viernes, 22 de junio de 2018

AT FIRST SIGHT: CAPITULO 16



—Tengo que volver a los Estados Unidos otros dos meses —le había dicho a su socio cuando el editor le pidió una revisión del escrito—. Allí no me distraerá nadie.


De vuelta a la paz y la tranquilidad de la casa para huéspedes de su hermana. De vuelta a Paula. Quería llegar a comprender sus sentimientos por ella.


Paula estaba sentada en los escalones del porche esperándolo con la raqueta en la mano. 


Cuando detuvo el coche delante de la casa, ella se puso en pie inmediatamente y corrió hacia él con una expresión vital en su rostro.


—Hola, Paula.


Pedro hizo un esfuerzo por mantener la voz neutral.


—¿Uno de tus diseños? —le preguntó a Paula fijándose en su atuendo para jugar al tenis.


—Sí —respondió ella con una sonrisa tímida—. Tenía pensado llevarlo a la tienda de Laura el sábado, pero al llamarme…


—Quédatelo, te sienta muy bien.


Por extraño que pareciese, Pedro echó de menos las gafas de Paula con sus gruesas lentes.


Paula aferró la raqueta con la mano durante el trayecto al club.


«Sólo amigos. Esto sólo es un partido de tenis amistoso, nada más». A Paula le resultó imposible entablar una conversación ligera. 


Quizá, si mencionase el tiempo…


—Ha hecho mucho calor en lo que va de verano —estupendo, le había salido la voz normal.


—En Londres hacía un tiempo muy agradable, aunque ha llovido mucho —comentó Pedro.


Londres. Así que era allí donde había estado. 


¿Por qué? ¿Cuánto tiempo se quedaría en los Estados Unidos esta vez? Pero se negó a preguntar.


Sin embargo, Pedro sí le hizo preguntas sobre su trabajo, sobre Alicia y, por supuesto, sobre las operaciones. Cuando Paula le dijo que ahora se sentía libre, Pedro sonrió y preguntó:
—¿Como si fueses descalza?


Pedro lo sabía, la comprendía. Hasta cierto punto, la camaradería entre ellos volvió, una camaradería que se rompió en el momento en que entraron en el club deportivo y la gente se les acercó… No, se le acercó a él.


Paula se apartó. La sensación de libertad no había conseguido aplacar su innata timidez. Se negó a competir con mujeres que le parecían más atractivas e interesantes que ella.


Sin embargo, esta vez, Paula también atrajo cierta atención. Hubo un joven llamado Ramiro que insistió en invitarla a café y se puso a charlar con ella hasta que uno de sus compañeros de golf fue a decirle que había llegado la hora de tomar el té. También hubo mujeres que le preguntaron dónde había comprado el traje de tenis.


Cuando Paula les contestó que lo había confeccionado ella misma, causó aún más sensación.


—¿Podrías hacerme uno? ¿En azul?


—Lo siento —contestó Paula—, pero no tengo tiempo.


Hacía mucho tiempo se había jurado a sí misma no ser lo que Stella había sido, una modista para varias clientes, mujeres seguras de saber lo que querían hasta que se probaban el producto acabado y con el que nunca se encontraban bien. Pobre Stella.


—No, lo siento, no puedo —continuó diciendo mientras volvía la cabeza para buscar a Pedro con la mirada.


Por fin lo vio, y el corazón le dio un vuelco. 


Estaba sentado en otra mesa a solas con una mujer. La mujer era rubia, hermosa y llevaba uno de esos bañadores franceses que enseñaban más de lo que tapaban. Pedro estaba inclinado sobre ella y la mujer le sonreía con coquetería.


En esta ocasión, Paula sintió algo más que envidia, sintió algo primitivo y profundo. Se le encendieron las mejillas y el pulso le latió sin control. Le dieron ganas de acercarse a la mesa y pegar a la rubia.


¡Estaba terriblemente disgustada consigo misma!


«Somos amigos, sólo somos amigos», se repitió a sí misma en silencio.


