viernes, 17 de agosto de 2018

MILAGRO : CAPITULO 2




Cuando llegaron a la casa, subieron los escalones del porche y le abrió la puerta. Ella miró a su alrededor con curiosidad. El salón estaba vacío de muebles, a no ser que una sierra eléctrica que había junto a la chimenea pudiera considerarse uno.


—¿Estás trabajando aquí?


—¿Por qué lo preguntas? —soltó una risa—. Lo cierto es que la casa es mía. Estoy en mitad de una renovación completa.


—Eso veo.


—La cocina va avanzando y el dormitorio de esta planta ya está acabado —se puso las manos en la caderas y miró a su alrededor satisfecho—. Aquí estoy terminando las molduras. No sé si barnizarlas o pintarlas de blanco. Lo mismo me pasa con la repisa de la chimenea. ¿Qué opinas?


—¿Quieres saber mi opinión? —la desconcertó que Pedro le preguntara eso sin conocerla apenas.


—Claro —el encogió los hombros—. Una opinión imparcial. Además, pareces una persona con buen gusto —la miró de arriba abajo, con franqueza y aprecio, no con lujuria. Ella se sintió halagada. Y turbada.


—¿Has construido tú la chimenea? Tienes buenas manos.


—Eso dicen.


Paula sintió que le ardía la piel. Decidió que era culpa de las hormonas. Y del cansancio.


—El cuarto de baño está por ese pasillo, primera puerta a la derecha —dijo Pedro.


—Gracias.


—Ignora el desastre —dijo él mientras se alejaba—. También lo estoy reformando.


Desde luego, lo del desastre no era broma. 


Había un montón de azulejos rotos en un rincón, y la luz era una bombilla desnuda que colgaba del techo.


Paula se acercó al lavabo y abrió el grifo, casi esperando que saliera agua marrón. Pero era clara y fresca y le sentó de maravilla mojarse el rostro. Aunque no era dada a cotillear, la desesperación la llevó a abrir el armario, en busca de algo que le quitara el mal sabor de boca. Suspiró con alivio al encontrar un tubo de pasta dentífrica. Se puso un poco en el dedo índice y lo utilizó como cepillo de dientes improvisado. Cuando se reunió con Pedro en el porche, unos minutos después, se sentía casi humana.


Él estaba sentado en un extremo, con una botella de agua en cada mano y un teléfono móvil entre la oreja y el hombro. Al verla salir, finalizó la llamada y maniobró con las botellas para volver a colgarse el teléfono del cinturón. 


Se levantó.


—¿Te encuentras mejor? —le preguntó, ofreciéndole una botella de agua.


—Sí, gracias.


—Me alegro. Siéntate —indicó el columpio del que acababa de levantarse.


Parecía cómodo, a pesar del cojín desgastado. Cómodo y acogedor, igual que él. Aunque estaba deseando sentarse, Paula negó con la cabeza.


—Debería irme ya —dijo.


—¿Por qué? ¿Llegas tarde a algún sitio?


—No. Sólo... no quiero molestar. Estoy segura de que tienes cosas mejores que hacer.


—Nada importante. Bueno, la casa. Eso no se acaba nunca —Pedro soltó una risa—. Pero puede esperar. Venga, Paula, siéntate un rato —insistió al verla titubear—. Considéralo tu buena acción del día. Cuando te marches tendré que volver al trabajo. Agradeceré el descanso.


—Bueno, en ese caso... —sonrió y, aunque no era normal en ella, charlar con un desconocido en mitad de la nada, se sentó en el columpio.


Crujió bajo su peso. Dejó que se meciera suavemente. La brisa agitó el carillón de viento metálico, que produjo un sonido agradable y relajante. Paula tuvo que controlarse para no cerrar los ojos.


—¿Adónde vas, si no es indiscreción? —preguntó Pedro, apoyando una cadera en la barandilla del porche.


—No tengo ningún destino concreto —Paula abrió la botella y tomó un trago de agua—. Estoy conduciendo sin rumbo fijo.


—Hace un día agradable para hacer eso.


—Sí —ella miró a su alrededor—. Esto es muy bonito.


—Deberías haberlo visto en primavera, cuando el huerto estaba en flor.


—¿Huerto?


—Dos mil metros cuadrados de manzanos —dijo él, señalando detrás de ella.


