sábado, 30 de junio de 2018

LA TENTACION: CAPITULO 18




Pedro llegó a su casa a las doce menos cuarto de la noche. Abrió la puerta con ansiedad, deseoso de convertir en realidad las fantasías que había estado teniendo desde hacía años. 


Dejó en el suelo la mochila llena de libros, cerró la puerta despacio y entró en el salón.


Paula estaba dormida en el sofá. Al acercarse a ella, Pedro pisó algo, tal vez su maletín, y el ruido la despertó.


—¿Quién está ahí? —preguntó ella en la oscuridad, incorporándose.


Él estaba a punto de decirle que todo iba bien cuando Paula quiso levantarse, pero cayó al suelo.


—Maldición —murmuró—. Maldita cadera.


Pedro se acercó y se inclinó hacia ella.


—Déjame ayudarte.


—Puedo hacerlo sola —dijo, levantándose y dejando a Pedro con la mano extendida. Ella comenzó a caminar en círculos por la habitación mientras él se quedaba junto al sofá, sintiéndose inútil.


—¿No deberías sentarte? —preguntó él.


—No, tengo que caminar o tendré agarrotada la pierna toda la noche.


—Lo siento. No era así como quería que empezara esta noche —encendió la lámpara que había junto al sofá, dejando la intensidad al mínimo.


—No ha sido culpa tuya. Siempre he tenido el sueño muy ligero, y supongo que me has sobresaltado.


Pedro caminó hacia ella y le acarició levemente la mejilla.


—¿Puedo traerte algo? ¿Una aspirina, tal vez?


Ella sintió.


—Eso puede ser una buena idea.


—Vuelvo enseguida —dijo él, y se dirigió a la cocina.


Se quedó allí algunos minutos, dándole tiempo a Paula para que se calmara. Cuando volvió, ella estaba sentada en el sofá, con las manos sobre las rodillas.


—Aquí tienes —dijo él. Paula extendió la mano y Pedro le puso en ella la aspirina. Cuando se la hubo metido en la boca, le tendió un vaso de agua. Paula se lo bebió, él tomó el vaso, lo dejó sobre la mesa y se reclinó en el sofá.


Paula se acercó a él y apoyó la cabeza en su pecho.


—Así se está bien —murmuró ella.


—Es una forma mucho mejor de empezar la noche —contestó Pedro, pasándole suavemente los dedos por el cabello.


—¿Cómo te ha ido la clase?


—Ha sido demasiado larga, como el resto del día.


Ella suspiró y se acurrucó un poco más contra él
—Estoy de acuerdo.


Se quedaron en silencio, sentados. Pedro dejó que Paula impusiera el ritmo. Ella sabría mucho mejor que él cuándo habría hecho efecto la aspirina. Mientras esperaban, Pedro se fijó en los detalles del momento: el ligero aroma a fresas que despedía Paula y la suavidad de su piel.


Extendió una mano para seguir la línea del escote del camisón, que dejaba al descubierto algo de piel entre los pechos de Paula. A ella se le endurecieron los pezones al sentir su caricia e inclinó la cabeza hacia atrás para recibir un beso.


Maldición, él la necesitaba en su cama.


Ella debió de sentir lo mismo, porque se deshizo de su abrazo y se levantó.


—Me prometiste una cama de verdad.


Pedro estaba a punto de cumplir su promesa. 


Caminaron juntos hacia el dormitorio, pero al llegar allí las cosas no se sucedieron como él había esperado.


—Espera un momento —dijo Paula, cerrándole la puerta del dormitorio en las narices. Pedro esperó. Podía oírla moviéndose dentro de la habitación, y al poco rato la puerta se abrió—. Muy bien, pasa.


Pedro vio que Paula había estado ocupada. 


Había velas blancas encendidas sobre el tocador, donde él solía tener sus libros y revistas. Las dos mesitas de noche habían recibido el mismo tratamiento, y en una de ellas además había una lámpara encendida.