Pedro le sorprendió aquella mujer cuando se le aproximó y le dijo: —Doctor Alfonso.


Se llamaba Crystal, pero ¿cuál era su apellido? ¿Cómo sabía quién era él?


—En mi profesión, hay que saber estas cosas —le aseguró ella—. Trabajo en relaciones públicas. Pero no se preocupe, no voy a revelar su identidad; es decir, no hasta que lo lance.


—¿Hasta que me lance?


—Sí, a usted y a su maravilloso libro. ¿No quiere ser rico y famoso? —preguntó coquetamente.


—No.


—¿No quiere que la gente compre su libro?


—Quiero que lo lean.


—Bueno, pues si quiere que lean su libro, tendrá que salir del anonimato —dijo ella.


—Mis editores…


—He trabajado con ellos en algunas ocasiones. Si usted está de acuerdo, me harán un contrato para promocionar su libro. ¿No le ha llamado su editor?


Pedro negó con la cabeza, estaba ligeramente molesto.


—Lo más seguro es que se ponga en contacto con usted mañana.


—¿Cómo sabía que estaría en el club? —preguntó Pedro sospechoso.


—Porque he llamado a su casa y he hablado con su hermana —respondió ella—. No se preocupe, todo está bien. La verdad es que este contrato me vendría muy bien porque vivo en Sacramento e incluso soy socia de este club, así que podremos trabajar juntos sin problemas.


La mujer le tocó la mano y sonrió con expresión de admiración antes de añadir:
—Su libro es maravilloso y, dado el interés que la gente muestra en estos tiempos por mejorarse a sí misma, creo que será todo un éxito… con mi ayuda.


Crystal comenzó a hablar de entrevistas por televisión y radio, de sesiones de firma de autógrafos y de apariciones en público. Pedro se sintió algo confuso, su intención había sido escribir un libro y volver a su trabajo. Empezó a explicarle a esa mujer que no tenía tiempo para todo eso, pero ella lo interrumpió.


—Deme sólo un mes —le dijo Crystal inclinándose sobre él y acariciándole el brazo con gesto seductor—. Le sorprenderá ver lo que yo consigo en poco tiempo: sobre todo, si nos organizamos bien. Pero, por supuesto, necesitaré su consentimiento y su cooperación. Ahora veamos, la fecha en que se va a publicar…


Pedro no le hizo ninguna promesa. En realidad, la escuchaba sólo a medias, pensaba en otra cosa.


Pensaba en Paula. Consumido por una repentina ternura, la buscó con los ojos. Paula estaba hablando con un grupo de gente y, en su opinión, a propósito, evitaba mirarle.


—Lo pensaré —le dijo a la señora Crystal Moráis después de tomar la tarjeta que ella le había ofrecido.


Le dijo que sí, que podía llamarlo para arreglar otra entrevista. Se despidió de ella y se fue junto a Paula.


No jugó tan bien como de costumbre, estaba demasiado ocupado mirando a Paula.


Realizaron el trayecto a casa de Paula en amistoso silencio, agarrados de la mano. La acompañó hasta el interior de la casa, agradeciendo el frescor de su interior después del calor y el sol.


Pedro dejó su raqueta encima de una mesa y luego, con ternura, la abrazó y le rozó los labios con los suyos. La respuesta de ella, derritiéndose en sus brazos, le hizo sentir algo muy profundo, algo que nunca había sentido. La estrechó contra sí devorándola a besos, intoxicado con su dulzura.


—Paula, ¿eres tú, querida? —la voz procedía del piso superior.


—Sí, Alicia.


—¡Estupendo! Me había parecido oírte. Oye, Jorge está al teléfono.


«¡Maldito Jorge!»


—Paula, ha llamado para hablar contigo, parece algo urgente.


—Está bien —murmuró Paula apartándose de Pedro—. Voy al teléfono de la cocina.


¡Maldita mujer! Pensó Pedro paseándose por el vestíbulo. ¡Y malditos teléfonos! De repente, imaginó a Paula en Inglaterra, en su casa, en su dormitorio.


