jueves, 21 de junio de 2018
AT FIRST SIGHT: CAPITULO 14
Quejándose de que había pasado una mala noche, Alicia decidió quedarse en la cama a la mañana siguiente. Paula le llevó el desayuno en una bandeja y ella desayunó en la cocina, de pie, aún enfadada con Pedro Alfonso.
¡Ojalá no volviera a verlo en la vida! Era un estúpido creído de sí mismo. ¿Qué derecho tenía de decirle a la gente cómo debían vivir sus vidas? Sobre todo, teniendo en cuenta la forma como él vivía la suya, aprovechándose de la hospitalidad de su hermana y de su cuñado.
Al principio, Paula no había querido dar importancia a los comentarios de su madre. Sin embargo, después de lo que Richard le había dicho a Pedro en el club de campo… No, no era una broma; al parecer, Pedro les hacía favores a cambio de alojamiento y comida.
¿Un adulto que vivía de hacerle recados a su hermana?
Pensativa, se sirvió otra taza de café. Pedro no se comportaba como si dependiese de alguien para subsistir; no, se comportaba como una persona fuerte y segura de sí misma. Un hombre sin preocupaciones con suficiente dinero y tiempo para malgastarlo.
¡Justo como su padre! No había habido nadie en el mundo tan feliz y tan despreocupado como Pablo Chaves, que empleaba la mayor parte de su tiempo en jugar al tenis, al bridge y en la talla de madera. Siempre había hecho lo que quería y se había despreocupado de lo demás hasta que, después de su muerte, descubrieron que estaban en la ruina. Pedro le había dicho que idolatraba a Alicia y que era como su sirvienta.
«¿Y qué sabes tú, Pedro Alfonso? Nunca la has visto tosiendo y ahogándose en medio de un ataque de asma que podría acabar con su vida».
Paula se acabó el café, metió los cacharros de su desayuno en el lavavajillas y subió a la habitación de Alicia a recoger la bandeja. Bajó, se tomó otra taza de café y, después, subió para darle un beso a su madre y se fue.
Por la autovía, condujo quizá demasiado a prisa pensando en el hombre con una encantadora sonrisa. Un hombre que decía cosas como «te escondes detrás de las gafas».
¡Esconderse! Recordó un día cuando tenía seis años… en casa de Stella, descorriendo un poco la cortina para ver a las niñas jugando en la calle.
—¿Por qué no sales a jugar con ellas? —le había preguntado Jorge.
—Porque no quiero —respondió ella.
Porque él estaba allí, el primo de Emily, el niño que le había preguntado:
—¿Qué te pasa? ¿Por qué llevas esas gafas tan grandes? Deja que me las pruebe.
—A veces, los niños no se burlan, sólo tienen curiosidad —le había explicado Stella.
Pero Paula no salió a jugar a la calle hasta que el primo de Emily, que estaba allí de vacaciones, volvió a Colorado.
Ahora no tenía seis años, era una mujer adulta, y no se escondía detrás de sus gafas. Vivía su vida, era independiente económicamente y se divertía.
De repente, recordó el partido de tenis. Se había divertido, se sintió hábil y competente, parte del grupo, hasta que… De nuevo, sintió una gran angustia al recordar el accidente con las gafas, al recordar a Pedro diciéndole que estaba casi ciega.
Era muy cruel. De acuerdo, tenía que reconocer que era más cómodo no llevar gafas; sin embargo, una operación era un proceso largo y complicado, y tendría que pedir unos días de vacaciones en el trabajo. Además, no tenía mil quinientos dólares.
Y no soportaba a las personas que intentaban sonsacarle secretos respecto a su vida. Sobre todo, personas irresponsables y poco prácticas como Pedro Alfonso.
Se metió en el estacionamiento, salió del coche y entró a trabajar.
Al mediodía, sacó un sándwich del bolso y salió del edificio con la intención de darse su acostumbrado paseo.
Estaba allí, esperándola al pie de las escaleras automáticas.
El corazón le latió con fuerza y sintió un calor dulce y sensual que le hizo contener la respiración.
—Hola, Paula.
—Hola.
Sin embargo, mientras se abrían paso entre los mostradores, su enfado volvió. ¿Por qué había ido a buscarla, para continuar con sus acusaciones? Al salir a la calle, decidió no dejarse intimidar por ese dictador. Iba a decirle exactamente lo que pensaba y…
Pedro le agarró la mano y se la apretó con ternura. Ella alzó el rostro para mirarle y lo vio sonreír, y la barrera que había levantado entre los dos comenzó a derrumbarse. Juntos se pasearon hasta encontrar un banco vacío delante de un puesto de hamburguesas.
—¿Batido o refresco? —le preguntó Pedro.
—Batido de vainilla.
Paula miró el sándwich que tenía en la mano, ni siquiera había llevado el monedero. ¿Había esperado que estuviera allí y que la invitara a beber algo? ¿Y con qué dinero pagaba Pedro, con el que le pedía a su hermana?