—Sólo por seguridad, no abras la puerta de tu armario.


Pedro sonrió, imaginándose la avalancha, y después se acercó a la mesita de noche que había a su lado de la cama. Paula había puesto sobre ella una caja de preservativos y una botellita de... algo.


La agarró y sintió que la excitación lo invadía. 


Aceite de masaje aromatizado.


—¿Con olor y sabor a fresa? ¿Puedo saber dónde lo has conseguido?


—Creo que no —dijo ella, sonriendo.


—Inténtalo.


—En Devine Secrets.


—¿Se lo compraste a Dana?


—Hoy ha sido nuestro día de suerte. Estaba en su nueva Montaña de Cristal. Si no, lo único que le hubiera comprado habría sido un quitaesmalte de uñas.


—Inteligente. Muy inteligente —dijo Pedro mientras abría el frasco. Puso el dedo índice sobre la boca de la botella, inclinó ésta ligeramente y se olió el dedo—. No está mal.


Se acercó a ella y le pasó el dedo por los hombros. Después repitió el proceso, pero acariciándole los pechos.


—Esto tampoco está mal —dijo Paula.


Pero Pedro sabía que podía hacerlo mejor. Se arrodilló y le subió ligeramente el borde del camisón. Dejando el aceite a un lado, le besó suavemente la pierna derecha.


Paula dio un paso atrás.


—¿Qué haces? —preguntó él.


—Voy a apagar la luz.


Pedro se levantó.


—No lo hagas. Quiero verte.


Ella se tensó.


—Es mejor dejar algunas cosas a la imaginación.


Pedro le había preocupado que llegara aquel momento.


—Es por las cicatrices, ¿verdad?


Paula fijó la mirada en la alfombra mientras asentía con la cabeza.


—Paula, las cicatrices no importan. Pertenecen al pasado.


—Mira, sé que esto te puede parecer irracional, y probablemente lo sea, pero no quiero que las veas —dijo ella, sentándose en el borde de la cama.


Y, sin embargo, él la había visto peor. La había visto antes de que las heridas cicatrizaran. Alejandra le había avisado de que Paula había salido en un coche lleno de chicos borrachos, y él había sido el primero en llegar al lugar del accidente. Paula no llevaba el cinturón de seguridad y había salido despedida del coche abarrotado.


Pedro había visto el hueso atravesándole la carne del muslo y le había administrado los primeros auxilios que le habían enseñado en los cursillos de paramédico a los que había asistido aquel verano. Cuando la ambulancia llegó y Pedro se aseguró de que la dejaba en buenas manos, se había internado en el bosque y había vomitado hasta que su estómago estuvo vacío. 


Después había intentado atrapar al borracho que conducía; afortunadamente, Carlos había estado allí para detenerlo, porque si no, Pedro habría matado a aquel tipo.


Habían pasado más de diez años y Pedro aún podía sentir la rabia apoderándose de él. A los dieciséis años, Paula había significado algo para él; a los veintisiete, significaba aún más.


—Vamos, no es para tanto —intentó animarla.


—Para ti es fácil decirlo.


Pedro sonrió y ella entornó sus ojos castañas.


—No te rías —dijo Paula.


—No me estoy riendo —se quitó el cinturón, se desabrochó los vaqueros y se bajó la bragueta.


—Ya no tengo ganas —dijo ella desde la cama.


—Sólo quiero enseñarte algo, princesa —contestó Pedro sin perder la sonrisa.


—Estás dando por sentado que quiero verlo.


—Y lo vas a hacer —se quitó los zapatos, los calcetines, los vaqueros y se acercó un poco más—. ¿Crees que puedes aguantar esto? —preguntó, pasándose el dedo índice por una fea cicatriz roja que se extendía unos doce centímetros por su muslo—. Apuesto a que no puedes.


Ella se levantó ,y recorrió la herida con la yema de un dedo. Él supo, por cómo Paula fruncía el ceño y se mordía el labio inferior, que su caricia estaba siendo muy suave. No tenía que haberse preocupado. Aún no se le habían regenerado los nervios completamente, y no tenía mucha sensibilidad en esa zona. Pero si subía un poco más la mano... ahí sí que tenía sensibilidad. Y no podía recordar haber estado nunca tan excitado.


—¿Qué te pasó? —preguntó ella.


—Fue una herida de bala —contestó, intentando que su voz sonara indiferente.


—¿Cuándo?


—El otoño pasado. Unos tipos que iban a cazar ciervos se bebieron toda la taberna de Truro. Hubo una pelea en el aparcamiento trasero y mi pierna se metió en medio.


—Lo siento —deslizó los dedos hacia arriba, más cerca de donde él los quería—. ¿Y todo esto te lo hizo una bala?


—No, el resto es de una infección posterior.


—Vaya. Lo siento de verdad —Paula se inclinó, lo besó justo por encima de la cinturilla de los bóxers y él se estremeció—. Quítate la camisa.


Pedro obedeció de buen grado. Dejó la camisa en el suelo y ella introdujo los dedos por dentro de la cinturilla. Pedro contuvo la respiración cuando Paula siguió el perfil de su erección con mano segura. Pedro puso la palma de su mano sobre la de Paula, con intención de detenerla, pero le faltó autocontrol.


Paula lo acarició por encima del tejido y él pudo sentir que empezaba a sudarle la frente. O tal vez fuera sangre. Había estado demasiado excitado durante demasiado tiempo.


—No me distraigas —le dijo—. Yo te he enseñado mi cicatriz, y ahora quiero ver la tuya.


Paula lo miró por unos momentos y después se sentó en la cama, levantándose un poco el camisón.


—Sólo vas a tocarlas —dijo extendiendo la mano para tomar la de Pedro. El le dio la mano y ella la guió por encima de una cicatriz que medía unos siete centímetros—. Ésta es la pierna.


—No parece tan malo —dijo él.


Ella le guió la mano más hacia arriba, hacia su cadera derecha.


—Y éstas son de la reconstrucción de la pelvis y la cadera.


Pedro sintió una pequeña protuberancia o dos, pero no mucho más.


—Creo que voy a tener que mirar, princesa —dijo con voz ronca, porque ella no le había dejado que su mano fuera más allá, a los lugares que había tocado la noche anterior—. Túmbate, cariño. Déjame...


Ella asintió con un pequeño suspiro. Pedro agarró una almohada y se la puso debajo de la cabeza.


—No va a pasar nada —le dijo él.


Ella asintió con la cabeza, pero Pedro pudo ver ciertas dudas en su mirada. Empezó a levantarle el camisón con las dos manos, dejando al descubierto unos muslos esbeltos. El derecho tenía la cicatriz que acababa de tocar.


Pedro alargó la mano para tomar el aceite, se puso un poco en la palma de la mano y la frotó suavemente sobre ese mismo lugar. Los músculos de Paula se tensaron.


—Relájate —murmuró él.


Unos momentos después, pudo sentir que la tensión la abandonaba. Le subió un poco más el camisón, dejando también al descubierto las cicatrices de la cadera.


La erección de Pedro se presionó aún más contra sus bóxers y él ya no pudo soportarlo. Se inclinó hacia abajo y se liberó de la última prenda.


Volvió su atención a Paula, y su mano tembló cuando se echó en ella más aceite. Con las cicatrices de su cadera hizo lo mismo que había hecho con la del muslo. Después, incapaz de contenerse más, tomó el aceite una última vez y se frotó con él las manos.


—Es hora de quitarte el camisón —le dijo a Paula.


Ella se sentó y se lo quitó por encima de la cabeza, dejándolo sobre la cama. A Pedro le dio un vuelco el corazón. Dios, era hermosa. 