Pedro estaba en el cuarto de estar cuando Paula volvió, su rostro mostraba entusiasmo, un entusiasmo que no tenía nada que ver con él.


—Le gustan. ¡Le gustan! —gritó Paula


—¿A quién? ¿De qué estaba hablando?


—Los diseños del portafolios. Fuiste tú quien me dijo que se los mandase al señor Spencer. ¡Jorge dice que le han encantado!


—Ah.


—Y le ha gustado la idea de lanzarlos como una línea exclusiva de ropas. Me va a enviar un billete de avión para ir a Nueva York a hablar de ello y para hacerme un contrato. El que ha llamado era jorge, él lo está arreglando todo. ¿Puedes creerlo? ¡La diseñadora de modas Paula Chaves! Dios mío, tengo muchas ideas más y muchos más dibujos ahí arriba. Será mejor que los empaquete y me los lleve a Nueva York.


Paula se interrumpió un momento y le miró fijamente a los ojos.


—Has sido tú quien ha hecho esto posible. Me dijiste que hablase con él y le enviase los dibujos. ¡Gracias, gracias, Pedro!


Impulsivamente, le dio un abrazo. Un abrazo que no tenía nada que ver con la pasión o el amor.


jueves, 21 de junio de 2018

AT FIRST SIGHT: CAPITULO 15






Aquella noche, Paula Chaves hizo cosas que iban a cambiar el rumbo de su vida. Se ofreció voluntaria para la operación que Pedro le había sugerido y empaquetó su portafolios para enviárselo a Jorge por correo al día siguiente.


Después de examinarle los ojos, Richard confirmó que sí podía someterse a la cirugía. Le dijo que le operaría primero un ojo y, tres semanas después, el otro. Paula le preguntó por qué tenía que quedarse hospitalizada durante tres días después de la operación, Pedro no se lo había mencionado.


—Para que los estudiantes puedan observar y seguir el proceso de recuperación —le contestó Richard.


No encontró motivo de quejas cuando la iban a operar y a hospitalizar gratis. Arregló en el trabajo los días que iba a ausentarse y contrató a Daphne, una vecina adolescente, para quedarse con Alicia mientras ella estuviera en el hospital.


—Dime, Pedro, ¿por qué quieres que hospitalicemos a Paula? —preguntó Richard a su cuñado mientras Pedro hacía las maletas—. No es necesario, los pacientes, después de esta operación, pueden descansar en casa.


—Esta paciente no —contestó Pedro al tiempo que apartaba un zapato para meter un jersey en la maleta—. Si su madre quisiera una taza de café, se levantaría y se quitaría el parche del ojo para preparársela.


—¿Está enferma su madre?


—Eso es discutible.


—Bueno, en ese caso, hospital. Al fin y al cabo, eres tú quien paga, amigo —Richard miró a su cuñado con el ceño fruncido—. Pareces muy interesado en esta joven.


—No es eso, lo que pasa es que me molesta ver a alguien que no se aprovecha por completo de su talento, alguien que se conforma con mucho menos de lo que se merece —mientras hablaba, Pedro estiró un abrigo con cuidado exagerado, sin mirar a su cuñado.


—Así que lo haces por interés profesional, ¿eh? ¿Uno de tus casos para citar en tu libro?


—No, no, en absoluto. Paula es… jamás la consideraría uno de mis casos.


Pedro hizo una pausa y trató de definirla mentalmente. Una mujer de gran talento y trabajadora. Una mujer tan preocupada por su madre que no se dedicaba ningún tiempo a sí misma. Tenía ganas de vivir, pero no se atrevía.


—No —añadió Pedro reflexivamente—. Paula es diferente a todas las personas que he conocido.


—Entonces, tu interés es personal, ¿no?


—No, no es personal —se apresuró a responder Pedro mirando a Richard, que estaba doblando un jersey de Pedro cuidadosamente—. Sólo somos amigos.


