jueves, 7 de junio de 2018

THE GAME SHOW: CAPITULO 4





—¿Por qué estamos limpiando la casa el jueves? El día de limpieza es el domingo —se quejó Macarena mientras quitaba el polvo de la mesa.


—Ya te he dicho que el señor Alfonso vendrá dentro de una hora con la gente de la televisión.


En la reunión iban a participar el presentador del programa y el equipo de rodaje que seguiría a Pedro. El sábado, Paula tendría la misma reunión en casa de Pedro. Podía imaginarse todos los lujos de la casa del vicepresidente de los grandes almacenes Danbury's.


Paula echó otra ojeada a su apartamento e intentó imaginarse cómo lo vería su jefe. El sofá azul con cojines de colores y la butaca con tapicería de flores eran demasiado grandes para una sala tan diminuta. Estaban pensados para la preciosa casa donde había vivido con Kevin, pero no podía pagar la hipoteca cuando él se fue. En realidad, descubrió que tampoco podían pagarla los dos juntos. Su ex marido había estado pagándola con tarjetas de crédito. Ella tuvo que venderla con casi todos los muebles.


El apartamento no tenía mal aspecto. Ella siempre había tenido cierta gracia para la decoración. Había hecho unos estores blancos que ocultaban la vista de la escalera de incendios y había comprado un par de acuarelas de paisajes en una feria de arte. En la pared de enfrente había puesto unas estanterías blancas que había encontrado en un mercadillo benéfico. 


En una de las estanterías había fotos de sus hijas con marcos azules o blancos y en otra estaba su colección de tazas de té. La única extravagancia, si podía llamarse así, era la rosa roja que había puesto en un florero en medio de la mesa que había delante del sofá. Había empezado a comprar rosas cuando Kevin se fue. 


Representaban la esperanza y le recordaban que podía encontrar la belleza hasta en los sitios más insospechados.


Faltaban quince minutos para que llegaran los visitantes y ella seguía intentando que Chloe se terminara su plato de macarrones con tomate. Si tenía suerte, durante la reunión podría mantener distraída a Chloe con algún vídeo de dibujos animados. Maca podía entretenerse sola y ocupare un poco de su hermana pequeña. A veces le abrumaba que Maca tuviera tantas responsabilidades. Limpiar la casa y ocuparse de una niña pequeña no eran las tareas habituales de una niña de siete años. Sin embargo, Maca casi nunca se quejaba. Como su madre, parecía saber que era inútil quejarse.


Llamaron al timbre en el preciso momento en que Chloe había tirado al suelo el plato de macarrones.


—¡Terminado! —exclamó mientras la pasta caía sobre el suelo recién fregado.


—¡Chloe! No se tira la comida.


La niña sonrió.


—No, no, no —corroboró Chloe mientras agitaba un dedo.


—Mamá, han llamado —le gritó Maca desde la puerta.


Sintió que los nervios le atenazaban el estómago.


—Será el señor Alfonso y la gente del programa. Abre la puerta. Voy a limpiar esto.


Pedro no había esperado que una niña abriera la puerta. Era la niña que lo había mirado fijamente en el almacén. Era una versión reducida de su madre y tenía la misma barbilla firme y desafiante. Efectivamente, iba a ser un mes muy largo.


—Hola, soy el señor Alfonso, creo que tu madre está esperándome.


—Sí. Yo soy Macarena. Mamá me ha dicho que pase. Tengo que ser amable con usted, aunque ella piensa que es un idiota —Maca abrió los ojos como platos y Pedro esperó que se disculpara—. No le diga que he dicho eso, no me deja decir idiota.


Pedro carraspeó. Aquella niña era, evidentemente, hija de su madre.


—Entonces, será un secreto de los dos.


Macarena se apartó para que él entrara. El apartamento era pequeño pero ordenado y se parecía mucho a un horno. No tenía aire acondicionado. Era mediados de agosto y faltaba más de un mes hasta que refrescara un poco.


Paula Chaves entró en la habitación y Pedro habría jurado que la temperatura había subido otros doce grados. Pedro creía que había olvidado aquella atracción absurda e improcedente, pero estaba claro que no era así.


¿Qué tenía ella de especial?


Tenía el pelo recogido en una cola de caballo y la piel brillante por la humedad. Llevaba una camiseta sin mangas amarilla y una falda marrón de algodón que le llegaba hasta unos ocho centímetros de las rodillas. No era una vestimenta especialmente sexy y sí bastante adecuada para la temperatura, pero Pedro habría preferido que llevara pantalones. Tenía unas piernas preciosas, esbeltas como las de una modelo y armoniosas como las de una atleta. Él se aflojó la corbata y se soltó el primer botón de la camisa.


