sábado, 28 de julio de 2018

¿PRÍNCIPE AZUL? : CAPITULO 4




A las siete en punto, Pedro estiró perezosamente los brazos por encima de la cabeza y decidió dar por terminada su jornada de trabajo. No tenía ninguna gana de pasar tres semanas alejado de su despacho, y esperaba sinceramente que Paula hubiera incorporado el tiempo de montaje del programa dentro de aquel plazo. Quizá sólo estaría fuera un par de semanas. Tal vez diez días, si tenían suerte y eran eficaces..., si acaso el romance y la eficiencia podían convivir, algo que dudaba muy seriamente.


Había pasado el resto de la tarde delegando la mayor cantidad posible de tareas, pero todavía pensaba dedicar el sábado y el domingo a dejarlo todo preparado antes de su marcha.


—Oh, estupendo. Todavía estás aquí —exclamó Paula cuando entró en su despacho sin llamar.


Pedro no la había oído acercarse. Ella esbozó una tentativa sonrisa, y él se preguntó si esperaría o no que sonriera como un estúpido cada vez que establecían contacto visual. 


Aparentemente no.


—Tengo aquí mismo las notas de Georgina. Pasarlas a limpio me ha llevado más tiempo del que había previsto —le entregó varias hojas y suspiró, pasándose los dedos por su corta melena rubia.


—Gracias —Pedro examinó los papeles. Georgina había proyectado y elegido las tres parejas de San Valentín, e incluso tenía otras tres de reserva en caso de que surgieran problemas; no estaba nada mal—. ¿Necesitas algo? —pasó una página y estudió el horario que Paula le había facilitado.


—Creo que estamos preparados.


—Tienes asignadas tres semanas enteras para filmar. ¿Con el montaje incluido?


—Sólo serán unos ajustes de estudio a la vuelta.


Paula se había sentado en el borde del escritorio, con las piernas cruzadas. Llevaba falda corta, y tenía unas piernas magníficas... 


Pedro nunca se había molestado en fijarse en ellas, pero tampoco nunca las había tenido tan cerca, casi a la altura de los ojos.


Paula se inclinó para señalarle algo en una página, y Pedro pudo reconocer el perfume que se había puesto esa mañana.


—He calculado tres días para cada segmento... más uno extra para el primero. En ése utilizamos animales.


—No. Nada de animales —Pedro esbozó una mueca.


—Sí, animales —declaró firmemente Paula—. Un desfile de circo, para ser exactos.


—¿Un desfile de circo? ¿Para una petición de matrimonio? ¿Es que la gente está loca?


—A mí me parece romántico —lo desafió a que le llevara la contraria.


—Pues desde luego suena muy problemático —«podría ser peor», pensó Pedro. Bebés, por ejemplo. Había algo todavía peor que los animales: los bebés.


—Las visuales merecerán la pena. Y... —Paula señaló uno de los aspectos del programa—... y quizá también podrán llevarnos un día extra. No lo sé; depende del tiempo. Pensaba volver el viernes para dejarle al equipo el fin de semana libre, así que, de hecho, estamos hablando de unos diecinueve días. Tres de los cuales son libres y dos optativos. El resto, tiempo de viaje.


—¿Cuándo piensas hacer el montaje?


—Yo monto sobre la marcha, y puedo terminar de hacerlo durante ese fin de semana, cuando volvamos al estudio, si crees que es necesario —se bajó del escritorio—. También le enviaré el metraje en bruto a Georgina. Ella nos escribirá los comentarios.


—Suena bien —Pedro se relajó un tanto.


Habían mantenido una conversación entera sin que Paula explotara.


—De acuerdo. Bueno, me voy. Nos veremos el lunes a primera hora —y se marchó del despacho tan repentinamente como había entrado.


Pedro se quedó mirándola hasta que desapareció. ¿Por qué todos sus encuentros no podían ser tan fáciles como aquel? Nunca antes había podido hacerle un comentario o una sugerencia sin que Paula estallara por cualquier cosa. Había oído a Georgina hacerle preguntas o ponerle objeciones y Paula se había quedado callada, sin rechistar. ¿Por qué con él era tan diferente? No era un tipo irrazonable; simplemente era prudente...


Encogiéndose de hombros, guardó el programa de Paula en una carpeta de archivo. Lo estudiaría al día siguiente por la mañana. Hasta entonces, y dado que era viernes por la noche, visitaría a sus padres.


Los padres de Pedro vivían en un antiguo barrio residencial de Houston, con bungalows y hermosos jardines. Pedro y su hermana mayor habían crecido en una de aquellas pequeñas casas, y su hermana todavía seguía viviendo allí con su marido, poeta en el paro, y tres niños.


De hecho, Pedro tenía que morderse la lengua cada vez que los visitaba. Aquella noche se presentó más tarde de lo habitual, y supuso que ya habrían cenado. Se equivocaba.