Paula era demasiado inocente, se fiaba de la gente demasiado y era vulnerable. Con ella, no se podía tener una relación pasajera. No tenía experiencia en el amor y Pedro era consciente de que podía sufrir. No, no era la clase de mujer para él y, sin embargo, le había enternecido como nunca lo había conseguido ninguna otra.


Pedro suspiró. Sí, era una suerte haber terminado el libro y volver a su trabajo. En Inglaterra. Lejos de la tentación.


Alicia estaba más entusiasmada que Paula con la operación.


—¡Por fin no tendrás que llevar esas horribles gafas! Y no te preocupes, claro que estaré bien mientras tú estás en el hospital. Sólo serán unos días.


Leonard, uno de los asistentes a las partidas de bridge, la llevó al hospital todas las tardes para ver a Paula y asegurarse de que estuviera bien, no se moviera y siguiera las órdenes del médico.


Laura también visitó a Paula, que también recibió flores de sus compañeras de trabajo.


Entonces, ¿por qué se sentía abandonada? 


¿Por qué le daba un vuelco el corazón cada vez que sonaba el teléfono o cada vez que se abría la puerta? Y luego, ¿por qué esa desilusión?


Al fin y al cabo, sólo lo conocía desde hacía… ¿cuánto, dos meses? ¿Cómo en tan poco tiempo se había convertido en… en un apoyo tan grande, en alguien tan importante?


No, no era verdad. Pedro no era un apoyo, sino un manipulador y autoritario que tenía la mala costumbre de decirle a los demás lo que tenían que hacer.


Le había dicho que hiciera lo que quisiera, que fuese diseñadora y que no se preocupase por el dinero.


«¡Pues no tengo quien pague los recibos por mí, sabelotodo!»


Quizá fuera eso. Quizá su cuñado lo había echado de su casa.


«¡Paula, cómo se te ocurre pensar eso! Podría ser un famoso escritor que utiliza seudónimo». 


No, Pedro había dicho que se trataba de su primera intentona. En fin, no tenía sentido seguir especulando, lo cierto era que Pedro Alfonso era un hombre que jamás hablaba de sí mismo.


«¡Pero sí se interesa por mi vida! Entonces, ¿por qué no está aquí durante este proceso? Ha sido él quien sugirió…»


«No, él te ha hablado de esta oportunidad; por lo tanto, deberías estarle agradecida. Paula, Siempre has querido verte libre de esas gafas». 


Y ahora lo sería, después del período de recuperación.


A pesar de sus miedos, la operación había sido un éxito. Los tres días de reposo en el hospital fueron como unas vacaciones, no tenía nada que hacer excepto oír música, dormir y esperar a que la sirvieran.


Pedro le envió flores. En las dos operaciones. 


Se había acordado de ella. Pero las flores, con sus breves notas, no le levantaron mucho el ánimo. Lo único que leyó en esas notas fue amistad: «Espero que te vaya bien. Te veré cuando vuelva».


Ni siquiera sabía que se hubiera ido, ni adonde. 


La nota decía que volverá, pero… ¿cuándo? ¿Dentro de un mes, un año…?.


Decidió no pensar en él y seguir con su vida, no necesitaba a Pedro Alfonso. No necesitaba ni su apoyo, ni su fuerza, ni nada.


La segunda operación también fue un éxito. Al cabo de un mes, estaba completamente recuperada y sus ojos perfectos y sin molestias.


¡Era maravilloso! Por primera vez en la vida, Paula podía ver sin gafas. Se tocó las mejillas mientras se miraba en el espejo.


¡Lo veía todo! Ya no había nada borroso, todo era nítido y claro. Podía moverse a su antojo sin pensar en las gafas. En realidad, no podía explicar lo que sentía.


—Ir sin gafas es como ir descalza —le dijo a Laura el primer sábado que volvió a La Boutique—. Me da sensación de libertad.


—Una libertad que puede ser ensalzada —le dijo Laura mirándola críticamente—. Sabes que podrías ser bonita, Paula.


Paula se echó a reír. La vanidad era algo extraño para ella, siempre había asociado la belleza con la rubia perfección de su madre, no con la piel color oliva y el cabello negro y rebelde que ella tenía.