Adivinando las intenciones que tenía para el aceite, ella abrió las piernas, y ese acto de confianza hizo que Pedro la deseara aún más.


Él la acarició con el aceite, hundiendo los dedos en su humedad y usando el pulgar para arrancarle gemidos de placer. Y cuando pensó que estaba preparada, se inclinó hacia delante y la besó entre los muslos suave y lentamente, hasta que la separó con los pulgares y notó el sabor del aceite de fresa.


Si un hombre tenía que morir, ése era el lugar al que debería ir.


LA TENTACION: CAPITULO 17




Paula apagó el ordenador de Pedro y miró el reloj. Ni siquiera eran las nueve y media, así que aún quedaban horas antes de que Pedro regresara. Paula se levantó y se estiró para aliviar la tensión de los músculos.


Se sentía un poco culpable por usar su ordenador para la búsqueda que estaba realizando; pero había decidido vivir con la teoría de que, lo que Pedro no sabía, no le haría daño.


Estaba convencida de que podía cuidar de sí misma mientras el detective privado hacía su trabajo. Pedro no tenía por qué verse involucrado, y ella no necesitaba que él fuera testigo de otra de sus catástrofes. Al día siguiente llamaría a Claudio, le contaría sus sospechas y le daría la lista de nombres de los clientes misteriosos. Deseaba poder tener algo más concreto que sospechas, pero los informes mensuales que acababa de revisar no le habían aportado nada que pudiera relacionar con los nombres o con las sumas de dinero de los clientes.


Y ahora que había terminado con los negocios, era el momento de prepararse para el placer... 


Se asomó al dormitorio de Pedro y sacudió la cabeza al ver los montones de libros y revistas.


No era una zona catastrófica, pero estaba lejos de ser el escenario de seducción que ella quería.


Paula tomó algunos libros y revistas. Pedro era un hombre de inquietudes. Había revistas de deportes, de temas actuales y de derecho. Se sentía como una mirona aprendiendo cosas de él de aquella manera, pero estaba dispuesta a aprovechar todo lo que pudiera.


Almacenó los libros y las revistas sobre el montón de zapatos que había en el suelo del armario de Pedro, y casi no logró cerrar la puerta antes de que el desastre amenazara con salir al exterior. Mientras se dirigía al salón para recoger los artículos que había comprado como preparación para aquella noche, tuvo que admitir que el deseo que sentía por Pedro no había comenzado hacía un par de días. Lo había deseado siempre. Cuando era una adolescente, sus primeros chispazos de curiosidad sexual habían estado centrados en él. Y ahora, como mujer, pensaba actuar en consecuencia.


De vuelta en el dormitorio metió la mano en la bolsa y sacó uno de los artículos que había comprado. Abrió la botella de aceite para masajes y la olió.


—Perfecto.


La dejó en la mesilla de noche, junto con las pequeñas velas aromáticas en sus soportes de cristal.


Había puesto sobre la mesilla la caja de preservativos que había encontrado en un cajón y estaba ahuecando las almohadas y doblando el edredón cuando sonó el teléfono. Al principio pensó en dejarlo sonar, pero luego recordó que el teléfono de la cocina no tenía contestador automático, y aquél otro, tampoco.


¿Y si era Pedro el que llamaba? ¿Y si iba a llegar más tarde, o se había quedado sin gasolina? Al cuarto timbrazo, decidió contestar.


—Residencia Alfonso —dijo.


Después de un corto silencio, oyó una voz de mujer.


—¿Es la casa de Pedro Alfonso? —parecía confusa o sorprendida.


—Sí.


—Y... eh... ¿está Pedro?


Paula intentó mantener a raya su propia curiosidad.


—No, lo siento, no está disponible. ¿Quieres dejarle un mensaje?


—¿Quién eres? —preguntó la mujer.


Paula no sintió ganas de compartir ninguna información con ella.


