaciones en sitios públicos. A otros les gustaba sacarse fotografías o grabarse en vídeo. Y a los Brock, al parecer, les gustaba combinar las dos cosas. Igual que a los Talbart.


Le habían pagado para sacarles fotos en el parque, no para investigar sus vidas.


Pero aun así, sentía que algo fallaba. Buscó su número de teléfono en el archivo, pero cuando saltó el buzón de voz, colgó sin dejar mensaje. ¿Qué iba a decirles? «¿Sucede algo extraño en sus vidas además del hecho de querer hacer el amor en sitios públicos?». De ninguna manera. Pero al ser investigadora privada, ¿debería seguir otra ruta para encontrar las respuestas que buscaba? No. Le habían pagado por los servicios que les había prestado. Caso cerrado.


Cerró el archivo y volvió a colocarlo en el armario.


Al llegar la tarde, ya había terminado todas las cuentas y había confirmado lo que imaginaba: si el negocio seguía a ese ritmo, podría contratar a un administrativo que le sería de gran ayuda.


El teléfono sonó y respondió mientras cerraba el ordenador.


—Chaves Investigaciones.


—Hola.


Pedro. A pesar de advertirle a su cuerpo que no lo hiciera, éste reaccionó ante esa voz. El pulso se le aceleró y se sonrojó.


—Hola —dijo y empezó a juguetear con el mismo mechón de pelo que antes había tenido entre sus dedos Pedro.


—¿Qué haces?


—Algo de papeleo.


—¿Esta noche tienes que hacer algún seguimiento?


Ella miró su agenda.


—No, pero sí que tengo que salir el resto de la semana.


—Ya hemos terminado con el programa por hoy. Ha ido muy bien.


Paula sacudió la cabeza. ¿Qué estaba pasando? Parecía que estaban teniendo una conversación.


—¿Por qué me llamas?


Él se tomó un instante antes de responder.


—¿Qué quieres decir? Quería hablar contigo. Llevo pensando en ti todo el día.


A pesar de la emoción que le provocaron esas palabras, también la pusieron en alerta.


—No puedes —exclamó, sonando más desesperada de lo que debería—. Quiero decir, esto no es más que una aventura. Creí que lo entenderías. No tenemos que llamarnos para charlar. No tenemos que relacionarnos de este modo.


—Una aventura, sí. Sólo sexo, no —suspiró profundamente, dando muestras de frustración—. Mira, Paula, ¿por qué no cenas conmigo? Tengo que comer. Tú tienes que comer. Vamos a comer juntos.


No lo pudo evitar. Sonrió. Dicho así, le parecía bastante razonable y esa sensación de desesperación se desvaneció. Pedro no estaba rechazando una aventura, no estaba presionando para que tuvieran algo más serio.


—Claro.


—Iré a recogerte.


Aunque no podía verla, Paula sacudía la cabeza. Había que respetar las reglas.


—Yo iré a tu casa.