Ella giró la cabeza y vio las manzanas verdes, del tamaño de una pelota de golf, que habían sustituido a las flores. Paula siempre había vivido en la ciudad, primero en Los Ángeles y después en Nueva York. El campo nunca había sido lo suyo. Incluso pasaba las vacaciones en entornos urbanos: París, Londres, Venecia, Roma. Pero ese lugar le resultaba muy atractivo. 


Debía ser por la paz que se respiraba. Diez minutos en el porche de Pedro habían tenido el mismo efecto que una hora con su masajista.


—¿Hace mucho que vives aquí? —le preguntó.


—No. Compré el terreno el año pasado —tomó un sorbo de agua—. Después de mi divorcio.


—Lo siento.


—No hace falta. Yo no lo siento.


La respuesta fue rápida y firme, pero Paula creyó percibir un deje de amargura.


—Entiendo.


Pedro no parecía haber esperado ningún tipo de respuesta, porque cambió de tema.


—Me gustan los retos, ésa es una de las razones por la que lo compré. Unos meses después de empezar a trabajar en la casa, me cansé de venir de la ciudad los fines de semana. 


Así que decidí tomarme una vacaciones largas del trabajo y me mudé aquí.


Ella no podía imaginarse a Lucas tomándose unas vacaciones, largas o cortas, del trabajo. Su marido comía, dormía y respiraba Bolsa. Incluso en las vacaciones seguía en contacto continuo con su oficina. Incluso si él cambiara de opinión respecto al bebé, seguiría siendo una familia monoparental en la mayoría de los sentidos.


—Estás frunciendo el ceño —dijo Pedro.


—Disculpa. Estaba pensando en... —movió la cabeza—. Nada —como él seguía observándola, añadió—. Entonces, ¿has vivido en Nueva York?


—Durante los últimos doce años —dijo él.


Ella no se lo imaginaba entre rascacielos, calles ajetreadas y tráfico. Aunque acababa de conocerlo, parecía el tipo de hombre que disfruta de los espacios abiertos y de la tranquilidad. 


Lugares como ése. Y aunque Paula siempre había sido urbanita, entendía el por qué.


—Yo vivo en Nueva York —dijo.


—Pero no eres originaria de allí, ¿verdad?


—No —ella parpadeó—. Soy de la Costa Oeste. De Los Ángeles. ¿Cómo lo has sabido?


Pedro la estudió. No había esperado esa respuesta. Algo en Paula parecía demasiado suave e incierto para la vida ciudadana. Sin embargo, su aspecto encajaba. Se permitió otro discreto paseo de su imagen, desde el cabello perfectamente peinado a los zapatos a la última moda. Había visto a muchas mujeres con el mismo aspecto que Paula, paseando en el club privado Colony, de Manhattan, o bajando de limusinas ante lujosos apartamentos de Park Avenue. Pero aun así...


—No pareces neoyorquina —dijo por fin.


—Yo estaba pensando lo mismo de ti —le replicó ella, sorprendiéndolo.


—Tampoco soy oriundo —admitió—. Nací y crecí en una pequeña ciudad, cerca de Buffalo. ¿Aún se nota?


—En realidad no.


Él pensó que lo decía por cortesía. Suponía que dada su vestimenta y dónde estaban sentados, su opinión era lógica. Tal vez lo vería de otra manera si llevase uno de los trajes que había comprado en su último viaje a Milán y se hubieran encontrado en un museo de arte contemporáneo. Durante un momento, casi deseó que ése fuera el caso. Hacía mucho que no disfrutaba de compañía femenina.


—¿Te gusta Nueva York? —preguntó ella.


—Al principio lo adoraba —respondió él, aunque le parecía una pregunta extraña. Bebió agua y dejó que su mente diera marcha atrás. Nueva York le había parecido muy excitante y había cerrado su primer gran negocio inmobiliario—. ¿Y a ti? ¿Te gusta?


—Sí —contestó ella tras un leve titubeo—. Desde luego. ¿Cómo no iba a gustarme? Tiene restaurantes fantásticos, infinitas opciones de ocio y atractivos culturales de todo tipo.