—A lo mejor quiere quitarse la chaqueta antes de que se achicharre —le propuso ella con ironía—. Hace un poco de calor.


Él apartó la mirada de sus piernas.


—¿Un poco? Un mucho, diría yo…


—No hay aire acondicionado, lo siento.


Paula se apartó un mechón de pelo de la pegajosa frente sin que pareciera que lo sintiese lo más mínimo.


—¿Puedo ofrecerle algo? Tengo té helado.


—Cualquier cosa fría, gracias.


Mientras lo decía, Pedro notó un tirón en la pierna del pantalón. Bajó la mirada y se encontró con la cara manchada de rojo de una niña pequeña y sonriente.



—Ya me acuerdo de ti —susurró Pedro.


Había tenido que mandar la chaqueta a la tintorería y si aquella mocosa tenía las manos como la cara, ya podía ir pensando en hacer lo mismo con los pantalones.


Paula también la miró.


—¡Chloe! Lo siento, señor Alfonso. Estaba tan ocupada recogiendo lo que había tirado que no he tenido tiempo de limpiarle las manos y la cara. Además, consigue escaparse por mucho que la ate a la silla.


—Lo tendré presente.


Pedro sacó un pañuelo del bolsillo y se frotó la rodilla derecha, pero sólo consiguió extender más la mancha.


Paula acababa de limpiar a su hija cuando volvieron a llamar a la puerta. Metió a todos los invitados en la rebosante sala y, después de encerrar a sus hijas en su dormitorio con el vídeo puesto, volvió con una bandeja con vasos y una jarra de té helado.


El único sitio libre estaba en el sofá, junto a Pedro. Se chocaron las rodillas cuando se sentó.


—Perdón —dijeron los dos al unísono.


Paula cruzó las piernas para intentar ocupar lo menos posible, pero sólo consiguió que la falda se le subiera hasta la mitad de los muslos. Intentó bajársela discretamente cuando Pedro se hizo con un vaso de té helado y lo vació de un solo trago.


—¿Quiere algo más?


—No —contestó él con una concisión extraña.


Durante media hora, Joel Whaley, el cámara principal que habían asignado a Pedro, explicó lo que iban a grabar y lo que no. Después de un rápido recorrido por el apartamento de Paula y de una breve presentación de sus hijas, decidió dónde iba a colocar las cámaras por control remoto.


Era un hombre alto y corpulento con cejas muy oscuras y un dragón tatuado en un bíceps. Aun así, había puesto una rodilla en el suelo para saludar a Macarena y había arrancado una carcajada de Chloe con su imitación del Pato Donald.


—¿Qué te parece, Nicky? —le preguntó a su joven ayudante—. ¿Cuántas cámaras crees que vamos a necesitar?


—Cuatro… No, cinco, papá.


Le dio un cariñoso tirón de la cola de caballo y guiñó un ojo a Paula y a Pedro.


—Es una buena astilla de un viejo palo —dijo con un orgullo evidente.


A Paula se le disiparon todas las preocupaciones de dejar a sus hijas con Pedro. Joel era padre y su instinto le decía que, con tatuajes o no, era un buen padre.


—Fuera del apartamento, cuando vaya a trabajar, le seguirán un par de cámaras, pero yo soy el que manda —le explicó Joel a Pedro.


—Me alegro —farfulló Pedro.


Raul, el presentador, apareció en ese momento.


—Sylvia le ha pedido a la señorita Chaves que escriba una especie de horario con las tareas. Naturalmente, no tiene que seguirlo al pie de la letra. También se trata de mejorar la rating del otro. Eso puede significar que se utiliza el dinero o el tiempo mejor que la otra persona.


—La eficiencia es una de mis especialidades —Pedro miró a Paula con aire de superioridad.


Ella tuvo el placer de ver que la sonrisa se le borraba de los labios cuando le dio una docena de hojas mecanografiadas con instrucciones, casi todas relacionadas con sus hijas.


—Las tres primeras páginas tratan de cosas generales; menús, horarios, libros… Sabe cambiar unos pañales, ¿no?


—Creo que puedo adivinarlo.


—Hago la compra el lunes por la noche, después de la clase, porque hay menos colas y el carnicero tiene carne más barata que está a punto de llegar a la fecha de caducidad —Pedro levantó una ceja—. Mi cuenta es más exigua que la suya y es lo que va a tener durante el próximo mes…


—Perfecto. Compra los lunes porque la carne está más barata y a punto de pudrirse…


—Efectivamente —replicó Paula con orgullo—. Esa noche también intento cocinar para toda la semana. Si se esmera, puede sacar hasta tres comidas de un pollo. Naturalmente, usted come más que nosotras y no le quedará mucha carne para la sopa.


