lunes, 20 de agosto de 2018

MILAGRO : CAPITULO 13




Paula estaba tan sorprendida como Pedro por la aparición de su marido. Y no favorablemente. 


Había tenido un buen día, uno de los más agradables y relajantes que recordaba. Una parte de ella no había querido que concluyera. 


Incluso había estado pensando en invitar a Pedro cenar con ella, aunque no tenía claro qué cocinar. Entonces había llegado Lucas. Y un vistazo a su sonrisa mordaz y ojos burlones habían hecho que la tensión de dos meses antes volviera.


—No mencionaste que fueras a venir —le dijo, cuando estuvieron dentro de la casita.


—Me gusta el elemento sorpresa.


Ella ignoró la acusación subyacente. No iba a sentirse culpable ni a ofrecerle ninguna explicación. Si alguien se merecía una, era ella.


—¿Por qué estás aquí? —le preguntó, directa.


—He venido a ver si has recuperado el sentido.


—¿Sobre qué? —cruzó los brazos sobre el pecho.


—Vamos, Paula. Ya has dejado clara tu postura.


—Mi postura. ¿Crees que a eso se limita mi traslado?


Él suspiró intensamente y jugueteó con la patilla de las caras gafas de sol, antes de colgarlas del cuello abierto de su camisa.


—Quiero que vuelvas a casa.


Casa. Ella ya no sentía el bonito piso de Park Avenue como su casa. En realidad nunca lo había hecho. Ninguno de los sitios en los que había vivido, antes o después de casarse, le había parecido el lugar ideal donde vivir para siempre.


Hasta ese momento.


Tenía demasiadas cosas en la cabeza para considerar las implicaciones de esa idea, así que la apartó de su mente temporalmente.


—Sigo estando embarazada, Lucas. Y no he cambiado de opinión respecto al bebé.


Esa tarde, mientras volvían a casa, había sentido un extraño cosquilleo en el vientre. Tal vez no fuera sino el resultado de un exceso de helado, pero quería creer que había sido el bebé, y eso había hecho que la vida que crecía en su interior le pareciera más real.


—Yo sí —dijo él con voz queda.


La respuesta la sorprendió tanto que creyó que no había oído bien.


—¿Has cambiado de opinión respecto al bebé?


—Sí. He cambiado —le acarició el brazo—. Quiero que vuelvas a casa.


El contacto fue tan sorprendente como sus palabras. Paula intentó convencerse de que se alegraba del cambio. Su bebé tendría dos padres que lo amarían y tendrían un papel activo en su vida. Pero algo no cuadraba. Y la siguientes palabras de Lucas lo demostraron.


—He pensado bastante. Nuestras vidas no tienen por qué cambiar tanto. Podemos contratar a una niñera interna para que se ocupe del niño.


—¿Una niñera interna? —ella torció la boca.


—No lo digas así. Yo tuve niñera cuando era pequeño. Y tú también.


Era cierto. Sus padres habían contratado a niñeras y canguros hasta que tuvo edad suficiente para enviarla a campamentos de verano y colegios internos. Incluso cuando sus padres estaban en casa, su cuidado estaba en manos de otros. Por supuesto, como madre soltera, Paula tendría que organizar algo para el bebé mientras estuviera trabajando, pero Lucas hablaba de mucho más que eso.


—Quiero ocuparme yo de las necesidades de mi bebé, en la medida de lo posible —dijo Paula, poniéndose una mano protectora en el vientre.


—¿Cómo vas a hacer eso y tener tiempo de ocuparte de todos los demás compromisos importantes? —Lucas sonó totalmente atónito.


—¿A qué otros compromisos importantes te refieres? —dijo ella, tan atónita como él—. Ya no trabajo —le recordó. Aunque era cierto que últimamente había estado pensando en buscar empleo. Había olvidado lo fantástico que era sentirse creativa.


—Sabes a qué me refiero —él agitó la mano con impaciencia—. Eres miembro de varios comités y presides algunos de ellos. Te ocupas de llevar la casa y de nuestros compromisos sociales.


