jueves, 6 de septiembre de 2018

PERSUASIÓN : CAPITULO 27




Pedro soltó un silbido agudo y Príncipe, que estaba tendido en un lugar donde el sol entraba por una ventana delantera de la cabaña estuvo instantáneamente listo para salir.


Si un perro de semejante tamaño podía brincar y danzar de alegría, Príncipe así lo hizo. En realidad no era nada más que un cachorrito, como había dicho Pedro. Bastante crecido, era cierto, pero cachorro al fin.


El bosque a la media tarde parecía acogedor y tranquilo. El calor del sol de verano se hacía sentir pero era más tolerable por la proximidad del crepúsculo, y la total ausencia de ruidos humanos a Paula le pareció casi ruidosa. Dentro de la cabaña era fácil olvidar que se encontraban en una región tan aislada pues el suave zumbido del aire acondicionado era igual en todas partes. Pero afuera no podían dejar de notar el aislamiento en que se hallaban.


Pedro y Paula caminaban uno al lado del otro mientras Príncipe corría alegremente entre los dos.


Sin guiar perceptiblemente a Paula, Pedro hizo que los pasos de ambos se dirigieran hacia el lago.


Paula arrugó la nariz al percibir el aroma tibio y picante de las agujas de pino y hojas de roble caídas, y posó los ojos en la superficie del pequeño lago. A regañadientes, tuvo que admitir que era un bello paisaje.


Pronto se sintió relajada, la pesadez de su cabeza empezó a desaparecer y la tensión de los músculos de su cuello y espaldas aflojó.


Lanzó una mirada fugaz al hombre silencioso que tenía a su lado. Los ojos de Pedro estaban fijos en el sendero que tenían delante y su expresión indicaba que se encontraba sumido en sus pensamientos, probablemente pensando en la historia en que estaba trabajando.


Paula miró hacia adelante y una arruga de desconcierto empezó a formarse en su frente. 


Pedro era pura contradicción, lo cual no hubiera tenido que sorprenderla. Era eso lo que había aprendido a esperar de los hombres. Pero había en él algo que era diferente, y era esa diferencia lo que la inquietaba, aunque no quería admitirlo.


El la había tomado... ella lo había tomado a él. 


El parecía dar por sentado que eso volvería a suceder, pero no insistía en el tema.


¡Y pensar que escribía historias para niños!


¡Paula todavía no podía aceptar del todo ese hecho! ¡Dios sabía que él no tenía un aspecto que se ajustara a su ocupación! Y lo más sorprendente de todo era que él era bueno... no, era excelente. Paula se había sentido sorprendida por el argumento intrincado que él había concebido y por la forma en que el relato de misterio que ella estaba pasando a máquina estaba entretejido con personajes que parecían cobrar vida en cada página. El escribía para niños, en realidad para jóvenes, como si fueran personas con pensamientos y sentimientos y no simples entes que leían nada más que porque otra persona, un maestro o un padre, se los ordenaba. En realidad, según ella podía sospechar, él probablemente tenía sus fanáticos también en esos grupos y no solamente porque se preocuparan de los niños. Sus relatos, aunque escritos con un vocabulario pensado para adolescentes jóvenes, eran ágiles y excitantes y capaces de cautivar la imaginación de un adulto.


¿Por qué entonces él escribía exclusivamente para jovencitos?, se preguntó Paula. Con todo el talento que poseía hubiera podido tener mucho éxito en el mercado adulto y escribir la clase de libros que convertían en millonario a sus autores. ¿Entonces por qué él se ponía esos límites? ¿Acaso no le interesaba el dinero ni lo que con él podía comprar? En cambio, para David, el dinero era el único dios. Paula, distraída, lanzó un suave suspiro.


El leve sonido bastó para llamar la atención de Pedro y arrancarlo de sus pensamientos.


—¿Te sientes mejor? —preguntó, haciéndola estremecerse involuntariamente con el ronco sonido de su voz.


Paula cruzó los brazos sobre el pecho.



—Un poco —dijo.


Pedro pareció satisfecho. Volvió a mirar el sendero y siguió caminando en silencio.


Paula dejó que pasara un momento antes de comentar, como al pasar:
—Me gusta el libro que estoy pasando a máquina. ¿Fue difícil la investigación?


