viernes, 22 de junio de 2018
AT FIRST SIGHT: CAPITULO 18
—¡Pau! ¿Cómo es eso? —preguntó Jorge cuando la vio—. ¿Dónde están tus gafas?
Paula le contó lo de la operación.
—Bueno, que maravilla la técnica moderna. Estás preciosa. Y no sólo es lo de las gafas, sino el pelo y el maquillaje. Siempre he sabido que eras guapa, quizá ahora también lo creas tú. Impresionaste a Spencer en Sacramento, pero ya verás cuando te vea ahora.
Paula sonrió halagada, pero le dijo que había ido a promocionar sus diseños, no a sí misma.
Nueva York era otro mundo, pensó Paula mientras recorrían una de las autovías.
Un mundo más sucio, más feo y más agitado.
Recordaba haber leído que Nueva York estaba formado por cinco islas y…
—Spencer está impresionado con tus diseños —le dijo Jorge alzando la voz para hacerse oír por encima de los ruidos del tráfico—. Tiene muchos planes. Ha arreglado varias reuniones para cubrir todos los aspectos posibles del negocio mientras estés aquí.
—Estupendo.
Paula trató de sentir el mismo entusiasmo que había sentido cuando Jorge le llamó, pero sin conseguirlo. El ruido y el movimiento de aquella ciudad la habían sobrecogido.
—Primero voy a llevarte al hotel para que te arregles un poco —le estaba diciendo Jorge—; después, vamos a reunimos con Spencer en la oficina.
—Muy bien, tengo muchas ganas de verlo para enterarme de lo que quiere realmente —respondió Paula tratando de no hablar como la provinciana que se sentía.
—Después de la reunión con Spencer, iremos a almorzar con Sue Ellerby.
—De acuerdo.
Por fin entraron en la Avenida de las Américas, más ancha que la mayoría de las calles de Manhattan y con árboles. Jorge le pasó el coche al encargado del estacionamiento y guió a Paula al interior del hotel donde iba a hospedarse, explicándole que iba a ocupar una suite reservada para altos dignatarios.
—¿Altos dignatarios?
—Ya te he dicho que Spencer está impresionado contigo. Además, le entusiasma este nuevo proyecto, es completamente distinto a todo lo que ha hecho hasta ahora. Y tú eres la figura central. Así que deja de sorprenderte de que te trate así. ¡Es la oportunidad de tu vida, cielo! —Jorge sonrió y le dio un repentino abrazo—. ¿Es que aún no te has dado cuenta de lo que esto significa, Pau? No te preocupes, yo estaré contigo.
No, no sabía realmente lo que aquello significaba. Había esperado tener una corta entrevista con Spencer y luego ir a ver a Stella, a Joanne y al niño. Pero no consiguió ir a la casa de Jorge en Long Island. Pasó su estancia allí de reunión en reunión, todo negocios.
La impresión que Bruno Spencer le causó en Sacramento no fue nada comparado con lo que sintió al encontrarse con él en su ambiente.
Desde el momento que entró en el edificio de cristal, acero y mármol en el que se encontraba Spencer Enterprises, se vio rodeada de una atmósfera de riqueza y poder. En la discreta elegancia de sus oficinas en el último piso, la condujeron al despacho del presidente.
—¡Vaya, por fin! —exclamó Spencer mientras se levantaba de su sillón para saludarla—. Aquí está la dama que me hablaba de una pequeña tienda de modas mientras me ocultaba los verdaderos tesoros que tenía escondidos.
Encantado de volverte a ver, Paula.
—Hola —consiguió responder ella.
—Acabas de llegar justo a tiempo para la reunión.
En la sala de conferencias,Jorge, Spencer, su secretaria y dos ayudantes más se sentaron alrededor de una mesa; allí, Paula se enteró de lo mucho que habían trabajado preparando el terreno antes de su llegada. Consumieron taza tras taza de café entre interrupciones telefónicas de todas partes del mundo para hablar desde costes desde costes de producción a costes de publicidad. Paula se sentía perdida entre tanto conocimiento y sobrecogida por la magnitud del proyecto. Después, tuvo lugar el almuerzo en Waldorf. Hermosos candelabros de cristal y enormes jarrones de flores exóticas, y una alta y hermosa Sue Ellerby que sería la coordinadora del desfile de primavera. A excepción de la costurera que tendrían que contratar, Sue era la única persona, además de Paula y Spencer, a quien le estaba permitido ver los diseños.
—El secreto es imperativo —le dijo Sue a Paula—, hay demasiados competidores y demasiados espías en el mundo de la moda.
Fue ella quien sugirió que lo mejor era que Paula continuara trabajando en su casa.
—Ya he contratado el local para el desfile y estoy preparando una lista con los compradores a quienes quiero invitar. Y ahora veamos, nuestro mercado está dirigido a la mujer profesional de clase alta que…
Paula se sintió aturdida por la velocidad vertiginosa a la que se desarrollaban los acontecimientos. El sábado, cuando se reunió con el dibujante, tuvo la impresión de estar en una vorágine de planes y acontecimientos que no tenían nada que ver con ella.
—La cuestión es el nombre —le oyó decir a Spencer—. Tiene que atraer la atención. Veamos, ¿qué podría llamar la atención de nuestra mujer ejecutiva?
Siguieron las sugerencias. Paula, sentada, guardó silencio mientras murmuraban a su alrededor. Estaba ya tan intimidada que no se atrevía a abrir la boca, segura de que lo que dijera sería una equivocación. Oyó los nombres que propusieron: Career Fashions, Executive Classics, California Classics… Ligeramente mareada, se llevó la mano a la garganta y tocó el corazón de oro. El frío metal le hizo recordar las palabras de Pedro: «tu logo».
—Si va a ser mi línea de ropa, creo que debería llevar mi nombre —dijo Paula de repente.
El diseñador gráfico se quedó impresionado.
—Por supuesto —dijo él—. Sencillo y elegante. Spencer se mostró de acuerdo. Paula se enderezó en su asiento, sorprendida de que a todos les hubiera parecido bien. Pero luego pensó: «¿y por qué no?» ¡Es mi proyecto!
Súbitamente, sintió confianza en sí misma y se encontró charlando con naturalidad en la reunión.
El sábado por la noche. Spencer la llevó a un musical que acababan de estrenar. A Paula le encantó la música, el baile y la forma como el público vestía. Cuando salieron del teatro, le pareció que todo el mundo que había asistido a la obra querían un taxi. Esperó que la limusina con chófer que les había llevado allí fuese a recogerlos; sin embargo, Spencer la agarró del brazo y recorrieron unas manzanas hasta que llegaron a unos carruajes tirados por caballos. Spencer la hizo subirse a uno y luego le dio instrucciones al conductor.
A Paula le extrañó lo tranquilos que eran aquellos caballos neoyorquinos; al parecer, el tráfico no les inmutaba. Por fin, el carruaje se detuvo delante de un restaurante cerca del hotel y, después de una tranquila cena a la luz de las velas, Spencer la acompañó a su suite. ¿No vas a ofrecerme una última copa? —le preguntó él.
—Lo siento, pero no tengo ninguna bebida —contestó ella algo nerviosa.
—Sí, claro que sí.
Spencer le mostró un mueble en cuyo interior se escondía un frigorífico en el que había vino y licor junto a refrescos y una variedad de quesos y fiambres. Después, señaló otro mueble en el que había frutos secos, patatas fritas y galletas saladas.
—¿Qué te apetece? —le preguntó él.
—Nada, gracias.
—En ese caso, te prepararé algo que te gustará —insistió él sonriendo—. Algo suave, no demasiado fuerte.
Rápidamente, Spencer le preparó una bebida y se la ofreció.
—Pruébalo.
Paula bebió un sorbo. Era una bebida deliciosa, sabía a fruta tropical y a ron, ni demasiado fuerte ni demasiado dulce.
Paula asintió.
—Me gusta —dijo Paula asintiendo mientras lo veía servirse un whisky.