Mientras Pedro pedía las bebidas, Paula se fijó en su ropa; iba vestido con ropas deportivas, pero de corte exquisito. Y los zapatos eran Gucci. Quizá disponía de una renta.
—¿Tienes pensado pasar mucho tiempo aquí, en Estados Unidos? —le preguntó Paula cuando Pedro volvió a su lado y le dio el batido.
—Depende —respondió Pedro mientras dejaba su bebida encima del banco y desenvolvía la hamburguesa.
—¿Depende de qué?
—De cómo me vayan las cosas.
¿Qué cosas? ¿El libro, un trabajo… o qué? No iba a preguntárselo, no podía inmiscuirse en su vida.
—¿Paula?
—Sí.
—Ayer te llevé al club sólo para jugar al tenis.
—Lo sé.
—Creía que… Bueno, es que siempre estás tan ocupada… Quería que te divirtieras.
—Lo sé.
—Y después… En fin, lo siento, espero que me perdones.
—De acuerdo.
—Quiero decirte una cosa, Paula, es algo que me ha dicho Richard —dijo Pedro con los ojos fijos en su hamburguesa—. Se trata de una historia auténtica, algo que le pasó a un corresponsal de prensa en el Líbano hace dos años. Era muy miope y lo secuestró uno de los grupos de fundamentalistas. Era muy miope y se le rompieron las gafas, y durante un año no sabía dónde estaba ni pudo ver a la gente que lo raptó.
—Oh —Paula comprendió al momento lo que debió sentir aquel hombre perdido y ciego.
—Después de un año, consiguió escapar, aunque no conozco los detalles. Pero después de conseguir escapar, por el camino, se tropezó con un grupo de gente, pero no sabía si eran amigos o enemigos porque no podía ver. Tuvo que arriesgarse y lo hizo, y le salió bien la jugada, tuvo suerte. Pero te das cuenta de lo que estoy diciendo, ¿verdad?
—Sí —Paula alzó el rostro y lo miró directamente a los ojos—. ¿Estás intentando asustarme?
—No, Paula, no es esa mi intención —respondió Pedro rápidamente; luego, frunció el ceño—. Es que… en fin, tú te referiste ayer a la operación como si sólo fuese con fines estéticos. Pareces creer que operarte es un capricho, es sucumbir a la vanidad.
—¿Y no lo es? No corro peligro de que me rapten.
—Cierto, pero tendrás que admitir que el corresponsal dependía de sus gafas y no llevarlas habría minimizado el peligro. Le habría resultado más difícil hacerle frente a la situación.
—Sí, por supuesto. Pero creo que ya he dicho que…
—De acuerdo, de acuerdo, lo más seguro es que nunca te rapten. Pero míralo de esta manera, hace años miles de personas se quedaban paralíticas por la polio; ahora que hay vacunas contra esa enfermedad, no tiene sentido no vacunarse, ¿cierto?
—Cierto.
De repente, Paula recuperó el ánimo y rió.
Aquella operación era correctiva, no estética, y la vanidad no tenía nada que ver con ello. Sí, tenía sentido. Y no depender de las gafas sería maravilloso.
—Quizá algún día —los ojos de Paula se iluminaron y se puso en pie—. En fin, tengo que volver al trabajo. Un día más, un dólar más.
Se trataba del dinero, por supuesto. Era eso.
«Pedro, eres un idiota. Paula no tiene el dinero para la operación o, de tenerlo, la última persona en quien se lo gastaría sería en ella misma. Es demasiado independiente, demasiado responsable, y no se permite ni un capricho».
—¡Espera, Paula! Te acompañaré hasta el trabajo. Quiero decirte lo que. realmente, he venido a decirte. Se trata de Richard, está buscando un voluntario.
—¿Un voluntario? —repitió ella mientras caminaban.
—Sí, alguien que tenga un caso extremo de miopía como el tuyo que se someta a la operación en la que estarán presentes los alumnos de Richard. Se trata de una operación demostración y, precisamente por eso, es gratis.
—Oh —los ojos de Paula se iluminaron de nuevo y, luego, ensombrecieron—. Lo siento, pero no tengo tiempo para ello, no puedo dejar de trabajar, acabo de empezar.
—La operación sólo lleva veinte minutos, es en la clínica de mi cuñado. Y para la gente que trabaja la hace los viernes con el fin de que puedan descansar durante el fin de semana y vuelvan al trabajo el lunes.
Paula detuvo sus pasos y se volvió hacia él con las manos en las caderas.
—¿Veinte minutos y en su despacho? Entonces, ¿por qué demonios cuesta mil quinientos dólares?
—Porque el equipo es muy caro. Además, hay que tener en cuenta la preparación, el seguro… en fin, un montón de cosas. Oye, ¿quieres que le diga que estás interesada?
—Lo pensaré. Ahora tengo que marcharme corriendo… Y gracias por el batido y por decirme lo de la operación.
—De nada —respondió Pedro.
La llamaría por teléfono aquella misma noche para convencerla; pero, primero, tendría que arreglarlo todo con Richard.
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario