sábado, 15 de septiembre de 2018

AÑOS ROBADOS: CAPITULO 13




La mañana del viernes llegó tras una noche en la que Pedro no había dejado de pensar en Paula, desnuda y en el asiento trasero de su coche.


Finalmente, apartó las sábanas y se levantó. 


Saldría hacia la casa de su hermana en Dunner, Georgia, justo cuando terminara el programa. Resultaba curioso que su hermana, que siempre había querido vivir en la gran ciudad, se hubiera instalado en un lugar más pequeño que Thrasher después de casarse. Pero lo cierto era que el amor podía cambiar la opinión de uno con respecto a muchas cosas.


Iba a llevar a las niñas de acampada y, aunque su cabaña estaba sólo a cuarenta y cinco minutos de Dunner, no habían ido allí desde que las gemelas habían empezado a jugar al fútbol. Pero ahora que estaba terminando la temporada, no había nada que pudiera impedir que recorriera esos altos pinares de Georgia, que asara malvaviscos bajo las estrellas y que aprovechara todo el tiempo que pudiera para estar con sus hijas.


Dejar a Solange y a Sofia, sus niñas de siete años, con su hermana y volver a Atlanta todos los lunes por la mañana era un triste recordatorio de quiénes dependían de él. La situación no era la ideal, pero las niñas eran felices con su tía y con su familia. Con su ajetreada agenda, cuidar de las niñas le había sido imposible.


Si lograran obtener el dinero de la lotería, entonces dejaría su trabajo y se dedicaría a cuidar de sus hijas.


Pedro se detuvo. No era un hombre dado a la especulación ni a fantasear. Aún no tenía el dinero y todo parecía indicar que pronto habría un juicio, ya que Liza no aceptaba la suma de dinero que le ofrecían. Y el problema era que hasta que todo se solucionara de una u otra forma, las tarifas de los abogados y las costas de los juicios acabarían comiéndose todos sus ingresos.


Eva, Nicole, Juana, Zach y él tenían una reunión a primera hora para hablar con su abogada, Julia Hamilton.


Entró en el aparcamiento y, como los empleados que trabajaban con las noticias de la mañana aún no se habían marchado, se vio obligado a aparcar en el lugar que la noche antes había ocupado el coche de Paula. El recuerdo de su respiración le atravesó los sentidos y, aunque hacía cinco segundos que había apagado el motor, encendió la radio.


Había pasado toda la noche excitado y no podía estar así durante el día. Su cuerpo lo atormentaba, su mente exploraba las posibilidades de lo que podría haber sucedido la noche antes. Fuera del coche. Dentro del coche. 


Ahora todo eso no le parecían tan malas ideas.


Respiró hondo y comenzó a pensar en que el director de la cadena le hiciera llamar para hablar sobre un incidente comunicado por los miembros de seguridad.


Había tenido mucha suerte de que no los hubieran descubierto. El guarda barría el perímetro del edificio y del aparcamiento al menos una vez cada dos horas.


Sacudió la cabeza, apagó la radio, agarró su maletín y fue hacia la sala de reuniones.


Juana, Nicole y el cámara, Zach, ya estaban sentados alrededor de la gran mesa de roble.


Juana y Nicole intercambiaron miradas y se rieron.


—Me alegra que por fin hayas llegado, Pedro. ¿Terminaste muy tarde anoche? — le preguntó Juana.


Él no entraría en ese juego, por eso se encogió de hombros y respondió con naturalidad:
—No especialmente.


Vio a Juana fruncir el ceño con gesto de decepción. Bien. Debería haber usado esa misma táctica después de que saliera a la luz ese embarazoso artículo. Tal vez entonces no habrían pasado las últimas semanas burlándose de él.


Eva entró en la sala, seguida de Julia Hamilton.


La abogada fue hacia la cabecera de la mesa, pero no se sentó.


—Acabo de saber que la señorita Skinner ha rechazado nuestra oferta de darle esa pequeña parte de las ganancias. Parece que tendremos que ir ajuicio.


Nicole se dejó caer en la silla.


—Esperaba que no llegáramos a ese extremo.


Por eso Pedro no se había permitido especular ni hacerse ilusiones con el premio.


No obstante, no podía negar que estuviera decepcionado. Aunque no pensaba que Liza mereciera el dinero, estaba dispuesto a ofrecerle una cantidad más alta con tal de obtener su parte cuanto antes.


—¿Y ahora qué? —preguntó él.


—Bueno, tenéis que decidir si queréis o no presentar una contrademanda.


—¿Basándonos en qué? —preguntó Eva.


—Por una parte, calumnia. Vuestra reputación ha quedado empañada en cierto modo. Y además, presentar una demanda retrasaría un juicio y eso iría en vuestro favor porque ella debe de estar perdiendo mucho dinero con todo este proceso.


—No tenía muchos ahorros. Me pregunto cuánto más podrá aguantar —dijo Juana.


Juana, Eva y Liza habían sido buenas amigas desde sexto curso. Pedro lo sabía porque en muchas ocasiones habían hablado de ello. Aún podía recordar sus conversaciones:
«¿Te acuerdas de cuando Greg Grimler te invitó a bailar?»


«He buscado en Google al ganso de Tommy Hardon. ¿Lo recordáis de la clase de la señorita Nease? ¡Oh, Dios mío! ¡Ahora está como un tren!»


Se conocían tanto que Juana podía predecir muy bien el comportamiento de la que había sido su amiga y, si ella pensaba que acabaría cediendo, entonces Liza probablemente se rendiría pronto.


—El problema —continuó Julia— es que aunque tendríais ventaja si el proceso se alarga y Liza acaba aceptando el acuerdo al ir quedándose sin dinero, estaríamos acercándonos a la fecha límite de ocho meses que ofrece la administración que gestiona los premios de la lotería. Estarías enfrentándoos a vuestra propia espada de Damocles.


Pedro no sabía qué era eso de la espada de Damocles o como se dijera, pero no parecía agradable. Debió de quedarse dormido en esa clase después de toda la noche trabajando en el taller. Pero los que estaban alrededor de la mesa dieron muestras de preocupación, así que tenía que ser algo malo.


—Además, como profesional, opino que una contrademanda podría haceros más daño. Ahora mismo estamos pisando suelo firme. El hecho de que le hayáis ofrecido un acuerdo a la señorita Skinner demuestra vuestra buena fe. Si presentáis una contrademanda, el jurado podría pensar que queréis venganza.


Pedro miró a su alrededor en busca de consenso. Todos asintieron.


—No creo que eso sea necesario —dijo Eva.


Julia asintió y sacó unos papeles de su maletín.


—Bien, entonces el siguiente paso serían los cuestionarios, que luego le entregaré a Kev… eh, al abogado de la señorita Skinner. No tenéis más que responder lo mejor que podáis y después los mecanografiaremos.


Mientras la reunión continuaba, Pedro pensaba que debería estar sintiéndose genial y no abatido. Había ganado la lotería, el dinero estaba retenido, pero con el tiempo recibiría sus ganancias. Liza no sería tan tonta como para alargarlo tanto que al final nadie consiguiera nada. Además, debería sentirse muy afortunado por haberse encontrado con Julia, con una mujer que sin duda lo deseaba.


Ocho horas después, estaba recorriendo la autopista de Georgia rodeado por altos árboles cubiertos de musgo. Se perdió en la belleza de las flores silvestres y en el indómito fluir de los ríos. Estando en la naturaleza era cuando verdaderamente se conocía a sí mismo y se sentía cómodo con sus defectos, pero también descubría su fortaleza.


Viajaba a Dunner cada viernes por la noche para estar con lo mejor que había hecho: sus hijas.




viernes, 14 de septiembre de 2018

AÑOS ROBADOS: CAPITULO 12





Pedro se quedó de pie en el aparcamiento, respirando entrecortadamente y no se movió hasta que no dejó de ver las luces traseras del coche de Paula, hasta que logró respirar con normalidad.


Había estado a punto de levantarle esa falda negra, de bajarle la ropa interior y de poseerla por detrás.


¿Pero qué demonios estaba haciendo?


Se cubrió la cara con las manos. ¿No se había recordado antes que tenía dos hijas pequeñas que confiaban en que no cometiera idioteces?


Hacerlo con Paula en el aparcamiento no habría sido la mejor elección.


Caminó hacia su coche sintiéndose frustrado consigo mismo, frustrado en general porque aún la deseaba.


Paula le había sorprendido. Sin duda, era la mujer más sexy que había visto nunca. Abrió la puerta del coche y metió la llave en el contacto. Al instante, volvió a pensar en lo que había estado a punto de hacer… ¡Maldita sea!


Estaba actuando como un insensato y eso lo odiaba porque había estado luchando contra ello toda su vida. Su padre le había dicho que nació siendo malo y casi había empezado a creerlo hasta que conoció a Paula.


Siempre había sospechado que había una ardiente atracción entre los dos y se había mantenido alejado después… después de aquella noche. Se pasó la mano por la cara. 


Después de que ella le hubiera salvado la vida, él le había prometido al padre de Paula que jamás volvería a relacionarse con ella. Había mantenido esa promesa, a pesar de haber visto dolor en sus ojos cuando, tras volver a casa para cursar su último año en el instituto, apenas le dirigió la palabra a su amiga.


Pero ahora eran adultos y él ya no era ese adolescente rebelde. Las promesas podían tener fecha de caducidad, pero de todos modos, no tenía nada que ofrecerle a Paula. Él la conocía. A pesar de lo que ella había dicho en el programa, sabía que querría una relación, un hombre que pudiera ofrecerle más que un buen rato entre las sábanas. Lo merecía. Merecía todas esas cosas que él también había deseado un día. Pero, ¿qué obtendría Paula estando a su lado? Nada más que unos momentos robados en un aparcamiento.


Con una gran fuerza de voluntad, dejó de pensar en Paula y en cuánto la deseaba.




AÑOS ROBADOS: CAPITULO 11




Paula se movió nerviosa en su asiento. 


Lentamente, el grupo se había disuelto en parejas: Juana con Perry, Eva con Mitchell y Nicole con Devon, que se desperdigaron entre la oscuridad de la pista de baile o las oscuras esquinas del local para estar a solas. Penny estaba en la barra charlando con un chico que le había invitado a una copa.


Paula estaba sola con Pedro y la situación comenzó a resultarle algo incómoda.


Él estaba a su lado, tan alto, fuerte y masculino. 


Si ponía su imaginación a trabajar, podía sentir el calor de su cuerpo y el perfume de su colonia. 


Un escalofrío le recorrió la espalda y entonces descubrió que se estaba engañando porque no se trataba de una situación incómoda, sino de una situación muy sensual.


La música resonaba a su alrededor y su corazón latía con fuerza.


Los dos fueron a levantar sus copas en el mismo momento y sus dedos se rozaron, permaneciendo juntos más tiempo del necesario. Ella dio un trago, necesitaba el frío del zumo para refrescarla. Había esperado a que él hiciera algo en otras ocasiones, pero ya había dejado de ser esa chica que se limitaba a ver su vida pasar. Dejó el vaso sobre la mesa y miró a Pedro.


¿Se podía ser más guapo? Las luces rojas y azules de la pista se reflejaban sobre su firme mandíbula y resaltaban sus seductores labios. Fijó la mirada en ellos, el mensaje que le había mandado no podía haber sido más claro, pero por si acaso…


—Yo nunca doy el primer paso —le dijo mirándolo fijamente.


Los hombros de Pedro se tensaron y él agarró con fuerza la botella.


A pesar de decir que era algo que ella nunca hacía, lo cierto era que ya había dado el primer paso.


—Yo sí —Pedro dejó la botella sobre la mesa, le rodeó la cara con las manos y le acarició los labios con el pulgar.


Sí. Pedro Alfonso, el chico de sus sueños, el hombre de sus fantasías, por fin iba a besarla.


Contuvo la respiración, impaciente. Ya no le importaba que la realidad destruyera su fantasía.


Él bajó la cabeza, lentamente, con una lentitud que resultó ser una tortura. Paula cerró los ojos al sentir un primer roce de sus labios, unos labios delicados y suaves, pero eso no era lo que ella quería. Le acarició con la lengua y entonces él profundizó el beso a la vez que hundía los dedos en su cabello. Pedro sabía bien, sabía a peligro y a puro fuego.


Era mejor que cualquier cosa que pudiera haber imaginado. Cuando Pedro bajó las manos y la llevó contra su pecho, ella lo rodeó por el cuello y lo arrastró hacia sí.


El beso, cada vez más intenso, le dijo a Paula cuánto la deseaba Pedro.


Eso era lo que necesitaba; había pasado mucho tiempo desde que había sentido el placer de que un hombre se sintiera atraído sexualmente por ella. El duro golpe que había sufrido su orgullo al encontrar a su prometido en la cama con otra mujer ya estaba olvidado.


—Tenemos que irnos de aquí —susurró Pedro con una voz cargada de deseo que avivó la sensibilidad de su cuerpo.


La risa de una mujer desde la mesa de al lado interrumpió el beso y Paula intentó salir de los brazos de Pedro, pero él la sujetó con fuerza.


—¿Se lo decimos a los demás?


—Ya se lo imaginarán —dijo él.


—Tengo que estar en el trabajo en treinta minutos —dijo Paula sin molestarse en ocultar su decepción. No tenían mucho tiempo.


Él la soltó.


—Entonces te acompañaré al coche —respondió con una voz tensa.


—No es necesario.


Pedro enarcó una ceja.


—Es de noche y por la noche siempre acompaño a una mujer hasta su coche.


Paula sonrió al ver a Pedro mostrarse tan protector. Podía decirle que era casi una experta en artes marciales y que la pistola que había mencionado mientras jugaban a los dardos estaba dentro de su bolso, pero no era tan estúpida. Una mujer sola era un objetivo mucho más fácil que una acompañada, y sobre todo, no estaba dispuesta a desperdiciar tiempo al lado de Pedro.


Él le tomó la mano y la sacó del local.


El fresco aire de la noche sacudió su acalorada piel y le sirvió de excusa para el hecho de que sus pezones se transparentaran a través de la blusa color lavanda.


Ninguno de los dos dijo nada de camino a la cadena de televisión y así llegaron hasta el aparcamiento.


—Aún hay muchos coches aquí —dijo ella mirando a su alrededor e intentando sacar un tema de conversación.


—Hay gente trabajando las veinticuatro horas todos los días del año, nunca se sabe cuándo puede suceder algo.


—Ahí está mi coche. El negro.


Se detuvieron junto a la puerta del coche.


—Bueno, pues… —ella buscaba las llaves en el bolso—. Me ha gustado volver a verte, Pedro.


Alzó la vista, lo miró y lo rodeó con los brazos. 


Se besaron.


Paula deseaba deslizar sus manos por todo su cuerpo. Le encantaban esos brazos tan musculosos y esas nalgas tan firmes. Enganchó una pierna alrededor de su pantorrilla y pudo sentir lo tenso que estaba. Era un hombre a punto de perder el control. Casi sonrió al sentirse tan poderosa.


Pedro le besó los ojos, las mejillas y la barbilla. 


Cuando sus labios, y después su lengua, encontraron la piel de su clavícula, ella gimió y se inclinó hacia arriba haciendo que sus caderas se tocaran. La dura protuberancia de su erección presionó contra la zona más sensible de Paula, que volvió a gemir sin importarle cómo sonaría.


Y entonces él se excitó más.


—Paula, lo que me haces… —su voz no fue más que un susurro entrecortado.


Le agarró la pierna y con delicadeza la colocó alrededor de su cintura antes de comenzar a acariciarla por encima de la rodilla y más arriba.


Ella se estremeció, enredó sus dedos entre el pelo de Pedro y le mordisqueó el lóbulo de la oreja.


—Quiero tocar todo tu cuerpo —dijo con insistencia.


Él le dio la vuelta y la colocó de cara a su coche. Paula apoyó los brazos sobre el techo del coche y dejó escapar un suave gemido cuando los labios de Pedro encontraron ese punto erógeno bajo su oreja mientras le acariciaba un pecho con una mano y deslizaba la otra lentamente por su cintura.


Cuando esa mano se detuvo y tiró de Paula hacia atrás, ella volvió a gemir, en esa ocasión ante la asombrosa sensación de sentir el miembro de Pedro presionando firmemente contra su trasero.


—Así mejor —susurró él.


Deslizó la mano bajo su blusa… buscando. La frustración invadió a Paula, que se mostraba impaciente.


—Odio mis sujetadores.


El aliento de Pedro rozó su cuello cuando éste se rió al decir:
—No, es muy sexy —finalmente, cubrió su pecho con la mano y su pezón se endureció todavía más. En ese momento, ella echó la cabeza hacia atrás para apoyarla sobre el hombro de Pedro y cerró los ojos de placer.


Empezó a jadear.


Pedro—le suplicó, no muy segura de lo que pretendía decir.


El puso la otra mano sobre su muslo y no se detuvo al llegar a sus braguitas, sino que se coló dentro. A ella le temblaron las piernas.


—Estás muy húmeda —dijo mientras la acariciaba. Cuando llegó a su clítoris, ella gritó y presionó su cuerpo con más fuerza contra su pene.


—Paula, ¡me excitas tanto!


Ella abrió los ojos y vio su rostro reflejado en la ventanilla del coche. Tenía el pelo alborotado y sobre la cara, y los labios ligeramente separados e hinchados por los besos. Tenía un aspecto algo salvaje, como el de una mujer que estaba disfrutando de su hombre.


Sonrió. Casi se rió. Estaba con Pedro Alfonso. Con el señor Perfecto, que lo estaba haciendo todo a la perfección.


Mientras él seguía acariciándola y provocándola, ella se sacudía contra su cuerpo.


Pedro gimió.


—Hazlo otra vez.


—Entonces tú haz eso otra vez —le dijo con una voz llena de satisfacción.


Satisfacción de saber que podía excitarlo tanto como él la excitaba a ella.


Pedro le lamió la nuca cuando coló toda su mano dentro de su ropa interior. Ella gimió. Su dedo pulgar le acariciaba el clítoris mientras otro dedo se adentraba en ella.


Era como una imitación del sexo. La estaba provocando. La estaba haciendo querer más. Y ella quería más. Lo quería todo.


Con la otra mano siguió acariciándole el pecho y su pezón ardía ante el tacto de sus dedos, ante la calidez de su boca en la nuca.


Le introdujo un dedo más.


—Oh, Pedro


—¿Qué? —le preguntó él, mordiéndole el lóbulo de la oreja—. Dime qué quieres. Quiero oír tu voz.


—Si no paras, voy a…


—Hazlo, Paula. He deseado verte teniendo un orgasmo desde que te he visto bailar.


Ella abrió los ojos y vio a Pedro reflejado en la ventanilla cuando, con gesto firme, introdujo un dedo más.


—Ahhh —gimió. Cerró los ojos cuando la fuerza de ese orgasmo la invadió y se contoneó contra él mientras una ola tras otra de placer la recorrían.


Después, se dejó caer contra el coche. Le temblaban las piernas, pero en ese momento lo único en lo que pudo pensar fue en tomar en sus manos esa erección que sentía por detrás.


Paula alargó la mano, pero Pedro la detuvo.


—Pero…


—Tienes que ir a trabajar —le recordó.


—Puedo llegar tarde —respondió ella con voz ronca y cansada, la voz de una mujer bien satisfecha.


Pedro la giró y la besó suavemente en los labios. Paula supo lo que significaba ese beso, era un beso de despedida.


—Quiero hacerte sentir bien —le dijo a Pedro mientras lo besaba.


—No puedo hacerte perder un trabajo por mi culpa —¿dónde estaba el chico malo que se saltaba todas las reuniones del instituto sin pensárselo?—. Cuando te haga el amor, quiero ir despacio para que podamos hacerlo durante toda la noche.


¿Qué mujer podría resistirse a eso? Pedro miró hacia atrás y añadió mirándola a los ojos:
—Y no quiero ninguna interrupción.


Con reticencia, Paula se agachó para recoger las llaves y el bolso. ¿Cuándo se le habían caído al suelo? Probablemente cuando Pedro coló la mano por debajo de su blusa o dentro de su ropa interior.


Se colocó la ropa rápidamente y no pudo contener una sonrisa. Eso era sin duda lo que había esperado que sucediera cuando esa mañana había sonado el teléfono.


Se metió en el asiento delantero del coche y Pedro, que le había cerrado la puerta, asintió cuando oyó que había echado el seguro. Se quedó en el aparcamiento hasta que la vio incorporarse al tráfico.


Paula sentía un cosquilleo en su piel, sentía calor por todo el cuerpo y una energía desbordada. Acababa de experimentar uno de los orgasmos más explosivos de toda su vida, y eso que tenía la ropa puesta. No podía esperar a ver a Pedro desnudo y metido en la cama con ella.


«Cuando te haga el amor…»


La promesa que escondían esas palabras hizo que sus manos temblaran alrededor del volante.


Era una promesa, ¿verdad? Sus hombros se tensaron y tamborileó los dedos sobre la palanca de cambios mientras esperaba a que el semáforo se pusiera verde.


Tal vez debía seguir una de sus técnicas de trabajo y ponerse en el lugar de Pedro. Sí, ésa era la razón por la que se había despedido de ella. Habían estado en el aparcamiento de su lugar de trabajo y se habían arriesgado bastante. Suspiró y se echó hacia atrás sobre el asiento. Estaba claro que no le habían dado calabazas.


Y entonces lo pensó: había tenido sexo exactamente en el mismo lugar que siempre había dicho que evitaría. Con una carcajada compungida, metió primera y se dirigió a su trabajo.




AÑOS ROBADOS: CAPITULO 10




Pedro suspiró y por fin fue capaz de apartar los ojos de la pista de baile. ¿Qué le había pasado? 


Le dio un trago a su botella de cerveza.


Había visto a una mujer bailar antes, pero no de ese modo que parecía indicar que era una mujer que disfrutaba del sexo. Se le habían endurecido los pezones.


¿Habría estado húmeda?


Y cuando esos largos y finos dedos habían acariciado su cuerpo, lo único en lo que Pedro había podido pensar había sido en sacarla de allí lo antes posible y llevarla a… ¡a cualquier parte, siempre que estuvieran solos!


Paula Chaves era una mujer sexy, además de tener un cuerpo fantástico. Pero también estaba su actitud, esa confianza en sí misma, la naturalidad con la que hablaba con él. Y cuando sus miradas se encontraban, él se veía perdido. 


Esa mirada de Paula, como si se encontrara en medio de una fantasía sexual y él fuera el protagonista, le impedía pensar con claridad.


Pedro deseaba a Paula Chaves y estaba dispuesto a recuperar el tiempo que había perdido al centrarse únicamente en sus hijas y en su trabajo.


Durante un segundo, la adrenalina sacudió su cuerpo y le embargó la satisfacción de saber que una mujer tan ardiente y sexy lo deseaba.


Pero se trataba de Paula Chaves y esa mujer en particular arrastraba consigo muchas complicaciones. El pasado de los dos. La promesa de él. La lista era interminable.


Se había liberado de las complicaciones cuando su mujer lo había abandonado.


Era necesario. Tenía dos hijas pequeñas que dependían de él y de que tomara las decisiones correctas en la vida. Les debía eso y mucho más.


Por eso, simplemente se regocijaría en el placer de que una mujer así lo deseara y dejaría las cosas como estaban.