sábado, 23 de junio de 2018

AT FIRST SIGHT: CAPITULO 22




No podía soportar la angustia de Paula. La vio quedarse allí, en la acera, con la mano en la boca, casi petrificada. Después, Paula buscó con frenesí las llaves en su bolso y murmuró cosas incoherentes después de tirar sus preciosos dibujos al suelo.


—Tengo que ir al hospital. No debería haberla dejado sola. Quería que me quedara en casa con ella. Se me había acabado la paciencia y… Oh, Dios mío, por favor, no era mi intención… Oh, por favor.


No prestó atención a la adolescente que trataba de decirle:
—He llamado al hospital hace un rato y me han dicho que ahora ya está bien, que respira con normalidad. Paula, lo siento. Tosía y respiraba con trabajo y yo estaba tan asustada… por eso llamé a urgencias para que enviasen una ambulancia.


Pedro se dio cuenta de que tenía que hacerse cargo de la situación.


—Paula —le dijo agarrándola por los hombros con firmeza—, no te preocupes, ahora mismo te llevo al hospital. Pero no puedes presentarte así, ve a cambiarte y a asearte un poco.


—¡No! Me voy ahora mismo. No tienes que molestarte en llevarme —Paula trató de soltarse, pero Pedro no se lo permitió.


—Tu madre se disgustará si te ve así —eso consiguió centrar la atención de Paula—. Alicia está en el hospital y le están dando el mejor tratamiento posible. Ahora, ve a vestirte como Dios manda y después te llevaré allí. Si te viese así, se preocuparía.


—Está bien.


Corriendo, Paula entró en la casa.


—No sabía qué hacer —le dijo la chica a Pedro—. Sabía que tiene una máquina para respirar, pero no quería correr ningún riesgo.


—Has hecho lo que tenías que hacer —Pedro recogió del suelo los dibujos e Paula, los puso en orden y se los dio a la chica—. Por favor, sube esto al estudio de Paula; después, vete a tu casa. Yo llevaré a Paula al hospital. Vamos, no te preocupes, has hecho exactamente lo que debías y estoy seguro de que Alicia se pondrá bien.


—Sí —dijo la chica—. He intentado decírselo a Paula, pero… Verá, ha ocurrido a eso de la una de la tarde. Luego, me he quedado a esperar a Paula y, no hace mucho, he vuelto llamar al hospital; allí, me han dicho que Alicia se ha recuperado sorprendentemente bien.


—Estupendo.


No le sorprendía, los pacientes como Alicia se recuperaban «milagrosamente» bien una vez que conseguían la atención de todo el mundo.


Paula bajó a los pocos minutos. Estaba un poco pálida, pero encantadora con aquel vestido turquesa y las sandalias del mismo color.


En el hospital, Pedro se quedó en una sala de espera mientras Paula iba a ver a su madre.


A Paula le palpitaba el corazón con fuerza y se detuvo unos segundos antes de abrir la puerta de la habitación. Entró sigilosamente para no despertar a su madre.


Pero Alicia no estaba dormida. Estaba sentada en la cama con aspecto descansado y tranquilo, y completamente absorta en la serie de televisión que estaba viendo. Paula sintió un inmenso alivio, pero sus temores volvieron a asaltarla cuando Alicia la vio. El hermoso rostro de su madre hizo un gesto de dolor y los ojos se le llenaron de lágrimas.


—Oh, Paula —balbuceó Alicia—, ha sido horrible. ¡Horrible!


—Vamos, vamos, ya ha pasado —Paula corrió hasta su madre y la abrazó—. No te disgustes más.


—¡Ha sido horrible! ¡Horrible! Y tú no estabas en casa. No sabes lo espantoso que ha sido porque no estabas allí.


«Y debería haber estado», pensó Paula mientras acariciaba a su madre. «Por la mañana, me ha dicho que no se sentía bien, pero yo, ignorándola, me he marchado. Me he ido a divertirme».


¿Cómo podía haberle hecho eso a Alicia?


Se quedó con su madre un buen rato mientras ella le contaba el miedo que había pasado cuando no podía respirar.


—Y esa chica se ha puesto histérica y no sabía qué hacer. Y luego, esos desconocidos, me han metido en una ambulancia y me han traído aquí. ¡Y nadie sabía dónde estabas!


