viernes, 22 de junio de 2018

AT FIRST SIGHT: CAPITULO 16



—Tengo que volver a los Estados Unidos otros dos meses —le había dicho a su socio cuando el editor le pidió una revisión del escrito—. Allí no me distraerá nadie.


De vuelta a la paz y la tranquilidad de la casa para huéspedes de su hermana. De vuelta a Paula. Quería llegar a comprender sus sentimientos por ella.


Paula estaba sentada en los escalones del porche esperándolo con la raqueta en la mano. 


Cuando detuvo el coche delante de la casa, ella se puso en pie inmediatamente y corrió hacia él con una expresión vital en su rostro.


—Hola, Paula.


Pedro hizo un esfuerzo por mantener la voz neutral.


—¿Uno de tus diseños? —le preguntó a Paula fijándose en su atuendo para jugar al tenis.


—Sí —respondió ella con una sonrisa tímida—. Tenía pensado llevarlo a la tienda de Laura el sábado, pero al llamarme…


—Quédatelo, te sienta muy bien.


Por extraño que pareciese, Pedro echó de menos las gafas de Paula con sus gruesas lentes.


Paula aferró la raqueta con la mano durante el trayecto al club.


«Sólo amigos. Esto sólo es un partido de tenis amistoso, nada más». A Paula le resultó imposible entablar una conversación ligera. 


Quizá, si mencionase el tiempo…


—Ha hecho mucho calor en lo que va de verano —estupendo, le había salido la voz normal.


—En Londres hacía un tiempo muy agradable, aunque ha llovido mucho —comentó Pedro.


Londres. Así que era allí donde había estado. 


¿Por qué? ¿Cuánto tiempo se quedaría en los Estados Unidos esta vez? Pero se negó a preguntar.


Sin embargo, Pedro sí le hizo preguntas sobre su trabajo, sobre Alicia y, por supuesto, sobre las operaciones. Cuando Paula le dijo que ahora se sentía libre, Pedro sonrió y preguntó:
—¿Como si fueses descalza?


Pedro lo sabía, la comprendía. Hasta cierto punto, la camaradería entre ellos volvió, una camaradería que se rompió en el momento en que entraron en el club deportivo y la gente se les acercó… No, se le acercó a él.


Paula se apartó. La sensación de libertad no había conseguido aplacar su innata timidez. Se negó a competir con mujeres que le parecían más atractivas e interesantes que ella.


Sin embargo, esta vez, Paula también atrajo cierta atención. Hubo un joven llamado Ramiro que insistió en invitarla a café y se puso a charlar con ella hasta que uno de sus compañeros de golf fue a decirle que había llegado la hora de tomar el té. También hubo mujeres que le preguntaron dónde había comprado el traje de tenis.


Cuando Paula les contestó que lo había confeccionado ella misma, causó aún más sensación.


—¿Podrías hacerme uno? ¿En azul?


—Lo siento —contestó Paula—, pero no tengo tiempo.


Hacía mucho tiempo se había jurado a sí misma no ser lo que Stella había sido, una modista para varias clientes, mujeres seguras de saber lo que querían hasta que se probaban el producto acabado y con el que nunca se encontraban bien. Pobre Stella.


—No, lo siento, no puedo —continuó diciendo mientras volvía la cabeza para buscar a Pedro con la mirada.


Por fin lo vio, y el corazón le dio un vuelco. 


Estaba sentado en otra mesa a solas con una mujer. La mujer era rubia, hermosa y llevaba uno de esos bañadores franceses que enseñaban más de lo que tapaban. Pedro estaba inclinado sobre ella y la mujer le sonreía con coquetería.


En esta ocasión, Paula sintió algo más que envidia, sintió algo primitivo y profundo. Se le encendieron las mejillas y el pulso le latió sin control. Le dieron ganas de acercarse a la mesa y pegar a la rubia.


¡Estaba terriblemente disgustada consigo misma!


«Somos amigos, sólo somos amigos», se repitió a sí misma en silencio.


Pedro le sorprendió aquella mujer cuando se le aproximó y le dijo: —Doctor Alfonso.


Se llamaba Crystal, pero ¿cuál era su apellido? ¿Cómo sabía quién era él?


—En mi profesión, hay que saber estas cosas —le aseguró ella—. Trabajo en relaciones públicas. Pero no se preocupe, no voy a revelar su identidad; es decir, no hasta que lo lance.


—¿Hasta que me lance?


—Sí, a usted y a su maravilloso libro. ¿No quiere ser rico y famoso? —preguntó coquetamente.


—No.


—¿No quiere que la gente compre su libro?


—Quiero que lo lean.


