viernes, 14 de septiembre de 2018

AÑOS ROBADOS: CAPITULO 11




Paula se movió nerviosa en su asiento. 


Lentamente, el grupo se había disuelto en parejas: Juana con Perry, Eva con Mitchell y Nicole con Devon, que se desperdigaron entre la oscuridad de la pista de baile o las oscuras esquinas del local para estar a solas. Penny estaba en la barra charlando con un chico que le había invitado a una copa.


Paula estaba sola con Pedro y la situación comenzó a resultarle algo incómoda.


Él estaba a su lado, tan alto, fuerte y masculino. 


Si ponía su imaginación a trabajar, podía sentir el calor de su cuerpo y el perfume de su colonia. 


Un escalofrío le recorrió la espalda y entonces descubrió que se estaba engañando porque no se trataba de una situación incómoda, sino de una situación muy sensual.


La música resonaba a su alrededor y su corazón latía con fuerza.


Los dos fueron a levantar sus copas en el mismo momento y sus dedos se rozaron, permaneciendo juntos más tiempo del necesario. Ella dio un trago, necesitaba el frío del zumo para refrescarla. Había esperado a que él hiciera algo en otras ocasiones, pero ya había dejado de ser esa chica que se limitaba a ver su vida pasar. Dejó el vaso sobre la mesa y miró a Pedro.


¿Se podía ser más guapo? Las luces rojas y azules de la pista se reflejaban sobre su firme mandíbula y resaltaban sus seductores labios. Fijó la mirada en ellos, el mensaje que le había mandado no podía haber sido más claro, pero por si acaso…


—Yo nunca doy el primer paso —le dijo mirándolo fijamente.


Los hombros de Pedro se tensaron y él agarró con fuerza la botella.


A pesar de decir que era algo que ella nunca hacía, lo cierto era que ya había dado el primer paso.


—Yo sí —Pedro dejó la botella sobre la mesa, le rodeó la cara con las manos y le acarició los labios con el pulgar.


Sí. Pedro Alfonso, el chico de sus sueños, el hombre de sus fantasías, por fin iba a besarla.


Contuvo la respiración, impaciente. Ya no le importaba que la realidad destruyera su fantasía.


Él bajó la cabeza, lentamente, con una lentitud que resultó ser una tortura. Paula cerró los ojos al sentir un primer roce de sus labios, unos labios delicados y suaves, pero eso no era lo que ella quería. Le acarició con la lengua y entonces él profundizó el beso a la vez que hundía los dedos en su cabello. Pedro sabía bien, sabía a peligro y a puro fuego.


Era mejor que cualquier cosa que pudiera haber imaginado. Cuando Pedro bajó las manos y la llevó contra su pecho, ella lo rodeó por el cuello y lo arrastró hacia sí.


El beso, cada vez más intenso, le dijo a Paula cuánto la deseaba Pedro.


Eso era lo que necesitaba; había pasado mucho tiempo desde que había sentido el placer de que un hombre se sintiera atraído sexualmente por ella. El duro golpe que había sufrido su orgullo al encontrar a su prometido en la cama con otra mujer ya estaba olvidado.


—Tenemos que irnos de aquí —susurró Pedro con una voz cargada de deseo que avivó la sensibilidad de su cuerpo.


La risa de una mujer desde la mesa de al lado interrumpió el beso y Paula intentó salir de los brazos de Pedro, pero él la sujetó con fuerza.


—¿Se lo decimos a los demás?


—Ya se lo imaginarán —dijo él.


—Tengo que estar en el trabajo en treinta minutos —dijo Paula sin molestarse en ocultar su decepción. No tenían mucho tiempo.


Él la soltó.


—Entonces te acompañaré al coche —respondió con una voz tensa.


—No es necesario.


Pedro enarcó una ceja.


—Es de noche y por la noche siempre acompaño a una mujer hasta su coche.


Paula sonrió al ver a Pedro mostrarse tan protector. Podía decirle que era casi una experta en artes marciales y que la pistola que había mencionado mientras jugaban a los dardos estaba dentro de su bolso, pero no era tan estúpida. Una mujer sola era un objetivo mucho más fácil que una acompañada, y sobre todo, no estaba dispuesta a desperdiciar tiempo al lado de Pedro.