—Vamos, deja de hablar de ello, lo único que estás consiguiendo es disgustarte más. Y ahora, voy a salir para decirle a Pedro que se vaya, que no espere más. Enseguida vuelvo.


—¡No me dejes sola otra vez!


—Es sólo un momento, enseguida vuelvo, te lo prometo.


—¿Te quedarás conmigo esta noche? No quiero quedarme sola en este sitio.


—Claro que voy a quedarme contigo —le aseguró Paula—. Lo único que quiero hacer es decirle a Pedro que se vaya.


Encontró a Pedro en la sala de espera, sentado y leyendo una revista.


—¿Cómo está tu madre?


—Está bien, aunque un poco nerviosa y disgustada.


—¿Has hablado con el médico?


—Sí, le llamé en casa. Ha dicho que el ataque se ha debido a tensión nerviosa. Ha dicho que Alicia se había disgustado por algo y… Oh, Pedro, ha sido culpa mía. Esta mañana, me dijo que no se encontraba bien y me pidió que me quedara en casa, pero… en fin, yo quería trabajar en los diseños y… Insistió en que me quedara y no le hice caso, y me marché.


—Ya era hora —murmuró él.


—¿Qué? —Paula no estaba segura de haberle oído bien.


—Nada. Me estabas diciendo lo que te ha dicho el médico.


—Bueno, sí, le parece que Alicia ya se ha recuperado. Dice que la habría mandado a casa inmediatamente, pero que no lo hizo porque yo no estaba en casa.


—Bien. ¿Vamos a llevarla ahora a casa?


—No, no. Hemos pensado que es mejor que pase aquí la noche descansando. Yo voy a quedarme con ella.


—¿Por qué?


—Porque no quiere quedarse sola.


—¿Sola? Paula, esto es un hospital —dijo Pedro enfadado—. Está lleno de médicos y enfermeras. Con que le de a un botón, estará rodeada de gente.


—Sí, ya lo sé —Paula sonrió tímidamente con el fin de aplacarlo—. Pero… se quedará más tranquila si me quedo con ella a pasar la noche.


—No lo dudo. ¿Y tú?


—¿Yo? No te preocupes por mí, estoy bien.


—De acuerdo, quédate si quieres. Pero antes, vamos a cenar algo.


—No, no tengo hambre. Cuando Alicia se duerma…


—Cuando Alicia se duerma habrán cerrado la cafetería y tú te quedarás a merced de esas horribles máquinas. Son casi las ocho y no has comido más que una hamburguesa al mediodía. Vamos a ir a cenar ahora mismo.


Pedro, le he prometido que volvería enseguida.


—Sobrevivirá.


Pedro le puso una mano en la espalda y la llevó hasta el ascensor.


Pedro no comprendía lo que le pasaba a Alicia, pensó Paula. Intentó explicárselo mientras bajaban a la cafetería, hablarle de lo mucho que su padre y su madre y se habían querido y de lo que había sufrido Alicia tras su muerte; después, interminables pruebas de alergia y los ataques de asma.


Pero Pedro no dijo nada, incluso tenía expresión de enfado.


La cafetería estaba casi vacía. Llevaron las bandejas con comida hasta una mesa. Paula, agotada, sólo jugueteó con su bocadillo.


—¿Por qué no me dejas que te lleve a casa? —le preguntó Pedro con ternura.


—No, no puedo dejar a Alicia.


—Sé que estás preocupada; pero, en mi opinión, te preocupas en exceso, Paula.


—No puedo evitarlo. Últimamente, los ataques de asma le dan con más frecuencia y parecen ser más agudos. Estoy asustada.


—Lo sé. Y sé que quieres ayudarla, pero puede que la estés ayudando demasiado. La gente con asma, o con otras enfermedades, tienen que ayudarse a sí mismos para curarse.


—¿Qué quieres decir? La gente no puede curarse a si misma —respondió ella algo irritada.


—Está bien, de acuerdo, Alicia necesita cuidados médicos y también tu apoyo —Pedro frunció el ceño—. Sin embargo, a veces, dejar de obsesionarse con una enfermedad y centrar la atención en otras cosas hace auténticas maravillas en un paciente.


—Lo sé, y por eso es por lo que la animo a que juegue al bridge.