Ella pensó que ese nuestro significaba «mis», de él. Todo en su matrimonio giraba alrededor de él.


—Doy una cena la semana que viene. ¿Es que lo habías olvidado?


—¿Por eso has venido aquí hoy? ¿Buscando anfitriona para tu cena?


—No seas ridícula —rezongó él, pero desvió la mirada y Paula tuvo su respuesta.


Antes de estar embarazada había sido lo bastante tonta para seguir en un matrimonio sin amor, pero no sometería a su bebé a esa atmósfera fría y rígida, sobre todo sabiendo que no mejoraría. Lucas le pedía que volviera a casa y alegaba que quería al bebé, pero no parecía contento por su próxima paternidad. De hecho, parecía resignado. Paula recordó a Pedro acariciando la barbilla del bebé un rato antes. Había demostrado más entusiasmo por el hijo de un desconocido del que Lucas demostraba por el que sería suyo. ¿Qué clase de padre sería Lucas?


Por desgracia, sabía la respuesta.


Lucas se metió las manos en los bolsillos y fue hacia la ventana. Estaba abierta, pero no corría la más mínima brisa.


—Dios, hace calor aquí —espetó, irritado—. ¿No puedes poner el aire acondicionado o algo?


Paula suspiró. Ése era Lucas, nunca feliz ni satisfecho. Con los años se había acostumbrado a sus protestas, pero en ese momento la irritaban.


—No hay aire acondicionado —no se molestó en decir que Pedro había prometido instalarlo pronto.


—Paula, no encajas aquí —dijo él, moviendo la cabeza y señalando la habitación—. Dios, este lugar apenas es habitable.


Ella miró a su alrededor y vio una habitación acogedora, con carácter y encanto, cosa que no se podía decir de su piso en Manhattan. Estaba exquisitamente decorado, pero Lucas vetaba cualquier intento de imprimirle personalidad... su personalidad. En la casita Paula no tenía restricciones. Pedro incluso le había permitido pintarla.


—No estoy de acuerdo. Esto me gusta. Me despierto por la mañana con el canto de los pájaros.


—Puedes oírlo poniendo un CD. Y también un arroyo y hojas mecidas por el viento, si es lo que quieres.


Paula comprendió que hasta hacía muy poco su vida había sido artificial, al igual que lo era la relación con su marido.


—Quiero algo de verdad —no se refería sólo a los trinos de los pájaros. Él pareció darse cuenta de eso.


—Me gustaría que volvieras al piso —dijo, con un deje de desesperación—. Creo que podemos superar este desacuerdo.


«Me gustaría...» «Creo que...»


—No, Lucas —movió la cabeza—. No podemos.


—¿Qué más quieres de mí, Paula? —preguntó, exasperado. Se puso las manos en las caderas y a ella le recordó a su padre regañándola. Eso sólo sirvió para reforzar su decisión.


Lo que quería de él era algo que era incapaz de darles a ella o a su bebé. Algo que él había dejado más que claro que no podía dar: amor incondicional.


—He cometido un terrible error —susurró ella.


—Me alegro de que por fin te des cuenta —dijo él, malinterpretando por completo sus palabras—. Llamaré a los de la mudanza y te sacaré de aquí antes de que acabe el día.


—No me refería a ese error —Paula cerró los ojos y soltó un suspiro. Se sentía agotada, pero libre.


—¿Qué quieres decir, Paula? —él estrechó los ojos y su expresión se endureció.


—Digo que quiero el divorcio.





MILAGRO : CAPITULO 12




ERA su marido.


Pedro sabía que tenía uno, pero aun así fue como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago.


Miró a Paula, intentando descifrar su expresión. 


No parecía contenta de ver al hombre, a pesar de que llevaban un mes separados. No se estaba lanzando a sus brazos. De hecho, ni siquiera sonreía.


Parecía sorprendida, aprensiva y nerviosa. O tal vez se sentía culpable. Pero esa idea podía ser una proyección de Pedro, porque él se sentía culpable. Se recordó que aunque iba a invitarla a cenar, no habría sido una auténtica cita.


—Lucas —ella había palidecido—. No te esperaba.


—Obviamente —dijo él con sequedad, mirando a Pedro. Las miradas de ambos se enfrentaron con estoicismo mientras Paula hacia las presentaciones.


—Éste es mi... —titubeó lo suficiente para que ellos dos se sintieran incómodos. Lucas alzó las cejas—. casero —dijo por fin—. Pedro AlfonsoPedro, éste es Lucas.


Mientras los hombres se daban la mano, Lucas miró el lateral de la casa, con la pintura pelada y un par de ventanas sin marco.


—Bonito sitio tienes aquí —la frase sonó tan falsa como insolente fue su sonrisa.


—Lo será cuando esté acabado —Pedro apretó los dientes—. Estas cosas llevan tiempo.


—Y dinero —dijo Lucas.


Pedro no le gustó lo que implicaba el comentario de Lucas, pero se encogió de hombros.


—Eso no es problema para mí.


El marido de Paula no dijo nada, pero miró la camisa arrugada y sucia de Pedro y después su furgoneta. Era un vehículo de trabajo y no habría ganado ningún premio por su aspecto. Pedro supo lo que estaba pensando, pero se resistió a entrar en un debate sobre quién tenía la cuenta bancaria más cuantiosa.


Sus temas financieros sólo eran asunto de él.


—La casita que alquilo está en la parte de atrás —Paula rompió el tenso silencio. Sonrió a Pedro—. Gracias de nuevo por lo de hoy.


—De nada —asintió con la cabeza—. Llevaré la pintura y los utensilios después.


Mientras les observaba alejarse, Pedro dudó que Lucas fuera a arremangarse y ayudarla a pintar.





domingo, 19 de agosto de 2018

MILAGRO : CAPITULO 11




Paula estuvo callada en el camino de vuelta a casa. Pedro le echó un par de vistazos. Había estirado sus largas piernas y las había cruzado por los tobillos. Tenía las manos sobre el vientre. 


Él pensó que se quedaría dormida con el frescor del aire acondicionado de la furgoneta, pero cuando llegaron a casa ella seguía teniendo los ojos abiertos y sus labios aún se curvaban con una sonrisa secreta.


Él lo había pasado bien esa tarde. Casi había olvidado lo que era pasar una tarde agradable con una mujer bonita. Paula ocultaba un sorprendente sentido del humor tras sus elegantes modales. Pensó en invitarla a cenar esa noche. Tenía un par de filetes que podría asar en su nueva parrilla de alta tecnología. Su hermana se la había regalado por su cumpleaños, hacía un mes, pero aún no la había probado. No sería una auténtica cita, sólo dos personas cenando. Al oír la protesta de la voz de su conciencia, Pedro se justificó pensando que no había nada malo en compartir una comida, aunque una de las personas estuviera casada.


Aparcó el coche y pensó en cómo plantearlo.


—Me preguntaba sí...


Un coche aparcó detrás de la furgoneta de Pedro.


Era un lujoso Mercedes plateado, que parecía recién salido de fábrica. El hombre que bajó de él también parecía de exposición. Gafas de sol de diseño, una camisa de lino sin arrugas y pantalones tostados. La expresión de su rostro era de irritación.


Pedro pensó que se había perdido. Debía haberse saltado la salida de la autopista y estaría molesto por encontrarse en un lugar apartado, en vez de ante su hotel de cinco estrellas.


—¿Necesita ayuda?


El hombre se quitó las gafas de sol. Sus ojos destellaban disgusto.


—Sí. ¿Podría decirme dónde puedo encontrar a mi esposa?


MILAGRO : CAPITULO 10




Pidieron sus helados en la ventanilla; uno de vainilla para ella y uno doble de chocolate para él, y buscaron un sitio donde sentarse. Las mesas seguían llenas, pero una pareja mayor estaba abandonando un lugar en la hierba, a la sombra. Pedro le dio su cucurucho a Paula, se sacó la camisa por la cabeza y la extendió en la hierba, bajo el árbol.


—No tiene sentido que los dos volvamos a casa manchados —aclaró, cuando ella lo miró interrogante.