Pero Laura la arrastró hasta un salón de belleza donde le cortaron el cabello en una melena a capas a la altura de los hombros. Sin embargo, fue Alicia quien sacó su estuche de cosméticos y sugirió el carmín de labios y la sombra de los ojos.


Paula protestó. No quería sombra de ojos.


—Cielo, ahora que por fin se te pueden ver esos ojos tan bonitos que tienes, ¿por qué no sacar toda la ventaja que se pueda de ellos? —insistió Alicia—. Ya verás lo que un poco de rímel puede hacer con las pestañas. No te preocupes, tendré cuidado. No te muevas. Ya está, ¿lo ves?


Paula se contempló en el espejo con asombro.


Tenía las pestañas más largas y más espesas, y la expresión de los ojos más profunda.


—Eres toda una experta —le dijo a su madre —. Has hecho que parezca casi… casi guapa.


—Muy guapa le corrigió Alicia con una sonrisa de orgullo.


Por primera vez en la vida, Paula empezó a maquillarse. Y algo la impulsó a hacerse un par de vestidos y a comprarse un par de zapatos de tacón alto. Y siguiendo un impulso, también se hizo un traje para jugar al tenis.


A pesar de su nueva libertad, la vida continuó como de costumbre. Poco tiempo después de la cirugía, a Alicia le dio gripe y pasó dos semanas en la cama, incluso canceló las sesiones de bridge.


—Tenemos que tener mucho cuidado con las infecciones en los bronquios por el asma —le dijo Paula a Laura.


De nuevo, contrató a Daphne para que cuidara a su madre mientras ella iba a trabajar. Por fortuna, Alicia ya se encontraba bien el domingo que Paula recibió la llamada telefónica.


—¿Te apetece un partido de tenis? —le preguntó una voz con acento británico.


Paula se quedó sin habla.


—¿Paula? ¿Me oyes?


—Sí. Creía que… Oh, Pedro, has vuelto. No lo sabía.


Pedro tampoco lo sabía. No sabía que fuera posible que una persona le obsesionase de esa manera.




AT FIRST SIGHT: CAPITULO 14




Quejándose de que había pasado una mala noche, Alicia decidió quedarse en la cama a la mañana siguiente. Paula le llevó el desayuno en una bandeja y ella desayunó en la cocina, de pie, aún enfadada con Pedro Alfonso.


¡Ojalá no volviera a verlo en la vida! Era un estúpido creído de sí mismo. ¿Qué derecho tenía de decirle a la gente cómo debían vivir sus vidas? Sobre todo, teniendo en cuenta la forma como él vivía la suya, aprovechándose de la hospitalidad de su hermana y de su cuñado.


Al principio, Paula no había querido dar importancia a los comentarios de su madre. Sin embargo, después de lo que Richard le había dicho a Pedro en el club de campo… No, no era una broma; al parecer, Pedro les hacía favores a cambio de alojamiento y comida.


¿Un adulto que vivía de hacerle recados a su hermana?


Pensativa, se sirvió otra taza de café. Pedro no se comportaba como si dependiese de alguien para subsistir; no, se comportaba como una persona fuerte y segura de sí misma. Un hombre sin preocupaciones con suficiente dinero y tiempo para malgastarlo.


¡Justo como su padre! No había habido nadie en el mundo tan feliz y tan despreocupado como Pablo Chaves, que empleaba la mayor parte de su tiempo en jugar al tenis, al bridge y en la talla de madera. Siempre había hecho lo que quería y se había despreocupado de lo demás hasta que, después de su muerte, descubrieron que estaban en la ruina. Pedro le había dicho que idolatraba a Alicia y que era como su sirvienta.


«¿Y qué sabes tú, Pedro Alfonso? Nunca la has visto tosiendo y ahogándose en medio de un ataque de asma que podría acabar con su vida».


Paula se acabó el café, metió los cacharros de su desayuno en el lavavajillas y subió a la habitación de Alicia a recoger la bandeja. Bajó, se tomó otra taza de café y, después, subió para darle un beso a su madre y se fue.


