miércoles, 5 de septiembre de 2018

PERSUASIÓN : CAPITULO 26




Posiblemente él había planeado que todo eso pasara, posiblemente no, pero pronto Paula estuvo sentada a la mesa con sus dedos volando sobre el teclado de la máquina de escribir, y el producto del trabajo de Pedro era una bola de papel a un costado.


A la media hora ya estaba instalada en un escritorio y una silla más confortable, y los tres días siguientes los pasó firmemente instalada en ese lugar.


No sabía exactamente cuando su urgente deseo de marcharse había sido remplazado como su primera prioridad, pero pronto se encontró inmersa en la historia de dos muchachitos gemelos que estaban involucrados en una intriga que rodeaba la construcción de una planta nuclear en el sur de California, según era relatada por firmes rasgos de lápiz oscuro.


Lo que volvía la situación aún más confusa, aunque al mismo tiempo más tolerable, era que Pedro parecía haber declarado una tregua unilateral. Ya no la torturaba con ideas matrimoniales o con su resistencia a esa posibilidad. En cambio se convirtió en un empleador perfecto. Considerado, fácil de complacer y evidentemente agradecido por cada sección de manuscrito que ella le presentaba para que lo aprobara.


Paula estaba ahora ante la máquina de escribir, con el sexto capítulo recién terminado, y lanzó un suspiro de cansancio.


Su mirada se posó en Pedro, quien estaba tendido en el sofá. Había papeles desparramados a su alrededor, tenía un anotador apoyado en la rodilla levantada y él estaba tendido con la cabeza apoyada en varios almohadones. Una arruga le surcaba la frente y golpeaba pensativo con un dedo la goma de borrar del extremo del lápiz.


Paula dejó que su mirada descansara en él. 


Sabía que eso era inofensivo, porque cuando él se encontraba concentrado en lo que escribía, era indiferente a todo lo demás.


Posó la mirada en la musculosa silueta de él, apreciando inconscientemente la forma en que su tricota de algodón y sus pantalones oscuros ceñidos marcaban las formas del cuerpo. Su pelo castaño estaba un poco ondulado, dando evidencia de una tendencia natural a rizarse; su labio inferior estaba curvado ligeramente hacia un costado.


Paula se obligó a desviar la mirada. Esto tenía que terminar.


Estaba empezando a suceder con frecuencia mucho mayor a medida que pasaban las horas. 


Era como si con su retraimiento y abstracción él estuviese tendiéndole una trampa y ella se acercaba directamente a las manos de él.


¿Cómo podía ser tan estúpida? Y sin embargo, sus ojos volvían a mirarlo y una cálida sensación se elevaba del fuego dormido profundamente en su inconsciente, una calidez que ella parecía incapaz de enfriar.


Mientras Paula lo observaba, Pedro cesó de jugar con su lápiz y anotó rápidamente sus pensamientos en el anotador. Cuando terminó, se incorporó y se pasó la mano por la nuca.


Ese movimiento le hizo volver la cabeza y entonces sorprendió la mirada de Paula que lo observaba.


Por el espacio de varios tensos segundos Paula no pudo apartar la vista. Recuperó su autodominio sólo cuando una leve sonrisa empezó a insinuarse en la línea esculpida de los labios de Pedro.


Entonces apartó bruscamente los ojos y fingió concentrarse en la máquina de escribir, poniendo otra hoja en el rodillo y mirando atentamente lo escrito como si quisiera descifrar las palabras que comenzaban el capítulo siguiente.


Pero todo el tiempo era consciente de que Pedro estaba poniéndose de pie y venía hacia ella. Cuando él se detuvo para mirar sobre el hombro de ella, el corazón le latía como una ruidosa señal de alarma.


—Has llegado lejos —comentó suavemente él, con su voz ronca cargada de doble sentido.


Paula se negó a levantar la vista, temerosa de que sus ojos violetas la delataran y reflejaran la confusión que sentía en su interior. Detestaba esa sensación, esa grieta de vulnerabilidad en su valva de discreción normalmente 


impenetrable. Ella no permitiría que la grieta continuara ensanchándose.


Deliberadamente, tomó el sentido de lo obvio:
—Sí, he hecho mucho, ¿verdad? —Sus dedos siguieron volando sobre el teclado, impidiendo cualquier intento de seguir con la conversación.


—¿No crees que has hecho lo suficiente por hoy? —preguntó Pedro.


—Tú eres el jefe. ¿Lo crees? —Paula pudo sentir en la nuca el toque de los ojos de él.


—Por lo menos, finalmente has admitido eso...


Los dedos de Paula temblaron sobre el teclado causando esa circunstancia el mismo inconveniente que había conseguido Pedro escribiendo en la misma máquina. Estaba en el proceso de destrabar las teclas cuando la larga mano de Pedro se adelantó y arrancó de la máquina la hoja de papel.


—Pues digo que has hecho lo suficiente. En realidad, sólo te detuviste para irte a la cama por la noche.


—Puesto que estás decidido a no dejarme marchar y como tendré que trabajar para ti, he decidido terminar lo más rápidamente posible.


No era realmente la verdad.


Esta era la primera vez que la idea se le cruzaba por la cabeza, ¡pero Paula no iba a confesárselo!


—Hum. —Pedro no se comprometió con su respuesta, pero sí con su acción. La hizo levantarse de la silla tomándola firmemente de los hombros y dijo: —Lo que tú necesitas es salir a caminar, tomar sol y aire fresco.


—¿Qué sucede? - se defendió rápidamente Paula—. ¿Estoy adquiriendo palidez de presidiada?


Pedro fingió estudiarla.


—Estás un poquito pálida, en realidad.


Paula no pudo reprimir una sonrisa.


—Y tú no te ves exactamente como el Príncipe Encantador —dijo.


¡Por esas palabras hubiera podido crecerle la nariz!


El se veía tan guapo como para pasar por un príncipe de cuentos de hadas. ¡Si por lo menos actuara como uno de esos personajes!


—Hablando de príncipes, ¿te importaría si el perro nos acompaña?


Paula vaciló. No recordaba haber aceptado la invitación, pero no sintió ganas de discutir.


Estaba cansada, le dolía la espalda, sentía la cabeza un poco confundida como si se aproximara una jaqueca.


—No, no me molestaría —respondió.



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