domingo, 19 de agosto de 2018

MILAGRO : CAPITULO 9



—Esto parece ser el sitio de moda hoy —dijo Pedro cuando llegaron a la heladería.


Era un local pequeño sin mesas dentro. Había una fila de seis personas ante cada una de las ventanas para pedir, y todas las mesas de fuera estaban llenas. Niños de distintos tamaños, aparentemente inmunes al intenso calor, corrían por el jardín persiguiéndose.


Mientras iban hacia la ventanilla, un niño de unos cinco años chocó de frente con Pedro.


—Eh, amigo —Pedro lo equilibró.


Otro niño aprovechó la oportunidad para darle un golpecito en la espalda.


—¡Te pillé! Persigues tú —gritó con entusiasmo.


Mientras la pareja se alejaba, Pedro miró su camisa e hizo una mueca al ver la mancha. 


Paula sabía exactamente cómo habría reaccionado Lucas al ver una mancha de chocolate en una de sus camisas. De hecho, el niño no habría conseguido alejarse sin recibir una severa reprimenda. Pero Pedro movía la cabeza de lado a lado, risueño.


—Debería haberme dejado puesta la ropa sucia —le guiñó un ojo a Paula y agarró unas servilletas de papel para frotar la camisa—. Esto me pasa por querer impresionarte.


Lo dijo con ligereza, en broma. Pero Paula estaba más que impresionada, y no tenía nada que ver con la ropa que lucía.


—Eres muy... —hizo una pausa—, paciente.


—Sólo es una camisa y él sólo un niño —se encogió de hombros, como si eso lo explicara todo. Paula supuso que en realidad sí lo explicaba. Y su reacción resumía la personalidad de Pedro.


—Serías un buen padre —dijo ella, sin pensar. 


No había pretendido decirlo en voz alta, y menos con un deje de añoranza en la voz.


—Espero serlo algún día —afirmó Pedro, sin inmutarse por sus palabras.


—¿Quieres tener hijos?


—No ahora mismo —contestó él, ligeramente sorprendido—. Pero sí, claro. ¿Tú no?


Paula tragó saliva. Los sueños destrozados del pasado y el milagro del presente formaron un nudo en su garganta. Antes de que pudiera contestar, una mujer de unos treinta años fue hacia ellos. Parecía acalorada, tensa y, a juzgar por su ojeras, agotada. Y no era de extrañar. 


Llevaba a un bebé apoyado en la cadera y a un niño de cara pegajosa agarrado a su pierna.


—Cielos, lo siento mucho —señaló la mancha de la camisa de Pedro—. Ha sido mi hijo, Tomas, quien chocó con usted.


—Ha dejado una impresión indeleble —dijo Pedro con una risita.


La mujer se cambió el bebé a la otra cadera y empezó a rebuscar en un enorme bolso lleno de pañales y cosas varias. Sacó un trozo de papel y un bolígrafo.


—Le daré mi dirección. Puede enviarme la factura de la tintorería.


—Bah, no hace falta. En serio —le aseguró Pedro—. Saldrá en la lavadora.


—¿Está seguro?


—Desde luego —estiró el brazo e hizo cosquillitas en la barbilla al bebé, consiguiendo una risita babosa—. Parece que le están saliendo los dientes.


—Sí, y está haciéndonos a todos pagar por ello —la mujer acunó al bebé—, ¿verdad, cielito?


—Tres niños —se maravilló Paula—. Debes tener las manos bien llenas.


—¡Y pensar que quería tener cuatro! —la mujer soltó una carcajada—. Eso fue hasta que llegó el primero y dormir una noche entera se convirtió en un recuerdo del pasado. Tomas tenía cólicos —en ese momento el niño de unos dos años se encaminó hacia un cubo de basura—. Más vale que vaya. Gracias por ser tan comprensivo sobre la camisa —le dijo a Pedro. Los miró a los dos—. Sabéis cómo son los niños.


La sonrisa cortés de Paula se desvaneció. Ella no lo sabía. De hecho, no tenía ni idea. Sintió una oleada de pánico. Iba a descubrirlo en un futuro no muy distante, y lo haría como madre soltera, sin haber tenido experiencia ni siquiera como canguro.


—Oh, Dios —susurró. Le temblaron las piernas.


—¿Paula? —Pedro la agarró del codo—. ¿Estás bien?


—Sí. Es sólo por hacer cola con este calor —justificó ella.


—La espera no será larga —él le guiñó un ojo.


Eso era exactamente lo que a ella le daba miedo.


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