sábado, 28 de julio de 2018
¿PRÍNCIPE AZUL? : CAPITULO 4
A las siete en punto, Pedro estiró perezosamente los brazos por encima de la cabeza y decidió dar por terminada su jornada de trabajo. No tenía ninguna gana de pasar tres semanas alejado de su despacho, y esperaba sinceramente que Paula hubiera incorporado el tiempo de montaje del programa dentro de aquel plazo. Quizá sólo estaría fuera un par de semanas. Tal vez diez días, si tenían suerte y eran eficaces..., si acaso el romance y la eficiencia podían convivir, algo que dudaba muy seriamente.
Había pasado el resto de la tarde delegando la mayor cantidad posible de tareas, pero todavía pensaba dedicar el sábado y el domingo a dejarlo todo preparado antes de su marcha.
—Oh, estupendo. Todavía estás aquí —exclamó Paula cuando entró en su despacho sin llamar.
Pedro no la había oído acercarse. Ella esbozó una tentativa sonrisa, y él se preguntó si esperaría o no que sonriera como un estúpido cada vez que establecían contacto visual.
Aparentemente no.
—Tengo aquí mismo las notas de Georgina. Pasarlas a limpio me ha llevado más tiempo del que había previsto —le entregó varias hojas y suspiró, pasándose los dedos por su corta melena rubia.
—Gracias —Pedro examinó los papeles. Georgina había proyectado y elegido las tres parejas de San Valentín, e incluso tenía otras tres de reserva en caso de que surgieran problemas; no estaba nada mal—. ¿Necesitas algo? —pasó una página y estudió el horario que Paula le había facilitado.
—Creo que estamos preparados.
—Tienes asignadas tres semanas enteras para filmar. ¿Con el montaje incluido?
—Sólo serán unos ajustes de estudio a la vuelta.
Paula se había sentado en el borde del escritorio, con las piernas cruzadas. Llevaba falda corta, y tenía unas piernas magníficas...
Pedro nunca se había molestado en fijarse en ellas, pero tampoco nunca las había tenido tan cerca, casi a la altura de los ojos.
Paula se inclinó para señalarle algo en una página, y Pedro pudo reconocer el perfume que se había puesto esa mañana.
—He calculado tres días para cada segmento... más uno extra para el primero. En ése utilizamos animales.
—No. Nada de animales —Pedro esbozó una mueca.
—Sí, animales —declaró firmemente Paula—. Un desfile de circo, para ser exactos.
—¿Un desfile de circo? ¿Para una petición de matrimonio? ¿Es que la gente está loca?
—A mí me parece romántico —lo desafió a que le llevara la contraria.
—Pues desde luego suena muy problemático —«podría ser peor», pensó Pedro. Bebés, por ejemplo. Había algo todavía peor que los animales: los bebés.
—Las visuales merecerán la pena. Y... —Paula señaló uno de los aspectos del programa—... y quizá también podrán llevarnos un día extra. No lo sé; depende del tiempo. Pensaba volver el viernes para dejarle al equipo el fin de semana libre, así que, de hecho, estamos hablando de unos diecinueve días. Tres de los cuales son libres y dos optativos. El resto, tiempo de viaje.
—¿Cuándo piensas hacer el montaje?
—Yo monto sobre la marcha, y puedo terminar de hacerlo durante ese fin de semana, cuando volvamos al estudio, si crees que es necesario —se bajó del escritorio—. También le enviaré el metraje en bruto a Georgina. Ella nos escribirá los comentarios.
—Suena bien —Pedro se relajó un tanto.
Habían mantenido una conversación entera sin que Paula explotara.
—De acuerdo. Bueno, me voy. Nos veremos el lunes a primera hora —y se marchó del despacho tan repentinamente como había entrado.
Pedro se quedó mirándola hasta que desapareció. ¿Por qué todos sus encuentros no podían ser tan fáciles como aquel? Nunca antes había podido hacerle un comentario o una sugerencia sin que Paula estallara por cualquier cosa. Había oído a Georgina hacerle preguntas o ponerle objeciones y Paula se había quedado callada, sin rechistar. ¿Por qué con él era tan diferente? No era un tipo irrazonable; simplemente era prudente...