—La hay enlatada, por si no lo sabía.


—Me gusta hecha en casa. Además, es más barata y nutritiva.


—¿Algo más? —preguntó Pedro.


—Macarena es alérgica a los cacahuetes. Es una alergia grave y tiene que leer cuidadosamente los ingredientes de las comidas. Algunas las hacen con aceite de cacahuete. Si van a comer fuera, cosa que dudo con mi presupuesto, insístale a la camarera sobre este punto.


—¿Qué pasa si lo toma? ¿Le da urticaria?


—Podría morir, señor Alfonso. Se le contraería la garganta e impediría que pasara el aire. Tengo una jeringuilla y medicina en el botiquín de casa y siempre llevo otra en el bolso.


Pedro se puso tenso.


—¿Tendría que ponerle una inyección?


—Sí. Enseguida. No puede llamar a urgencias y esperar a que le hagan una traqueotomía. Yo le enseñaré y usted puede practicar con una naranja —Paula hizo una pausa y se puso muy seria—. ¿Podrá hacerlo?


Pedro se sentía abrumado por lo que estaba pidiéndole que hiciera. Paula estaba confiándole la vida de su hija.


No tenía que ser médico para hacer la comida o leerle cuentos en la cama, pero una alergia tan grave era un asunto muy distinto.


Durante los últimos seis años, Pedro había evitado pensar qué tal padre sería. Su propio padre había sido firme y algo distante. Su madre, una niñera y los profesores del internado se ocupaban de los detalles. Sin embargo, cuando se pusiera en la piel de Paula Chaves, no podría dejar los detalles en manos de otros.


—¿Sí o no? —insistió Paula.


Estaba sentado junto a ella en el sofá y no se dio cuenta de que la había tomado de la mano hasta que notó que ella se la apretaba.


—Sí —él también le apretó la mano y dijo las palabras que no había dicho a ninguna mujer desde hacía seis años—. Lo prometo.


miércoles, 6 de junio de 2018

THE GAME SHOW: CAPITULO 3





Paula miraba a Pedro mientras Sylvia seguía hablando. 


Estaba segura de que llevaba un traje hecho a medida. Esos hombros perfectos seguramente serían la obra de un sastre más que la de un gimnasio. La imagen era esencial para los jefazos de las empresas. Aun así, era atractivo y mucho más cuando sonreía.


En ese momento, sus labios estaban bien apretados, lo cual era una pena porque tenía una boca muy bonita. Era más bien grande y con una pequeña cicatriz justo debajo del labio inferior.


Paula se preguntó cómo se la habría hecho, pero fuera como fuese le daba un toque muy sensual.


Paula tosió sin saber de dónde habría sacado esa idea. Era su jefe. Además, a partir de ese momento era también su adversario. Si ella quería ganar, tenía que considerarlo como tal. No podía imaginárselo como el hombre que una vez le había alterado el pulso con una sonrisa, por muy seductora que encontrara la cicatriz.


Volvió a toser.


Pedro se preguntó si estaría resfriada. Eso le daría cierta ventaja. Empezaba a pensar que iba a necesitar todas las ventajas que pudiera conseguir. Estaba sentado enfrente de Paula y esperaba poder dar la sensación de que estaba aburrido y desinteresado, aunque también empezaba a preguntarse en qué lío se había metido. Ponerse en el lugar del otro no era ningún problema hasta que se decidió que durmieran bajo el mismo techo. No le gustaba la idea, aunque durmieran en camas separadas. A él le gustaba su intimidad.


Se planteó una pregunta al observar a Paula. ¿Por qué le intrigaba tanto? Era atractiva, pero con ese pelo descuidado y esa ropa práctica, era muy distinta de las mujeres elegantes o sofisticadas que solían llamarle la atención.


Repasó sus rasgos: barbilla firme, pómulos altos, nariz levemente chata y ojos de color chocolate. Quizá fueran los ojos lo que le atraían. Transmitían cierta vulnerabilidad, pero Pedro sabía por propia experiencia que no daba su brazo a torcer fácilmente aunque tuviera mucho que perder. 


Tuvo que reconocer que admiraba eso.


Se acordó de su primer encuentro, aunque no podía llamarse un encuentro propiamente dicho. Pedro la había visto mientras recorría el almacén con un grupo de directivos. Ella revisaba unas existencias de espaldas a él. 


