sábado, 8 de septiembre de 2018

PERSUASIÓN : CAPITULO 34




La casa de Verónica estaba en una hermosa área elevada un poco al norte y el oeste del núcleo principal de Houston. Era una gran casa estilo Tudor de dos plantas, extendida con cómoda elegancia que proclamaba la posición privilegiada de sus propietarios.


Verónica salió corriendo por la puerta principal ni bien el aerodinámico Pontiac Trans Am se detuvo en el frente.


—¡Pedro! Me alegro tanto que hayan venido temprano. —Verónica se volvió rápidamente para incluir a Paula.— ¡Tú también, Paula!


Paula sonrió un poco nerviosa. Todo volvía a repetirse. Pero era evidente que la hermana de Pedro estaba con la mente en otra cosa, y la sensación pasó en seguida.


Verónica se apresuró a tomar a su hermano del brazo.


Pedro, por favor, necesito tu ayuda. Todo lo demás está bajo control, pero casi me he vuelto loca con el florista. Por alguna razón.... no me preguntes cuál... nuestros pedidos se confundieron. ¿Querrías ir hasta allá y arreglarlo?


Pedro lanzó un largo suspiro de sufrimiento y murmuró, como para sí mismo:
—Sabía que debí quedarme en casa hasta la hora de la fiesta...


—¡Por favor!


—¿Por lo menos podemos entrar para beber un vaso de agua? —Su pregunta, formulada en tono de broma, aventó cualquier indicio de disgusto.


—Por supuesto. —La cara de Verónica se iluminó súbitamente con una sonrisa.— Más de uno, si quieren.


—Eres muy amable.


—Y tú también.


Hermano y hermana se miraron afectuosamente y la vehemencia de la sofisticada rivalidad reflejó una emoción mucho más profunda.


Pedro puso un brazo sobre los hombros de Verónica y otro sobre los de Paula. Cuando empezaron a alejarse con intención de llegar a la puerta de entrada, Pedro soltó una exclamación.


—Santo Dios, me olvidaba de Príncipe — dijo contrito.


Todos los ojos se volvieron al mastín que esperaba sentado en el asiento trasero.


—¿Trajiste a ese monstruo? —preguntó Verónica, a medias divertida y a medias desalentada.


—No podía dejarlo en la cabaña —repuso Pedro con tono de inocencia.


—¿Pero dónde vamos a meterlo? —gimió su hermana en una voz que de inmediato inspiró compasión a Paula.


La respuesta de Pedro fue sencilla:
—En el patio trasero, con Sophie.


—Con Sophie... Seguro. A ella no le molestará.


—¡Pero ella es una pequeña caniche! ¡El podría pisarla por accidente y matarla!


Pedro no estuvo de acuerdo.


—Príncipe no haría nada por el estilo. Es un caballero.


—¡Lo que es más de lo que yo puedo decir de cierta persona que conozco!


Paula no pudo evitarlo; lanzó una breve carcajada que hizo que Pedro la mirara con fingida indignación y levantando una ceja.


—¿Estás tratando de decirme que estás de acuerdo? ¿Qué te he hecho yo?


Paula aceptó el desafío.


—Que no me has hecho sería más apropiado. ¿Quieres que te dé una lista en orden alfabético?


Verónica observó este diálogo, enarcó una ceja en un gesto similar al de Pedro, y comentó:
—De modo que todavía no has ganado, hermano mío. ¿Qué pasa? ¿Tu técnica está fallando?


Pedro le sostuvo varios minutos la mirada a Paula antes de cambiar deliberadamente de tema:
—¿Con qué florista tienes problemas?


Verónica entendió la indirecta y respondió la pregunta. Pedro asintió y fue a dejar a Príncipe en libertad.


—Nos ocuparemos de eso —prometió.


Y se ocuparon. Pedro dejó muy bien instalado a Príncipe y Sophie no pareció molestarse demasiado por su presencia. Verónica llevó entonces a Paula a una habitación de huéspedes y le indicó dónde podía colgar el vestido que había traído para la fiesta. Y quince minutos más tarde estaban viajando otra vez. Pedro no le había dejado alternativa de quedarse y Paula ni siquiera lo pensó puesto que ahora estar con Pedro le parecía muy natural.