—Gracias —se sentó sobre su camisa sin protestar, sobre todo porque era un excusa para no mirar su torso desnudo. El hombre tenía el cuerpo de un dios. Estaba lo bastante bronceado como para adivinar que trabajaba al aire libre sin camisa. Y estaba en forma, los duros contornos de su pecho sólo quedaban suavizados por un leve vello oscuro.


—Más vale que tengas cuidado —advirtió Pedro.


—¿Por...por qué?


—Eso va a gotear.


Como ella siguió mirándolo sin comprender, él se inclinó y lamió su cucurucho. Paula tragó aire al ver cómo su lengua acariciaba el helado.


—Perdona —él alzó la vista y se rió, entre avergonzado y divertido—. Es increíble que haya hecho eso.


A ella también le costaba creerlo. Ni lo que su acto de buena voluntad había provocado en su pulso.


—No importa.


—¿Quieres parte del mío? —le ofreció su cucurucho—. Adelante.


—No, gracias.


—¿Segura? Es de chocolate —la tentó él, moviendo las cejas.


—Me gusta el chocolate —dijo ella con voz suave. Los ojos de él eran como el chocolate oscuro.


—¿A quién no? —frunció el ceño—. Si te gusta, ¿por qué no lo pediste?


—No lo sé. Supongo que el de vainilla me pareció más seguro si se derretía, con el calor que hace.


—¿Siempre haces lo más seguro, Paula?


Ella lamió su helado antes de que empezara a gotear de nuevo y envolvió la punta del cucurucho con una servilleta.


—Me temo que sí —contestó.


—Aburrida —murmuró él.


—Ésa soy yo. Aburrida Paula.


—¿Era tu apodo cuando eras pequeña? —rió él.


—Por desgracia.


—¿Y qué hiciste para ganártelo?


—Nada —protestó ella, algo ofendida.


—Vamos, Aburrida Paula. Tu secreto estará seguro conmigo —lamió su helado.


—Me negué a salir con el resto de las chicas después del toque de queda —como él la miraba confuso, lo aclaró—. En el campamento de verano.


—Ah. ¿Cuántos años tenías?


—Doce.


Sus padres se habían ido a Europa un mes, unas vacaciones salpicadas de seminarios y talleres de trabajo. Paula había tenido su primer periodo mientras estaban fuera. Arrugó la nariz al recordarlo. Se había sentido incómoda y desabrida ese verano. No había tenido a nadie en quien confiar, excepto una tutora del campamento.


—Apuesto a que en realidad sí querías escaparte.


—Puede. Pero siempre he seguido las normas.


—Bueno, ahora tienes una oportunidad de hacer una locura —la retó él. Le quitó el cucurucho y lo sustituyó con el suyo—. Adelante. Atrévete.


—Oh, no, en serio...


—Más vale que te des prisa, o pronto lo llevarás puesto —las cejas se curvaron sobre un par de ojos divertidos—. Y esta vez no voy a rescatarte.


Ella no tuvo otra opción que obedecer. Al principio lo lamió con suavidad, pero cuando un río marrón empezó a deslizarse hacia su mano, dejó el disimulo y se puso a ello en serio. Acabó la primera bola antes de que Pedro hiciera mella en la de vainilla. La segunda bola se terminó justo cuando él mordisqueaba el borde del cucurucho.


—Tienes buen apetito cuando te dejas llevar —rió él.


—Más te vale acabar con ése antes de que yo acabe el tuyo, o te lo quitaré —contestó ella, feliz y de buen humor.


—Sigue comiendo así, niña, y dentro de poco no entrarás en esos pantalones cortos —le advirtió él.


Ella abrió la boca para protestar. Pero lo pensó mejor y se limitó a sonreír.


MILAGRO : CAPITULO 9



—Esto parece ser el sitio de moda hoy —dijo Pedro cuando llegaron a la heladería.


Era un local pequeño sin mesas dentro. Había una fila de seis personas ante cada una de las ventanas para pedir, y todas las mesas de fuera estaban llenas. Niños de distintos tamaños, aparentemente inmunes al intenso calor, corrían por el jardín persiguiéndose.