—¡Pedro! —su madre abrió la puerta tan pronto como oyó sus pasos en el entarimado del porche. Después de abrazarlo efusivamente, lo hizo entrar en la casa y lo llevó a la cocina.


Lo primero que vio Pedro fue un enorme ramo de rosas... más de una docena. Aquello debía de haber costado al menos mil dólares.


—¿Has visto mis rosas? —le preguntó Viviana, su madre, evidentemente deleitada.


—Sí.


—Bebe un poco de vino, Pedro —sin esperar su respuesta, Roberto Alfonso le sirvió una copa y se levantó de la mesa para entregársela. 


Sonreía de felicidad al ver a su esposa tan contenta.


—¿Qué es lo que estamos celebrando? —inquirió Pedro.


—La vida —respondió su padre, haciendo un gesto expansivo con el brazo—. No hay por qué tener una razón específica para organizar una celebración como ésta...


Pedro volvió a mirar las rosas mientras bebía el vino. Si su padre quería organizar una celebración, ¿por qué no lo celebraba sustituyendo la vieja puerta de rejilla de la entrada, por ejemplo? ¿O volviendo a tapizar el sofá de mamá, del que tanto se quejaba?


—Tu padre es tan romántico... —comentó Viviana, como si Pedro no lo supiera a esas alturas. Después de abrazar una vez más a su marido, que había vuelto a sentarse a la mesa, volvió a acercarse al horno para remover el guiso que estaba preparando.


—Las rosas la hacen feliz —le dijo Roberto—. Y cuando ella está feliz, yo también lo estoy.


—¿Patricio? ¿Es eso...? ¡Ah, hola, Pedro! —su hermana Teresa entró en al cocina con un niño en brazos—. Creí haber oído entrar a Patricio —miró a su alrededor buscando a su marido—. Hoy tenía un recital de poesía —anunció; resultaba evidente el orgullo que sentía—. Le han invitado a leer dos de sus poemas.


—Qué bien — «sobre todo si logra venderlos», añadió Pedro para sí.


—¡Tío Pedro! —chillaron en ese momento dos niñas, entrando en la cocina y lanzándose a sus brazos. Estaban en pijama, listas para acostarse.


—¡Hey, cuidado!


Milagrosamente no se le derramó ni una gota de vino. Dejó la copa sobre la mesa y abrazó a sus sobrinas. Las crías no dejaron de reír mientras se retiraban a su habitación.


—¡Me toca a mí sentarme en la mecedora! —gritó la más pequeña.


—Están viendo una película —explicó Teresa—. No sé cómo he podido vivir sin de vídeo, hasta que me lo regalaste... —sonrió a Pedro—. Gracias.


—¿Patricio ya se ha relajado lo suficiente como para poder ver un vídeo? —inquirió Pedro, ya que su cuñado apenas toleraba la televisión. No le había hecho muy feliz que Pedro le regalara un vídeo a la familia en las últimas navidades. 


Pero sabía los grandes esfuerzos que tenía que hacer Teresa para mantener a las niñas calladas cuando su marido quería escribir.


—Sí, pero que no se entere de que te lo he dicho. 


Mientras intercambiaban una sonrisa de complicidad, el sobrino de Pedro le agarró la punta de la corbata e intentó metérsela en la boca.


—¡Eh, chico, no me babees la corbata, que es de seda! —bromeó Pedro, retirándole con mucho cuidado la prenda de los dedos—. Hablando de ropa, ¿y esos pantalones tan elegantes que llevas?


—Son paños de cocina, tío Pedro —respondió la propia Teresa, remedando una voz de bebé y acariciándole la tripita a su hijo para hacerle reír.


—¿Paños de cocina?


—Me quedé sin pañales y Patricio tuvo que pedirle prestado el coche a papá para ir a comprarlos. El nuestro está en el taller.


—¿Otra vez?


—Sigue allí... —respondió Teresa, arrugando la nariz.


—¿Qué es lo que le pasa?


—Nada —respondió con tono despreocupado—. Cuando Patricio pueda pagar la factura de la reparación, lo recuperaremos.


—Deberías habérmelo dicho, yo...


—No te preocupes por eso, Pedro. A Pablito no le importa, ¿verdad? —le hizo cosquillas a su hijo y el bebé rió de nuevo. Sonriendo, se lo llevó al dormitorio.


—Te preocupas demasiado —le comentó su padre—. Patricio está usando mi coche hasta que recupere el suyo.


—¿Y cuál estás usando tú?


—Mis piernas —Roberto se echó a reír—. Hoy he tenido que caminar, y porque he tenido que caminar he visto estas rosas —señaló el enorme ramo—. Y además, al lado de la floristería, he encontrado a un hombre que vende vino. Un buen vino. Si hubiera tenido que conducir, me habría perdido todas estas cosas. Algunas veces necesitamos caminar lentamente por la vida. Y tú deberías intentar caminar con más frecuencia,Pedro.