Encogiéndose de hombros, guardó el programa de Paula en una carpeta de archivo. Lo estudiaría al día siguiente por la mañana. Hasta entonces, y dado que era viernes por la noche, visitaría a sus padres.
Los padres de Pedro vivían en un antiguo barrio residencial de Houston, con bungalows y hermosos jardines. Pedro y su hermana mayor habían crecido en una de aquellas pequeñas casas, y su hermana todavía seguía viviendo allí con su marido, poeta en el paro, y tres niños.
De hecho, Pedro tenía que morderse la lengua cada vez que los visitaba. Aquella noche se presentó más tarde de lo habitual, y supuso que ya habrían cenado. Se equivocaba.
—¡Pedro! —su madre abrió la puerta tan pronto como oyó sus pasos en el entarimado del porche. Después de abrazarlo efusivamente, lo hizo entrar en la casa y lo llevó a la cocina.
Lo primero que vio Pedro fue un enorme ramo de rosas... más de una docena. Aquello debía de haber costado al menos mil dólares.
—¿Has visto mis rosas? —le preguntó Viviana, su madre, evidentemente deleitada.
—Sí.
—Bebe un poco de vino, Pedro —sin esperar su respuesta, Roberto Alfonso le sirvió una copa y se levantó de la mesa para entregársela.
Sonreía de felicidad al ver a su esposa tan contenta.
—¿Qué es lo que estamos celebrando? —inquirió Pedro.
—La vida —respondió su padre, haciendo un gesto expansivo con el brazo—. No hay por qué tener una razón específica para organizar una celebración como ésta...
Pedro volvió a mirar las rosas mientras bebía el vino. Si su padre quería organizar una celebración, ¿por qué no lo celebraba sustituyendo la vieja puerta de rejilla de la entrada, por ejemplo? ¿O volviendo a tapizar el sofá de mamá, del que tanto se quejaba?
—Tu padre es tan romántico... —comentó Viviana, como si Pedro no lo supiera a esas alturas. Después de abrazar una vez más a su marido, que había vuelto a sentarse a la mesa, volvió a acercarse al horno para remover el guiso que estaba preparando.
—Las rosas la hacen feliz —le dijo Roberto—. Y cuando ella está feliz, yo también lo estoy.
—¿Patricio? ¿Es eso...? ¡Ah, hola, Pedro! —su hermana Teresa entró en al cocina con un niño en brazos—. Creí haber oído entrar a Patricio —miró a su alrededor buscando a su marido—. Hoy tenía un recital de poesía —anunció; resultaba evidente el orgullo que sentía—. Le han invitado a leer dos de sus poemas.
—Qué bien — «sobre todo si logra venderlos», añadió Pedro para sí.
—¡Tío Pedro! —chillaron en ese momento dos niñas, entrando en la cocina y lanzándose a sus brazos. Estaban en pijama, listas para acostarse.
—¡Hey, cuidado!
Milagrosamente no se le derramó ni una gota de vino. Dejó la copa sobre la mesa y abrazó a sus sobrinas. Las crías no dejaron de reír mientras se retiraban a su habitación.
—¡Me toca a mí sentarme en la mecedora! —gritó la más pequeña.
—Están viendo una película —explicó Teresa—. No sé cómo he podido vivir sin de vídeo, hasta que me lo regalaste... —sonrió a Pedro—. Gracias.
—¿Patricio ya se ha relajado lo suficiente como para poder ver un vídeo? —inquirió Pedro, ya que su cuñado apenas toleraba la televisión. No le había hecho muy feliz que Pedro le regalara un vídeo a la familia en las últimas navidades.
Pero sabía los grandes esfuerzos que tenía que hacer Teresa para mantener a las niñas calladas cuando su marido quería escribir.
—Sí, pero que no se entere de que te lo he dicho.