Él le tomó la mano y la sacó del local.


El fresco aire de la noche sacudió su acalorada piel y le sirvió de excusa para el hecho de que sus pezones se transparentaran a través de la blusa color lavanda.


Ninguno de los dos dijo nada de camino a la cadena de televisión y así llegaron hasta el aparcamiento.


—Aún hay muchos coches aquí —dijo ella mirando a su alrededor e intentando sacar un tema de conversación.


—Hay gente trabajando las veinticuatro horas todos los días del año, nunca se sabe cuándo puede suceder algo.


—Ahí está mi coche. El negro.


Se detuvieron junto a la puerta del coche.


—Bueno, pues… —ella buscaba las llaves en el bolso—. Me ha gustado volver a verte, Pedro.


Alzó la vista, lo miró y lo rodeó con los brazos. 


Se besaron.


Paula deseaba deslizar sus manos por todo su cuerpo. Le encantaban esos brazos tan musculosos y esas nalgas tan firmes. Enganchó una pierna alrededor de su pantorrilla y pudo sentir lo tenso que estaba. Era un hombre a punto de perder el control. Casi sonrió al sentirse tan poderosa.


Pedro le besó los ojos, las mejillas y la barbilla. 


Cuando sus labios, y después su lengua, encontraron la piel de su clavícula, ella gimió y se inclinó hacia arriba haciendo que sus caderas se tocaran. La dura protuberancia de su erección presionó contra la zona más sensible de Paula, que volvió a gemir sin importarle cómo sonaría.


Y entonces él se excitó más.


—Paula, lo que me haces… —su voz no fue más que un susurro entrecortado.


Le agarró la pierna y con delicadeza la colocó alrededor de su cintura antes de comenzar a acariciarla por encima de la rodilla y más arriba.


Ella se estremeció, enredó sus dedos entre el pelo de Pedro y le mordisqueó el lóbulo de la oreja.


—Quiero tocar todo tu cuerpo —dijo con insistencia.


Él le dio la vuelta y la colocó de cara a su coche. Paula apoyó los brazos sobre el techo del coche y dejó escapar un suave gemido cuando los labios de Pedro encontraron ese punto erógeno bajo su oreja mientras le acariciaba un pecho con una mano y deslizaba la otra lentamente por su cintura.


Cuando esa mano se detuvo y tiró de Paula hacia atrás, ella volvió a gemir, en esa ocasión ante la asombrosa sensación de sentir el miembro de Pedro presionando firmemente contra su trasero.


—Así mejor —susurró él.


Deslizó la mano bajo su blusa… buscando. La frustración invadió a Paula, que se mostraba impaciente.


—Odio mis sujetadores.


El aliento de Pedro rozó su cuello cuando éste se rió al decir:
—No, es muy sexy —finalmente, cubrió su pecho con la mano y su pezón se endureció todavía más. En ese momento, ella echó la cabeza hacia atrás para apoyarla sobre el hombro de Pedro y cerró los ojos de placer.


Empezó a jadear.


Pedro—le suplicó, no muy segura de lo que pretendía decir.


El puso la otra mano sobre su muslo y no se detuvo al llegar a sus braguitas, sino que se coló dentro. A ella le temblaron las piernas.


—Estás muy húmeda —dijo mientras la acariciaba. Cuando llegó a su clítoris, ella gritó y presionó su cuerpo con más fuerza contra su pene.


—Paula, ¡me excitas tanto!


Ella abrió los ojos y vio su rostro reflejado en la ventanilla del coche. Tenía el pelo alborotado y sobre la cara, y los labios ligeramente separados e hinchados por los besos. Tenía un aspecto algo salvaje, como el de una mujer que estaba disfrutando de su hombre.


Sonrió. Casi se rió. Estaba con Pedro Alfonso. Con el señor Perfecto, que lo estaba haciendo todo a la perfección.


Mientras él seguía acariciándola y provocándola, ella se sacudía contra su cuerpo.