Pedro la miró sorprendido y después sonrió con una expresión levemente burlona que a Paula le resultó desconcertante.


—Un poco. Pero tengo un amigo en la industria que me ayudó mucho.


—Ah.


Dieron unos cuantos pasos más.


—¿De veras te gusta? —preguntó Pedro, como si aún no pudiera creer que a ella le gustara.


—Sí, no te lo diría si no fuera verdad.


—Bueno, gracias entonces. Yo estoy bastante satisfecho con la forma en que me salió.


Paula le lanzó otra mirada, y antes de darse del todo cuenta de lo que estaba ocurriendo, volvió la cabeza hacia él y formuló la primera pregunta que tenía en la mente:
—¿Por qué pierdes tiempo escribiendo para niños?


Pedro se detuvo haciendo que Paula se detuviera con él. Se volvió completamente hacia ella y quedó lo suficientemente cerca como para que Paula tuviese que alzar la cabeza para verle la cara.


—Supongo que es porque no lo considero una pérdida de tiempo —murmuró él por fin.


Paula sostuvo esa mirada de color canela.


—¡Pero podrías escribir un best seller! Un... un gran éxito de librería. ¿No es así como los llaman?


Una sonrisa aleteó en los labios de Pedro y una ceja se levantó levemente.


—Así los llaman, en efecto —admitió con ácido humor.


La impaciencia de Paula con esa respuesta debió de notarse porque él agregó de inmediato:
—Me gusta escribir para los niños. Ellos son honestos, sinceros, y a veces mucho más exigentes que los adultos.


—¿Qué quieres decir? —preguntó Paula con curiosidad.


—Ellos no aceptarían basura. ¿Eso suena egocéntrico? No fue mi intención. Lo que estoy tratando de decir es que si el relato no se sostiene y los atrapa casi desde la primera página, no puedes esperar que ellos lleguen al final del libro. Es un desafío. El autor camina sobre una línea muy fina y tiene que equilibrar el mero entretenimiento con ayudar a que el niño aprenda algo sobre el mundo real. Y tampoco hay que darles la impresión de que se les está engañando, eso significaría la muerte inmediata de un libro. Un chico puede descubrir cuando están queriendo endilgarle una lección a un kilómetro de distancia.


Paula continuó mirándolo con curiosidad. Sin duda, él decía todo esto muy en serio.


—¿Siempre has escrito para niños? Quiero decir —se encogió levemente de hombros— ¿Siempre quisiste escribir para niños?


Pedro rió.


—No. Jamás soñé que iba a terminar haciendo esto. Empecé haciendo lo que hace Paul Sawyer. —Nombró al consejero de inversiones para el que ella estaba trabajando cuando se conocieron.— Hice todos los cursos apropiados en la universidad... me gradué en administración de empresas. Pero después de dos años en ese trabajo descubrí que lo odiaba. —Hizo una pausa como para recordar sus sentimientos de tiempo atrás.— Casi empecé a escribir por casualidad. Un primo mío tiene dos varones mellizos, gemelos, y yo empecé a jugar con la idea de escribir algunas cosas para enviarles, y terminé descubriéndome a mí mismo. —Su sonrisa se acentuó, haciendo que el corazón de Paula duplicara su velocidad.— Y descubrí que soy escritor.


Paula quedó callada, meditando en lo que él acababa de decir. Estaba por hacer otra pregunta cuando Príncipe, al que habían visto por última vez olfateando el borde del sendero antes que se perdiera siguiendo una pista que había descubierto su nariz, lanzó un ladrido mezclado con gruñidos que sonó a la vez como sorprendido y alerta.


Como los ruidos continuaron, Pedro se disculpó y se internó entre el sotobosque siguiendo el sonido de los gruñidos de Príncipe.


Apenas se había marchado y Paula empezó a sentirse incómoda por estar sola. El sol empezaba a ocultarse y la idea de enfrentarse sin protección con más animales silvestres no la atraía para nada.


Cuando Pedro regresó, se había quitado la camisa y traía algo envuelto en ella.


Paula arrugó el entrecejo cuando lo vio. ¿Qué demonios...?


Pedro se le puso a su lado, miró el envoltorio de su camisa y después la miró a ella.