—Lo que debería hacer es comer más, Roberto —lo interrumpió Viviana mientras añadía sal al guiso—. Está demasiado flaco.


Pedro forzó una sonrisa. Cuando su padre miraba las rosas, veía amor en ellas. Pedro, en cambio, veía el precio. Un coche retenido en un taller porque no podían pagar la factura de su reparación. Su sobrino no tenía pañales, pero había dos docenas de flamantes rosas en la cocina de su madre.


La familia de Pedro tenía la extraña virtud de vivir en las nubes y de no preocuparse por los asuntos terrenales. Y él ni siquiera podía despegarse del suelo. Se había pasado la vida entera observándolos y envidiándolos... y preparándoles colchonetas para las inevitables catástrofes.


Y aquella noche se había presentado con una de aquellas colchonetas bajo el brazo. Tomó de nuevo su copa y la levantó para brindar:
—Quizá sí que haya una razón que celebrar.


—¡Has conocido a una chica! —exclamó su madre, emocionada.


A pesar suyo, Pedro no pudo menos que pensar en Paula.


—No, mamá —por otro lado, pensó que Paula no encajaría mal en aquella familia tan poco práctica—. Os he traído vuestros beneficios trimestrales —sacó un sobre de un bolsillo y se lo entregó a su padre—. La cifra es mayor que la habitual.


—¿Lo ves, Pedro? —su padre tamborileó con los dedos en el sobre—. No es necesario que te preocupes tanto por nosotros.


—Se lo debemos a la inteligencia de Pedro. Ya te dije que invertir en nuestro hijo era mejor todavía que poner el dinero a plazo fijo —bromeó Viviana, abrazándolo.


—Sí, es inteligente. Pero sigue trabajando demasiado —repuso Roberto, sacudiendo la cabeza.


—Hablando de trabajo —comentó Pedro, cambiando de tema—. El lunes me voy de viaje.


—¿Estarás fuera mucho tiempo? —le preguntó su madre.


—Un par de semanas, quizá tres. Una de mis productoras tendrá que ausentarse con un permiso de maternidad. Va a tener gemelos.


—¡Maravilloso! —exclamó Viviana.


Pedro no pudo evitar preguntarse por qué todo el mundo pensaba que tener gemelos era algo tan maravilloso.


—Vivo para el día en que aparezcas y me digas que vas a darme nietos —añadió su madre.


—Ya tienes nietos —le señaló Pedro, aunque sabía que era inútil. Él era su único hijo, y sus hijos llevarían el apellido Alfonso. Pedro no se oponía a tenerlos; el problema era que estaban muy atrás en su lista de prioridades.


De pronto se abrió la puerta principal.


—¡Alegraos todos! —exclamó una voz teatral; Patricio había vuelto—. ¡He tenido un éxito impresionante y debemos celebrarlo de la manera adecuada!


—¿Qué, qué?


Pedro podía oír la excitada voz de Teresa. 


Segundos después, Patricio, de cabello largo y barba, apareció en el umbral de la cocina con una botella de champán.


—Es de los buenos —comentó Pedro después de echar un vistazo a la etiqueta de la botella, pensando que finalmente Patricio debía de haber vendido algo.


Las niñas volvieron a entrar a la carrera en la cocina para abrazar a su padre, y tanto Roberto como Viviana resplandecían de alegría mientras su yerno les relataba su gran éxito.


—Y quieren que les presente veinte de mis mejores poemas —concluyó.


—Entonces, ¿van a publicártelos? —le preguntó Pedro.


—Todavía no...


—Pero seguro que lo harán cuando los lean —declaró Teresa, mirando a su marido con expresión adoradora.


—Es una antología literaria —explicó Patricio—. De alta categoría. El hecho de ser tenido en cuenta ya es en sí un honor.


Pedro pensó que «literario» quería decir poco o ningún dinero. No tenía ningún problema con que Patricio escribiera poesía, pero tenía un problema muy grande con el hecho de que no tuviera un empleo rentable con el cual mantener a su familia, al menos mientras corría en pos del éxito...


Mientras Teresa ayudaba a su madre a terminar de preparar la cena, Patricio le dijo a Pedro de manera confidencial, para que nadie más lo oyera:
—Todavía no tengo el dinero, pero cuando lo reciba, te lo entregaré para que nos lo gestiones. He visto el último sobre de beneficios.


—Yo no soy un fondo de inversiones —repuso Pedro.


—Pero evidentemente conoces el tema —se echó a reír, y su vibrante risa llenó la habitación. Le dio unas palmaditas en la espalda—. Yo también quiero invertir en tu empresa.


Pedro procuró escoger bien las palabras para contestarle. La modesta «inversión» de su padre sólo había sido un pretexto para mantener económicamente a sus padres sin que se dieran cuenta de ello. Si hubieran estado al tanto del funcionamiento del mercado de valores, se habrían dado cuenta de que recuperar cada año más de la inversión original era algo infrecuente.