MILAGRO : CAPITULO 1




Paula Chaves aparcó a un lado de la carretera y bajó del coche. Hacía un maravilloso día de verano, de cielo azul y soleado. Contempló el pintoresco paisaje rural de Connecticut, inspiró el aroma de las flores silvestres y escuchó el gorgojeo de los pajarillos. Después se dobló por la cintura y vomitó.


El día podía ser maravilloso, pero su vida estaba tan revuelta como su estómago en ese momento. Estaba embarazada.


Tiempo atrás, antes de conocer y casarse con el inversor Lucas Chaves y emprender su carrera como Esposa de Hombre Muy Importante, los médicos la habían informado de que nunca concebiría. Tras cuatro años de un matrimonio tan estéril como se había creído ella, había concebido.


Se enderezó y acarició el estómago aún plano, por encima del ligero vestido de verano. La noticia, que había recibido hacía dos semanas, seguía llenándola de júbilo, asombro y excitación. Habían transcurrido tres meses de lo que ella consideraba un milagro.


Su esposo no compartía su alegría por el bebé, sino más bien al contrario


—No quiero hijos.


Ella había notado el frío rechazo de su voz, pero no la había sorprendido. Él lo había dejado muy claro cuando le propuso matrimonio, un año después de su primera cita. Los niños eran molestos, ruidosos y, sobre todo exigentes. No encajaban con el estilo de vida profesional y social del que Lucas disfrutaba y quería seguir disfrutando.


Paula no estaba de acuerdo con él, pero no había discutido. No merecía la pena, al fin y al cabo, no podía quedarse embarazada.


Tuvo una segunda oleada de náuseas.


—Oh, Dios —murmuró después de vomitar, apoyándose en el lateral del coche.


Había sido una tonta al esperar que la rígida opinión de su marido se suavizara ya que la cosa no tenía remedio. Seguía doliéndole que él hubiera pretendido remediarla.


—Pon fin a tu embarazo —había dicho. Tu embarazo.


Como si Paula fuera la única responsable de su estado. Como si él no tuviera ningún vínculo con la nueva vida que crecía en su interior. Le había dado un ultimátum.


—Si no lo haces, pondré fin a nuestro matrimonio.


Así que, veinticuatro horas después de negarse, Paula se encontraba sola en una carretera rural, mareada, agotada y anhelando la comodidad de la enorme cama de su piso en Manhattan. 


Volvería, eventualmente. Se había marchado llevándose sólo el bolso y una intensa desilusión. Pero no volvería hasta tener un plan. Cuando volviera a enfrentarse a Lucas lo haría con dignidad, con sus emociones bajo control. 


Le ofrecería sus propios términos y condiciones.


—¿Está bien?


La profunda voz sobresaltó a Paula. Se dio la vuelta y vio que un hombre corría hacia ella desde la granja que había a unos metros. Se preguntó si lo habría visto... todo. Se sonrojó de vergüenza.


—Estoy bien —contestó Paula. Forzó una sonrisa y rodeó el capó del coche, esperando que no se acercara más. Pero él siguió por la carretera y estuvieron cara a cara antes de que ella pudiera abrir la puerta del Mercedes y subir.


Subir al coche en ese momento habría sido grosero. Y Paula nunca era grosera. Así que se quedó de pie, con la misma sonrisa educada que la había ayudado a soportar montones de cenas tediosas con los socios y compañeros de trabajo de su marido.


—¿Está segura? —preguntó el hombre—. Aún está pálida. Quizá debería sentarse.


Paula calculó que tendría treinta y tantos años y estaba en forma, a juzgar por sus brazos musculosos y morenos. Era de estatura media y cabello color castaño, despeinado por el viento.


—He estado sentada mucho rato. Bueno, conduciendo —indicó la carretera con la mano—. Sólo me he parado para... estirar las piernas.


—Ya —sus ojos la escrutaron con amabilidad—. ¿Seguro que no necesita un vaso de agua, o algo?


—Seguro. Pero gracias por ofrecerlo.


Era una respuesta programada que abandonó sus labios con facilidad. Estaba acostumbrada a mentir sobre sus sentimientos, subyugar sus necesidades y ver el lado positivo de todo. Lo había hecho mientras crecía para no interferir en los acelerados horarios de sus padres, adictos al trabajo. Lo había hecho como esposa, poniendo a Lucas y a su exigente carrera por encima de todo. Pero llevaba conduciendo más de dos horas sin destino fijo. No sabía cuánto tardaría en llegar al siguiente pueblo. Y, en ese momento, era innegable que necesitaba utilizar el cuarto de baño y daría cualquier cosa por un colutorio bucal.