—Dime, Paula, ¿qué te parece tu proyecto?
—¡Mi proyecto! —exclamó ella—. Es más proyecto tuyo que mío. Jamás imaginé nada de esto, es… es… extraordinario.
De repente, volvió a sentirse intimidada y fuera de lugar.
—Yo… espero que salga bien añadió ella.
—Claro que saldrá bien —Spencer rió—. Todo lo que yo hago sale bien.
Paula sabía que era verdad. El poder de ese hombre, su prestigio y la confianza en sí mismo… no eran una fachada.
—¿Recuerdas que te dije que siempre consideraba todas las posibilidades posibles antes de embarcarme en un proyecto?
—Sí, lo recuerdo.
Paula se quedó mirando su vaso. Ella era el centro del proyecto, sus dibujos y sus diseños.
De repente, el estómago le dio un vuelco. Ya era agosto y el primer desfile sería en abril. Tenía ocho meses para crear… ¿cuántos trajes? ¿Podría conseguirlo?
—Yo… te agradezco esta oportunidad, espero no decepcionarte.
—No lo harás —dijo él con absoluta seguridad—, he visto tus dibujos. Y también sé que voy a disfrutar trabajando contigo, Paula.
—Eso espero —sonrió incómoda, algo en la forma como la miraba…
—Y espero que a ti también te guste trabajar conmigo —dijo él dejando su vaso encima de una mesa auxiliar.
—Sí, claro, naturalmente.
—Estamos haciendo las cosas con mucha rapidez porque el martes me voy a Europa, pero tú vendrás aquí con frecuencia y espero que la próxima vez que vengas tengamos más tiempo para divertirnos —Spencer le quitó el vaso de las manos y lo puso en la mesa—. Habrá más noches como ésta, noches para divertirnos.
Spencer se inclinó sobre ella y tomó un mechón de su cabello.
Bruscamente, Paula se puso en pie, tenía que dejar las cosas claras; sin embargo, no quería parecer desagradecida ni comportarse como una provinciana asustada.
—Ha sido una tarde encantadora, Bruno, y lo he pasado muy bien. Pero ya es un poco tarde y…
—Y tú no mezclas el trabajo con el placer —dijo él sonriendo—. Muy inteligente, Paula Chaves.
—Oh, no… No era eso… no creas que…
—Te encuentro muy atractiva, pero eso no tiene nada que ver con tu talento como diseñadora. En otras palabras, querida, nunca firmo mis contratos en un dormitorio.
—Oh —fue todo lo que Paula pudo decir, pero las mejillas le ardían.
—Tienes razón, es tarde —dijo él caminando hacia la puerta; después, la abrió y se volvió hacia ella—. Sin embargo, tengo que advertirte que no permito que los negocios me impidan gozar. Tengo la intención de verte con mucha frecuencia cuando vuelva.
—Sí, claro.
—Buenas noches, Paula.
Tras lanzar una queda carcajada, Spencer cerró la puerta tras sí.
AT FIRST SIGHT: CAPITULO 17
Jorge le dijo que debía ir lo antes posible porque Spencer se marchaba a Europa a la semana siguiente. El jueves era su día libre. Si no iba a trabajar el viernes a Groves y no iba el sábado a La Boutique, podría ir a Nueva York. Quedó con Jorge en que se marcharía el miércoles por la tarde y volvería el domingo por la noche.
El martes, durante la hora del almuerzo, encontró una gabardina gris de rebajas que era perfecta. Los zapatos grises no estaban de rebajas, pero no le costaron mucho porque los empleados de Groves tenían descuento. Si iba a hablar con Bruno Spencer respecto a lanzar una línea exclusiva de ropa, tenía que parecer una diseñadora de modas. Ahora se alegraba de que Laura la hubiera obligado a cortarse el cabello.
Cuando Jorge la llamó para decirle que el único vuelo a Nueva York el miércoles por la noche salía de San Francisco, Pedro se ofreció para llevarla al aeropuerto.