Mientras iban hacia la ventanilla, un niño de unos cinco años chocó de frente con Pedro.


—Eh, amigo —Pedro lo equilibró.


Otro niño aprovechó la oportunidad para darle un golpecito en la espalda.


—¡Te pillé! Persigues tú —gritó con entusiasmo.


Mientras la pareja se alejaba, Pedro miró su camisa e hizo una mueca al ver la mancha. 


Paula sabía exactamente cómo habría reaccionado Lucas al ver una mancha de chocolate en una de sus camisas. De hecho, el niño no habría conseguido alejarse sin recibir una severa reprimenda. Pero Pedro movía la cabeza de lado a lado, risueño.


—Debería haberme dejado puesta la ropa sucia —le guiñó un ojo a Paula y agarró unas servilletas de papel para frotar la camisa—. Esto me pasa por querer impresionarte.


Lo dijo con ligereza, en broma. Pero Paula estaba más que impresionada, y no tenía nada que ver con la ropa que lucía.


—Eres muy... —hizo una pausa—, paciente.


—Sólo es una camisa y él sólo un niño —se encogió de hombros, como si eso lo explicara todo. Paula supuso que en realidad sí lo explicaba. Y su reacción resumía la personalidad de Pedro.


—Serías un buen padre —dijo ella, sin pensar. 


No había pretendido decirlo en voz alta, y menos con un deje de añoranza en la voz.


—Espero serlo algún día —afirmó Pedro, sin inmutarse por sus palabras.


—¿Quieres tener hijos?


—No ahora mismo —contestó él, ligeramente sorprendido—. Pero sí, claro. ¿Tú no?


Paula tragó saliva. Los sueños destrozados del pasado y el milagro del presente formaron un nudo en su garganta. Antes de que pudiera contestar, una mujer de unos treinta años fue hacia ellos. Parecía acalorada, tensa y, a juzgar por su ojeras, agotada. Y no era de extrañar. 


Llevaba a un bebé apoyado en la cadera y a un niño de cara pegajosa agarrado a su pierna.


—Cielos, lo siento mucho —señaló la mancha de la camisa de Pedro—. Ha sido mi hijo, Tomas, quien chocó con usted.


—Ha dejado una impresión indeleble —dijo Pedro con una risita.


La mujer se cambió el bebé a la otra cadera y empezó a rebuscar en un enorme bolso lleno de pañales y cosas varias. Sacó un trozo de papel y un bolígrafo.


—Le daré mi dirección. Puede enviarme la factura de la tintorería.


—Bah, no hace falta. En serio —le aseguró Pedro—. Saldrá en la lavadora.


—¿Está seguro?


—Desde luego —estiró el brazo e hizo cosquillitas en la barbilla al bebé, consiguiendo una risita babosa—. Parece que le están saliendo los dientes.


—Sí, y está haciéndonos a todos pagar por ello —la mujer acunó al bebé—, ¿verdad, cielito?


—Tres niños —se maravilló Paula—. Debes tener las manos bien llenas.


—¡Y pensar que quería tener cuatro! —la mujer soltó una carcajada—. Eso fue hasta que llegó el primero y dormir una noche entera se convirtió en un recuerdo del pasado. Tomas tenía cólicos —en ese momento el niño de unos dos años se encaminó hacia un cubo de basura—. Más vale que vaya. Gracias por ser tan comprensivo sobre la camisa —le dijo a Pedro. Los miró a los dos—. Sabéis cómo son los niños.


La sonrisa cortés de Paula se desvaneció. Ella no lo sabía. De hecho, no tenía ni idea. Sintió una oleada de pánico. Iba a descubrirlo en un futuro no muy distante, y lo haría como madre soltera, sin haber tenido experiencia ni siquiera como canguro.


—Oh, Dios —susurró. Le temblaron las piernas.


—¿Paula? —Pedro la agarró del codo—. ¿Estás bien?


—Sí. Es sólo por hacer cola con este calor —justificó ella.


—La espera no será larga —él le guiñó un ojo.