—¿Tienes algo contra ser una madre postiza?


Paula parpadeó.


—¿Qué?


—El otro día mencionaste los conejos. Bueno, Príncipe ha encontrado algunos.


Príncipe, al oír su nombre, comenzó a caminar en círculos alrededor de los pies de Pedro.


—¿Conejos? —preguntó Paula cautelosamente.


Pedro levantó un borde de la camisa. Adentro había cuatro animalitos que parecían apenas vivos. Se los tendió a ella.


—Conejos —confirmó.


Paula los miró desconcertada.



—No entiendo. ¿Dónde los encontraste?


—Príncipe los encontró —la corrigió él y volvió a cubrir los diminutos gazapos—. La madre ha muerto. También la encontró Príncipe.


Paula estaba completamente fuera de su elemento.


—¿Y yo qué puedo hacer? —preguntó.


—Probablemente no puedas hacer mucho, pero a mí me gustaría intentarlo. No me gusta ver sufrir a los animales.


Pedro dio media vuelta en dirección a la cabaña y empezó a volver sobre sus pasos más rápidamente que cuando había venido. Paula casi tuvo que correr para no quedar rezagada.


—¿Pero qué podemos hacer?


—Tratar de mantenerlos con vida.


—¿Pero cómo?


Ni en un millón de años Paula hubiera podido imaginarse a sí misma pasando su tiempo en una cabaña de leños en medio de un bosque de pinos del este de Texas, tratando de meter con una cuchara un líquido tibio y lechoso en la boca de un conejito.


Pero estaba haciéndolo, lo mismo que Pedro con otro pequeño bulto de vida frágil.


—¡No da resultado, Pedro! No puedo hacer que abra la boca.


—Sigue intentándolo. Por poco que consigas hacerle tragar, será mejor que nada.


Paula seguía intentándolo. Y cuando sintió que había agotado sus esfuerzos con uno, lo depositó con mucho cuidado en el nido que Pedro había improvisado y retiró otro animalito.


Durante la siguiente media hora los dos trabajaron en silencio, con diligencia y en compañía, y Paula comprobó que si bien al principio había vacilado antes de tocar a los conejitos, pronto se acostumbró a sentir en sus manos sus cuerpecitos blandos y tibios. Nunca había visto antes conejos recién nacidos tan de cerca. Los animalitos todavía tenían los ojos cerrados y el vello sedoso que cubría sus cuerpos eran aún muy fino. Sus caritas y sus formas indefensas rápidamente la conmovieron hasta el corazón, y pronto se sintió tan decidida como Pedro a mantenerlos con vida.


Al final de la primera media hora, cuando parecía que habían hecho todo lo posible por el momento, Pedro se irguió y suspiró.


—Dudo que sobrevivan. Están muy débiles...


—Pero logramos meterles dentro un poco de alimento —dijo Paula que no quería alentar los pensamientos negativos.


—Sí, pero no fue el alimento adecuado. Ellos necesitan la leche de su madre, y en el mejor de los casos tienen de nacidos apenas unos pocos días.


—Tú dijiste que algo es mejor que nada —le recordó ella, con los ojos violetas llenos de lágrimas.


Pedro suspiró y se masajeó la nuca.


—Es cierto —dijo.


—¿Entonces...?


Los ojos canelas de Pedro siguieron mirándola fijamente y una de sus manos se movió hasta cubrir la mano de ella que descansaba sobre la mesa.


—Entonces... tendremos que esperar para ver qué sucede.


Paula le sostuvo la mirada mientras la calidez de la mano de él irradiaba un calor reconfortante que la inundaba y parecía consolarla.


—No quiero que mueran, Pedro.


—Yo tampoco.


Y Paula supo que él hablaba en serio.


Después de todo, en primer lugar había sido él quien los salvó. Los ojos de Paula empezaron a nadar en una desusada humedad, haciendo que los dedos de Pedro la apretaran en un esfuerzo por reconfortarla, pero por alguna razón ese gesto sólo consiguió aumentar la humedad de los ojos de ella, lo mismo que la sonrisa de comprensión que él le dedicó.



miércoles, 5 de septiembre de 2018

PERSUASIÓN : CAPITULO 26




Posiblemente él había planeado que todo eso pasara, posiblemente no, pero pronto Paula estuvo sentada a la mesa con sus dedos volando sobre el teclado de la máquina de escribir, y el producto del trabajo de Pedro era una bola de papel a un costado.