—Una amiga de Pedro. ¿Y tú?


—Bety.


—Bety —repitió Paula—. ¿No quieres que le diga nada?


—Yo..., espera, hoy tenía clase por la noche, ¿no? No puedo creer que me haya olvidado.


Muy bien, así que estaba al tanto de los horarios de Pedro. Pero eso no significaba que tuvieran una relación íntima...


—¿Le digo que te llame cuando vuelva?


—Por supuesto. Dile que se trata de algo que llevaba tiempo esperando.


—¿Tiene tu número de teléfono? —preguntó Paula.


Bety se rió.


—No te preocupes, lo tiene.


Se despidieron y Paula colgó, preguntándose quién sería Bety. No estaba exactamente celosa; sabía que Pedro no tenía novia formal. Era un hombre honesto y no le hubiera permitido quedarse en su casa si la tuviera... menos aún la habría tocado como lo había hecho la noche anterior.


Aun así, Paula se sintió inquieta. Pedro tenía toda una vida de la que ella sabía poco. Y no podía preguntarle, ya que ella no estaba muy dispuesta a compartir detalles de su propia vida.


Había planeado esperarlo en su cama, pero cambió de opinión. Se puso el camisón dorado y decidió esperarlo en el sofá. Al menos ese lugar era suyo.


LA TENTACION: CAPITULO 16





Pedro aparcó su coche junto al de Paula. Pensó con asombro que habían pasado menos de cuarenta y ocho horas desde que había hecho ese mismo gesto, y era muy poco tiempo para todo lo que estaba pasando entre ellos.


Sacó del coche la bolsa en la que había puesto el almuerzo para Paula y para él. La comida no era la mejor oferta de paz por cómo había dejado que la tentación lo envolviera la noche anterior, pero era todo lo que podía ofrecer.


Entró en la casa, que estaba en silencio. Se dirigió a la cocina, donde Alejandra había agrupado todas las plantas, y después de dejar allí la comida, comprobó que la tierra de las macetas acababa de ser regada.


—¿Paula? —la llamó—. ¿Estás aquí?


Al entrar en el salón vio el maletín y algunos papeles dispersos sobre la mesa. Les echó una mirada y se acercó a los ventanales del salón, comprobando que no estaban cerrados con llave. Paula debía de estar en el lago. Aunque sintió una punzada de culpabilidad en la conciencia, volvió a los papeles que acababa de ver.


Sabía que antes del tórrido encuentro que había tenido con Paula la noche anterior, ella había querido usar el ordenador, igual que sabía que no había vuelto al pueblo simplemente para hacer una visita. Lo que estaba haciendo exactamente... eso no lo sabía.


Sin agarrar los papeles, leyó los apuntes un par de veces. Aquellos nombres no significaban nada para él, lo que no era ninguna sorpresa. 


Sin embargo, las cantidades de millones de dólares marcadas con signos de interrogación y el encabezamiento de «Clientes misteriosos» que Paula había escrito fueron suficientes para que se formulara algunas preguntas.


Se arrepintió de no haberle preguntado a Esteban qué había estado haciendo exactamente Paula durante aquellos años. Se había temido que la respuesta hubiera caído en la categoría de «más de lo mismo», de una princesa mimada que usaba a la gente, y había querido pensar mejor de ella. Pero ahora que había pasado algo de tiempo con ella, no podía imaginarse que siguiera yendo de fiesta en fiesta y de crisis en crisis. De hecho, casi podía decir que Paula era una persona madura.


Sonrió al recordar el calor y la excitación de la noche anterior. Sí. Casi madura.


Entonces, ¿qué estaba haciendo que tuviera que ver con clientes misteriosos y con las cantidades de dinero que había anotado? 


Evidentemente, lo mejor era preguntárselo, pero tendría que hacerlo de manera que no empezara con «estaba leyendo algunos papeles que no debería haber leído...» Pero como no se le ocurría nada, supuso que improvisaría algo cuando estuviera más cerca de ella... un lugar en el que realmente le estaba gustando estar.