Mientras intercambiaban una sonrisa de complicidad, el sobrino de Pedro le agarró la punta de la corbata e intentó metérsela en la boca.
—¡Eh, chico, no me babees la corbata, que es de seda! —bromeó Pedro, retirándole con mucho cuidado la prenda de los dedos—. Hablando de ropa, ¿y esos pantalones tan elegantes que llevas?
—Son paños de cocina, tío Pedro —respondió la propia Teresa, remedando una voz de bebé y acariciándole la tripita a su hijo para hacerle reír.
—¿Paños de cocina?
—Me quedé sin pañales y Patricio tuvo que pedirle prestado el coche a papá para ir a comprarlos. El nuestro está en el taller.
—¿Otra vez?
—Sigue allí... —respondió Teresa, arrugando la nariz.
—¿Qué es lo que le pasa?
—Nada —respondió con tono despreocupado—. Cuando Patricio pueda pagar la factura de la reparación, lo recuperaremos.
—Deberías habérmelo dicho, yo...
—No te preocupes por eso, Pedro. A Pablito no le importa, ¿verdad? —le hizo cosquillas a su hijo y el bebé rió de nuevo. Sonriendo, se lo llevó al dormitorio.
—Te preocupas demasiado —le comentó su padre—. Patricio está usando mi coche hasta que recupere el suyo.
—¿Y cuál estás usando tú?
—Mis piernas —Roberto se echó a reír—. Hoy he tenido que caminar, y porque he tenido que caminar he visto estas rosas —señaló el enorme ramo—. Y además, al lado de la floristería, he encontrado a un hombre que vende vino. Un buen vino. Si hubiera tenido que conducir, me habría perdido todas estas cosas. Algunas veces necesitamos caminar lentamente por la vida. Y tú deberías intentar caminar con más frecuencia,Pedro.
—Lo que debería hacer es comer más, Roberto —lo interrumpió Viviana mientras añadía sal al guiso—. Está demasiado flaco.
Pedro forzó una sonrisa. Cuando su padre miraba las rosas, veía amor en ellas. Pedro, en cambio, veía el precio. Un coche retenido en un taller porque no podían pagar la factura de su reparación. Su sobrino no tenía pañales, pero había dos docenas de flamantes rosas en la cocina de su madre.
La familia de Pedro tenía la extraña virtud de vivir en las nubes y de no preocuparse por los asuntos terrenales. Y él ni siquiera podía despegarse del suelo. Se había pasado la vida entera observándolos y envidiándolos... y preparándoles colchonetas para las inevitables catástrofes.
Y aquella noche se había presentado con una de aquellas colchonetas bajo el brazo. Tomó de nuevo su copa y la levantó para brindar:
—Quizá sí que haya una razón que celebrar.
—¡Has conocido a una chica! —exclamó su madre, emocionada.
A pesar suyo, Pedro no pudo menos que pensar en Paula.
—No, mamá —por otro lado, pensó que Paula no encajaría mal en aquella familia tan poco práctica—. Os he traído vuestros beneficios trimestrales —sacó un sobre de un bolsillo y se lo entregó a su padre—. La cifra es mayor que la habitual.
—¿Lo ves, Pedro? —su padre tamborileó con los dedos en el sobre—. No es necesario que te preocupes tanto por nosotros.
—Se lo debemos a la inteligencia de Pedro. Ya te dije que invertir en nuestro hijo era mejor todavía que poner el dinero a plazo fijo —bromeó Viviana, abrazándolo.
—Sí, es inteligente. Pero sigue trabajando demasiado —repuso Roberto, sacudiendo la cabeza.
—Hablando de trabajo —comentó Pedro, cambiando de tema—. El lunes me voy de viaje.
—¿Estarás fuera mucho tiempo? —le preguntó su madre.
—Un par de semanas, quizá tres. Una de mis productoras tendrá que ausentarse con un permiso de maternidad. Va a tener gemelos.
—¡Maravilloso! —exclamó Viviana.