A la media hora ya estaba instalada en un escritorio y una silla más confortable, y los tres días siguientes los pasó firmemente instalada en ese lugar.


No sabía exactamente cuando su urgente deseo de marcharse había sido remplazado como su primera prioridad, pero pronto se encontró inmersa en la historia de dos muchachitos gemelos que estaban involucrados en una intriga que rodeaba la construcción de una planta nuclear en el sur de California, según era relatada por firmes rasgos de lápiz oscuro.


Lo que volvía la situación aún más confusa, aunque al mismo tiempo más tolerable, era que Pedro parecía haber declarado una tregua unilateral. Ya no la torturaba con ideas matrimoniales o con su resistencia a esa posibilidad. En cambio se convirtió en un empleador perfecto. Considerado, fácil de complacer y evidentemente agradecido por cada sección de manuscrito que ella le presentaba para que lo aprobara.


Paula estaba ahora ante la máquina de escribir, con el sexto capítulo recién terminado, y lanzó un suspiro de cansancio.


Su mirada se posó en Pedro, quien estaba tendido en el sofá. Había papeles desparramados a su alrededor, tenía un anotador apoyado en la rodilla levantada y él estaba tendido con la cabeza apoyada en varios almohadones. Una arruga le surcaba la frente y golpeaba pensativo con un dedo la goma de borrar del extremo del lápiz.


Paula dejó que su mirada descansara en él. 


Sabía que eso era inofensivo, porque cuando él se encontraba concentrado en lo que escribía, era indiferente a todo lo demás.


Posó la mirada en la musculosa silueta de él, apreciando inconscientemente la forma en que su tricota de algodón y sus pantalones oscuros ceñidos marcaban las formas del cuerpo. Su pelo castaño estaba un poco ondulado, dando evidencia de una tendencia natural a rizarse; su labio inferior estaba curvado ligeramente hacia un costado.


Paula se obligó a desviar la mirada. Esto tenía que terminar.


Estaba empezando a suceder con frecuencia mucho mayor a medida que pasaban las horas. 


Era como si con su retraimiento y abstracción él estuviese tendiéndole una trampa y ella se acercaba directamente a las manos de él.


¿Cómo podía ser tan estúpida? Y sin embargo, sus ojos volvían a mirarlo y una cálida sensación se elevaba del fuego dormido profundamente en su inconsciente, una calidez que ella parecía incapaz de enfriar.


Mientras Paula lo observaba, Pedro cesó de jugar con su lápiz y anotó rápidamente sus pensamientos en el anotador. Cuando terminó, se incorporó y se pasó la mano por la nuca.


Ese movimiento le hizo volver la cabeza y entonces sorprendió la mirada de Paula que lo observaba.


Por el espacio de varios tensos segundos Paula no pudo apartar la vista. Recuperó su autodominio sólo cuando una leve sonrisa empezó a insinuarse en la línea esculpida de los labios de Pedro.


Entonces apartó bruscamente los ojos y fingió concentrarse en la máquina de escribir, poniendo otra hoja en el rodillo y mirando atentamente lo escrito como si quisiera descifrar las palabras que comenzaban el capítulo siguiente.


Pero todo el tiempo era consciente de que Pedro estaba poniéndose de pie y venía hacia ella. Cuando él se detuvo para mirar sobre el hombro de ella, el corazón le latía como una ruidosa señal de alarma.


—Has llegado lejos —comentó suavemente él, con su voz ronca cargada de doble sentido.


Paula se negó a levantar la vista, temerosa de que sus ojos violetas la delataran y reflejaran la confusión que sentía en su interior. Detestaba esa sensación, esa grieta de vulnerabilidad en su valva de discreción normalmente 


impenetrable. Ella no permitiría que la grieta continuara ensanchándose.


Deliberadamente, tomó el sentido de lo obvio:
—Sí, he hecho mucho, ¿verdad? —Sus dedos siguieron volando sobre el teclado, impidiendo cualquier intento de seguir con la conversación.