—Esas cosas ocurren sólo una vez en la vida —intentó explicarle, pero Roberto Alfonso ya había descorchado el champán y estaba proponiendo un brindis.


Después de eso, Patricio se dispuso a recitar uno de sus poemas. Sus hijas se le sentaron en el regazo, mientras Teresa seguía mirándolo con adoración. Incluso el bebé se había quedado en silencio. Los padres de Pedro se tomaron de las manos, participando también de aquel ambiente de emoción.


Aunque lo intentó sinceramente, Pedro no alcanzó a comprender el valor y el atractivo del poema. Estaba seguro de que era el único.


Paula Chaves sí lo habría entendido. No tenía ninguna duda de que su cuñado la habría entusiasmado. Se la imaginaba disfrutando también de aquel champán sin pensar en el precio. Podía ver su rubia cabeza mientras enterraba la nariz en las rosas... Probablemente pensaría que cambiarle a un bebé los pañales por paños de cocina resultaba incluso gracioso, original.


Paula Chaves era, de hecho, exactamente igual que su familia. Pedro no tenía que trabajar con sus familiares, pero sí que iba a tener que trabajar con ella. Se estremeció. ¿Cómo iba a poder soportar las tres próximas semanas?



¿PRÍNCIPE AZUL? : CAPITULO 3




Paula parpadeó asombrada y se apresuró a salir del despacho. Ni siquiera le había contestado «de nada». Y, ciertamente, tampoco le había devuelto la sonrisa.


Intentó decirse que aquella sonrisa había sido probablemente falsa. Trabajando en televisión, había tenido oportunidad de ver muchas falsas sonrisas. ¿Qué podía importar que la de Pedro fuera la mejor falsa sonrisa de todas las que había visto en su vida? Seguía siendo falsa, y tendrían que trabajar el uno al lado de otro durante las tres próximas semanas, en esa perspectiva fue en lo que pensó de camino al despacho que compartía con Georgina.


Aquello era como entrar en otro mundo. Las paredes pintadas de color melocotón pálido y la moqueta pardo claro neutralizaban la dura luz de los fluorescentes. El mobiliario beige y las estanterías de madera creaban una atmósfera profesional, a la vez que femenina. Los almohadones de color verde de las sillas de oficina añadían otro toque de color.


—Hey, llama al asistente para que te ayude con eso —Paula apresuró el paso al descubrir a Georgina levantando cajas y archivadores.


—Estoy bien —Georgina dejó caer un montón de archivadores en una caja de cartón y se incorporó para mirar a su amiga—. De hecho, creo que voy a hablar con mi médico. Si procuro controlarme y trabajar sólo media jornada, entonces quizá no tenga necesidad de pasarme los tres próximos meses en la cama.


—No seas ridícula. Te dijo que te quedaras en la cama, y te quedarás en la cama —Paula ladeó la cabeza para leer las etiquetas de los archivadores—. No irás a llevarte todo lo que necesito, ¿verdad?


—No. Pienso poner al día la correspondencia y contactar con alguna gente que nos haya sugerido historias para los guiones —Georgina miró a Paula con expresión preocupada—. Escucha, podría intentar ayudarte con el show de San Valentín, a pesar de todo.


—Me parece que ya se te ha adelantado alguien.


—Jamás imaginé que Pedro insistiría en ocupar mi lugar —gimió Georgina, mordiéndose el labio—. ¿Me odias?


—No —respondió Paula, abrazándola.


—Pero odias a Pedro.


—No lo odio —Paula esbozó una mueca—. Simplemente no congeniamos bien, eso es todo.


—Y yo nunca he sido capaz de averiguar por qué. Si hablas tranquilamente con él, puede llegar a ser un tipo bastante razonable.


—Pero es tan... —Paula cerró los puños—... ¡mandón!


—¡Eso es porque es el jefe! —exclamó su amiga, riendo.


—Ya sabes lo que quiero decir —cruzó los brazos y se apoyó en el escritorio de Georgina—. Rechaza todas mis ideas.


—No es verdad.


—Bueno, pues al menos las detesta. Siempre las está criticando —bajó la voz, imitando la de barítono de Pedro—. «¿Es que necesitamos todos esos extras? ¿No podemos recortar alguno? ¿No existe alguna forma más barata de conseguir el mismo efecto?» —volvió a adoptar su tono de voz normal—. He oído estas frases al menos un millón de veces.


—Es su trabajo. Tiene que mirar por el presupuesto.


—Pero al menos por una vez me gustaría oírle decir: «Ésa es una gran idea. Adelante».


Pedro no es así... Sólo cuestiona tus grandiosos planes —señaló la pared al lado de Paula—. ¿Te importaría enrollarme ese calendario?


—Con mucho gusto —Paula desenganchó el enorme calendario en forma de corazón rosa, una auténtica monstruosidad en términos de decoración—. No veo por qué no podemos hacer este año un especial de San Valentín tipo local, en plan modesto. Sería más barato.