Agarró la comida que había dejado en la cocina y se dirigió a las dunas que llevaban al lago. Al llegar a la última duna vio a Paula cerca del agua, donde la arena era algo más dura. Tenía el cabello mojado y peinado hacia atrás, como si hubiera estado nadando, y llevaba un biquini rojo lo suficientemente provocativo como para enardecerlo.


Se rió al darse cuenta de que la toalla sobre la que estaba echada la había visto por última vez en su armario aquella misma mañana. Esa mujer tenía un don para apropiarse de todo lo que la rodeaba.


Mientras se acercaba, ella lo vio. Se hizo una visera con la mano para protegerse los ojos del sol y, al comprobar que era él, agarró rápidamente una tela y se la ató a la cintura. 


Pedro la vio incorporarse y colocarse la prenda para que le tapara las cicatrices que los dos sabían que había tenido durante años. Ella puso la mano derecha sobre la vieja herida y lo saludó con la izquierda.


Pedro se le encogió el corazón al ver aquel gesto de vulnerabilidad. Ella siempre se había esforzado por parecer impermeable ante las opiniones de los demás. Y él siempre se había sentido un poco triste al ver que ella tenía que ser tan perfecta.


—Hola —le dijo ella cuando Pedro se acercó—. Estás demasiado vestido para venir a la playa, ¿no?


Pedro le tendió la bolsa del almuerzo.


—Estoy en el descanso de la comida. Te vi salir de la biblioteca y supuse que estarías aquí, así que he traído algo de comer.


Paula dio unas palmaditas a la toalla, junto a ella.


—Siéntate.


Mientras sacaba un recipiente con ensalada de pasta y otro con macedonia, Pedro pensaba en la mejor manera de preguntarle en qué estaba metida. Paula agarró la ensalada de pasta.


—¡Carbohidratos! ¡Maravillosos carbohidratos! —exclamó Paula. Tomó el tenedor de plástico que él le ofrecía y lo hundió en la pasta—. No hay nada mejor que los carbohidratos para el estrés —dijo con la boca llena.


—¿Estás estresada? —preguntó Pedro. Ella asintió con la cabeza.


—Al máximo.


Pedro aprovechó la oportunidad que le acababa de dar para abordar el tema.


—¿Qué te ocurre?


Ella dudó antes de hablar.


—Creía que no estaba preparada para hablar de esto, pero supongo que lo estoy. Lo que ocurrio anoche me asustó, Pedro.


—¿Lo único que te preocupa es lo que ocurrio anoche? ¿No hay nada más?


Ella volvió a cargar el tenedor y siguió hablando como si no lo hubiera oído.


—Nos hemos besado dos veces en tres años, y en las dos he terminado comportándome como una especie de... no sé... reina del porno. Debes de tener alguna de estas dos opiniones de mí: que soy fácil o que estoy loca.


Pedro no tenía una respuesta clara para eso, pero sabía que no tenía nada que ver con reinas del porno.


—No reacciono así con todos los hombres, ¿sabes? Sólo contigo, y no sé por qué. Quiero decir, eres atractivo y todo eso, pero no puede decirse que hayamos sido los mejores amigos.


Pedro frunció el ceño.


—Yo siempre me he sentido muy amigable hacia ti —lo que era lo mismo que decir que la playa sobre la que estaban tenía sólo dos granos de arena.


Ella se encogió de hombros y tomó algo más de pasta.


—¿Crees que podrías compartir eso conmigo? —preguntó Pedro, señalando la ensalada de pasta.


—Claro —respondió ella, poniendo el recipiente entre los dos—. No estoy segura de cuánto tiempo más voy a estar en la ciudad. Podrían ser sólo unos pocos días si las cosas se solucionan pero, en cualquier caso... me gustaría quedarme en tu casa.