Eso era exactamente lo que a ella le daba miedo.


sábado, 18 de agosto de 2018

MILAGRO : CAPITULO 8



Paula nunca había estado en un almacén de bricolaje. Ni su padre ni su marido eran de los que hacían reparaciones en el hogar. El de Gabriel’s Crossing le recordó a algo salido de una película, incluso había un par de hombres mayores sentados en un banco, a la sombra del porche. No la habría sorprendido que hubieran estado mascando tabaco o tallando figuritas de madera. Resultó que estaban comiendo pipas de girasol e intentando rellenar un crucigrama. 


Uno de ellos por lo visto era el dueño, porque se puso en pie y estrechó la mano de Pedro.


—Hacía tiempo que no te veía. Empezaba a preguntarme si te habías rendido con esa vieja casa y habías vuelto a la ciudad —sus ojos se arrugaron y chispearon, sonrientes.


—Siempre acabo lo que empiezo, Pat. Además, alguien tiene que mantener tu negocio a flote.


—No creas que no te lo agradezco.


—Paula, éste es Pat Montgomery —dijo Pedro, volviéndose hacia ella.


—Encantada de conocerlo, señor Montgomery.


—Aquí sobran las formalidades. Soy Pat a secas —le dirigió una mirada especulativa—. ¿Vas a estar mucho tiempo de visita por la zona?


—En realidad no estoy de visita. Me he mudado aquí... al menos temporalmente.


—Paula ha alquilado la casita que hay en mi propiedad —aclaró Pedro.


—No me digas —las espesas cejas del hombre se alzaron y su boca se torció con una sonrisa.


Paula notó que sus mejillas se encendían. Se imaginaba lo que estaba pensando, y a ella aún no se le notaba el embarazo. Por suerte, Pedro acudió al rescate.


—Paula buscaba un respiro de la ciudad. Su esposo se reunirá con ella más adelante.


Ella comprendió que debía haberle dado esa impresión. No estaba en su naturaleza mentir, ni omitir la verdad. Sin embargo, en ese momento le pareció mejor dejar las cosas así.


—Estoy seguro de que tu esposo y tú estaréis bien en Gabriel’s Crossing. Es un buen sitio para un respiro.


—Sí, estoy segura de que así será.


—La pintura está en el primer pasillo —dijo Pedro, señalando al final de la tienda—. Yo buscaré la madera que necesito mientras tú eliges.


—De acuerdo.


Ella dedicó unos veinte minutos a ver los muestrarios de tonos. Supo exactamente cuando Pedro llegaba a su lado. No oyó sus pasos. Más bien percibió su aroma a jabón y, sin saber bien por qué, intuyó su presencia. Debía ser una tontería, pero había algo en él que resultaba reconfortante. No iba a permitirse considerar el resto de los adjetivos que se le pasaban por la cabeza.


—He reducido la elección a estos dos tonos —dijo, antes de darse la vuelta—. He leído que el verde es un color relajante, perfecto para proporcionar un sueño pacífico y reparador.


—Una de las paredes de mi dormitorio es roja. Bueno, técnicamente carmesí. Me pregunto qué se supone que proporciona eso —sus ojos chispearon con humor. Con humor y algo más.


—El insomnio —dijo ella, tragándose las inapropiadas respuestas que se le ocurrieron.


Pedro soltó una risotada y se pasó una mano por el pelo, dejándolo tan alborotado como era habitual.


—No sé qué decir. Yo duermo como un bebé.


La palabra «bebé», ayudó a Paula a disipar cualquier pensamiento inconveniente.


—Verde espuma —extendió la muestra como si enarbolara una daga—. ¿Qué opinas?


—Es tranquilo —dijo él, tras estudiarlo atentamente.


—Perfecto.


Los dedos de él rozaron los suyos cuando aceptó el cuadrado de muestra.


—Le pediré a Pat que mezcle un par de botes y luego nos iremos.


—Te invitaré a un cucurucho de helado —dijo ella.


—Acepto la invitación y no dejaré que la olvides.


Mientras él se alejaba, Paula tuvo la impresión de que Pedro Alfonso era uno de esos hombres que nunca olvidaba nada.