—¡Animarla! Lo haces tú todo. Preparas la comida, pones…


—¿Y qué tiene eso de malo? —preguntó ella casi enfadada.


—Lo que estoy intentando decirte es que no le das la oportunidad de hacer algo por sí misma. Lo haces todo por ella. Y no me refería al bridge, sino a algo más sustancioso, algo como un trabajo.


—¿Un trabajo? Alicia no ha trabajado en su vida. En sus condiciones, no puede trabajar.


—¡Tú no sabes lo que puede hacer o no! ¿Por qué no le das la oportunidad de decidirlo por sí misma? Le dictas hasta el último de sus movimientos.


—¡Y tú los míos! —gritó ella—. Cada vez que te veo tratas de manipularme. Tú y tu filosofía de hacer lo que a uno le guste y le haga feliz. Haz esto, haz lo otro, manda tus dibujos…


Pedro levantó una mano.


—Estás sacando las cosas de quicio.


—No. Me manipulaste para que mandara los dibujos y… ¡Deja de sonreír! Está bien, me alegro de haberlo hecho, pero los mandé porque quería hacerlo, no porque tú me lo ordenaras. Y, desde luego, no estoy dispuesta a permitirte que me digas cómo comportarme con mi madre. Esta mañana…


Paula se interrumpió casi a punto de echarse a llorar. Jamás debería haber dejado sola a Alicia.


—Sí, esta mañana hiciste lo que querías hacer y te marchaste. Y, por supuesto, ahora te sientes culpable.


—¡No digas tonterías! ¿Por qué iba a sentirme culpable?


—Porque te parece que nada de lo que haces por ella es suficiente.


—Y tú lo sabes todo, ¿verdad? Tú y tu psicología barata. Bueno, pues en mi opinión, no dices más que majaderías. Y no voy a quedarme aquí ni un minuto más escuchándote. Me voy arriba con mi madre, igual que debería haber hecho esta mañana.


—¡Esta mañana otra vez! ¿Por qué no te escuchas a ti misma? ¡Siéntate! ¿Es que no te das cuenta de tus patrones de conducta? Y ya que soy un psiquiatra, te diré que…


—Espera un momento, ¿qué has dicho?


—Que soy un psiquiatra. Así que, lo que quiero que sepas es…


—Un momento, por favor. ¿Estás diciendo que eres un verdadero psiquiatra, un psiquiatra de verdad?


—Sí, con título y todo. ¡Y si pagaras ciento cincuenta dólares a la hora por mis consejos, como hacen mis pacientes, prestarías atención a lo que digo!


—Entonces, ¿cuál es el problema, por qué no estás trabajando como psiquiatra?


—Estoy trabajando como psiquiatra.


—Eso no es verdad. No haces más que ir de acá para allá sin hacer nada, comportándote como si no tuvieras una sola preocupación en el mundo y haciéndome pensar que estás en la ruina y…


—Yo no soy responsable de tus suposiciones. Te he dicho que estaba escribiendo un libro y lo estoy haciendo. Se trata de un libro que dice a la gente cómo vivir.


—Y, mientras tanto, pones a prueba tus teorías con todo el mundo.


—¿Qué quieres decir con eso?


—Quiero decir que has tratado de manipularme desde que te conozco, diciéndome lo que tengo que hacer o lo que no debo hacer. Y ahora pareces decidido a levantar una barrera entre mi madre y yo. Primero, hiciste que me deshiciera de las gafas porque, según tú, no quería competir con ella. ¡Y ahora resulta que me siento culpable porque ella me necesita!


—Escucha, Paula…


—No, escúchame tú a mí. No me interesan tus análisis, doctor Pedro Alfonso. Así que guárdate tus consejos para los que te pagan porque yo no los necesito.


Paula se levantó rápidamente y salió de la cafetería.


Pedro no intentó detenerla.


Había llegado el momento de hablar seriamente con Alicia.


AT FIRST SIGHT: CAPITULO 21




Volvieron a meterse en el coche y fueron de un sitio para otro. A Pedro le sorprendió la variedad de flores silvestres y de arbustos que había en las rocas al pie de la sierra. Alrededor de las dos de la tarde, Pedro anunció que se estaba muriendo de hambre y volvieron a la autovía para buscar algún puesto de hamburguesas.


—Después del almuerzo, sólo quiero ir a un sitio más —le dijo Paula mientras, hambrienta, comía patatas fritas—. Quiero ir al río Oso. Deber llevar poca agua ahora y, en el fondo, hay guijarros muy bonitos.


De nuevo, volvieron a las colinas para buscar el río.


—¿Ése es el río? —preguntó él contemplando lo que parecía un arroyo.


—¡Sí, ése es! —gritó ella—. En un mes, el agua subirá hasta aquí.


Bajaron a la arenosa orilla, que con el tiempo quedaría cubierta por las aguas, y extendieron la manta. Paula tenía razón respecto a las piedras, eran del tamaño de las uvas, erosionadas y suaves, y de todos los colores. Parecían un mosaico en el lecho del río.


—¿No vas a pintarlas? —le preguntó Pedro después de que Paula se quitara las playeras, se subiera los vaqueros hasta las rodillas y se metiera en el agua. Ella negó con la cabeza.


—Ah, si ha llegado la hora de jugar… —Pedro sonrió maliciosamente y también se quitó los zapatos y se subió los pantalones.


—No estoy jugando. Quiero recoger… ¡Ay!


En ese momento, Paula se tropezó, cayó hacia atrás y se quedó sentada en el río, quedándole el agua a la altura de la cintura.


—¡Oh, encanto, lo siento! ¿Te has hecho daño? —le preguntó Pedro mientras le tendía la mano para ayudarla a levantarse.


—No, pero… ¡Oh, me he mojado toda!


Pedro se echó a reír, pero no por mucho tiempo. 


De repente, contuvo la respiración al contemplarla. Paula tenía sus negros cabellos revueltos y una mancha de pintura en la mejilla.


Parecía un mozalbete travieso, y Pedro se dio cuenta de que jamás había deseado a una mujer tanto como a ella.


Agarrándole la mano, la levantó y la estrechó contra sí. La besó el cabello con abandono. La besó la sien y los párpados. Por fin, capturó su boca con posesividad.


—Oh, Paula, Paula —murmuró Pedro enterrando el rostro en su cuello.


Tenía la piel cálida y suave, y olía a agua y a tierra mojada. Casi involuntariamente, deslizó las manos por debajo del jersey de Paula para acariciar su piel satinada y las curvas de sus senos. Ella lanzó un ahogado gemido y se apretó contra él rodeándolo con los brazos, intentando fundirse con él.


Pedro se estremeció de pasión y se oyó gemir a sí mismo. Con un rápido movimiento, la tomó en brazos y la llevó hacia la arena. El quedo grito de protesta de Paula le hizo detenerse.


—¡No! —fue un susurro contra ahogado por el pecho de él en contradicción con la voluptuosa respuesta del cuerpo de Paula, que se rendía a él temblando. Los brazos de ella le rodeaban el cuello y le acariciaban el cabello con frenesí.


—¿No? —preguntó Pedro bajando el rostro para poder mirarla a la cara.


Paula no repitió su negación, sus enormes ojos azules lo miraban con una pasión más allá de su control.


Pero Pedro se dio cuenta de las dudas de ella, de su temor; y aquella súplica fue más fuerte que su deseo sexual. Así era Paula. Aquello no era algo sin importancia que podía ser consumado impulsivamente a la orilla de un río y tenía que darle tiempo para que lo supiera. Más tarde, cuando él pudiera hablar con calma y racionalmente, hablarían. Ahora, lo único que podía hacer era soltarla.


Lentamente y con desgana, Pedro la bajó al suelo, pero no pudo evitar besarla una vez más antes de dejarla apartarse de él.


Paula sintió un gran alivio cuando sus pies tocaron tierra, pero también una sobrecogedora desilusión. Era como si, de repente, se encontrase abandonada. La intensidad de su deseo la había dejado atónita y, por eso había querido liberarse.


¡Pero no quería liberarse! Incluso ahora, mientras veía a Pedro en la orilla de la playa con las manos en los bolsillos y aspecto tranquilo y relajado, sentía sus brazos como si aún la estuvieran acariciando.


Avergonzada y confusa por lo que sentía, Paula intentó tranquilizarse, intentó pensar… Las piedras, necesitaba llevarse algunas para copiar sus colores. Se agachó y se puso a recoger piedras, pero pronto se dio por vencida y tiró las pocas que había recogido.


