sábado, 8 de septiembre de 2018
PERSUASIÓN : CAPITULO 34
La casa de Verónica estaba en una hermosa área elevada un poco al norte y el oeste del núcleo principal de Houston. Era una gran casa estilo Tudor de dos plantas, extendida con cómoda elegancia que proclamaba la posición privilegiada de sus propietarios.
Verónica salió corriendo por la puerta principal ni bien el aerodinámico Pontiac Trans Am se detuvo en el frente.
—¡Pedro! Me alegro tanto que hayan venido temprano. —Verónica se volvió rápidamente para incluir a Paula.— ¡Tú también, Paula!
Paula sonrió un poco nerviosa. Todo volvía a repetirse. Pero era evidente que la hermana de Pedro estaba con la mente en otra cosa, y la sensación pasó en seguida.
Verónica se apresuró a tomar a su hermano del brazo.
—Pedro, por favor, necesito tu ayuda. Todo lo demás está bajo control, pero casi me he vuelto loca con el florista. Por alguna razón.... no me preguntes cuál... nuestros pedidos se confundieron. ¿Querrías ir hasta allá y arreglarlo?
Pedro lanzó un largo suspiro de sufrimiento y murmuró, como para sí mismo:
—Sabía que debí quedarme en casa hasta la hora de la fiesta...
—¡Por favor!
—¿Por lo menos podemos entrar para beber un vaso de agua? —Su pregunta, formulada en tono de broma, aventó cualquier indicio de disgusto.
—Por supuesto. —La cara de Verónica se iluminó súbitamente con una sonrisa.— Más de uno, si quieren.
—Eres muy amable.
—Y tú también.
Hermano y hermana se miraron afectuosamente y la vehemencia de la sofisticada rivalidad reflejó una emoción mucho más profunda.
Pedro puso un brazo sobre los hombros de Verónica y otro sobre los de Paula. Cuando empezaron a alejarse con intención de llegar a la puerta de entrada, Pedro soltó una exclamación.
—Santo Dios, me olvidaba de Príncipe — dijo contrito.
Todos los ojos se volvieron al mastín que esperaba sentado en el asiento trasero.
—¿Trajiste a ese monstruo? —preguntó Verónica, a medias divertida y a medias desalentada.
—No podía dejarlo en la cabaña —repuso Pedro con tono de inocencia.
—¿Pero dónde vamos a meterlo? —gimió su hermana en una voz que de inmediato inspiró compasión a Paula.
La respuesta de Pedro fue sencilla:
—En el patio trasero, con Sophie.
—Con Sophie... Seguro. A ella no le molestará.
—¡Pero ella es una pequeña caniche! ¡El podría pisarla por accidente y matarla!
Pedro no estuvo de acuerdo.
—Príncipe no haría nada por el estilo. Es un caballero.
—¡Lo que es más de lo que yo puedo decir de cierta persona que conozco!
Paula no pudo evitarlo; lanzó una breve carcajada que hizo que Pedro la mirara con fingida indignación y levantando una ceja.
—¿Estás tratando de decirme que estás de acuerdo? ¿Qué te he hecho yo?
Paula aceptó el desafío.
—Que no me has hecho sería más apropiado. ¿Quieres que te dé una lista en orden alfabético?
Verónica observó este diálogo, enarcó una ceja en un gesto similar al de Pedro, y comentó:
—De modo que todavía no has ganado, hermano mío. ¿Qué pasa? ¿Tu técnica está fallando?
Pedro le sostuvo varios minutos la mirada a Paula antes de cambiar deliberadamente de tema:
—¿Con qué florista tienes problemas?
Verónica entendió la indirecta y respondió la pregunta. Pedro asintió y fue a dejar a Príncipe en libertad.
—Nos ocuparemos de eso —prometió.
Y se ocuparon. Pedro dejó muy bien instalado a Príncipe y Sophie no pareció molestarse demasiado por su presencia. Verónica llevó entonces a Paula a una habitación de huéspedes y le indicó dónde podía colgar el vestido que había traído para la fiesta. Y quince minutos más tarde estaban viajando otra vez. Pedro no le había dejado alternativa de quedarse y Paula ni siquiera lo pensó puesto que ahora estar con Pedro le parecía muy natural.
