martes, 18 de septiembre de 2018

AÑOS ROBADOS: CAPITULO 26



—¿Qué? ¿De verdad le hiciste una promesa a mi padre? ¿Por qué hiciste algo así?


—Él me lo pidió —dijo con voz firme e inflexible.


Paula bajó la mirada y respiró hondo. No quería que él viera lo que estaba sintiendo. Estaba tan enfadada, que dudaba que pudiera ser capaz de ocultar la emoción de sus ojos. Rabia, dolor y otros miles de sentimientos la invadieron. Su propio padre…


Él lo había sabido. Su padre había sabido que estaba enamorada de Pedro. Ella misma le había suplicado a su padre que la ayudara.


Pero después de todos esos años, él no le había dicho ni una palabra al respecto, a pesar de haber tenido muchas oportunidades: cuando ella volvía a casa por vacaciones o durante los fines de semana que él había pasado con ella en Atlanta. Si se lo hubiera contado, Paula lo habría intentado, habría intentado convencer a Pedro de que ella era la persona con la que tenía que compartir su vida. No Amalia.


Tal vez eso era lo que temía su padre. Pero, ¿por qué? Nadie más que él podría sentirse más orgulloso del hombre en que se había convertido Pedro.


Se le hizo un nudo en la garganta, pero no se desahogaría en el restaurante.


Pasara lo que pasara. Levantó su vaso de agua. 


En ese momento no podría haber tolerado el vino.


—¿Por qué? —le preguntó tras un momento. Fue una suerte que la voz le sonara con tanta fuerza.


Pedro exhaló lentamente, como si estuviera regresando al pasado de manera gradual.


—Paula, recuerda esa época. Recuérdame en ese momento. Estaba muy enfadado, había tocado fondo, había dejado el instituto, había robado. Lo había hecho todo por alejarme de mi padre, de Thrasher y de lo que la gente de allí pensaba de mí.


—Nadie pensaba nada malo de ti por lo que hizo tu padre.


—Eso es lo que siempre me ha gustado de ti, Paula. Tú sólo ves lo mejor de la gente y yo me aproveché de ello. Te utilicé como mi cuerda de salvamento cuando yo era la última persona con la que tendrías que haberte relacionado. ¿Qué hubiera pasado si mi padre no hubiera muerto? ¿Si hubiera venido a por mí cuando estuviera contigo?


Pedro se estremeció y ella pudo sentir la furia que se dirigió a sí mismo. Su frustración emanaba de la rigidez que veía en sus hombros.


—Sabía que no estaba bien, pero lo hice de todas formas. Tu padre también sabía lo que estaba haciendo y me pidió que te diera una oportunidad de tener una vida que no incluyera a un hombre como el que yo era por entonces —se encogió de hombros—. Y lo hice.


Ella abrió la boca, pero Pedro la interrumpió.


—Por favor, deja que te cuente esto. Esa noche no hablamos y tal vez es una conversación que deberíamos haber tenido hace mucho tiempo. 


Fácilmente podía haberse marchado en ese mismo momento. Había ido en su coche, no dependía de él para que la llevara, pero sabía que no debía hacerlo. Había llegado el momento. Había evitado esa conversación aquella primera noche que habían vuelto a verse. La había evitado desde entonces, pero ahora había llegado la hora.


—Tengo hijas y ahora comprendo la actitud de tu padre. ¿Con qué había crecido yo? Con un padre que utilizaba a su hijo como saco de boxeo. Ningún hombre quiere ver a su hija con un hombre así, no hasta que pueda demostrar que no seguirá los pasos de su padre.


Paula odiaba al padre de Pedro, a Manuel Alfonso, con todo su ser. Lo había odiado entonces y lo odiaba ahora. El hombre había estado a punto de hundir a su hijo emocionalmente y, cuando Pedro se había defendido, Manuel había estado a punto de matarlo.


—Háblame de esa noche. ¿Qué sucedió antes de que me encontraras en la biblioteca? —se le secó la garganta al hacerle la pregunta.


El camarero llegó, puso las ensaladas César ante ellos y Pedro le soltó la mano.


—¿Pimienta o queso parmesano?


—Sólo queso —dijo ella, intentando que el camarero se fuera cuanto antes.


Miró a Pedro, tenía el gesto tenso y los ojos oscuros. Parecía estar muy, muy lejos de allí. Qué irónico que estuvieran teniendo esa conversación ahora, en la impersonal atmósfera de un restaurante.


Pero entonces, Paula se dio cuenta de que tal vez era el mejor lugar para hacerlo. Rodeados por otros comensales, por una suave música ambiental, por un aire lleno de los maravillosos aromas de la comida… De algún modo, todo eso le restaba intensidad a la realidad del pasado y hacía que las emociones no fueran tan fuertes, que el dolor no fuera tan penetrante.


El camarero se marchó y Pedro levantó el tenedor, aunque no hizo ademán de pinchar nada en el plato.


—Mi padre siempre estaba gritando, por eso nunca propuse que estudiáramos en mi casa. Pero cuando Ana se fue a Atlanta, las cosas se pusieron muy mal — tragó saliva con dificultad—. Nadie le pondrá nunca la mano encima a ninguna de mis hijas.


Paula asintió. Lo comprendía. La vehemencia en el tono de voz de Pedro cuando pronunció esas palabras lo dijo todo. Todos los niños pequeños tendrían que tener la suerte de tener un padre como Pedro.