Paula se sentó en la manta con la sensación de que la habían rechazado y abandonado. Durante unos momentos, había creído que Pedro se había visto presa de la misma pasión que ella, algo nuevo y extraño que… Pero no, eso no debía ser nuevo para él, Pedro debía conocer a muchas mujeres, a mujeres que sabían cómo complacer a un hombre.


—Paula, tenemos que hablar.


Ella alzó la cabeza a tiempo de verlo sentarse a su lado.


—Hay algunas cosas que tienes que saber sobre mí.


—¡No, no!


—¿No? ¿No quieres saber nada sobre mí?


Paula sacudió la cabeza. Lo único que quería era que la besara, que la abrazara…


—Mi hermana… Lisa me ha dicho que tú…


Paula le tapó la boca con la mano. Pedro iba a hablarle del cheque, de cosas sin importancia.


—Paula, quiero que pienses un momento —le dijo Pedro apartándole la mano y besándosela—. Bueno, no sólo en este momento, sino…


Pero Pedro se interrumpió, conteniendo la respiración, cuando ella le acarició los labios con los dedos. Después, Paula le acarició el rostro…


—¡Oh, Paula, me estás volviendo loco!


Pedro la estrechó en sus brazos y la hizo tumbarse a su lado. Un intenso placer la envolvió cuando Pedro la besó de nuevo.


—Oh, Pedro… —gimió ella rodeándole el cuello con los brazos al tiempo que, con agonía, se apretaba contra él.


Entonces, muy despacio, se apartó ligeramente de ella y, apoyándose en un codo, incorporó el torso para poderla mirar a los ojos.


—Paula, encanto, tenemos que hablar. Quiero decirte que…


Pero Paula alzó la cabeza y le selló los labios con los suyos lenta y seductoramente. Le sintió responder con deseo antes de oírle suspirar y de verlo ponerse en pie.


—Vamos, levántate, nos vamos a casa —dijo Pedro. Pero esta vez, Paula no se sintió abandonada, sino sólo frustrada, porque había visto pasión en los ojos de Pedro. Ahora sabía que él la deseaba tanto como ella a él. De repente, se sintió feliz, segura y se echó a reír.


—En todas las novelas de amor que lee Alicia, es la mujer quien, después de un beso, huye corriendo.


—No tienes vergüenza —dijo él con una queda carcajada—. Pero nos vamos a casa. Vamos, recoge tus cosas.


Después de tirar de ella hasta hacerla levantar, la besó ligeramente en los labios, pero con evidente pasión.


—Encanto, te prometo que esto no va a acabar siempre así. Después de que hablemos…


Pero no hablaron durante el trayecto de vuelta a la casa porque Paula, sintiendo una feliz languidez, se quedó dormida en el coche. 


Cuando llegaron a la casa, Pedro la despertó suavemente. Paula abrió los ojos y levantó la cabeza justo en el momento en que Daphne bajaba corriendo los escalones del porche.


—Paula, te estaba esperando, no sabía dónde encontrarte. Alicia… está en el hospital. He tenido que llamar a una ambulancia.




AT FIRST SIGHT: CAPITULO 20




Paula lo echaba de menos. Nunca había creído posible que podría echar de menos tanto a alguien. ¿Cómo podía depender tanto de su compañía conociéndolo sólo desde hacía unos meses?


Y ahora había pasado una semana. No, casi dos semanas desde aquella terrible discusión. Se sentía perdida y avergonzada. Miró los tubos de pintura que estaba metiendo en el maletín y deseó poder desdecir lo que había dicho.


Aquel día, estaba tan cansada y enfadada que sólo más tarde logró pensar racionalmente, dándose cuenta de lo injusta que había sido con él, de todo lo que Pedro había hecho por ella.


Dio unos pasos para tomar el cuaderno de dibujo y miró a su alrededor por si se le olvidaba algo. Esperaba que Lisa hubiera conseguido persuadirlo para que aceptara el dinero.


«El dinero no es suficiente. Deberías hablar con Pedro tú misma y disculparte por lo que le dijiste». Pero estaba demasiado avergonzada.