La confusión del florista era una cosa sencilla y la solución ya estaba en camino antes que ellos llegaran. De modo que como disponían de un poco de tiempo, Pedro sugirió que fueran a un centro de compras cercano donde quería encontrar un regalo para su madre.
—No he pensado mucho en qué le compraré, pero parece que siempre estoy comprando regalos. En nuestra familia usamos cualquier excusa para intercambiar presentes: el día de San Patricio, el Día de Acción de Gracias, el cuatro de julio. No importa.
Paula asintió, en realidad sin necesitar esa confirmación. Ella ya había sentido eso.
Posiblemente la unión de su familia era la razón de que Pedro fuera como era. Con esa clase de apoyo durante toda su vida, ¿cómo hubiera podido no ser un individuo bien adaptado?
Ciertamente, él no tenía problemas con su imagen. No le preocupaba que su actividad de escritor de cuentos para niños pudiera ser vista como una ocupación poco viril por ciertas personas. Simplemente, eso lo tenía sin cuidado. Para él, las personas que se hacían problemas por eso eran las que tenían un problema. Y Paula no podía menos que aplaudir esa actitud.
Las horas siguientes pasaron a un ritmo cómodo. Pedro le pidió opinión acerca de cada posibilidad que consideró, sin dejar un momento de tenerla abrazada por la espalda, con la mano sobre las costillas. Los cálidos dedos tan cerca del costado de su pecho hacían imposible que ella no estuviera continuamente consciente de la presencia de él. Tal como fue consciente de las miradas disimuladas y a veces no tan disimuladas que muchas mujeres le dirigieron a él. Era lunes a mediodía y muchas habían salido de sus oficinas cerca del centro de compras. Paula experimentó un impulso posesivo. Pedro estaba con ella. El quería estar con ella. Había hecho muchas cosas sólo para tenerla cerca. ¡Hasta había dicho que quería casarse con ella!
Con eso, se detuvo bruscamente. ¡Santo Dios!
¿En qué estaba pensando?
¡Tendría que controlarse severamente! No podía continuar esa línea de pensamiento. No hacía mucho ella era una mujer como esas salidas de sus oficinas, y cuando terminara la semana, volvería a serlo. No podía permitirse perder el control en esa forma.
Mientras Pedro examinaba por segunda vez un anillo que le estaba enseñando un joyero, Paula se escabulló, fingiéndose interesada en unos collares que se exhibían en una vitrina cercana.
Cuando llegó a la puerta, siguió caminando hasta que se detuvo frente al escaparate de la tienda vecina. Permaneció allí, sin ver, inadvertida, sin notar a la gente que pasaba.
Sólo una cosa le llenaba la mente: ahora podía huir, hacer lo que había querido hacer desde el principio. Pero sus pies se negaban a llevarla.
Permanecían firmemente adheridos al lugar donde ella se encontraba y así siguieron hasta que Pedro vino y se detuvo a su lado.
Paula lanzó una rápida mirada al perfil de él. Pudo ser su imaginación pero creyó ver que él estaba un poco pálido. ¿El también pensó que ella aprovecharía la ocasión?
Paula volvió a mirar el contenido de la vidriera y fijó la vista en una colección de abanicos japoneses antiguos. Respiraba aguadamente.
Oyó que Pedro también respiraba así.
Por fin, él rompió el silencio que flotaba sobre ellos, diciendo:
—Me decidí por el anillo. —Sus palabras fueron prosaicas, de todos los días, pero ella supo que no fueron lo que él realmente quiso decir.
—Bien.
Eso tampoco fue lo que ella quiso decir. Ella quería gritar, soltar un alarido, hacer algo que rompiera el hechizo que parecía envolverla. Y si no podía hacer eso, aunque pareciera ridículo, quería besarlo. Aquí mismo, ahora mismo.
Quería apretar su cuerpo contra el de él y moverse contra él hasta que ambos olvidaran el pudor y la decencia. Paula deseaba a Pedro. Deseaba tocarlo, deseaba sentir la suavidad de esa piel bronceada contra la de ella, deseaba besarlo intensamente en la boca. Lo deseaba a él totalmente, completamente, ansiaba que él la poseyera. Sin embargo siguió inmóvil, y él también.
Y cuando por fin se apartaron del escaparate, Pedro se cuidó de tocarla.