Por la autovía, condujo quizá demasiado a prisa pensando en el hombre con una encantadora sonrisa. Un hombre que decía cosas como «te escondes detrás de las gafas».


¡Esconderse! Recordó un día cuando tenía seis años… en casa de Stella, descorriendo un poco la cortina para ver a las niñas jugando en la calle.


—¿Por qué no sales a jugar con ellas? —le había preguntado Jorge.


—Porque no quiero —respondió ella.


Porque él estaba allí, el primo de Emily, el niño que le había preguntado:
—¿Qué te pasa? ¿Por qué llevas esas gafas tan grandes? Deja que me las pruebe.


—A veces, los niños no se burlan, sólo tienen curiosidad —le había explicado Stella.


Pero Paula no salió a jugar a la calle hasta que el primo de Emily, que estaba allí de vacaciones, volvió a Colorado.


Ahora no tenía seis años, era una mujer adulta, y no se escondía detrás de sus gafas. Vivía su vida, era independiente económicamente y se divertía.


De repente, recordó el partido de tenis. Se había divertido, se sintió hábil y competente, parte del grupo, hasta que… De nuevo, sintió una gran angustia al recordar el accidente con las gafas, al recordar a Pedro diciéndole que estaba casi ciega.


Era muy cruel. De acuerdo, tenía que reconocer que era más cómodo no llevar gafas; sin embargo, una operación era un proceso largo y complicado, y tendría que pedir unos días de vacaciones en el trabajo. Además, no tenía mil quinientos dólares.


Y no soportaba a las personas que intentaban sonsacarle secretos respecto a su vida. Sobre todo, personas irresponsables y poco prácticas como Pedro Alfonso.


Se metió en el estacionamiento, salió del coche y entró a trabajar.


Al mediodía, sacó un sándwich del bolso y salió del edificio con la intención de darse su acostumbrado paseo.


Estaba allí, esperándola al pie de las escaleras automáticas.


El corazón le latió con fuerza y sintió un calor dulce y sensual que le hizo contener la respiración.


—Hola, Paula.


—Hola.


Sin embargo, mientras se abrían paso entre los mostradores, su enfado volvió. ¿Por qué había ido a buscarla, para continuar con sus acusaciones? Al salir a la calle, decidió no dejarse intimidar por ese dictador. Iba a decirle exactamente lo que pensaba y…


Pedro le agarró la mano y se la apretó con ternura. Ella alzó el rostro para mirarle y lo vio sonreír, y la barrera que había levantado entre los dos comenzó a derrumbarse. Juntos se pasearon hasta encontrar un banco vacío delante de un puesto de hamburguesas.


—¿Batido o refresco? —le preguntó Pedro.


—Batido de vainilla.


Paula miró el sándwich que tenía en la mano, ni siquiera había llevado el monedero. ¿Había esperado que estuviera allí y que la invitara a beber algo? ¿Y con qué dinero pagaba Pedro, con el que le pedía a su hermana? 


Mientras Pedro pedía las bebidas, Paula se fijó en su ropa; iba vestido con ropas deportivas, pero de corte exquisito. Y los zapatos eran Gucci. Quizá disponía de una renta.


—¿Tienes pensado pasar mucho tiempo aquí, en Estados Unidos? —le preguntó Paula cuando Pedro volvió a su lado y le dio el batido.


—Depende —respondió Pedro mientras dejaba su bebida encima del banco y desenvolvía la hamburguesa.


—¿Depende de qué?


—De cómo me vayan las cosas.


¿Qué cosas? ¿El libro, un trabajo… o qué? No iba a preguntárselo, no podía inmiscuirse en su vida.


—¿Paula?


—Sí.


—Ayer te llevé al club sólo para jugar al tenis.


—Lo sé.


—Creía que… Bueno, es que siempre estás tan ocupada… Quería que te divirtieras.


—Lo sé.


—Y después… En fin, lo siento, espero que me perdones.


—De acuerdo.


