sábado, 28 de julio de 2018

¿PRÍNCIPE AZUL? : CAPITULO 2





Paula se había quedado estupefacta. Pedro Alfonso, el taciturno propietario de Producciones por cable Alfonso, ¿se estaba ofreciendo personalmente para sustituir a Georgina?


—¡No podrás estar fuera del estudio durante tres semanas!


—No será fácil, pero me las arreglaré.


—Yo... eso no es necesario. Si lo prioritario es sacar el especial, alguna otra persona...


—Tú misma lo has dicho antes? no podrás conseguir a nadie tan pronto y para un programa tan importante.


Se levantó, con expresión muy seria. Sus ojos oscuros nunca revelaban lo que estaba pensando.


—Preferiría trabajar con una persona nueva antes que tener que pelearme con...


—No tendrás que pelearte conmigo para nada. El presupuesto y los programas ya están fijados.


Georgina murmuró su conformidad con la idea.


—Estoy segura de que podremos encontrar a alguien nuevo —insistía Paula.


Pensaba que, cuanto mayor había sido el éxito que había alcanzado con Georgina, más conservador se había vuelto Pedro. Durante los primeros años, las dos habían tenido que esforzarse mucho para encontrar su verdadera voz y su estilo. Pedro las había apoyado siempre, incluso cuando algunos de sus primeros intentos habían resultado muy poco afortunados.


Se le encogía el corazón al recordarlo. 


Verdaderamente habían tenido unos comienzos muy difíciles. Cuando pensaba en sus balbuceos nerviosos de primera hora, y en la pose artificiosa de Georgina cuando empezó, le resultaba sencillamente asombroso que Hartson Flowers hubiera sobrevivido. Eso se lo debían a Pedro y Paula le estaba sinceramente agradecida por ello, incluso aunque desde entonces hubieran tenido que pelearse por cada idea del programa.


Comprendía su preocupación. Aquel programa era su principal fuente de beneficios. Nunca les había escondido ese hecho, lo cual constituía otro motivo de lealtad.


Pero trabajar para él era una cosa, y trabajar con él otra muy diferente. Apenas se hablaban, de hecho. Sus conversaciones giraban enteramente en torno a temas de trabajo. Jamás se había sentido entusiasmado con ninguno de sus proyectos o ideas; lo único que deseaba saber eran los detalles y el coste previsto de su puesta en práctica.


Trabajar con Pedro le resultaría imposible. El simple hecho de entrar en su despacho parecía minar su energía creativa.


Ya había estado antes en su despacho, aunque no demasiado a menudo. Era una habitación sobria que no ofrecía información alguna sobre Pedro, excepto que no era una persona nada vanidosa. El despacho que compartía con Georgina era incluso mayor que aquel... Cuando se lo comentó en cierta ocasión, Pedro les respondió modestamente que ellas necesitaban mucho más espacio que él.


Paula observó detenidamente a Pedro mientras él le hacía preguntas a Georgina acerca de su inminente marcha. Era un hombre guapo, alto y moreno como sus ancestros italianos, pero tremendamente reservado. Durante los cuatro años que llevaba trabajando allí, Paula no podía recordar haberlo visto sonreír ni una sola vez, y tampoco había sabido que saliera con ninguna mujer. Cuando hablaban, jamás se le escapaba la menor información sobre sí mismo.


Al principio de trabajar para Pedro, Paula se había sentido intrigada por su personalidad, pero hacía ya mucho tiempo que había renunciado a comprenderlo. Y por muy importante que fuera aquel especial de San Valentín, no creía que pudiera pasar tres semanas trabajando codo con codo con él. Georgina y ella intercambiaban ideas de continuo, constantemente estaban buscándoles las vueltas a los programas. Nunca podría recrear aquella atmósfera con Pedro Alfonso.


—Paula, me vuelvo al despacho para que Pedro y tú podáis preparar el programa —le dijo en ese momento Georgina, mirándola con cierta inquietud.


«No me abandones», le suplicó en silencio Paula mientras la ayudaba a levantarse.


«No te preocupes, todo saldrá bien», le respondió Georgina también con la mirada. 


Paula sonrió débilmente; no quería preocupar más a su amiga, aunque la verdad era que no parecía tan preocupada como había temido...


—Muy bien, ya podemos empezar —dijo Pedro mientras ocupaba el sillón que poco antes había dejado libre Georgina, desplazándolo para acercarse a ella.


Paula se distrajo momentáneamente por el hecho de que se hubiera sentado directamente frente a ella, en lugar de detrás de su escritorio. 


Sus rodillas apenas estaban separadas por unos centímetros de distancia, y era consciente de que jamás antes habían estado tan cerca el uno del otro.


—Mira, Pedro... esto no va a funcionar —empezó a decir—. Dentro de tres días nos habremos asesinado mutuamente.


—Otra vez estás siendo demasiado optimista —bromeó él.


—¡Oh, Dios mío, tienes sentido del humor! —¿quién lo habría pensado?, se preguntó.


—Y sentido de la supervivencia. Necesitamos producir este programa tanto por tu bien como por el mío.


—No digas eso —Paula sacudió lentamente la cabeza—. A ti ni siquiera te gusta Hartson Flowers.


—No tiene por qué gustarme —señaló Pedro—. No es mi trabajo que me guste. Te aseguro que mis gustos no afectarán lo más mínimo a mi eficacia como ayudante tuyo de producción.


—Bueno, pues a mí me molesta que no te guste.