Pedro no pudo evitar preguntarse por qué todo el mundo pensaba que tener gemelos era algo tan maravilloso.
—Vivo para el día en que aparezcas y me digas que vas a darme nietos —añadió su madre.
—Ya tienes nietos —le señaló Pedro, aunque sabía que era inútil. Él era su único hijo, y sus hijos llevarían el apellido Alfonso. Pedro no se oponía a tenerlos; el problema era que estaban muy atrás en su lista de prioridades.
De pronto se abrió la puerta principal.
—¡Alegraos todos! —exclamó una voz teatral; Patricio había vuelto—. ¡He tenido un éxito impresionante y debemos celebrarlo de la manera adecuada!
—¿Qué, qué?
Pedro podía oír la excitada voz de Teresa.
Segundos después, Patricio, de cabello largo y barba, apareció en el umbral de la cocina con una botella de champán.
—Es de los buenos —comentó Pedro después de echar un vistazo a la etiqueta de la botella, pensando que finalmente Patricio debía de haber vendido algo.
Las niñas volvieron a entrar a la carrera en la cocina para abrazar a su padre, y tanto Roberto como Viviana resplandecían de alegría mientras su yerno les relataba su gran éxito.
—Y quieren que les presente veinte de mis mejores poemas —concluyó.
—Entonces, ¿van a publicártelos? —le preguntó Pedro.
—Todavía no...
—Pero seguro que lo harán cuando los lean —declaró Teresa, mirando a su marido con expresión adoradora.
—Es una antología literaria —explicó Patricio—. De alta categoría. El hecho de ser tenido en cuenta ya es en sí un honor.
Pedro pensó que «literario» quería decir poco o ningún dinero. No tenía ningún problema con que Patricio escribiera poesía, pero tenía un problema muy grande con el hecho de que no tuviera un empleo rentable con el cual mantener a su familia, al menos mientras corría en pos del éxito...
Mientras Teresa ayudaba a su madre a terminar de preparar la cena, Patricio le dijo a Pedro de manera confidencial, para que nadie más lo oyera:
—Todavía no tengo el dinero, pero cuando lo reciba, te lo entregaré para que nos lo gestiones. He visto el último sobre de beneficios.
—Yo no soy un fondo de inversiones —repuso Pedro.
—Pero evidentemente conoces el tema —se echó a reír, y su vibrante risa llenó la habitación. Le dio unas palmaditas en la espalda—. Yo también quiero invertir en tu empresa.
Pedro procuró escoger bien las palabras para contestarle. La modesta «inversión» de su padre sólo había sido un pretexto para mantener económicamente a sus padres sin que se dieran cuenta de ello. Si hubieran estado al tanto del funcionamiento del mercado de valores, se habrían dado cuenta de que recuperar cada año más de la inversión original era algo infrecuente.
—Esas cosas ocurren sólo una vez en la vida —intentó explicarle, pero Roberto Alfonso ya había descorchado el champán y estaba proponiendo un brindis.
Después de eso, Patricio se dispuso a recitar uno de sus poemas. Sus hijas se le sentaron en el regazo, mientras Teresa seguía mirándolo con adoración. Incluso el bebé se había quedado en silencio. Los padres de Pedro se tomaron de las manos, participando también de aquel ambiente de emoción.
Aunque lo intentó sinceramente, Pedro no alcanzó a comprender el valor y el atractivo del poema. Estaba seguro de que era el único.
Paula Chaves sí lo habría entendido. No tenía ninguna duda de que su cuñado la habría entusiasmado. Se la imaginaba disfrutando también de aquel champán sin pensar en el precio. Podía ver su rubia cabeza mientras enterraba la nariz en las rosas... Probablemente pensaría que cambiarle a un bebé los pañales por paños de cocina resultaba incluso gracioso, original.
Paula Chaves era, de hecho, exactamente igual que su familia. Pedro no tenía que trabajar con sus familiares, pero sí que iba a tener que trabajar con ella. Se estremeció. ¿Cómo iba a poder soportar las tres próximas semanas?
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