—Iremos con antelación y cenaremos juntos —añadió él—. Esto se merece que lo celebremos.
Alicia se alegraba de la suerte de su hija y le deseó suerte; sin embargo, por otra parte, no le gustaba que fuera a ausentarse.
—¿Qué voy a hacer si me dan los ataques de tos? —se quejó una vez más.
—Vamos, no te preocupes, el doctor Davison ha dicho que estás bien —le aseguró Paula—. Además, Daphne va a estar contigo todo el tiempo, es una suerte que esté de vacaciones de verano. Y ha prometido ayudar a preparar la partida de bridge el jueves. Y antes de que te des cuenta, estaré de vuelta.
Paula le dio instrucciones a Daphne y también una lista con los números de teléfono en caso de urgencia.
A Paula jamás se le habría ocurrido pensar que el trayecto al aeropuerto de San Francisco pudiera ser romántico; sin embargo, eso era exactamente lo que le pareció. Ignoró el tráfico y sólo era consciente del atractivo hombre que estaba sentado a su lado en el coche, un hombre dinámico que se había convertido en una persona muy especial para ella. El día también era especial, pensó mientras se relajaba bajo el sol y el calor de las colinas de California.
Contempló los barcos de la bahía de San Francisco y se quedó estupefacta al ver la puesta de sol más hermosa que había visto nunca tras las barras plateadas del puente Bay.
Cuando Pedro paró el coche en el estacionamiento del aeropuerto, se sacó algo del bolsillo y se volvió hacia ella.
—Toma, por una ocasión tan especial —le dijo Pedro al darle una caja de joyería.
—¡Oh, Pedro! —Paula se quedó casi sin respiración al ver el corazón de oro que colgaba de una cadena—. Es precioso.
Paula parpadeó para contener las lágrimas.
Acarició su nombre grabado en el centro del corazón.
—¿Te gusta el logo? —le preguntó Pedro.
—¿El logo?
—Tu nombre, el nombre de la línea de ropa que vas a lanzar.
—Sí. Claro que sí. Has sido tú quien ha hecho que esto sea posible.
Durante la cena en el restaurante del aeropuerto, el entusiasmo de Paula no se apagó. Completamente ignorante del transcurso del tiempo, se sorprendió al oírle decir:
—Tu vuelo va a salir ya, será mejor que nos vayamos de aquí.
Lo vio llamar a la camarera para darle la tarjeta para pagar.
Paula bebió un sorbo más de vino mientras esperaban.
La camarera regresó por fin y le susurró algo a Pedro que le dejó evidentemente sorprendido.
—No lo comprendo —dijo él sin molestarse en bajar la voz—. Debe tratarse de un error, inténtelo de nuevo.
—Lo he intentado tres veces, señor, y las tres veces ha sido inútil, la máquina ha rechazado la tarjeta. Lo siento, quizás… —la camarera titubeó—. Quizás haya sobrepasado el límite.
—¿El límite? Pedro la miró como si no comprendiera una palabra de lo que decía—. Oiga, estoy seguro de que se trata de un error. ¿Podría llamar…?
—Imposible, señor, lo siento.
—Está bien, yo mismo llamaré mañana y se van a enterar —Pedro parecía más irritado que avergonzado mientras Paula, nerviosa, jugueteó con el tenedor—. Esto es ridículo. En fin, pagaré con un cheque.
Paula sufrió al observar la frustración de Pedro cuando la camarera le explicó que no aceptaban cheques sin la garantía de una tarjeta de crédito.
—Lo peor es que uno no puede solucionar esto hablando con un maldito ordenador
Murmuró Pedro mientras se metía la mano en el bolsillo para sacar el dinero que tenía.
Treinta dólares.
—Oh, Pedro, deja que pague yo —le dijo Paula metiendo la mano en el bolso nuevo que se había comprado—. Además, es hora de que te invite yo.
Paula le dio el dinero de la cena, cincuenta y cinco dólares.
—Gracias, encanto, no me apetece fregar platos. Pero sólo necesito veinticinco, tengo treinta.