—Ya has oído a Pedro. Hasta el momento, ya ha vendido el show a tantas cadenas como tuvimos el año pasado —Georgina tomó el calendario enrollado—. A la gente le encanta ver en televisión las peticiones de matrimonio por sorpresa.


—Lo sé —suspiró Paula—. Son tan románticas... —esbozó una sonrisa soñadora—. La gente está tan enamorada que quiere compartir su felicidad con el mundo entero. ¿Te acuerdas de lo que sentiste tú?


—Claro que sí. Daniel me pidió que me casara con él porque los tipos de interés habían bajado y era un buen momento para comprar una casa —Georgina sujetó el calendario con una goma y lo dejó caer dentro de la caja.


—¡Pero si me dijiste que te escribió la petición en una galletita china del porvenir!


—Esa historia sonaba mejor —Georgina levantó los ojos al cielo—. Lo que en realidad estaba escrito en la galletita china era: Quien vacila está perdido, y Daniel lo tomó por un augurio referente a sus inversiones en bolsa.


—Ojalá no me lo hubieras contado —Paula se apoyó pesadamente en el borde del escritorio—. Durante todo este tiempo, he estado esperando encontrar a un hombre tan romántico como tu marido. Quiero que me hagan una maravillosa propuesta de matrimonio. Quiero que contrate una orquesta en un club selecto para que toquen nuestra canción mientras bailamos abrazados, solos en la pista... O que me cante una serenata bajo mi balcón...


Georgina continuó recogiendo sus archivadores.


—Tu apartamento está en un bajo.


—O mientras navegamos por el Gran Canal de Venecia, con nuestro gondolero entonando baladas italianas...


—Tengo entendido que esos canales apestan.


—¡Georgina! ¿Qué es lo que te ocurre? Eres todavía peor que Pedro.


—Me duelen los pies y si no me quito los zapatos es porque luego no voy a ser capaz de ponérmelos —se descalzó y le enseñó un pie—. Gordo. Tengo gordos hasta los pies.


—Entonces, siéntate. Yo te ayudaré con los archivadores.


En lugar de discutir con ella, Georgina se dejó caer en una silla. Paula estaba decidida a mandarla a su casa sin que tuviera que preocuparse por nada. Mientras le entregaba unas carpetas, continuó:
—¿Sabes? Antes sólo me estaba desahogando un poco; no hablaba en serio. El show será maravilloso, y Pedro y yo nos llevaremos bien —«mientras no nos veamos ni hablemos», añadió para sí—. Lo que pasa es que no quiero hacer el show sin ti.


—Yo tampoco quiero que lo hagas sin mí.


Paula sintió una punzada de emoción. Iba a echar de menos a Georgina. Los próximos tres meses hasta el parto, y los otros tres que pensaba utilizar para cuidar a sus hijos, significaban para Paula trabajar durante medio año sin su compañera. Después del especial, seguirían semanas enteras de shows que hacer antes de que volviera Georgina. Se preguntó si Pedro insistiría en coproducirlos con ella, también...


—Bueno... —continuó Georgina, con una risa temblorosa—, ¿y si al final resulta que prefieres trabajar con Pedro antes que conmigo?


Por toda respuesta, Paula extendió una mano para tocarle la frente.


—Hmmm. Qué raro. No tienes fiebre.


—No, lo digo en serio —Georgina le retiró la mano—. Es un tipo con experiencia... guapo...


—Ese hombre es como un nubarrón en un día soleado.


—Se limita a ser profesional...


—Es un profesional del mal humor. Siempre está hablando de costes de producción, de tiempo de producción, de cifras... ¡números! —Paula se tocó las sienes—. Los números me dan dolor de cabeza.


—Farsante —rió Georgina—. ¡Yo soy la que hago números con él, y no tú!


—Pero yo escucho detrás de la puerta.


—¡No es posible! —Georgina parpadeó sorprendida, y Paula esbozó una mueca—. Vamos, no sé si estás bromeando o no —al ver que su amiga se callaba, exclamó—: ¡Pequeña serpiente! ¡Jamás habría podido imaginarme una cosa así! Ahora, cuando entre en su despacho, no podré dejar de preguntarme si me estarás escuchando...


—Bueno, ya no tendrás que entrar en su despacho durante meses, así que puedes olvidarte de ello —repuso Paula.


—Me parece a mí que, a partir de ahora, podrás negociar sola con él.


—¡Ah, no! ¡Todo menos eso! —le suplicó Paula, juntando las manos como la protagonista de un melodrama—. Por favor, por favor no me hagas esto...


—Creo que te vendría muy bien.


—No, me vendría fatal. El es como un gigantesco agujero negro de creatividad. Un vacío que neutraliza todas mis ideas...