—Paula, yo os admiro a ti y a Georgina; admiro lo que habéis hecho. Sé valorar un buen trabajo cuando lo veo. Habéis conseguido crear un fantástico programa de media hora de duración que cada semana crece en popularidad. Al hombre de negocios que soy yo le agrada mucho que hayáis tenido éxito. Pero personalmente... —hizo un gesto con la mano atrayendo la atención de Paula sobre sus largos y finos dedos, en los que nunca antes se había fijado—... no me interesan las tonterías románticas. En cualquier caso, mis gustos personales no van a entrometerse en mi trabajo. He tenido experiencia suficiente en este campo, así que por ese lado no tienes que preocuparte.


Durante todo el tiempo que duró su discurso, su expresión no había cambiado. No había sonreído ni una sola vez. Había pronunciado una sentencia; dictado, decretado su voluntad. 


Justo igual que su padrastro.


—No podemos trabajar juntos —insistió—. Ya estamos discutiendo. Siempre estamos discutiendo.


—No estamos discutiendo, sino debatiendo.


Paula levantó las manos con gesto expresivo. Si todavía no había salido de estampida de aquel despacho, era porque sabía que tendría que acostumbrarse a trabajar sin Georgina. Y sería mejor que empezara cuanto antes. Lo intentó de nuevo.


—Parte del éxito de nuestro programa se debe a la manera que Georgina y yo tenemos de bromear, tanto delante como detrás de la cámara.


—Tú serás la única que aparecerá delante de la cámara —repuso Pedro—. Debería haberte dejado eso claro desde el principio. Lo siento —y tomó una nota en su bloc.


«De acuerdo», pensó Alicia. «Voy a tener que ser realmente brusca con él».


—Tú intimidas a la gente. Se sienten incómodos contigo.


—¿La gente en general... —sus ojos oscuros no parpadearon ni una fracción de segundo—... o tú en concreto?


—Yo no me siento intimidada por ti, pero tendremos que trabajar con gente que se prometerá en matrimonio. Ese es un paso muy fuerte en circunstancias normales, y mucho más cuando se da en presencia de un equipo de televisión. La gente que se pone en contacto con nosotros quiere algo muy romántico, y también que seamos comprensivos. Tendrás que prepararte para eso. Te quedarías sorprendido de las cosas que te dicen. También necesitan apoyo, consuelo. La mayor parte son hombres, pero este año tenemos una mujer que le pedirá matrimonio a su novio. Me temo que...


—Por favor, dame un mínimo voto de confianza —la interrumpió Pedro—. Voy a apoyarte desde un segundo plano, así que evitaré contaminar a las parejas felices con mi presencia.


Por un instante, Paula creyó ver un extraño brillo en las profundidades de sus ojos. ¿Dolor, ofensa? No pudo evitar ruborizarse.


—Somos profesionales —continuó él—. Podremos hacer este trabajo.


Después de eso, ¿qué podía decir Paula? ¿Discutirle que ellos no eran profesionales?


—De acuerdo, entonces —se levantó de la silla y le tendió la mano.


Pedro se apresuró a estrechársela. Resultó un contacto sorprendentemente cálido.


—Yo pensaba que íbamos a hablar de los detalles.


—Revisaré las notas de Georgina y te presentaré algo por escrito.


—Estaré esperando —asintió y volvió a desplazar el sillón detrás del escritorio.


«¿Eso es todo?», se preguntó Paula. Aunque Pedro no era un hombre muy expresivo, había esperado una mayor gratitud por su parte. 


Después de encogerse de hombros, se dirigió hacia la puerta. Trabajar con él iba a ser una experiencia muy frustrante...


Pero cuando llegó al umbral, se volvió de repente. Pedro ya se hallaba ocupado con otros asuntos. Siguiendo un impulso, le preguntó:
—¿No crees que podrías sonreír? ¿Aunque sólo fuera por una vez?


—¿Por qué? —ni siquiera levantó la mirada.


—Porque finalmente el especial de San Valentín estará en el aire. El desastre se ha evitado. Deberías estar contento; la victoria es tuya.


—Hablas como si yo acabara de ganar una batalla —dejando a un lado su bolígrafo, la miró fijamente por un momento—. Tú misma has tomado la decisión más lógica si pretendes llegar a trabajar para las grandes cadenas. Y yo estoy satisfecho.


—¿Pero es que te resulta tan duro sonreír?


—¿Tan importante te resulta a ti que lo haga?


Paula se dijo que jamás iba a poder soportar a ese hombre. ¿Por qué había aceptado trabajar con él?


—Pues sí —con gesto decidido, se acercó a su escritorio y apoyó los puños sobre su pulida superficie—. Me gustaría que sonrieras, sólo para saber si eres capaz de hacerlo.


Su rostro parecía haber sido esculpido en mármol italiano, como las estatuas de sus antepasados. Conforme iban pasando los segundos y él seguía sin moverse, Paula comprendió que había sobrepasado sus propios límites.


Estaba equivocada. Eran socios de negocios de una forma completamente diferente a la de su amistosa relación con Georgina. No tenía ningún derecho a criticar las características personales de Pedro Alfonso.


—Lo siento; me temo que esto ha sido una salida de tono por mi parte.


—Pues sí —repuso él en voz muy baja.


—Bueno —bajó la mirada, avergonzada—. Te entregaré ese escrito —y girando sobre sus talones, se retiró.


—¿Paula?


La joven se volvió para mirarlo.


—Gracias.


Por un momento, sus ojos oscuros le sostuvieron la mirada. Y entonces, sonrió.


Fue como si Paula hubiera echado raíces en el umbral. Aquella sonrisa transformaba a Pedro Alfonso de un autómata en un ser humano. Un hombre.


Un hombre muy, muy atractivo.





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