—No voy a permitir que vuelvas a Sacramento sin un céntimo en el bolsillo —declaró Paula e insistió en pagar toda la cuenta.
Paula mantuvo la sonrisa en su rostro mientras iban del restaurante hasta la puerta treinta y uno. Quería ahorrarle la vergüenza a Pedro, aunque no parecía avergonzado. ¿Sería que estaba acostumbrado a esas situaciones? La gente que vivía al día…
—Ese tipo con el que vas a reunirte en Nueva York, ¿es… muy amigo tuyo?
—¿Jorge? Sí, muy amigo.
—Ya.
Paula notó la tensión de los músculos de su rostro. Se había equivocado, Pedro se sentía humillado por lo de la tarjeta y estaba tratando de disimularlo. Paula comenzó a hablar rápidamente, quería tranquilizarlo.
—Tengo muchas ganas de volverle a ver. Claro que lo he visto de vez en cuando, pero hace mucho que no veo a Stella. Stella es su madre, es la que me enseñó a coser. Y también quiero conocer al bebé.
—¿Bebé?
—Jorge y Joanne han tenido un niño, tiene seis meses ya.
—Ah, ya. Jorge está casado, ¿eh? Me alegro de que sea buen amigo tuyo, velará por tus intereses.
Pedro sonreía ahora, su humor parecía haber mejorado considerablemente. Cuando llegaron a la puerta de embarque, le dio un beso a Paula.
—Diviértete. Y vuelve pronto conmigo.
«Vuelve pronto conmigo». Aquellas palabras aún le resonaban en el cerebro cuando se sentó en el avión. Estaba muy deprimida. ¿Por el incidente con la tarjeta de crédito?
No, porque se había dado cuenta de que sus sospechas eran fundadas.
Todo era una fachada. Pedro Alfonso, que parecía fuerte, independiente y responsable era, en el fondo, una persona dependiente e irresponsable. Como su padre. Durante unos momentos, recordó los meses tras el fallecimiento de Pablo, el momento cuando se enteró de que estaban en la ruina. En aquel entonces, se sintió perdida y sin apoyo.
Así era como se sentía ahora, como si le hubieran robado algo maravilloso.
Pedro había hecho posible la operación porque sabía lo que eso significaba para ella. Había insistido para que le enviara a Spencer los dibujos, abriéndole una maravillosa oportunidad, un mundo nuevo.
Un sentimiento de tierna compasión se apoderó de ella. ¿Hacía Pedro lo que quería? ¿Era feliz?
Si pudiera compaginar su filosofía con un poco de sentido práctico, pensar más en él en vez de preocuparse tanto a los demás.
Era tan generoso…
Como su padre, que lo había dado todo.
«Pedro Alfonso, podría amarte. Y había empezado a creer que tú también lo amabas».
Eso, también, era una fachada.
No, jamás le entregaría su corazón a un hombre como Pedro.
AT FIRST SIGHT: CAPITULO 16
—Tengo que volver a los Estados Unidos otros dos meses —le había dicho a su socio cuando el editor le pidió una revisión del escrito—. Allí no me distraerá nadie.
De vuelta a la paz y la tranquilidad de la casa para huéspedes de su hermana. De vuelta a Paula. Quería llegar a comprender sus sentimientos por ella.
Paula estaba sentada en los escalones del porche esperándolo con la raqueta en la mano.
Cuando detuvo el coche delante de la casa, ella se puso en pie inmediatamente y corrió hacia él con una expresión vital en su rostro.
—Hola, Paula.
Pedro hizo un esfuerzo por mantener la voz neutral.
—¿Uno de tus diseños? —le preguntó a Paula fijándose en su atuendo para jugar al tenis.
—Sí —respondió ella con una sonrisa tímida—. Tenía pensado llevarlo a la tienda de Laura el sábado, pero al llamarme…
—Quédatelo, te sienta muy bien.
Por extraño que pareciese, Pedro echó de menos las gafas de Paula con sus gruesas lentes.
Paula aferró la raqueta con la mano durante el trayecto al club.
