viernes, 22 de junio de 2018

AT FIRST SIGHT: CAPITULO 17




Jorge le dijo que debía ir lo antes posible porque Spencer se marchaba a Europa a la semana siguiente. El jueves era su día libre. Si no iba a trabajar el viernes a Groves y no iba el sábado a La Boutique, podría ir a Nueva York. Quedó con Jorge en que se marcharía el miércoles por la tarde y volvería el domingo por la noche.


El martes, durante la hora del almuerzo, encontró una gabardina gris de rebajas que era perfecta. Los zapatos grises no estaban de rebajas, pero no le costaron mucho porque los empleados de Groves tenían descuento. Si iba a hablar con Bruno Spencer respecto a lanzar una línea exclusiva de ropa, tenía que parecer una diseñadora de modas. Ahora se alegraba de que Laura la hubiera obligado a cortarse el cabello.


Cuando Jorge la llamó para decirle que el único vuelo a Nueva York el miércoles por la noche salía de San Francisco, Pedro se ofreció para llevarla al aeropuerto.


—Iremos con antelación y cenaremos juntos —añadió él—. Esto se merece que lo celebremos.


Alicia se alegraba de la suerte de su hija y le deseó suerte; sin embargo, por otra parte, no le gustaba que fuera a ausentarse.


—¿Qué voy a hacer si me dan los ataques de tos? —se quejó una vez más.


—Vamos, no te preocupes, el doctor Davison ha dicho que estás bien —le aseguró Paula—. Además, Daphne va a estar contigo todo el tiempo, es una suerte que esté de vacaciones de verano. Y ha prometido ayudar a preparar la partida de bridge el jueves. Y antes de que te des cuenta, estaré de vuelta.


Paula le dio instrucciones a Daphne y también una lista con los números de teléfono en caso de urgencia.


A Paula jamás se le habría ocurrido pensar que el trayecto al aeropuerto de San Francisco pudiera ser romántico; sin embargo, eso era exactamente lo que le pareció. Ignoró el tráfico y sólo era consciente del atractivo hombre que estaba sentado a su lado en el coche, un hombre dinámico que se había convertido en una persona muy especial para ella. El día también era especial, pensó mientras se relajaba bajo el sol y el calor de las colinas de California.


Contempló los barcos de la bahía de San Francisco y se quedó estupefacta al ver la puesta de sol más hermosa que había visto nunca tras las barras plateadas del puente Bay.


Cuando Pedro paró el coche en el estacionamiento del aeropuerto, se sacó algo del bolsillo y se volvió hacia ella.


—Toma, por una ocasión tan especial —le dijo Pedro al darle una caja de joyería.


—¡Oh, Pedro! —Paula se quedó casi sin respiración al ver el corazón de oro que colgaba de una cadena—. Es precioso.


Paula parpadeó para contener las lágrimas.


Acarició su nombre grabado en el centro del corazón.


—¿Te gusta el logo? —le preguntó Pedro.


—¿El logo?


—Tu nombre, el nombre de la línea de ropa que vas a lanzar.


—Sí. Claro que sí. Has sido tú quien ha hecho que esto sea posible.


Durante la cena en el restaurante del aeropuerto, el entusiasmo de Paula no se apagó. Completamente ignorante del transcurso del tiempo, se sorprendió al oírle decir:
—Tu vuelo va a salir ya, será mejor que nos vayamos de aquí.


Lo vio llamar a la camarera para darle la tarjeta para pagar.


Paula bebió un sorbo más de vino mientras esperaban.


La camarera regresó por fin y le susurró algo a Pedro que le dejó evidentemente sorprendido.


—No lo comprendo —dijo él sin molestarse en bajar la voz—. Debe tratarse de un error, inténtelo de nuevo.


—Lo he intentado tres veces, señor, y las tres veces ha sido inútil, la máquina ha rechazado la tarjeta. Lo siento, quizás… —la camarera titubeó—. Quizás haya sobrepasado el límite.