—¿No crees que has hecho lo suficiente por hoy? —preguntó Pedro.


—Tú eres el jefe. ¿Lo crees? —Paula pudo sentir en la nuca el toque de los ojos de él.


—Por lo menos, finalmente has admitido eso...


Los dedos de Paula temblaron sobre el teclado causando esa circunstancia el mismo inconveniente que había conseguido Pedro escribiendo en la misma máquina. Estaba en el proceso de destrabar las teclas cuando la larga mano de Pedro se adelantó y arrancó de la máquina la hoja de papel.


—Pues digo que has hecho lo suficiente. En realidad, sólo te detuviste para irte a la cama por la noche.


—Puesto que estás decidido a no dejarme marchar y como tendré que trabajar para ti, he decidido terminar lo más rápidamente posible.


No era realmente la verdad.


Esta era la primera vez que la idea se le cruzaba por la cabeza, ¡pero Paula no iba a confesárselo!


—Hum. —Pedro no se comprometió con su respuesta, pero sí con su acción. La hizo levantarse de la silla tomándola firmemente de los hombros y dijo: —Lo que tú necesitas es salir a caminar, tomar sol y aire fresco.


—¿Qué sucede? - se defendió rápidamente Paula—. ¿Estoy adquiriendo palidez de presidiada?


Pedro fingió estudiarla.


—Estás un poquito pálida, en realidad.


Paula no pudo reprimir una sonrisa.


—Y tú no te ves exactamente como el Príncipe Encantador —dijo.


¡Por esas palabras hubiera podido crecerle la nariz!


El se veía tan guapo como para pasar por un príncipe de cuentos de hadas. ¡Si por lo menos actuara como uno de esos personajes!


—Hablando de príncipes, ¿te importaría si el perro nos acompaña?


Paula vaciló. No recordaba haber aceptado la invitación, pero no sintió ganas de discutir.


Estaba cansada, le dolía la espalda, sentía la cabeza un poco confundida como si se aproximara una jaqueca.


—No, no me molestaría —respondió.



PERSUASIÓN : CAPITULO 25



A cualquier observador desinteresado que hubiera presenciado los acontecimientos desarrollados en la cabaña en los días siguientes se lo habría podido disculpar si se rascaba la cabeza desconcertado. Y Paula, mirando hacia atrás, no podía decir que ella lo culparía. Paula misma no entendía del todo lo que le había ocurrido.


Fiel a su palabra, Pedro había preparado el desayuno para los dos. Habían comido en tenso silencio y después él lavó la vajilla mientras Paula, inquieta, fue a su habitación.


Ella permaneció allí hasta cerca del mediodía, con la mente convertida en una maraña de ideas deshilvanadas cuando trataba de razonar qué haría a continuación. Nunca le venía una idea clara.


Después, de puro aburrida, salió de su habitación y encontró a Pedro sentado en el sofá de la sala con una máquina de escribir eléctrica portátil sobre la mesilla frente a él y una alta pila de papeles a su lado. Estaba escribiendo a máquina con un solo dedo y con exasperante lentitud.


Sólo una mecanógrafa profesional sabe lo irritante que puede llegar a ser semejante actividad. Y Paula no era ninguna excepción.


Después de observarlo durante largos minutos, no pudo seguir soportándolo.


—Si sigues a ese paso, podrías terminar de pasar eso a máquina para el verano que viene —comentó secamente, disfrutando de la oportunidad de hacerle una observación indiscutible.


Pedro la miró con una expresión de perplejidad en los ojos.


—Te dije que yo no sé escribir a máquina.


Volvió a concentrarse en su penosa tarea.


Por fin Paula fue a pararse junto a él. El producto era un espectáculo lamentable.


—¿Eso será enviado por correo? —preguntó, apabullada.


—Mi editor lo necesita tan pronto como yo pueda enviárselo. —Pedro no interrumpió su búsqueda de una "o".


—Espero que él tenga buena vista.


Pedro encontró la letra y apretó, pero además de la "o" apretó la "P" y produjo un trabarse de teclas que hubo que destrabar, y el resultado final fue una hermosa impresión de un poco de cada letra, más una mancha. Pedro lanzó un gruñido de fastidio y buscó lo que parecía su tecla favorita: tachó con varias "x" toda la palabra. La corrección armonizaba perfectamente con el resto de la decoración de la página.