PERSUASIÓN : CAPITULO 33
Con gran sorpresa de su parte, Paula durmió bien esa noche. Había temido que con la larga siesta que hizo y los turbadores acontecimientos de la tarde, el sueño demorara en llegar. Pero las cosas resultaron diferentes. A la mañana siguiente despertó, totalmente descansada, y hasta el saludo matutino de Pedro combinado con la noticia de que pronto partirían hacia la casa de su hermana, no logró desanimarla. No sabía por qué tan de repente se sentía optimista.
Hacía años que no se sentía así, tan despreocupada, pero era así como se sentía. Y no iba a luchar contra ello, no. Era joven, estaba viva y este era un nuevo día; Cuando Pedro apareció con un extraño automóvil, salido aparentemente de ninguna parte, y la hizo subir a ella y a Príncipe, Paula no pudo dejar de hacer una observación:
—Que nunca se diga que eres un hombre aburrido. ¿Dónde tenías escondido esto...? ¿En la manga?
Pedro soltó una corta carcajada y la miró después de haber puesto el automóvil en primera velocidad.
—No, nada tan exótico —dijo—. En un garaje.
Ella lo miró sin comprender.
—Está por allá, fuera de la vista. —Señaló vagamente con la mano derecha.— Uno de los pecadillos de papá era que no quería tener nada que le recordase el mundo exterior... nada de automóviles a la vista, teléfonos, televisión. Para él, eran destructores de la mente que privaban al hombre de una imagen de sí mismo. Toleraba el aire acondicionado, el agua corriente en que insistió mi madre. La electricidad... bueno, tan fanático no era. Pero en todos los otros sentidos quería una vida más sencilla. Y yo no puedo decir que estuviera en desacuerdo con él entonces... y ahora.
Paula se relajó, pensativa, en su asiento. No, ella tampoco hubiera podido decir que no estaba de acuerdo. Por alguna razón, de lo que había llegado a conocer y apreciar, esa ideología no era sacrílega en lo más mínimo. En realidad, lo cierto era lo opuesto. El no tener teléfono fue un inconveniente al principio, cuando ella quería denunciar a Pedro a la policía. Y la ausencia de televisión era una adaptación que había que hacer, por más que ella no miraba mucha televisión cuando estaba sola en su casa. En realidad, no echaba de menos lo que había llegado a convertirse en una necesidad en la vida de la mayoría de las personas.
La atmósfera dentro del automóvil era agradable mientras viajaban a la ciudad. Príncipe, ocupando la mayor parte del asiento trasero, por fin dejó de excitarse con cada auto que se cruzaban en la carretera y el estado de ánimo de Pedro parecía armonizar con el alegre humor de Paula.
Paula no se permitía pensar demasiado profundamente. Si lo hacía podría sorprenderse de su actitud cambiada, de su curiosa excitación y entusiasmo por acompañar a Pedro a una reunión familiar, y de haber borrado de su mente sus protestas cuando Pedro le dijo a la hermana que estaban comprometidos. Si se permitían un cuestionamiento de esas ideas terminaría confundida y deprimida. Y ella no quería nada de eso. Algo le había sucedido ayer, posiblemente había estado incubándose en ella durante días. Todavía no sabía cómo llamarlo, pero ella era feliz. Por primera vez en mucho tiempo, era verdaderamente feliz. No era que ella simplemente se dijera que era feliz. Y no quería perder esa felicidad.
viernes, 7 de septiembre de 2018
PERSUASIÓN : CAPITULO 32
Al principio el toque de los labios de él en su mejilla la sobresaltó Si hubiera esperado un beso habría sido en los labios. Pero este... casi fue devastador. Los labios de él estaban suaves y sensuales cuando rozaron lentamente la piel suave como un pétalo junto a la boca de ella, atrayéndola, hechizándola, excitándola sexualmente pese a ella misma, haciéndola desear que esto fuera nada más que un preludio de cosas más intensas. Al final, fue ella quien se volvió e hizo que se unieran sus bocas, saboreando la esencia parecida a un néctar, explorando la sedosa suavidad de la piel interior, tocando la punta de la lengua de él con rápidos avances de la suya.
Era una combustión alimentándose de la combustión: el conocimiento de su capacidad para excitarlo más aumentaba la excitación de Paula. Cuánto más ella recibía, más deseaba tener...