—¿El límite? Pedro la miró como si no comprendiera una palabra de lo que decía—. Oiga, estoy seguro de que se trata de un error. ¿Podría llamar…?


—Imposible, señor, lo siento.


—Está bien, yo mismo llamaré mañana y se van a enterar —Pedro parecía más irritado que avergonzado mientras Paula, nerviosa, jugueteó con el tenedor—. Esto es ridículo. En fin, pagaré con un cheque.


Paula sufrió al observar la frustración de Pedro cuando la camarera le explicó que no aceptaban cheques sin la garantía de una tarjeta de crédito.


—Lo peor es que uno no puede solucionar esto hablando con un maldito ordenador 


Murmuró Pedro mientras se metía la mano en el bolsillo para sacar el dinero que tenía.


Treinta dólares.


—Oh, Pedro, deja que pague yo —le dijo Paula metiendo la mano en el bolso nuevo que se había comprado—. Además, es hora de que te invite yo. 


Paula le dio el dinero de la cena, cincuenta y cinco dólares.


—Gracias, encanto, no me apetece fregar platos. Pero sólo necesito veinticinco, tengo treinta.


—No voy a permitir que vuelvas a Sacramento sin un céntimo en el bolsillo —declaró Paula e insistió en pagar toda la cuenta.


Paula mantuvo la sonrisa en su rostro mientras iban del restaurante hasta la puerta treinta y uno. Quería ahorrarle la vergüenza a Pedro, aunque no parecía avergonzado. ¿Sería que estaba acostumbrado a esas situaciones? La gente que vivía al día…


—Ese tipo con el que vas a reunirte en Nueva York, ¿es… muy amigo tuyo?


—¿Jorge? Sí, muy amigo.


—Ya.


Paula notó la tensión de los músculos de su rostro. Se había equivocado, Pedro se sentía humillado por lo de la tarjeta y estaba tratando de disimularlo. Paula comenzó a hablar rápidamente, quería tranquilizarlo.


—Tengo muchas ganas de volverle a ver. Claro que lo he visto de vez en cuando, pero hace mucho que no veo a Stella. Stella es su madre, es la que me enseñó a coser. Y también quiero conocer al bebé.


—¿Bebé?


—Jorge y Joanne han tenido un niño, tiene seis meses ya.


—Ah, ya. Jorge está casado, ¿eh? Me alegro de que sea buen amigo tuyo, velará por tus intereses.


Pedro sonreía ahora, su humor parecía haber mejorado considerablemente. Cuando llegaron a la puerta de embarque, le dio un beso a Paula.


—Diviértete. Y vuelve pronto conmigo.


«Vuelve pronto conmigo». Aquellas palabras aún le resonaban en el cerebro cuando se sentó en el avión. Estaba muy deprimida. ¿Por el incidente con la tarjeta de crédito?


No, porque se había dado cuenta de que sus sospechas eran fundadas.


Todo era una fachada. Pedro Alfonso, que parecía fuerte, independiente y responsable era, en el fondo, una persona dependiente e irresponsable. Como su padre. Durante unos momentos, recordó los meses tras el fallecimiento de Pablo, el momento cuando se enteró de que estaban en la ruina. En aquel entonces, se sintió perdida y sin apoyo.


Así era como se sentía ahora, como si le hubieran robado algo maravilloso.


Pedro había hecho posible la operación porque sabía lo que eso significaba para ella. Había insistido para que le enviara a Spencer los dibujos, abriéndole una maravillosa oportunidad, un mundo nuevo.


Un sentimiento de tierna compasión se apoderó de ella. ¿Hacía Pedro lo que quería? ¿Era feliz? 


Si pudiera compaginar su filosofía con un poco de sentido práctico, pensar más en él en vez de preocuparse tanto a los demás.


Era tan generoso…


Como su padre, que lo había dado todo.


«Pedro Alfonso, podría amarte. Y había empezado a creer que tú también lo amabas».


Eso, también, era una fachada.


No, jamás le entregaría su corazón a un hombre como Pedro.



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