—Bueno, pues si quiere que lean su libro, tendrá que salir del anonimato —dijo ella.


—Mis editores…


—He trabajado con ellos en algunas ocasiones. Si usted está de acuerdo, me harán un contrato para promocionar su libro. ¿No le ha llamado su editor?


Pedro negó con la cabeza, estaba ligeramente molesto.


—Lo más seguro es que se ponga en contacto con usted mañana.


—¿Cómo sabía que estaría en el club? —preguntó Pedro sospechoso.


—Porque he llamado a su casa y he hablado con su hermana —respondió ella—. No se preocupe, todo está bien. La verdad es que este contrato me vendría muy bien porque vivo en Sacramento e incluso soy socia de este club, así que podremos trabajar juntos sin problemas.


La mujer le tocó la mano y sonrió con expresión de admiración antes de añadir:
—Su libro es maravilloso y, dado el interés que la gente muestra en estos tiempos por mejorarse a sí misma, creo que será todo un éxito… con mi ayuda.


Crystal comenzó a hablar de entrevistas por televisión y radio, de sesiones de firma de autógrafos y de apariciones en público. Pedro se sintió algo confuso, su intención había sido escribir un libro y volver a su trabajo. Empezó a explicarle a esa mujer que no tenía tiempo para todo eso, pero ella lo interrumpió.


—Deme sólo un mes —le dijo Crystal inclinándose sobre él y acariciándole el brazo con gesto seductor—. Le sorprenderá ver lo que yo consigo en poco tiempo: sobre todo, si nos organizamos bien. Pero, por supuesto, necesitaré su consentimiento y su cooperación. Ahora veamos, la fecha en que se va a publicar…


Pedro no le hizo ninguna promesa. En realidad, la escuchaba sólo a medias, pensaba en otra cosa.


Pensaba en Paula. Consumido por una repentina ternura, la buscó con los ojos. Paula estaba hablando con un grupo de gente y, en su opinión, a propósito, evitaba mirarle.


—Lo pensaré —le dijo a la señora Crystal Moráis después de tomar la tarjeta que ella le había ofrecido.


Le dijo que sí, que podía llamarlo para arreglar otra entrevista. Se despidió de ella y se fue junto a Paula.


No jugó tan bien como de costumbre, estaba demasiado ocupado mirando a Paula.


Realizaron el trayecto a casa de Paula en amistoso silencio, agarrados de la mano. La acompañó hasta el interior de la casa, agradeciendo el frescor de su interior después del calor y el sol.


Pedro dejó su raqueta encima de una mesa y luego, con ternura, la abrazó y le rozó los labios con los suyos. La respuesta de ella, derritiéndose en sus brazos, le hizo sentir algo muy profundo, algo que nunca había sentido. La estrechó contra sí devorándola a besos, intoxicado con su dulzura.


—Paula, ¿eres tú, querida? —la voz procedía del piso superior.


—Sí, Alicia.


—¡Estupendo! Me había parecido oírte. Oye, Jorge está al teléfono.


«¡Maldito Jorge!»


—Paula, ha llamado para hablar contigo, parece algo urgente.


—Está bien —murmuró Paula apartándose de Pedro—. Voy al teléfono de la cocina.


¡Maldita mujer! Pensó Pedro paseándose por el vestíbulo. ¡Y malditos teléfonos! De repente, imaginó a Paula en Inglaterra, en su casa, en su dormitorio.


Pedro estaba en el cuarto de estar cuando Paula volvió, su rostro mostraba entusiasmo, un entusiasmo que no tenía nada que ver con él.


—Le gustan. ¡Le gustan! —gritó Paula


—¿A quién? ¿De qué estaba hablando?


—Los diseños del portafolios. Fuiste tú quien me dijo que se los mandase al señor Spencer. ¡Jorge dice que le han encantado!


—Ah.


—Y le ha gustado la idea de lanzarlos como una línea exclusiva de ropas. Me va a enviar un billete de avión para ir a Nueva York a hablar de ello y para hacerme un contrato. El que ha llamado era jorge, él lo está arreglando todo. ¿Puedes creerlo? ¡La diseñadora de modas Paula Chaves! Dios mío, tengo muchas ideas más y muchos más dibujos ahí arriba. Será mejor que los empaquete y me los lleve a Nueva York.


Paula se interrumpió un momento y le miró fijamente a los ojos.


—Has sido tú quien ha hecho esto posible. Me dijiste que hablase con él y le enviase los dibujos. ¡Gracias, gracias, Pedro!


Impulsivamente, le dio un abrazo. Un abrazo que no tenía nada que ver con la pasión o el amor.


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