¿Avergonzada o vulnerable? La forma como él la miraba, como sonreía, lo que la hacía sentir…


No quería pensar en su beso, no quería estar enamorada de él.


¡Pero cómo lo echaba de menos!


Metió todo en una bolsa grande de lona y lanzó una última mirada al estudio. Después, bajó a su dormitorio a por las llaves y el monedero y, a continuación, cruzó el pasillo para ver si su madre necesitaba algo.


—¿Adonde vas ahora? —le preguntó Alicia que estaba sentada en la cama leyendo una novela—. Ya casi no te veo.


—Voy a dibujar unas flores silvestres. A ver si me inspiran para el diseño de las telas.


Mirando a su madre, vio el rostro cansado de Alicia. Paula vaciló, preguntándose si no debería quedarse en casa con ella haciéndole compañía. 


O quizá a Alicia no le sentara mal salir un rato a respirar aire fresco.


—Oye, ¿por qué no vienes conmigo? —sugirió Paula—. Podría prepararte un baño y, mientras te arreglas, también podría preparar algo para almorzar en el campo. Hace un día precioso y te sentaría bien tomar el aire.


—Oh, cielo, no tengo ganas. No me encuentro muy bien hoy; además, con mis alergias, el campo no me sentaría bien. Me gustaría que te quedaras en casa hoy.


—Volveré antes de que anochezca. Tienes ensalada de pollo en la nevera para almorzar, y Daphne ha dicho que vendría después de las clases para ver si necesitas algo.


Alicia lanzó un suspiro.


—No es lo mismo. ¿En serio tienes que marcharte? Esperaba que pudiéramos pasar el día juntas.


—Sí, tengo que marcharme —respondió Paula con más sequedad de la que había querido—. Charlaremos después de la cena y te enseñaré los dibujos de las flores silvestres. Vamos, descansa y no te enfades. Estaré de vuelta antes de que te des cuenta.


Rápidamente, antes de que le diera tiempo a cambiar de idea, Paula recogió la bandeja de Alicia y salió de la habitación.


Quizá hubiera llegado el momento de buscar a alguien para que se hiciera cargo de la casa, pensó mientras bajaba las escaleras. Alguien que limpiara y que, al mismo tiempo, le hiciera compañía a Alicia. «Ahora podemos permitírnoslo», pensó mientras metía los cacharros en el lavavajillas. Después, tomó una botella de plástico con agua, tomó una manta de encima del sofá y salió de la casa.


Estaba bajando los escalones del porche cuando un coche aparcó delante. Pedro salió del coche y caminó hacia ella y Paula se quedó inmóvil conteniendo la respiración.


¿Qué podía decirle? ¿Debía disculparse?


Cuando Pedro llegó al pie de las escaleras, sonreía y la miraba con admiración.


—Dime una cosa, encanto, ¿por qué demonios llevas zapatos?


—Oh. Bueno, no son zapatos, son mis viejas playeras.


De repente, Paula sintió unas inmensas ganas de reír y la tensión desapareció. Todo parecía irrelevante, excepto él.


—¡Oh, Pedro! —gritó Paula feliz—. Te he echado de menos.


—Y yo a ti —respondió Pedro quitándole la bolsa y la botella de agua—. ¿Adonde vamos?


—¿Vamos? Bueno, verás, tenía pensado ir al monte a dibujar unas flores.


—Si llego a tardar cinco minutos más no te habría pillado, ¿eh? Está bien, sígueme.


Paula le siguió hasta el coche y se le quedó contemplando mientras Pedro metía las cosas en el maletero. Pedro le dijo que las veces que le había llamado por teléfono no estaba en casa y que, cuando fue a Groves a buscarla, le dijeron que ya no trabajaba allí.


—La única forma de dar contigo es presentándose a una hora inoportuna —Pedro se miró el reloj—, como las nueve de la mañana.


—Estoy muy ocupada. Oh, Pedro, no sabes la de cosas que tengo que contarte.


—Lo que sí me puedes decir es una cosa, ¿por qué vamos a ir a dibujar flores silvestres?


—Para que me den ideas para diseños de tela.


—¿Y eso?


—¡Pedro, soy una diseñadora! Por favor, no me mires así, lo digo en serio. Bueno, te lo voy a contar todo…


Y Paula se lanzó a un relato de lo que le había ocurrido en Nueva York y allí, en Sacramento, desde su regreso de la gran ciudad. Entre otras cosas, que había pasado un día entero en las tiendas de telas de San Francisco.