Así que, antes de poder cambiar de opinión nuevamente, decidió aceptar.


—La verdad, me vendría muy bien utilizar... sus instalaciones sanitarias.


—Instalaciones sanitarias —repitió él. Ella pensó que se reiría, pero no lo hizo. Indicó la casa con la mano—. Por supuesto. Vamos.


Mientras caminaban hacia la casa, puso la mano en la parte baja de su espalda, casi como si adivinara que no se sentía demasiado segura sobre las piernas. A ella le pareció un gesto anticuado, caballeroso casi. Resultaba extraño en un tipo que llevaba una camiseta desvaída y unos pantalones vaqueros cubiertos de manchas de pintura.


Se recriminó por juzgarlo basándose en las apariencias. Paula sabía mejor que nadie que podían ser muy engañosas. A lo largo de los años había conocido a muchos farsantes vestidos con ropa de diseño. Gente que decía las cosas apropiadas, apoyaba las causas correctas y sabía qué tenedor utilizar para la ensalada, pero eran sólo apariencias. Ella cazaba su falsedad al vuelo. Nada como un farsante para descubrir a otro.


Se preguntó si alguien conocía a la auténtica Paula Chaves. Ese pensamiento la llevó a recordar sus modales.


—Me llamo Paula, por cierto.


—Encantado de conocerte —sonrió y unos hoyuelos se formaron en las mejillas oscurecidas por un principio de barba—. Yo soy Pedro.

MILAGRO : SINOPSIS




Ella no esperaba quedarse embarazada… Él no esperaba enamorarse.


Al descubrir que se había quedado embarazada, Paula Chaves supo que la vida que conocía había llegado a su fin… y que era el comienzo de lo que siempre había soñado. Entonces encontró el lugar perfecto para ella y su futuro hijo y algo que no esperaba: una sorprendente atracción por su guapísimo casero.


Desde el momento en que Paula se mudó a aquella casita de su propiedad, Pedro Alfonso sintió un increíble instinto de protección hacia ella. Pero a medida que se acercaba la fecha del parto, aquella mujer tan independiente despertó en él algo más: el deseo de ser padre.



jueves, 16 de agosto de 2018

LA AMANTE DEL SENADOR: CAPITULO FINAL




El día antes de Nochebuena Paula le dio a Pedro esa oportunidad al decir «sí, quiero» en una ceremonia discreta en el juzgado con los familiares que habían podido asistir.


—Yo os declaro marido y mujer —anunció el juez.


Paula alzó la cabeza, y Pedro la besó, transmitiéndole en ese beso su compromiso.


Finalmente no se había comprado un vestido de novia, pero ante la insistencia de Miranda sí se había comprado un traje nuevo para la ocasión, un traje que seguramente no podría ponerse en varios meses porque la cintura ya le quedaba un poco estrecha.


Se miró en los ojos de Pedro, y vio reflejado en ellos el mismo amor que sentía por él. Todavía le costaba creer que tanta felicidad fuera posible.


—Te quiero —le dijo.


—Y yo a ti —respondió él.


Paula se sentía tan dichosa que tenía la impresión de que el corazón le fuera a estallar.


Kimberly se acercó a su padre secándose los ojos, y le dio un abrazo.


—Felicidades, papá; me alegro mucho por vosotros.


Andrea y Raul entretanto se acercaron a Paula.


—Que seáis muy felices —le deseó Andrea.


—Bienvenida a la familia —le dijo Raul—. Nunca te podremos agradecer lo bastante lo que has hecho por nuestro padre y por nosotros. El refrán tiene razón —añadió con una sonrisa—: el amor hace milagros.


Y para Paula aquello era un milagro; cómo había cambiado todo para ella en un año, cómo no volvería a estar sola nunca más, cómo una vida completamente nueva se abría ante ella. «Sí», se dijo, «el amor hace milagros».


Fin



LA AMANTE DEL SENADOR: CAPITULO 31




Pedro llamó a su chofer para decirle que podía regresar a Crofthaven, y se fue a casa de Paula. 