«Sólo amigos. Esto sólo es un partido de tenis amistoso, nada más». A Paula le resultó imposible entablar una conversación ligera.
Quizá, si mencionase el tiempo…
—Ha hecho mucho calor en lo que va de verano —estupendo, le había salido la voz normal.
—En Londres hacía un tiempo muy agradable, aunque ha llovido mucho —comentó Pedro.
Londres. Así que era allí donde había estado.
¿Por qué? ¿Cuánto tiempo se quedaría en los Estados Unidos esta vez? Pero se negó a preguntar.
Sin embargo, Pedro sí le hizo preguntas sobre su trabajo, sobre Alicia y, por supuesto, sobre las operaciones. Cuando Paula le dijo que ahora se sentía libre, Pedro sonrió y preguntó:
—¿Como si fueses descalza?
Pedro lo sabía, la comprendía. Hasta cierto punto, la camaradería entre ellos volvió, una camaradería que se rompió en el momento en que entraron en el club deportivo y la gente se les acercó… No, se le acercó a él.
Paula se apartó. La sensación de libertad no había conseguido aplacar su innata timidez. Se negó a competir con mujeres que le parecían más atractivas e interesantes que ella.
Sin embargo, esta vez, Paula también atrajo cierta atención. Hubo un joven llamado Ramiro que insistió en invitarla a café y se puso a charlar con ella hasta que uno de sus compañeros de golf fue a decirle que había llegado la hora de tomar el té. También hubo mujeres que le preguntaron dónde había comprado el traje de tenis.
Cuando Paula les contestó que lo había confeccionado ella misma, causó aún más sensación.
—¿Podrías hacerme uno? ¿En azul?
—Lo siento —contestó Paula—, pero no tengo tiempo.
Hacía mucho tiempo se había jurado a sí misma no ser lo que Stella había sido, una modista para varias clientes, mujeres seguras de saber lo que querían hasta que se probaban el producto acabado y con el que nunca se encontraban bien. Pobre Stella.
—No, lo siento, no puedo —continuó diciendo mientras volvía la cabeza para buscar a Pedro con la mirada.
Por fin lo vio, y el corazón le dio un vuelco.
Estaba sentado en otra mesa a solas con una mujer. La mujer era rubia, hermosa y llevaba uno de esos bañadores franceses que enseñaban más de lo que tapaban. Pedro estaba inclinado sobre ella y la mujer le sonreía con coquetería.
En esta ocasión, Paula sintió algo más que envidia, sintió algo primitivo y profundo. Se le encendieron las mejillas y el pulso le latió sin control. Le dieron ganas de acercarse a la mesa y pegar a la rubia.
¡Estaba terriblemente disgustada consigo misma!
«Somos amigos, sólo somos amigos», se repitió a sí misma en silencio.
A Pedro le sorprendió aquella mujer cuando se le aproximó y le dijo: —Doctor Alfonso.
Se llamaba Crystal, pero ¿cuál era su apellido? ¿Cómo sabía quién era él?
—En mi profesión, hay que saber estas cosas —le aseguró ella—. Trabajo en relaciones públicas. Pero no se preocupe, no voy a revelar su identidad; es decir, no hasta que lo lance.
—¿Hasta que me lance?
—Sí, a usted y a su maravilloso libro. ¿No quiere ser rico y famoso? —preguntó coquetamente.
—No.
—¿No quiere que la gente compre su libro?
—Quiero que lo lean.
—Bueno, pues si quiere que lean su libro, tendrá que salir del anonimato —dijo ella.
—Mis editores…
—He trabajado con ellos en algunas ocasiones. Si usted está de acuerdo, me harán un contrato para promocionar su libro. ¿No le ha llamado su editor?
Pedro negó con la cabeza, estaba ligeramente molesto.
—Lo más seguro es que se ponga en contacto con usted mañana.
—¿Cómo sabía que estaría en el club? —preguntó Pedro sospechoso.