PERSUASIÓN : CAPITULO 24




El beso fue un suave, leve movimiento de labios sobre labios. Torturante, prometedor de más... 


La sangre de Paula empezó a correr locamente dentro de sus venas. Otra vez se hallaba en peligro de perder el control de sí misma. Le agradaba el sabor de él, la sensación de tocarlo; él despertaba algo profundamente oculto dentro de ella. Si no se apartaba en seguida, sucumbiría otra vez. ¿Y dónde la llevaría eso? ¿Resolvería alguno de sus problemas, o los complicaría todavía más? Paula sabía cuál era la respuesta.


Apartó su boca de la de él y dio varios pasos hacia atrás hasta que accidentalmente tropezó con el cajón abierto. La madera le raspó la pierna, pero ella no se encontraba en un estado mental para notarlo, tal como había dejado de notar el dolor de sus rodillas ante la aparición de una preocupación mayor. Tenía que concentrarse completamente a fin de salir ilesa de esta situación.


—Negarlo sólo nos está haciendo daño a los dos —dijo Pedro, que no hizo intento alguno de seguirla pero que no dejó de observar cada uno de sus movimientos.


—¡Lo único que a mí me hace daño eres tú! —gritó ella, soltando la frase sin pensarlo.


—¿Y por qué es eso? —preguntó inmediatamente él.


Por un momento Paula no supo qué decir, pero después respondió con voz cortante:
—Si crees que porque una vez fui a la cama contigo voy a hacerlo otra vez...


—Creo que lo harás.


Los ojos de Paula relampaguearon.


—Pues te equivocas.


—Podría probarte fácilmente que no es así. 


Paula lo observó con recelo.


Esperó que él hiciera un movimiento hacia ella pero él siguió donde estaba.


—¡Yo no soy esa clase de mujer! —fue todo lo que se le ocurrió decir para defenderse.


—Eso ya lo sé. —La respuesta de él la golpeó.


—¿Sabes eso? —preguntó ella.


—Por supuesto.


—Pero... ¿ y ayer?


—No veo nada de malo en que una pareja comprometida haga el amor. 


Paula lanzó un suspiro de exasperación. ¡El insistía con eso!


—Nosotros no estamos comprometidos —dijo con terquedad—. Y nosotros no hicimos el amor. ¡Eso fue puro sexo!


—Amor, Paula —la corrigió él—. Hicimos el amor.


—¿Cómo puedes decir eso? —preguntó ella—. ¡El amor... el amor es amarse!


—Y yo te amo.


—¡Pero tú no me conoces! ¡No sabes nada de mí!


—Sé lo suficiente.


Paula empezó a sacudir la cabeza. 


Posiblemente había una sola manera de terminar esto.


—Si sabes o no, no hace ninguna diferencia... porque yo no te amo.


El pareció sentirse verdaderamente herido por las palabras de ella.


—El que habla es solamente tu intelecto. Yo he estado en contacto con tu alma. Quizá un día tú también lo estarás.


¿Cómo se podía responder a eso?


Paula empezó a ruborizarse.


—Yo no...


Pedro la interrumpió, como si de pronto se sintiera cansado de luchar.


—Yo soy un hombre paciente, Paula. Pero mi paciencia no es interminable. Puede acabarse.


Paula continuó mirándolo, notando la desusada expresión cansada de los ojos de él. Lo miró de arriba a abajo. El parecía sentirse exactamente como se sentía ella. ¿Había dormido la noche anterior tan poco como ella?


Cuando ella siguió callada, Pedro la tomó de los hombros y la hizo volverse hacia la puerta. Le apoyó una mano en la espalda y ella sintió los dedos cálidos a través de la tela de la blusa. La hizo trasponer la puerta y la guió hacia la cocina.


Por fin, le preguntó:
—¿Qué te gustaría comer para el desayuno? ¿Te parece bien panqueques?


Como en un sueño, Paula se sorprendió asintiendo con la cabeza.


No sabía que sacar en limpio de lo que acababa de suceder. Algo había cambiado, pero ella no estaba segura de lo que era... y no sabía si quería realmente examinar la situación con la atención suficiente para averiguarlo.