Tuvo que llamar al timbre cuatro veces, y cuando finalmente le abrió y vio que tenía los ojos rojos de haber llorado se sintió como un canalla.


—Oh, cariño... cuánto lo siento... —murmuró pasando dentro y estrechándola entre sus brazos.


—No podía hacerlo, Pedro, no me parecía que estuviera bien... No creo que estemos preparados para el matrimonio.


—Bueno, por lo que a mí me toca no estoy de acuerdo —replicó él—, pero si tú necesitas tiempo, te daré todo el que te haga falta.


Paula alzó la vista hacia él y escrutó su rostro con curiosidad.


—Lo he hecho todo mal —continuó Pedro—. Prácticamente te «ordené» que te casaras conmigo, sin darte la posibilidad de decidir. Miranda no puede creerse que ni siquiera te dejara comprar un vestido de novia —añadió con una leve sonrisa—. Debería habértelo pedido. Debería haberte dicho que te quiero y que necesito que formes parte de mi vida... hasta el fin de mis días, aunque supongo que ya es demasiado tarde, ¿no es así?


Paula asintió con tristeza.


—Parece mentira cómo lo he fastidiado todo —murmuró Pedro con la cabeza gacha. Paula inspiró profundamente.


—Supongo que tu intención era buena —dijo—, que estabas mirando por el bebé.


—Y tú también —murmuró él—. Pau, todavía quiero casarme contigo —le dijo mirándola a los ojos—. Te habría comprado un anillo, pero no sé qué clase de anillo te gustaría, y querría que lo eligieses tú si decidieras darme una oportunidad. Cuando te llamé desde el juzgado y me dijiste que no ibas a ir me sentí muy mal, pero si te alejaras de mí me sentiría aún peor, así que si necesitas tiempo, tómate todo el que quieras, pero por favor, dale una oportunidad a lo nuestro.


Paula se estremeció ligeramente, y por sus mejillas comenzaron a rodar una lágrima tras otra.


—Pero hay cosas que no sabes de mí, cosas que quizá hagan que no quieras casarte conmigo.


—Pues dímelas —la instó él—; al menos prueba.


Paula volvió a estremecerse y apartó el rostro.


—Estuve embarazada en otra ocasión, cuando era sólo una adolescente —respondió en un murmullo—. Entregué al bebé en adopción.


Sus palabras sorprendieron a Pedro, pero de inmediato una oleada de compasión lo invadió, y su corazón se encogió al recordar lo que le había contado sobre cómo su novio del instituto la había dejado por otra. La abrazó con fuerza y le dijo:
—Oh, Pau, pobre mía... que hayas tenido que pasar por todo eso tú sola... Sin un padre, ni una madre...


—Me sentí tan culpable —le dijo ella entre sollozos—; me decía que no estaba bien que hubiera dado en adopción a mi propia hija, pero no tenía dinero, ni familia, y... —no pudo terminar la frase porque su voz se quebró.


—¿Has intentado saber alguna vez que fue de ella?"


Paula asintió con la cabeza.


—Cada año sus padres adoptivos me envían fotos de ella y me cuentan cómo se encuentra, cómo le van los estudios... Son una gente maravillosa, pero ella no ha dicho que quiera conocerme, y a menos que lo haga creo que lo mejor es que me mantenga en un segundo plano —inspiró temblorosa—. En parte ésa es una de las razones por las que no puedo casarme contigo, Pedro. Yo... no sabía cómo te lo tomarías cuando lo supieras.


Pedro se miró en los ojos llenos de dolor de Paula, y supo que nunca había amado tanto a otra persona.


—¿Cómo podría rechazarte por eso, Pau? Sólo eras una adolescente, y tomaste la mejor decisión que podías haber tomado en ese momento —le dijo—. Hiciste lo que creíste mejor para tu bebé aunque fuera difícil para ti, y eso únicamente hace que te quiera aún más.


Los ojos de Paula volvieron a llenarse de lágrimas.


—Oh, Pedro...


Pedro tomó su hermoso rostro entre ambas manos.


—Pau, creo que ni siquiera te imaginas lo mucho que significas para mí, cómo ha cambiado mi vida desde que llegaste a ella. Te quiero, y querré igual a ese hijo nuestro que llevas en tu vientre. Cásate conmigo, Pau, dame la oportunidad de hacer las cosas bien por una vez en mi vida.