—Pero sabía que era una pérdida de tiempo; hace años ya, había oído que los grandes diseñadores van a las fábricas y se quedan con las mejores telas antes de que éstas lleguen a las tiendas. Por eso, llamé a Jorge para que me presentase a algunos de los dueños de las fábricas. Lo que fue maravilloso es que me enteré de que yo podía hacer diseños y ellos fabricarían la tela específicamente para mí con el diseño que quisiera.


—Eso es estupendo —dijo Pedro sonriendo al ver el entusiasmo de Paula, pero concentrándose en el tráfico.


—¿Te das cuenta de lo que eso significa para mí? Antes, pasaba horas buscando una tela adecuada para un diseño en concreto, y ahora… Mi padre tenía razón cuando decía que las mejores ideas se nos ocurren cuando nos fijamos en la naturaleza. Por eso es por lo que quiero ir al campo, para ver si capto los colores.


—¿Los colores? —Pedro frunció el ceño—. ¿No te parece que va a estar todo un poco seco? No ha llovido nada este verano y ha habido un montón de fuegos.


—Si, pero no importa. Tuerce ahí, creo que uno de los fuegos ha sido en esta zona.


Obedientemente, Pedro se metió por una carretera secundaria. Habían llegado al pie de las colinas y aún olía a madera quemada. 


Condujo por aquella carretera durante un rato y, por fin, se encontraron con la zona quemada; en la periferia, se encontraban los pinos y los arbustos que habían sobrevivido al extenso fuego. A Pedro, el paraje le deprimió un poco.


—¡Oh, mira! Para el coche. ¡Un chamico! Esa es una de las plantas que estaba buscando.


Pedro detuvo el coche y luego la siguió. Sí, ahora veía aquellas plantas naranjas entre las ruinas.


—¡Mi padre tenía razón! —exclamó ella—. Me dijo que ésa era una de las primeras plantas que salían entre los rastrojos después de un fuego.


Pedro sonrió.


—Vamos a recoger mis pinturas, espero poder copiar las plantas —Paula sacó su bolsa y Pedro, después de limpiar un poco por el suelo, colocó encima la manta. A continuación, Paula se puso a trabajar sin dejar de hablar.


—¡Mira! Papá decía que la naturaleza nos ofrece la más maravillosa mezcla de colores. ¿A quién se le podría ocurrir poner ese lila junto a ese rojo encendido?


Empujado por el entusiasmo de ella, Pedro miró la planta con más atención: tallos largos con puntas de color lila, rosa o blanco en contraste con hojas color naranja. Sentado junto a ella, la observó fascinado mientras Paula mezclaba colores y agua.


—Quiero captar el tono exacto de lila —le informó ella.


¿Mezclando azul y rojo? pensó Pedro. Y ahora estaba añadiendo blanco. ¡Y salía morado! No, no morado, sino lila, pensó después de que Paula añadiera más blanco.


—¿Cuál te parece que es, éste o éste? —siguió preguntando Paula mientras pintaba en el papel—. Lo único que voy a hacer es plasmar los colores y la forma de la planta, el diseño lo haré en casa.


Paula era una mujer vital, una mujer que había florecido tras una infancia infeliz y solitaria. La mujer a quien amaba.


¿Lo amaba ella? Lisa había dicho que sí, y Lisa era una mujer muy intuitiva. ¡Oh, ahora se acordaba! El cheque. Había ido a verla esa mañana con la intención de devolvérselo y de explicarle quién era él. Pero, mirándola, se había olvidado de todo.


Pedro se puso en pie y comenzó a pasearse con cuidado de no distraerla. Debían hablar. El tenía que regresar a Inglaterra en seis semanas y quería hacer planes respecto a su futuro juntos. 


Quería que Paula fuera con él, pero ahora ella estaba tan feliz con su trabajo que… ¿podía pedirle que lo dejara?


¡Qué demonios, Inglaterra también tenía naturaleza! Se desharía de los turistas y le prepararía un estudio en el ala Este de la mansión. En fin, estaba decidido a hacer lo que fuera necesario con tal de que ella estuviera con él.