¿Cómo podía haberlo abandonado Amalia?


—Yo tenía diecisiete años y estaba decidido a convertirme en un hombre. Ya había tenido suficiente.


Paula quería tocarlo, quería echarle una mano por el hombro, pero sabía que eso no sería lo correcto. Tenía la sensación de que Pedro se había guardado esa historia muy dentro de él y que nunca se la había contado a nadie, al menos, no en mucho tiempo. Se preguntó si incluso su padre conocería todos los detalles.


Por eso, casi se sintió honrada de que quisiera compartirla con ella.


Pedro volvió a dejar el tenedor en la mesa y alzó esa mirada avellana cargada de angustia. A Paula se le encogió el estómago. El dolor que veía en él casi le hizo daño a ella.


—Lo empujé, con fuerza. Me sentí bien al hacerlo. Le dije que, si volvía a ponerme la mano encima, lo lamentaría.


Sabía que la infancia de Pedro había sido mala, que su padre descargaba su furia contra él, pero entonces no lo había comprendido porque ella había crecido rodeada de amor, de una madre y de un padre que lo harían todo por ella. En ese momento, se juró que iría a Thrasher a visitarlos el próximo fin de semana que tuviera libre. Los echaba de menos.


—Me fui al taller a trabajar, pero cuando volví vino a por mí. Ya me viste. Estaba hecho una pena —una sonrisa triste tocó sus labios.


No llegó a su clase de latín y ella, abatida, había decidido marcharse. Pedro se había detenido junto a ella en un coche justo delante de la biblioteca.


Paula había gritado al verle la cara: la mandíbula y la nariz rota y un ojo morado. Después había gritado aún más cuando se había subido al coche para intentar limpiarle la sangre. Después, él le había pedido dinero. Eso era lo único que había querido. Un poco de dinero, el coche y huir de allí.


—No, Pedro. No puedes irte. Si sales huyendo, nunca podrás dejar de correr — Paula nunca había comprendido cómo con quince años pudo saber eso, pero Pedro no sería el hombre que era ahora si esa noche se hubiera marchado del pueblo.


Había robado un coche del taller donde trabajaba y había golpeado otro al intentar salir del pueblo. Había visto a Pedro temblar aquella noche. Ese chico había querido huir y esconderse y ella pudo ver que el hombre en que se estaba convirtiendo sabía que ella tenía razón. Le había suplicado que fuera a ver a su padre.


Paula nunca supo qué le había dicho su padre, el sheriff, pero después de salir del hospital, Pedro se fue durante unos meses. Volvió poco antes de terminar el instituto convertido en una persona diferente. Aunque ninguna cicatriz marcaba su cuerpo, había cambiado. Había trabajado día y noche para pagar los dos coches que había estropeado, había sacado una nota muy alta en la prueba de aptitud para la universidad y le habían concedido una beca para ir a la facultad.


Todo el mundo del pueblo sabía de las palizas que le había dado su padre, de la borrachera que le había causado la muerte a Manuel Alfonso, y de la noche que Pedro había pasado en la cárcel, pero aun así él mantenía la cabeza bien alta.


—¿Alguna vez piensas en tu padre?


Pedro sacudió la cabeza.


—A veces me pregunto qué habría pasado si hubiera logrado salir de la casa antes de que el techo se le hubiera caído encima. Tal vez la cárcel lo habría enderezado y al salir hubiera podido poner su vida en orden.


Ella asintió, aunque no podía entender por qué Pedro le deseaba algo bueno a ese hombre. Pero entonces imaginó que resultaría muy difícil dejar de querer a un padre.


—¿Recuerdas esa frase que te escribí una vez en la cafetería?


Él asintió.


—Sí. «Algún día». Créeme si te digo que hubo momentos en mi vida en que eso fue lo único que tuve.


Terminaron la cena con una tranquila conversación. Ya bastaba de hablar el pasado. El pollo Vesuvio que se había pedido Paula estaba cocinado a la perfección y, aunque al principio dudo que pudiera disfrutar de la cena, sintió alivio al ver que entre los dos se había creado una atmósfera muy agradable. No tomaron ni café ni postre, sino que directamente Pedro le tomó la mano y la acompañó a su coche.


Ella ya le había dado la mano en numerosas ocasiones, pero en aquel momento, la sensación fue diferente. Más íntima. Íntima, por los secretos que Pedro había compartido.


Ya en el coche, él le rodeó la cara con las manos, la miró a los ojos y la besó.


Sutilmente deslizó los labios sobre su boca, sus mejillas y sus ojos.


—Ven conmigo este fin de semana a la cabaña. Quiero enseñarte dónde estuve ese verano.


A Paula le costó abrir los ojos y, al hacerlo, vio vulnerabilidad en su mirada.


—¿Y las niñas?


—Este fin de semana estarán con las Girl Scouts. Todo el grupo se va de acampada y también Yanina y Ana.


—Me gustaría —dijo Paula, sorprendida por haber aceptado, sorprendida de que lo estuviera deseando tanto.


Pero Pedro no le había contado toda la historia, aún quedaban piezas sueltas.


Paula condujo a casa intentando no fustigarse a sí misma. Esa noche probablemente había roto todas las reglas de una aventura y sin sacar beneficio de la misma: sexo.




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