Los dedos de Pedro se movieron con urgencia en la nuca de ella enredándose en los finos cabellos, atrayéndola hacia él. Su otra mano se alzó para apoyarse en el brazo de ella y acariciar la carne con creciente intensidad.
Paula no pudo evitarlo; su cuerpo se fundía contra él, y lentamente, como si fuese la cosa más natural del mundo, se movieron ambos con la gravedad de la tierra y se tendieron en el suelo. Las ramitas y las hojas secas hicieron de cojín para sus cabezas pero ellos no las sintieron. Hubieran podido estar tendidos sobre el más fino satén. Paula aspiró el olor penetrante de las hojas y la tierra húmeda y alzó los brazos para rodearle el cuello.
Los ardientes movimientos de sus bocas continuaron mientras él desenredaba su mano del pelo de ella y empezaba a tocarla suavemente, como aleteos de mariposa, a lo largo de la piel expuesta donde la blusa se había separado de la falda, y cada leve contacto avivaba los fuegos que en el interior de ella se convertían en llamaradas devastadoras.
Tal como hacía él, Paula se embarcó en una búsqueda de contacto más íntimo; apartó una mano del cuello de él y empezó a acariciarlo a lo largo de la columna vertebral, disfrutando con el contacto de esos músculos duros y poderosos.
Acarició los músculos y los tendones tensos, aplicó la palma de la mano sobre las costillas de él y sintió que él aspiraba profundamente.
Después, dejó que sus dedos se deslizaran sobre el vientre plano y duro...
Paula sabía que debía detenerse; también sabía que eventualmente lo haría, pero quería seguir unos minutos más. Por el momento, su cuerpo dominaba a su mente una vez más, y sin importar si ella lo deseaba o no, los recuerdos de la vez anterior en que habían hecho el amor se afirmaron rotundamente y una oleada de deseo una vez más consumió por lo menos una parte de la amarga miel que la atravesaba como un dardo ardiente. Como antes, ella sabía que era nada más que una reacción física, pero por el momento era una acción que deseaba y alentaba.
Lanzó una exclamación de sorprendido placer cuando los dedos de él subieron de la cintura para extenderse sobre uno de los pechos. El encaje de su sostén era como si no estuviera allí por la protección que le daba contra el contacto ardiente de él.
Paula lanzó un leve gemido cuando él jugueteó con los pezones que se endurecían. Inconscientemente, sus dedos empezaron a tocar ansiosos la piel de la cintura de él.
Por un momento, un rayo de cordura la iluminó y la hizo apartarse un poco. Pero un súbito temblor que atravesó todo su cuerpo se impuso vívidamente y la dominó.
Pedro la sintió temblar y apartó su boca. Pero fue solamente una pausa momentánea, pues bajó la cabeza hasta la garganta de ella y sus labios, como lava fundida, se posaron sobre la piel sensibilizada mientras con las manos le apartaba la falda para acariciarle los muslos y levantaba una rodilla para meterla entre las de ella.
Sus palabras fueron como terciopelo estremecido cuando murmuró:
—¡Dios! ¡Oh, Paula...!
Era como tratar de nadar contra una poderosa corriente... pero la racionalidad pareció reconquistar algo del control. Quizá fue la compulsión detrás de las palabras de él lo que le dieron a Paula el segundo que necesitaba para contener sus tempestuosas sensaciones...
Quizá fue el temor que regresó... Ella no lo supo.
Pero respondió a las palabras roncamente susurradas de él con un desesperado grito:
—¡No!
La negativa estuvo dirigida tanto a ella misma como a él.
Por un momento, Pedro continuó besándola, siguiendo con sus labios la curva de los pechos, donde los botones sueltos de la blusa le daban libre entrada.
—No, Pedro, por favor.
Paula empezó a retorcerse presa de pánico. ¡No podía dejarlo continuar! ¡Ella misma no podía continuar! ¡Porque si cualquiera de los dos continuaba, estaría completamente perdida! Ella deseaba que él la tocara... deseaba sentirlo plenamente, deseaba tan desesperadamente ser poseída por él que sentía en lo más profundo de su ser un dolor palpitante. Pero, no todo lo que una persona podía desear era bueno para ella misma... y Paula sabía, con tremenda certidumbre, que él no era bueno para ella, que no era bueno que él pudiera derribar fácilmente todas las barreras y hacerla olvidar todas sus firmes resoluciones... Y ahora más que nunca, eso la aterrorizaba.