Pedro gimió.


—Hazlo otra vez.


—Entonces tú haz eso otra vez —le dijo con una voz llena de satisfacción.


Satisfacción de saber que podía excitarlo tanto como él la excitaba a ella.


Pedro le lamió la nuca cuando coló toda su mano dentro de su ropa interior. Ella gimió. Su dedo pulgar le acariciaba el clítoris mientras otro dedo se adentraba en ella.


Era como una imitación del sexo. La estaba provocando. La estaba haciendo querer más. Y ella quería más. Lo quería todo.


Con la otra mano siguió acariciándole el pecho y su pezón ardía ante el tacto de sus dedos, ante la calidez de su boca en la nuca.


Le introdujo un dedo más.


—Oh, Pedro


—¿Qué? —le preguntó él, mordiéndole el lóbulo de la oreja—. Dime qué quieres. Quiero oír tu voz.


—Si no paras, voy a…


—Hazlo, Paula. He deseado verte teniendo un orgasmo desde que te he visto bailar.


Ella abrió los ojos y vio a Pedro reflejado en la ventanilla cuando, con gesto firme, introdujo un dedo más.


—Ahhh —gimió. Cerró los ojos cuando la fuerza de ese orgasmo la invadió y se contoneó contra él mientras una ola tras otra de placer la recorrían.


Después, se dejó caer contra el coche. Le temblaban las piernas, pero en ese momento lo único en lo que pudo pensar fue en tomar en sus manos esa erección que sentía por detrás.


Paula alargó la mano, pero Pedro la detuvo.


—Pero…


—Tienes que ir a trabajar —le recordó.


—Puedo llegar tarde —respondió ella con voz ronca y cansada, la voz de una mujer bien satisfecha.


Pedro la giró y la besó suavemente en los labios. Paula supo lo que significaba ese beso, era un beso de despedida.


—Quiero hacerte sentir bien —le dijo a Pedro mientras lo besaba.


—No puedo hacerte perder un trabajo por mi culpa —¿dónde estaba el chico malo que se saltaba todas las reuniones del instituto sin pensárselo?—. Cuando te haga el amor, quiero ir despacio para que podamos hacerlo durante toda la noche.


¿Qué mujer podría resistirse a eso? Pedro miró hacia atrás y añadió mirándola a los ojos:
—Y no quiero ninguna interrupción.


Con reticencia, Paula se agachó para recoger las llaves y el bolso. ¿Cuándo se le habían caído al suelo? Probablemente cuando Pedro coló la mano por debajo de su blusa o dentro de su ropa interior.


Se colocó la ropa rápidamente y no pudo contener una sonrisa. Eso era sin duda lo que había esperado que sucediera cuando esa mañana había sonado el teléfono.


Se metió en el asiento delantero del coche y Pedro, que le había cerrado la puerta, asintió cuando oyó que había echado el seguro. Se quedó en el aparcamiento hasta que la vio incorporarse al tráfico.


Paula sentía un cosquilleo en su piel, sentía calor por todo el cuerpo y una energía desbordada. Acababa de experimentar uno de los orgasmos más explosivos de toda su vida, y eso que tenía la ropa puesta. No podía esperar a ver a Pedro desnudo y metido en la cama con ella.


«Cuando te haga el amor…»


La promesa que escondían esas palabras hizo que sus manos temblaran alrededor del volante.


Era una promesa, ¿verdad? Sus hombros se tensaron y tamborileó los dedos sobre la palanca de cambios mientras esperaba a que el semáforo se pusiera verde.


Tal vez debía seguir una de sus técnicas de trabajo y ponerse en el lugar de Pedro. Sí, ésa era la razón por la que se había despedido de ella. Habían estado en el aparcamiento de su lugar de trabajo y se habían arriesgado bastante. Suspiró y se echó hacia atrás sobre el asiento. Estaba claro que no le habían dado calabazas.


Y entonces lo pensó: había tenido sexo exactamente en el mismo lugar que siempre había dicho que evitaría. Con una carcajada compungida, metió primera y se dirigió a su trabajo.




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