—Quiero decirte una cosa, Paula, es algo que me ha dicho Richard —dijo Pedro con los ojos fijos en su hamburguesa—. Se trata de una historia auténtica, algo que le pasó a un corresponsal de prensa en el Líbano hace dos años. Era muy miope y lo secuestró uno de los grupos de fundamentalistas. Era muy miope y se le rompieron las gafas, y durante un año no sabía dónde estaba ni pudo ver a la gente que lo raptó.


—Oh —Paula comprendió al momento lo que debió sentir aquel hombre perdido y ciego.


—Después de un año, consiguió escapar, aunque no conozco los detalles. Pero después de conseguir escapar, por el camino, se tropezó con un grupo de gente, pero no sabía si eran amigos o enemigos porque no podía ver. Tuvo que arriesgarse y lo hizo, y le salió bien la jugada, tuvo suerte. Pero te das cuenta de lo que estoy diciendo, ¿verdad?


—Sí —Paula alzó el rostro y lo miró directamente a los ojos—. ¿Estás intentando asustarme?


—No, Paula, no es esa mi intención —respondió Pedro rápidamente; luego, frunció el ceño—. Es que… en fin, tú te referiste ayer a la operación como si sólo fuese con fines estéticos. Pareces creer que operarte es un capricho, es sucumbir a la vanidad.


—¿Y no lo es? No corro peligro de que me rapten.


—Cierto, pero tendrás que admitir que el corresponsal dependía de sus gafas y no llevarlas habría minimizado el peligro. Le habría resultado más difícil hacerle frente a la situación.


—Sí, por supuesto. Pero creo que ya he dicho que…


—De acuerdo, de acuerdo, lo más seguro es que nunca te rapten. Pero míralo de esta manera, hace años miles de personas se quedaban paralíticas por la polio; ahora que hay vacunas contra esa enfermedad, no tiene sentido no vacunarse, ¿cierto?


—Cierto.


De repente, Paula recuperó el ánimo y rió. 


Aquella operación era correctiva, no estética, y la vanidad no tenía nada que ver con ello. Sí, tenía sentido. Y no depender de las gafas sería maravilloso.


—Quizá algún día —los ojos de Paula se iluminaron y se puso en pie—. En fin, tengo que volver al trabajo. Un día más, un dólar más.


Se trataba del dinero, por supuesto. Era eso. 


«Pedro, eres un idiota. Paula no tiene el dinero para la operación o, de tenerlo, la última persona en quien se lo gastaría sería en ella misma. Es demasiado independiente, demasiado responsable, y no se permite ni un capricho».


—¡Espera, Paula! Te acompañaré hasta el trabajo. Quiero decirte lo que. realmente, he venido a decirte. Se trata de Richard, está buscando un voluntario.


—¿Un voluntario? —repitió ella mientras caminaban.


—Sí, alguien que tenga un caso extremo de miopía como el tuyo que se someta a la operación en la que estarán presentes los alumnos de Richard. Se trata de una operación demostración y, precisamente por eso, es gratis.


—Oh —los ojos de Paula se iluminaron de nuevo y, luego, ensombrecieron—. Lo siento, pero no tengo tiempo para ello, no puedo dejar de trabajar, acabo de empezar.


—La operación sólo lleva veinte minutos, es en la clínica de mi cuñado. Y para la gente que trabaja la hace los viernes con el fin de que puedan descansar durante el fin de semana y vuelvan al trabajo el lunes.


Paula detuvo sus pasos y se volvió hacia él con las manos en las caderas.


—¿Veinte minutos y en su despacho? Entonces, ¿por qué demonios cuesta mil quinientos dólares?


—Porque el equipo es muy caro. Además, hay que tener en cuenta la preparación, el seguro… en fin, un montón de cosas. Oye, ¿quieres que le diga que estás interesada?


—Lo pensaré. Ahora tengo que marcharme corriendo… Y gracias por el batido y por decirme lo de la operación.


—De nada —respondió Pedro.



La llamaría por teléfono aquella misma noche para convencerla; pero, primero, tendría que arreglarlo todo con Richard.