Su temor debió transmitírsele a él porque de pronto todos los movimientos cesaron y, luego de unos segundos, él alzó la cabeza para mirarla a la cara.
Paula vio reflejada la pasión en esos ojos castaños, lo mismo que el deseo de ella que vio escrito en esa cara. El estaba mirándola como si no estuviera seguro de lo que acababa de oír.
Paula se retorció una vez más. Fue una señal que él no pudo dejar de interpretar.
—¿Qué pasa? —preguntó con rudeza—¿Qué sucede de malo?
Paula logró poner una pequeña distancia entre ambos. Se sentó y se apartó unos cuantos centímetros, se pasó por el pelo una mano temblorosa, tocó las briznas de hierba, hojas y ramitas y trató de quitárselas.
Evitó mirarlo directamente a los ojos.
—Quería detenerme —susurró tensamente.
Sus palabras cayeron en el silencio. Paula miró a todas partes menos a él. El sabía que ella había disfrutado con lo que acababa de suceder, que casi había pedido que sucediera.
Finalmente, Pedro se sentó y se pasó una mano por el pelo. Se lo veía firme, firme como una roca.
—Está bien. Si tú lo quieres, nos detendremos.
Esas palabras eran muy diferentes de las que Paula hubiera esperado oír en condiciones normales. Estaba volviéndose un poco cansador ese continuo comparar a Pedro con David... parecía que lo hacía constantemente, pero era algo muy humano pues se trataba de dos situaciones muy diferentes que reclamaban su atención, una en el pasado, la otra en el presente. Pero David nunca habría reaccionado así. Cada vez que ella había tratado de apartarse cuando él estaba decidido a poseerla, él se había comportado de mala manera, como un niñito malcriado. Solía enfurecerse y reprocharle su falta de respuesta, y casi siempre la obligaba a someterse. Y Pedro, en cambio, Pedro, a quien ella había alentado, ahora aceptaba su retirada sin tratar de ningún modo de hacerla cambiar de idea.
Paula se sintió miserable y lo miró, pero antes de hablar apartó los ojos.
—Lo siento. Yo...
—No tienes que explicar nada.
—Pero yo...
—Paula —la interrumpió firmemente él—, quiero que confíes en mí. Si tú no te sientes con ganas yo no quiero continuar. No soy un animal, puedo controlarme. Yo quiero complacerte, Paula. Hacer el amor no es bueno a menos que las dos personas disfruten por igual.
Una vez más Paula no supo qué contestar. Con frecuencia cada vez mayor, descubría que Pedro era una clase de hombre que ella nunca había conocido antes. ¿Era posible que fuera real?
Lo que pudo ser un momento incómodo entre los dos resultó algo diferente. Y Pedro también era responsable de eso.
Pedro se puso de pie y tendió una mano para ayudar a Paula a levantarse. Cuando ella vaciló, él le dirigió una sonrisa de aliento.
—Vamos —dijo con amabilidad—. El último que llegue a la cabaña es cola de perro.
Increíblemente, Paula empezó a reír. Nunca lo hubiera creído posible, pero así fue. Y cuando Pedro, fiel a su desafío, empezó a correr, ella también lo hizo. Llegaron a la puerta de la cabaña casi en el mismo instante, Pedro con una leve ventaja.
El la había dejado llegar casi juntamente. Sus largas piernas podían aventajarla mucho más sin esforzarse demasiado. Paula lo sabía, pero el brillo de alegría que iluminaba esos ojos castaños y la amplia sonrisa que se dibujó en ese rostro hermoso le impidieron manifestar sus sospechas en alta voz.
PERSUASIÓN : CAPITULO 31
Los treinta minutos que siguieron fueron una experiencia agradable para Paula, lo mismo que la comida que compartieron: bistecs asados, patatas fritas, ensalada verde y manzanas frescas conservadas en el refrigerador, lo que las volvía frías y crocantes.
Paula quedó ahíta. Pedro la miró, se echó hacia atrás en su silla y sonrió.
—Para ser una mujer de tu tamaño te gusta comer bastante ¿verdad?
Paula sonrió dulcemente.
—¿Deberla yo decir lo mismo de ti?
—Sería la verdad.
—Entonces, admito lo que has dicho de mí.