Georgina estalló en carcajadas y Paula no tardó en imitarla, contenta de que su amiga y compañera hubiera recuperado el sentido del humor. ¿Cómo podría pensar Georgina ni siquiera por un momento que preferiría trabajar con Pedro antes que con ella? Miró el segundo cajón del archivador.


—Aquí están tus fuentes locales. ¿Quieres alguna?


—Será mejor que lo revise antes.


Paula levantó un fajo de archivos y se los acercó a su amiga.


—¿Sabes? Creo que parte de tu problema es la manera en que reaccionas ante Pedro —le comentó Georgina—. El no es tu padre adoptivo y tú no eres tu madre.


—¿De dónde has sacado eso?


—Del programa especial del Día de la Madre de hace dos años. Conocí a tu familia, ¿recuerdas? En aquella ocasión, nos visitaron aquí mismo, en el estudio.


—¿Y? —Paula recordaba demasiado bien aquello.


—Tu padrastro es muy... —se interrumpió, haciendo un gesto con la mano.


—Es un tacaño dictatorial y tiránico —pronunció Paula, pensando incluso que estaba siendo demasiado respetuosa para lo que podría decir de él.


—Dictatorial y tiránico son sinónimos.


—No con él —Paula sintió una opresión el estómago y empezó a hacer sus ejercicios de respiración profunda. Cerrando los ojos, viajó mentalmente a la playa en la que podía observar las olas y escuchar su rítmico rumor. Aspirar... oler aquel aire marino... espirar... sentir la caricia del sol relajando sus músculos tensos. Cuando se sintió más tranquila, abrió los ojos para encontrarse con la inteligente mirada de Georgina—. Mi relación con el marido de mi madre nada tiene que ver con la que tengo con Pedro


—Yo creo que sí. Tu padrastro lo criticaba todo, desde el número de chaquetas de traje que guardamos en el armario, hasta el precio de las bebidas de la máquina y la cantidad de ellas que tú consumías...


—No me había dado cuenta de lo mucho que te habíais fijado...


—No pude evitarlo. Era como si de pronto te hubieras convertido en una niña pequeña. Te apresurabas a justificar todo lo que hacía; era increíble. Y tu madre, chistándote constantemente para que te callaras...


—Ella no quiere disgustarlo —murmuró Paula—. Nunca ha querido disgustarlo. Él podría abandonarla, y entonces... ¿qué haría ella? Ya fue bastante malo tener que soportar a la hija de otro hombre. «Debería sentirme agradecida por haber crecido con un tejado sobre mi cabeza»: esta frase la tengo grabada en el cerebro —Paula se interrumpió bruscamente; aunque las dos tenían una relación muy estrecha, jamás había hablado de su familia con Georgina. Y no deseaba hacerlo ahora. Intentó visualizar nuevamente la playa.


—Estás resentida con tu madre porque ella jamás podría dejar plantado a tu padrastro. Así, tú recreas esa situación con Pedro, sólo que él desempeña el papel de tu padrastro y tú el de tu madre. Algo muy común.


—Eso es ridículo. Sabía que no debería haber permitido que te entrevistaras con esa nueva psiquiatra...


—Pertenece a una altamente respetada familia de terapeutas —Georgina suavizó su tono de voz—. Pero no era mi intención molestarte. Simplemente, dale a Pedro una oportunidad, ¿vale? —sonrió—. ¿Quién sabe? Puede que se convierta en el hombre de tus sueños. Y no me refiero a tus pesadillas....


—El hombre de mis sueños es tremendamente romántico —replicó Paula—. Será a amor a primera vista. Y no tan misterioso y discreto como Pedro Alfonso.




¿PRÍNCIPE AZUL? : CAPITULO 2





Paula se había quedado estupefacta. Pedro Alfonso, el taciturno propietario de Producciones por cable Alfonso, ¿se estaba ofreciendo personalmente para sustituir a Georgina?


—¡No podrás estar fuera del estudio durante tres semanas!


—No será fácil, pero me las arreglaré.


—Yo... eso no es necesario. Si lo prioritario es sacar el especial, alguna otra persona...


—Tú misma lo has dicho antes? no podrás conseguir a nadie tan pronto y para un programa tan importante.


Se levantó, con expresión muy seria. Sus ojos oscuros nunca revelaban lo que estaba pensando.


—Preferiría trabajar con una persona nueva antes que tener que pelearme con...


—No tendrás que pelearte conmigo para nada. El presupuesto y los programas ya están fijados.


Georgina murmuró su conformidad con la idea.


—Estoy segura de que podremos encontrar a alguien nuevo —insistía Paula.


Pensaba que, cuanto mayor había sido el éxito que había alcanzado con Georgina, más conservador se había vuelto Pedro. Durante los primeros años, las dos habían tenido que esforzarse mucho para encontrar su verdadera voz y su estilo. Pedro las había apoyado siempre, incluso cuando algunos de sus primeros intentos habían resultado muy poco afortunados.


Se le encogía el corazón al recordarlo. 