—Porque he llamado a su casa y he hablado con su hermana —respondió ella—. No se preocupe, todo está bien. La verdad es que este contrato me vendría muy bien porque vivo en Sacramento e incluso soy socia de este club, así que podremos trabajar juntos sin problemas.
La mujer le tocó la mano y sonrió con expresión de admiración antes de añadir:
—Su libro es maravilloso y, dado el interés que la gente muestra en estos tiempos por mejorarse a sí misma, creo que será todo un éxito… con mi ayuda.
Crystal comenzó a hablar de entrevistas por televisión y radio, de sesiones de firma de autógrafos y de apariciones en público. Pedro se sintió algo confuso, su intención había sido escribir un libro y volver a su trabajo. Empezó a explicarle a esa mujer que no tenía tiempo para todo eso, pero ella lo interrumpió.
—Deme sólo un mes —le dijo Crystal inclinándose sobre él y acariciándole el brazo con gesto seductor—. Le sorprenderá ver lo que yo consigo en poco tiempo: sobre todo, si nos organizamos bien. Pero, por supuesto, necesitaré su consentimiento y su cooperación. Ahora veamos, la fecha en que se va a publicar…
Pedro no le hizo ninguna promesa. En realidad, la escuchaba sólo a medias, pensaba en otra cosa.
Pensaba en Paula. Consumido por una repentina ternura, la buscó con los ojos. Paula estaba hablando con un grupo de gente y, en su opinión, a propósito, evitaba mirarle.
—Lo pensaré —le dijo a la señora Crystal Moráis después de tomar la tarjeta que ella le había ofrecido.
Le dijo que sí, que podía llamarlo para arreglar otra entrevista. Se despidió de ella y se fue junto a Paula.
No jugó tan bien como de costumbre, estaba demasiado ocupado mirando a Paula.
Realizaron el trayecto a casa de Paula en amistoso silencio, agarrados de la mano. La acompañó hasta el interior de la casa, agradeciendo el frescor de su interior después del calor y el sol.
Pedro dejó su raqueta encima de una mesa y luego, con ternura, la abrazó y le rozó los labios con los suyos. La respuesta de ella, derritiéndose en sus brazos, le hizo sentir algo muy profundo, algo que nunca había sentido. La estrechó contra sí devorándola a besos, intoxicado con su dulzura.
—Paula, ¿eres tú, querida? —la voz procedía del piso superior.
—Sí, Alicia.
—¡Estupendo! Me había parecido oírte. Oye, Jorge está al teléfono.
«¡Maldito Jorge!»
—Paula, ha llamado para hablar contigo, parece algo urgente.
—Está bien —murmuró Paula apartándose de Pedro—. Voy al teléfono de la cocina.
¡Maldita mujer! Pensó Pedro paseándose por el vestíbulo. ¡Y malditos teléfonos! De repente, imaginó a Paula en Inglaterra, en su casa, en su dormitorio.
Pedro estaba en el cuarto de estar cuando Paula volvió, su rostro mostraba entusiasmo, un entusiasmo que no tenía nada que ver con él.
—Le gustan. ¡Le gustan! —gritó Paula
—¿A quién? ¿De qué estaba hablando?
—Los diseños del portafolios. Fuiste tú quien me dijo que se los mandase al señor Spencer. ¡Jorge dice que le han encantado!
—Ah.
—Y le ha gustado la idea de lanzarlos como una línea exclusiva de ropas. Me va a enviar un billete de avión para ir a Nueva York a hablar de ello y para hacerme un contrato. El que ha llamado era jorge, él lo está arreglando todo. ¿Puedes creerlo? ¡La diseñadora de modas Paula Chaves! Dios mío, tengo muchas ideas más y muchos más dibujos ahí arriba. Será mejor que los empaquete y me los lleve a Nueva York.
Paula se interrumpió un momento y le miró fijamente a los ojos.
—Has sido tú quien ha hecho esto posible. Me dijiste que hablase con él y le enviase los dibujos. ¡Gracias, gracias, Pedro!
Impulsivamente, le dio un abrazo. Un abrazo que no tenía nada que ver con la pasión o el amor.
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