Pedro rió apreciativamente y dejó que sus ojos se pasearan sobre ella, haciendo que el corazón de Paula acelerara sus latidos. Paula se removió incómoda en su silla.
Después de recoger los platos sucios, Paula se acercó a la máquina de escribir y hojeó las páginas del capítulo en el que había estado trabajando el día anterior. En realidad no tenía ganas de escribir a máquina pero, de no regresar a su habitación, no sabía cómo podría pasar las horas siguientes.
Pedro la vio vacilar y sugirió:
—¿Qué dirías de que nos dedicáramos a holgazanear?
Paula volvió hacia él sus ojos violetas.
—¿Qué?
—Holgazanear. Después de todo, es domingo.
—Pero tu plazo de entrega...
—Al demonio con mi plazo de entrega. Yo soy un escritor, no una máquina.
—¡Pero no serías tú quien lo haga! ¡Sería yo!
—Y tampoco tú eres una máquina. Vamos.
No le dio tiempo para buscar más excusas, la tomó del brazo y prácticamente la sacó por la puerta.
Una vez en el porche, él aflojó la mano con que la sujetaba y empezó a conducirla simplemente como un compañero. Ella no trató de liberarse.
Caminaron en silencio hasta que llegaron al lago. Esta vez, en vez de seguir el sendero, Pedro la condujo hasta el borde del agua. Paula miró la vítrea superficie y la pared de árboles que la rodeaban hasta el horizonte.
Nuevamente, los olores de la foresta llegaron a su nariz, y a medida que sus oídos fueron acostumbrándose al silencio, empezaron a percibir sonidos. Los pajarillos gorjeaban retozones en ramas muy altas; un picamaderos estaba atareado haciendo una serie de agujeros en busca de alimento debajo de la corteja de un árbol. Sus oídos de ciudad empezaban a acostumbrarse al despoblado. Y Paula descubrió que eso era una buena sensación.
Con sorpresa de su parte, empezaba a gustarle este lugar. Comparada con el cemento, la suave alfombra de suelo arenoso empezaba a hacérsele deseable. ¡Y el aire! ¡Podía respirar de veras! Sus pulmones, acostumbrados a aspirar el aire contaminado de la ciudad durante tantos años, ahora parecían renacer en la atmósfera limpia y fresca.
Lanzó un suave suspiro y volvió la cabeza para mirar disimuladamente a Pedro. El parecía apreciar la belleza del bosque tanto como ella.
Paula volvió a dirigir su vista al lago.
—Es tan sereno... tan... —murmuró casi con reverencia, incapaz de encontrar palabras adecuadas.
Pedro esperó que ella terminara, y como no lo hizo, asintió con la cabeza.
—Después de un tiempo, uno empieza a sentirse conquistado.
Paula se volvió y lo miró de lleno.
—Realmente, tú amas este lugar, ¿verdad?
—Lo conozco desde que era muchacho. —Pedro señaló la cabaña.— Mi padre y yo construimos esa cabaña.
Paula siguió la dirección de la mirada de él.
—¿De veras? —En su mundo la gente no construía sus propias casas... contrataban a otras personas para que lo hicieran.
—En un verano, cuando yo tenía quince años.
Pedro se dejó caer en el suelo para sentarse bajo un gran pino. Dio unas palmaditas en el suelo para que Paula también se sentara.
—¿Tu padre... sabía mucho sobre la construcción de cabañas? —preguntó ella.
Pedro se permitió una leve sonrisa.
—No. Era geólogo de una compañía petrolera, en realidad.
Paula trató de comprender.
—¿Entonces... cómo?
—Fuimos a la biblioteca y nos informamos. Se puede hacer eso, sabes. Es posible encontrar instrucciones para construir casi cualquier cosa... si sabes dónde buscar.
—¡Pero sin duda se necesitó más que eso!
Mucho trabajo duro. Tuvimos que despejar el terreno - Pedro hizo una pausa como si estuviera recordando.— Después usamos los árboles que cortamos para hacer los troncos. Queríamos seguir lo más de cerca posible los métodos que usaron los pioneros cuando colonizaron el este de Texas, por lo menos en la parte exterior. —Pedro levantó del suelo una aguja de pino y empezó a hacerla girar entre el pulgar y el índice.— Mi papá amaba esta tierra. Después que la cabaña estuvo terminada, solía venir aquí todos los fines de semana que podía y se dedicaba a pintar. Y después, cuando se retiró, pasaba aquí semanas enteras. Mi madre nunca tuvo motivos para estar celosa de otra mujer; tenía al bosque. Aunque no se sentía celosa porque también le gustaba.