Verdaderamente habían tenido unos comienzos muy difíciles. Cuando pensaba en sus balbuceos nerviosos de primera hora, y en la pose artificiosa de Georgina cuando empezó, le resultaba sencillamente asombroso que Hartson Flowers hubiera sobrevivido. Eso se lo debían a Pedro y Paula le estaba sinceramente agradecida por ello, incluso aunque desde entonces hubieran tenido que pelearse por cada idea del programa.


Comprendía su preocupación. Aquel programa era su principal fuente de beneficios. Nunca les había escondido ese hecho, lo cual constituía otro motivo de lealtad.


Pero trabajar para él era una cosa, y trabajar con él otra muy diferente. Apenas se hablaban, de hecho. Sus conversaciones giraban enteramente en torno a temas de trabajo. Jamás se había sentido entusiasmado con ninguno de sus proyectos o ideas; lo único que deseaba saber eran los detalles y el coste previsto de su puesta en práctica.


Trabajar con Pedro le resultaría imposible. El simple hecho de entrar en su despacho parecía minar su energía creativa.


Ya había estado antes en su despacho, aunque no demasiado a menudo. Era una habitación sobria que no ofrecía información alguna sobre Pedro, excepto que no era una persona nada vanidosa. El despacho que compartía con Georgina era incluso mayor que aquel... Cuando se lo comentó en cierta ocasión, Pedro les respondió modestamente que ellas necesitaban mucho más espacio que él.


Paula observó detenidamente a Pedro mientras él le hacía preguntas a Georgina acerca de su inminente marcha. Era un hombre guapo, alto y moreno como sus ancestros italianos, pero tremendamente reservado. Durante los cuatro años que llevaba trabajando allí, Paula no podía recordar haberlo visto sonreír ni una sola vez, y tampoco había sabido que saliera con ninguna mujer. Cuando hablaban, jamás se le escapaba la menor información sobre sí mismo.


Al principio de trabajar para Pedro, Paula se había sentido intrigada por su personalidad, pero hacía ya mucho tiempo que había renunciado a comprenderlo. Y por muy importante que fuera aquel especial de San Valentín, no creía que pudiera pasar tres semanas trabajando codo con codo con él. Georgina y ella intercambiaban ideas de continuo, constantemente estaban buscándoles las vueltas a los programas. Nunca podría recrear aquella atmósfera con Pedro Alfonso.


—Paula, me vuelvo al despacho para que Pedro y tú podáis preparar el programa —le dijo en ese momento Georgina, mirándola con cierta inquietud.


«No me abandones», le suplicó en silencio Paula mientras la ayudaba a levantarse.


«No te preocupes, todo saldrá bien», le respondió Georgina también con la mirada. 


Paula sonrió débilmente; no quería preocupar más a su amiga, aunque la verdad era que no parecía tan preocupada como había temido...


—Muy bien, ya podemos empezar —dijo Pedro mientras ocupaba el sillón que poco antes había dejado libre Georgina, desplazándolo para acercarse a ella.


Paula se distrajo momentáneamente por el hecho de que se hubiera sentado directamente frente a ella, en lugar de detrás de su escritorio. 


Sus rodillas apenas estaban separadas por unos centímetros de distancia, y era consciente de que jamás antes habían estado tan cerca el uno del otro.


—Mira, Pedro... esto no va a funcionar —empezó a decir—. Dentro de tres días nos habremos asesinado mutuamente.


—Otra vez estás siendo demasiado optimista —bromeó él.


—¡Oh, Dios mío, tienes sentido del humor! —¿quién lo habría pensado?, se preguntó.


—Y sentido de la supervivencia. Necesitamos producir este programa tanto por tu bien como por el mío.


—No digas eso —Paula sacudió lentamente la cabeza—. A ti ni siquiera te gusta Hartson Flowers.


—No tiene por qué gustarme —señaló Pedro—. No es mi trabajo que me guste. Te aseguro que mis gustos no afectarán lo más mínimo a mi eficacia como ayudante tuyo de producción.


—Bueno, pues a mí me molesta que no te guste.


—Paula, yo os admiro a ti y a Georgina; admiro lo que habéis hecho. Sé valorar un buen trabajo cuando lo veo. Habéis conseguido crear un fantástico programa de media hora de duración que cada semana crece en popularidad. Al hombre de negocios que soy yo le agrada mucho que hayáis tenido éxito. Pero personalmente... —hizo un gesto con la mano atrayendo la atención de Paula sobre sus largos y finos dedos, en los que nunca antes se había fijado—... no me interesan las tonterías románticas. En cualquier caso, mis gustos personales no van a entrometerse en mi trabajo. He tenido experiencia suficiente en este campo, así que por ese lado no tienes que preocuparte.


Durante todo el tiempo que duró su discurso, su expresión no había cambiado. No había sonreído ni una sola vez. Había pronunciado una sentencia; dictado, decretado su voluntad. 


Justo igual que su padrastro.