LA AMANTE DEL SENADOR: CAPITULO 30




—¿Pedro? —lo llamó su hermano Hernan, viniendo a su lado—, ¿qué ocurre?; ¿qué te ha dicho?


Pedro sacudió la cabeza con incredulidad.


—No va a venir —murmuró. El juez Kilgore carraspeó.


—Mm... en ese caso supongo que no me necesitan —dijo—. Bueno, llámenme si hay algún cambio. Si me disculpan...


Y salió de la habitación.


Kimberley se acercó a su padre.


—Papá, yo creo que esto es un poco apresurado. Quizá Paula necesite algo de tiempo.


—Exacto —dijo Miranda, la mujer de Hernan—. Apenas le has dejado tiempo para respirar a la pobre criatura, y además cuando una mujer está embarazada sus emociones están... revueltas.


—Eso es —asintió Hernan.


—¿Embarazada? —repitió Kimberly mirando a su padre con los ojos abiertos como platos—. ¿Has dejado embarazada a Paula?


A sus veinticinco años, su inteligente y hermosa hija no era precisamente un dechado de tacto y delicadeza.


—Sí, Kimberly, está embarazada, y sí, yo soy el padre —respondió Pedro, intentando mantener la calma.


—¡Pero si eres muy viejo para eso! —exclamó ella. Hernan se rió entre dientes.


—A lo que se ve no.


Pedro les lanzó a los dos una mirada furibunda.


—No tengo tiempo para daros explicaciones —les dijo—. Tengo que ir a hablar con Paula. No sé... no sé qué es lo que ha podido hacer que se eche atrás. Cuando le dije que nos casábamos esta tarde no...


—¿Le dijiste que os casabais? —repitió Kimberly mirándolo de hito en hito—. ¿Quieres decir que tomaste la decisión y ya está?


—Bueno, ¿qué querías que hiciera? —replicó su padre—. Está embarazada de dos meses. No quería que ese bebé naciese siendo ilegítimo.


—Vaya, qué romántico —dijo su hija con sarcasmo—. ¿Y luego te cuadraste ante ella y te despediste con el saludo militar antes de salir por la puerta?


—Kim, cariño, no machaques a tu padre; sólo está intentando hacer lo correcto —le dijo su marido, poniéndole una mano en el hombro.


—Pero es que no puedes ordenarle a alguien que se case contigo, Zach —replicó ella—. Además,Paula tiene su corazoncito, como todas las mujeres; seguro que quería una boda en una iglesia, vestirse de blanco, y celebrar un banquete.


—Es verdad, al menos deberías haber esperado a que se comprase un vestido —regañó Miranda a su cuñado.


—Yo...yo creía que lo mejor sería celebrar la boda lo antes posible —balbució.


—Todavía no puedo creerme que hayas dejado preñada a tu directora de campaña... —farfullo su hija, sacudiendo la cabeza.


Pedro vio cómo Zach le pegaba a Kimberly un codazo en las costillas.


—No la he dejado «preñada» —dijo irritado—. Está embarazada de mi hijo.


—Que también es suyo —apuntó Kimberly.


—Pues claro que también es suyo.


—Sí, pero has dicho que está embarazada de «tu» hijo —replicó Kimberly—. Mira, papá, puede que estés acostumbrado a mandar y dar órdenes, pero no a todo el mundo le gusta que tomen decisiones por ellos. Además, si vamos a casarnos, a las mujeres suele gustarnos que nos los pidan, no que nos lo impongan.


Su padre parecía haberse quedado traspuesto.


—Entonces, lo que tendría que hacer sería pedírselo... —murmuró para sí, como si acabara de tener una revelación—. Es verdad; no confía en mí. Yo le confiaría mi vida, pero ella aún no confía en mí.


Un profundo silencio cayó sobre la sala.


—Estás enamorado de ella de verdad, y por primera vez estás confundido, ¿no es cierto, papá? —le preguntó su hija, poniéndole una mano en el brazo.


Pedro asintió. Tenía una sensación de quemazón en la garganta, por la emoción, pero al mismo tiempo era como si se hubiera liberado de un enorme peso.


—Sí, la quiero con toda mi alma —murmuró.


—¿Y se lo has dicho? —le preguntó Kimberly.