Paula permaneció callada, pensando en los cuadros que había visto.
Pedro se contentó con dejar que siguiese el silencio. Después, finalmente lo rompió diciendo:
—Te he contado de mí, de mi familia. Ahora es tu turno.
Paula dio un leve respingo. No esperaba eso, y nunca había hablado de su pasado con nadie.
Se encogió ligeramente de hombros.
—Yo nací de un huevo —dijo.
Pedro soltó una risita divertida y estiró el brazo para tomarla de la nuca con una mano cálida.
Empezó a masajearla suavemente.
—Vamos, no puedo creerlo —dijo.
Una serie de estremecimientos corrió repetidamente hacia arriba y abajo de la espalda de Paula... Paula aspiró profundamente. Quizá estaría bien contarle algo. ¡Quizá entonces él dejaría de hacerle eso!
Su plan dio resultado hasta cierto grado, pero él no retiró la mano sino que la dejó debajo de los mechones del oscuro pelo de ella.
—Mi padre murió cuando yo era pequeña. Mi madre tuvo que trabajar y murió cuando yo tenía dieciocho años. Eso es todo.
Pedro la miró pensativo.
—Eso no es todo —dijo.
Paula apartó la mirada.
—No —admitió.
—¿Entonces...?
El masaje empezó otra vez.
Paula tuvo que aguantar. Todo su cuerpo empezaba a encenderse con el contacto de él.
—Me... me casé. No funcionó.
Instantáneamente cesaron los movimientos de la mano que pareció quedar un momento paralizada. Después empezó nuevamente, sólo que esta vez Paula sintió que era una acción inconsciente, como si él no se percatara de lo que estaba haciendo.
—¿Hace mucho tiempo? —preguntó él en voz más ronca que lo habitual.
Paula no quería hablar pero algo la impulsaba a hacerlo.
—Cinco años.
Pedro frunció el entrecejo.
—¡Tú no podías ser más que una criatura!
—Diecinueve años. La edad suficiente.
El absorbió esa información.
—¿Cuánto tiempo duró?
—Aproximadamente un año.
—¿Todavía lo amas?
—¡No!
La mano pareció relajarse un poco sobre el cuello de ella. Paula movió la cabeza, indicándole que quería que él se detuviera.
—¿Y tú? —preguntó—. ¿Nunca te casaste?
Pedro sonrió a medias y dejó caer su mano.
—No... Estuve comprometido una vez, pero tampoco funcionó.
—¿La amabas?
Paula pensó que era justo hacerle la misma clase de preguntas que le había hecho él. Pedro no había vacilado en hacerle preguntas personales.
—Sí.
—¿Tú rompiste el compromiso o fue ella?
—Fue ella.
—¿Por qué?
Pedro la miró enigmáticamente.
—Tú crees en obtener tu libra de carne, ¿verdad?
Paula le sostuvo la mirada sin vacilar.
El suspiró, y después respondió.
—Ella quería un hombre que vistiera los mejores trajes y fuera solamente a los mejores lugares. Descubrí que no era eso lo que yo quería y le di a elegir. Ella no me eligió a mí. —Quedó un momento callado, pero Paula pudo ver que de aquello no quedaba herida alguna.— Creo que ella ahora ya tiene dos matrimonios en su haber.
—¿La volviste a ver desde que se separaron?
—Ocasionalmente.
El arrojó al suelo la aguja de pino.
—Nada. Creo que fue un escape afortunado.
Le levantó el mentón, se inclinó y la miró hondamente a los ojos.
—¿Alguien te ha dicho que tienes ojos hermosos?
Las palabras, suavemente pronunciadas, hicieron que el corazón de Paula empezara a latir aceleradamente.
—Un hombre podría ahogarse en tus ojos —continuó él susurrando suavemente.
Paula, que estaba a punto de caer por tercera vez, repitió silenciosamente el pensamiento.
Sólo que ella estaba sintiendo exactamente lo mismo acerca de los ojos de él. Cálidos, castaños, con anillos más oscuros en tomo a los iris. Misteriosas rayitas que irradiaban de las pupilas...
Suscribirse a:
Entradas (Atom)