—No podemos trabajar juntos —insistió—. Ya estamos discutiendo. Siempre estamos discutiendo.


—No estamos discutiendo, sino debatiendo.


Paula levantó las manos con gesto expresivo. Si todavía no había salido de estampida de aquel despacho, era porque sabía que tendría que acostumbrarse a trabajar sin Georgina. Y sería mejor que empezara cuanto antes. Lo intentó de nuevo.


—Parte del éxito de nuestro programa se debe a la manera que Georgina y yo tenemos de bromear, tanto delante como detrás de la cámara.


—Tú serás la única que aparecerá delante de la cámara —repuso Pedro—. Debería haberte dejado eso claro desde el principio. Lo siento —y tomó una nota en su bloc.


«De acuerdo», pensó Alicia. «Voy a tener que ser realmente brusca con él».


—Tú intimidas a la gente. Se sienten incómodos contigo.


—¿La gente en general... —sus ojos oscuros no parpadearon ni una fracción de segundo—... o tú en concreto?


—Yo no me siento intimidada por ti, pero tendremos que trabajar con gente que se prometerá en matrimonio. Ese es un paso muy fuerte en circunstancias normales, y mucho más cuando se da en presencia de un equipo de televisión. La gente que se pone en contacto con nosotros quiere algo muy romántico, y también que seamos comprensivos. Tendrás que prepararte para eso. Te quedarías sorprendido de las cosas que te dicen. También necesitan apoyo, consuelo. La mayor parte son hombres, pero este año tenemos una mujer que le pedirá matrimonio a su novio. Me temo que...


—Por favor, dame un mínimo voto de confianza —la interrumpió Pedro—. Voy a apoyarte desde un segundo plano, así que evitaré contaminar a las parejas felices con mi presencia.


Por un instante, Paula creyó ver un extraño brillo en las profundidades de sus ojos. ¿Dolor, ofensa? No pudo evitar ruborizarse.


—Somos profesionales —continuó él—. Podremos hacer este trabajo.


Después de eso, ¿qué podía decir Paula? ¿Discutirle que ellos no eran profesionales?


—De acuerdo, entonces —se levantó de la silla y le tendió la mano.


Pedro se apresuró a estrechársela. Resultó un contacto sorprendentemente cálido.


—Yo pensaba que íbamos a hablar de los detalles.


—Revisaré las notas de Georgina y te presentaré algo por escrito.


—Estaré esperando —asintió y volvió a desplazar el sillón detrás del escritorio.


«¿Eso es todo?», se preguntó Paula. Aunque Pedro no era un hombre muy expresivo, había esperado una mayor gratitud por su parte. 


Después de encogerse de hombros, se dirigió hacia la puerta. Trabajar con él iba a ser una experiencia muy frustrante...


Pero cuando llegó al umbral, se volvió de repente. Pedro ya se hallaba ocupado con otros asuntos. Siguiendo un impulso, le preguntó:
—¿No crees que podrías sonreír? ¿Aunque sólo fuera por una vez?


—¿Por qué? —ni siquiera levantó la mirada.


—Porque finalmente el especial de San Valentín estará en el aire. El desastre se ha evitado. Deberías estar contento; la victoria es tuya.


—Hablas como si yo acabara de ganar una batalla —dejando a un lado su bolígrafo, la miró fijamente por un momento—. Tú misma has tomado la decisión más lógica si pretendes llegar a trabajar para las grandes cadenas. Y yo estoy satisfecho.


—¿Pero es que te resulta tan duro sonreír?


—¿Tan importante te resulta a ti que lo haga?


Paula se dijo que jamás iba a poder soportar a ese hombre. ¿Por qué había aceptado trabajar con él?


—Pues sí —con gesto decidido, se acercó a su escritorio y apoyó los puños sobre su pulida superficie—. Me gustaría que sonrieras, sólo para saber si eres capaz de hacerlo.


Su rostro parecía haber sido esculpido en mármol italiano, como las estatuas de sus antepasados. Conforme iban pasando los segundos y él seguía sin moverse, Paula comprendió que había sobrepasado sus propios límites.


Estaba equivocada. Eran socios de negocios de una forma completamente diferente a la de su amistosa relación con Georgina. No tenía ningún derecho a criticar las características personales de Pedro Alfonso.


—Lo siento; me temo que esto ha sido una salida de tono por mi parte.


—Pues sí —repuso él en voz muy baja.


—Bueno —bajó la mirada, avergonzada—. Te entregaré ese escrito —y girando sobre sus talones, se retiró.


—¿Paula?


La joven se volvió para mirarlo.


—Gracias.


Por un momento, sus ojos oscuros le sostuvieron la mirada. Y entonces, sonrió.


Fue como si Paula hubiera echado raíces en el umbral. Aquella sonrisa transformaba a Pedro Alfonso de un autómata en un ser humano. Un hombre.


Un hombre muy, muy atractivo.