—Sí, me gustaría —contestó él. También le agradaba la posibilidad de saber lo que estaba pasando con Paula, una tarea que le resultaría más fácil si estaban bajo el mismo techo—. Quédate el tiempo que necesites.


—Gracias —contestó sonriendo.


—¿Y qué cosas tienen que solucionarse?


—Asuntos de trabajo.


—Así que tienes otro trabajo aparte de secuestrar doncellas y cocineros...


—Claro que sí. Ser la oveja negra de los Chaves no se paga muy bien. Después de trabajar como agentes inmobiliarios para terceros, una amiga y yo conseguimos nuestras propias licencias y nos establecimos por nuestra cuenta hace un par de años —dijo Paula—. Tenemos una pequeña agencia en la zona de Miami, especializada en propiedades de lujo.


—Eso te pega, princesa.


Paula sonrió.


—Es cierto. Me ha llevado algún tiempo encontrar mi lugar, pero ahí estoy.


—Cuéntame más sobre lo que haces.


Paula cambió ligeramente de postura, teniendo cuidado de mantener tapada la cicatriz.


—Es aburrido, a menos que seas otro agente inmobiliario.


—No puede ser peor que algunas cosas que he estudiado en la Facultad de Derecho.


—Me gustaría dejar mi vida de Florida en Florida.


—No estás casada ni nada por el estilo, ¿no?


Ella puso los ojos en blanco.


—Me considero afortunada si tengo una cita cada tres meses.


Aunque le pareció egoísta a Pedro le gustó cómo sonó aquello. Pero no sintió la misma emoción al darse cuenta de que podía aplicarse las mismas estadísticas.


—¿No podríamos tornarnos estos días de otra forma? ¿Con pocas preguntas y algo de diversión? —preguntó ella.


Aquélla era una evasión masculina, una que él había usado en varias ocasiones. Nunca se habría imaginado que estaría al otro lado, y no le gustaba demasiado.


—Claro —dijo, igual que le habían dicho antes a él algunas mujeres, aunque fuera mentira.


Porque sabía que Paula merecía algo más que sólo sexo, pero si era lo que ella quería, se lo daría. Tampoco podía decirse que él fuera a sufrir en el proceso...


Paula lo miró directamente a los ojos.


—Me parece evidente que vamos a terminar lo que empezamos anoche, así que vamos a dejar algunas cosas claras, ahora que aún podemos pensar con claridad. No estoy tomando la píldora, así que vas a tener que usar protección. 
De todas formas, lo habría esperado de ti. Y también espero que me digas que no tienes ningún problema de salud... ya sabes lo que quiero decir.


Pedro asintió con la cabeza.


—Sí a todo lo que has dicho.


Ella se relajó un poco.


—Lo mismo digo.


Pedro le tomó la mano y se la llevó a la boca para darle un ligera beso.


—Ahora que hemos dejado eso claro, tengo que decirte que esta noche tengo clase en East Lansing. Me iré a las tres y probablemente no regresaré hasta medianoche. Así que, a menos que quieras... —señaló la toalla sobre la que estaban sentados.


Paula se rió.


—Vamos a ver... podría hacer el amor con un agente de policía a pleno día en la playa con un montón de gente alrededor o podría terminar de comer carbohidratos y esperar a estar en una cama de verdad contigo —se inclinó hacia delante y lo besó en los labios—. Odio decirte que ganan los carbohidratos y la cama. ¿Crees que podrás esperar?


Podría, pero iba a ser una verdadera tortura... Pedro le echó una mirada a su reloj y se levantó.


—Mi descanso para comer se ha terminado. Te dejo con tus carbohidratos. Y no te metas en problemas, ¿de acuerdo?


—Mis días de chica mala ya se han terminado —contestó con sinceridad.


Por su propio bien, al igual que por el de Paula, Pedro esperaba que fuera verdad.