viernes, 17 de agosto de 2018

MILAGRO : CAPITULO 1




Paula Chaves aparcó a un lado de la carretera y bajó del coche. Hacía un maravilloso día de verano, de cielo azul y soleado. Contempló el pintoresco paisaje rural de Connecticut, inspiró el aroma de las flores silvestres y escuchó el gorgojeo de los pajarillos. Después se dobló por la cintura y vomitó.


El día podía ser maravilloso, pero su vida estaba tan revuelta como su estómago en ese momento. Estaba embarazada.


Tiempo atrás, antes de conocer y casarse con el inversor Lucas Chaves y emprender su carrera como Esposa de Hombre Muy Importante, los médicos la habían informado de que nunca concebiría. Tras cuatro años de un matrimonio tan estéril como se había creído ella, había concebido.


Se enderezó y acarició el estómago aún plano, por encima del ligero vestido de verano. La noticia, que había recibido hacía dos semanas, seguía llenándola de júbilo, asombro y excitación. Habían transcurrido tres meses de lo que ella consideraba un milagro.


Su esposo no compartía su alegría por el bebé, sino más bien al contrario


—No quiero hijos.


Ella había notado el frío rechazo de su voz, pero no la había sorprendido. Él lo había dejado muy claro cuando le propuso matrimonio, un año después de su primera cita. Los niños eran molestos, ruidosos y, sobre todo exigentes. No encajaban con el estilo de vida profesional y social del que Lucas disfrutaba y quería seguir disfrutando.


Paula no estaba de acuerdo con él, pero no había discutido. No merecía la pena, al fin y al cabo, no podía quedarse embarazada.


Tuvo una segunda oleada de náuseas.


—Oh, Dios —murmuró después de vomitar, apoyándose en el lateral del coche.


Había sido una tonta al esperar que la rígida opinión de su marido se suavizara ya que la cosa no tenía remedio. Seguía doliéndole que él hubiera pretendido remediarla.


—Pon fin a tu embarazo —había dicho. Tu embarazo.


Como si Paula fuera la única responsable de su estado. Como si él no tuviera ningún vínculo con la nueva vida que crecía en su interior. Le había dado un ultimátum.


—Si no lo haces, pondré fin a nuestro matrimonio.


Así que, veinticuatro horas después de negarse, Paula se encontraba sola en una carretera rural, mareada, agotada y anhelando la comodidad de la enorme cama de su piso en Manhattan. 


Volvería, eventualmente. Se había marchado llevándose sólo el bolso y una intensa desilusión. Pero no volvería hasta tener un plan. Cuando volviera a enfrentarse a Lucas lo haría con dignidad, con sus emociones bajo control. 


Le ofrecería sus propios términos y condiciones.


—¿Está bien?


La profunda voz sobresaltó a Paula. Se dio la vuelta y vio que un hombre corría hacia ella desde la granja que había a unos metros. Se preguntó si lo habría visto... todo. Se sonrojó de vergüenza.


—Estoy bien —contestó Paula. Forzó una sonrisa y rodeó el capó del coche, esperando que no se acercara más. Pero él siguió por la carretera y estuvieron cara a cara antes de que ella pudiera abrir la puerta del Mercedes y subir.


Subir al coche en ese momento habría sido grosero. Y Paula nunca era grosera. Así que se quedó de pie, con la misma sonrisa educada que la había ayudado a soportar montones de cenas tediosas con los socios y compañeros de trabajo de su marido.


—¿Está segura? —preguntó el hombre—. Aún está pálida. Quizá debería sentarse.


Paula calculó que tendría treinta y tantos años y estaba en forma, a juzgar por sus brazos musculosos y morenos. Era de estatura media y cabello color castaño, despeinado por el viento.


—He estado sentada mucho rato. Bueno, conduciendo —indicó la carretera con la mano—. Sólo me he parado para... estirar las piernas.


—Ya —sus ojos la escrutaron con amabilidad—. ¿Seguro que no necesita un vaso de agua, o algo?


—Seguro. Pero gracias por ofrecerlo.


Era una respuesta programada que abandonó sus labios con facilidad. Estaba acostumbrada a mentir sobre sus sentimientos, subyugar sus necesidades y ver el lado positivo de todo. Lo había hecho mientras crecía para no interferir en los acelerados horarios de sus padres, adictos al trabajo. Lo había hecho como esposa, poniendo a Lucas y a su exigente carrera por encima de todo. Pero llevaba conduciendo más de dos horas sin destino fijo. No sabía cuánto tardaría en llegar al siguiente pueblo. Y, en ese momento, era innegable que necesitaba utilizar el cuarto de baño y daría cualquier cosa por un colutorio bucal.


Así que, antes de poder cambiar de opinión nuevamente, decidió aceptar.


—La verdad, me vendría muy bien utilizar... sus instalaciones sanitarias.


—Instalaciones sanitarias —repitió él. Ella pensó que se reiría, pero no lo hizo. Indicó la casa con la mano—. Por supuesto. Vamos.


Mientras caminaban hacia la casa, puso la mano en la parte baja de su espalda, casi como si adivinara que no se sentía demasiado segura sobre las piernas. A ella le pareció un gesto anticuado, caballeroso casi. Resultaba extraño en un tipo que llevaba una camiseta desvaída y unos pantalones vaqueros cubiertos de manchas de pintura.


Se recriminó por juzgarlo basándose en las apariencias. Paula sabía mejor que nadie que podían ser muy engañosas. A lo largo de los años había conocido a muchos farsantes vestidos con ropa de diseño. Gente que decía las cosas apropiadas, apoyaba las causas correctas y sabía qué tenedor utilizar para la ensalada, pero eran sólo apariencias. Ella cazaba su falsedad al vuelo. Nada como un farsante para descubrir a otro.


Se preguntó si alguien conocía a la auténtica Paula Chaves. Ese pensamiento la llevó a recordar sus modales.


—Me llamo Paula, por cierto.


—Encantado de conocerte —sonrió y unos hoyuelos se formaron en las mejillas oscurecidas por un principio de barba—. Yo soy Pedro.

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