La confusión del florista era una cosa sencilla y la solución ya estaba en camino antes que ellos llegaran. De modo que como disponían de un poco de tiempo, Pedro sugirió que fueran a un centro de compras cercano donde quería encontrar un regalo para su madre.


—No he pensado mucho en qué le compraré, pero parece que siempre estoy comprando regalos. En nuestra familia usamos cualquier excusa para intercambiar presentes: el día de San Patricio, el Día de Acción de Gracias, el cuatro de julio. No importa.


Paula asintió, en realidad sin necesitar esa confirmación. Ella ya había sentido eso. 


Posiblemente la unión de su familia era la razón de que Pedro fuera como era. Con esa clase de apoyo durante toda su vida, ¿cómo hubiera podido no ser un individuo bien adaptado? 


Ciertamente, él no tenía problemas con su imagen. No le preocupaba que su actividad de escritor de cuentos para niños pudiera ser vista como una ocupación poco viril por ciertas personas. Simplemente, eso lo tenía sin cuidado. Para él, las personas que se hacían problemas por eso eran las que tenían un problema. Y Paula no podía menos que aplaudir esa actitud.


Las horas siguientes pasaron a un ritmo cómodo. Pedro le pidió opinión acerca de cada posibilidad que consideró, sin dejar un momento de tenerla abrazada por la espalda, con la mano sobre las costillas. Los cálidos dedos tan cerca del costado de su pecho hacían imposible que ella no estuviera continuamente consciente de la presencia de él. Tal como fue consciente de las miradas disimuladas y a veces no tan disimuladas que muchas mujeres le dirigieron a él. Era lunes a mediodía y muchas habían salido de sus oficinas cerca del centro de compras. Paula experimentó un impulso posesivo. Pedro estaba con ella. El quería estar con ella. Había hecho muchas cosas sólo para tenerla cerca. ¡Hasta había dicho que quería casarse con ella!


Con eso, se detuvo bruscamente. ¡Santo Dios! 


¿En qué estaba pensando? 


¡Tendría que controlarse severamente! No podía continuar esa línea de pensamiento. No hacía mucho ella era una mujer como esas salidas de sus oficinas, y cuando terminara la semana, volvería a serlo. No podía permitirse perder el control en esa forma.


Mientras Pedro examinaba por segunda vez un anillo que le estaba enseñando un joyero, Paula se escabulló, fingiéndose interesada en unos collares que se exhibían en una vitrina cercana. 


Cuando llegó a la puerta, siguió caminando hasta que se detuvo frente al escaparate de la tienda vecina. Permaneció allí, sin ver, inadvertida, sin notar a la gente que pasaba. 


Sólo una cosa le llenaba la mente: ahora podía huir, hacer lo que había querido hacer desde el principio. Pero sus pies se negaban a llevarla. 


Permanecían firmemente adheridos al lugar donde ella se encontraba y así siguieron hasta que Pedro vino y se detuvo a su lado.


Paula lanzó una rápida mirada al perfil de él. Pudo ser su imaginación pero creyó ver que él estaba un poco pálido. ¿El también pensó que ella aprovecharía la ocasión?


Paula volvió a mirar el contenido de la vidriera y fijó la vista en una colección de abanicos japoneses antiguos. Respiraba aguadamente. 


Oyó que Pedro también respiraba así.


Por fin, él rompió el silencio que flotaba sobre ellos, diciendo:
—Me decidí por el anillo. —Sus palabras fueron prosaicas, de todos los días, pero ella supo que no fueron lo que él realmente quiso decir.


—Bien.


Eso tampoco fue lo que ella quiso decir. Ella quería gritar, soltar un alarido, hacer algo que rompiera el hechizo que parecía envolverla. Y si no podía hacer eso, aunque pareciera ridículo, quería besarlo. Aquí mismo, ahora mismo. 


Quería apretar su cuerpo contra el de él y moverse contra él hasta que ambos olvidaran el pudor y la decencia. Paula deseaba a Pedro. Deseaba tocarlo, deseaba sentir la suavidad de esa piel bronceada contra la de ella, deseaba besarlo intensamente en la boca. Lo deseaba a él totalmente, completamente, ansiaba que él la poseyera. Sin embargo siguió inmóvil, y él también.


Y cuando por fin se apartaron del escaparate, Pedro se cuidó de tocarla.




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