Tenía unas piernas esbeltas y unas caderas estrechas ceñidas por un pantalón vaquero. 


Dejando a un lado que fuera el vicepresidente de Danbury's y su consejero delegado, sólo un ciego habría pasado por alto aquella visión. 


Luego, ella se estiró y sacudió la cabeza como si tuviera tortícolis. Cuando ella se volvió y lo encontró mirándola, él no pudo evitar sonreírle. 


Ella le devolvió la sonrisa con una mezcla de timidez, interés y cierto fastidio.


Si bien la empresa no tenía ninguna norma que impidiera la relación entre empleados, su segundo encuentro habría acabado con cualquier posibilidad de coqueteo. El centro de distribución no había pasado la inspección de sanidad y seguridad en el trabajo y estaba esperando que los inspectores volvieran el día que se dio de bruces con ella y sus hijas. Quizá hubiera podido ser un poco más condescendiente con ella. Volvió a acordarse de la perturbadora idea de tener que dormir durante un mes en su sofá.


Su jefe sujetaba el bolígrafo como una daga y no paraba de apretar el extremo superior. ¿Estaba nervioso o furioso? Paula decidió que le daba igual. Fuera lo que fuese, demostraba que era humano y que los avatares de la vida podían sacarle de quicio. Iba a enterarse de lo que eran avatares cuando se metiera en su piel… Cuando lo miró a la cara, comprobó que él también estaba mirándola.


Él se limitó a arquear una ceja, pero ella se sonrojó porque la había sorprendido mirándolo. 


Al menos, eso se dijo ella. 


Seguramente no tendría nada que ver con que si tuviera otro acento, sería irresistible; si tuviera otro acento, ella y la mitad de las mujeres de Chicago caerían rendidas a sus pies. 


Gracias a Dios, tenía el típico acento de la Costa Este, de donde él era.


Las miradas no se separaron y la voz áspera de Sylvia rompió el hechizo.


—¿Qué dice usted, señor Alfonso? ¿Cree que podrá llevar la vida de la señorita Chaves durante un mes?


Volvió a mirar a Paula, pero con más arrogancia que otra cosa.


—¿Su vida durante un mes? —sacudió la cabeza como si se sintiera ofendido—. Cuando gane, haga el cheque a la Asociación Estadounidense contra el Cáncer.



****

Paula estaba a punto de llegar al ascensor cuando oyó que Pedro la llamaba. Estuvo tentada de fingir que no lo había oído y seguir su camino. Cuando él ganara… era insoportable. 


Sin embargo, se paró y se dio la vuelta con los brazos cruzados.


—¿Quería decirme algo?


—Muchas cosas.


—Entiendo. ¿Podría esperar hasta que le devuelva el golpe? Preferiría escucharle cuando estén pagándome por haber tenido ese placer.


El frunció el ceño.


—Mi despacho está por aquí.


Se fue sin decir nada más. Evidentemente, esperaba que ella lo siguiera, lo cual ella hizo a regañadientes y soltando juramentos en voz baja.


Su despacho era enorme, con muebles imponentes y el trono de su alteza tapizado en cuero. No había fotografías ni plantas u objetos decorativos en los que distraerse cuando estaba aburrido. La habitación decía poco de la personalidad de Pedro Alfonso o quizá dijera que no tenía mucha personalidad aparte de su seductora boca y su seriedad intransigente.


—Un despacho muy bonito —comentó Paula con una sonrisa forzada.


—Cumple su cometido.


—Vaya, el tipo que no pierde el tiempo con tonterías.


—Señorita Chaves, ya comprobará que no hay mucho tiempo para tonterías cuando se dirige una empresa.


Pedro se sentó en el trono y Paula quiso coronarlo.


—Señor Alfonso, ya comprobará que tiene que encontrar el tiempo para las tonterías cuando está educando a unas hijas.


—Ya lo veremos.


—Efectivamente —Paula se sentó en una de las butacas que había delante de la mesa—. ¿Qué quería decirme?


—Quería decirle que su puesto de trabajo no corre peligro independientemente del resultado del programa y que tampoco afectara a sus oportunidades de ascenso en Danbury's.


—Vaya, es un alivio.


—¿Hay algún motivo para su sarcasmo?


—No, señor. Estoy segura de que mis futuras solicitudes de ascenso recibirán la misma atención que la pasada.


Él frunció el ceño.


—¿La pasada?


—Tengo que volver al centro de distribución —se puso de pie—. Hoy andamos un poco escasos de personal.


—Sobrevivirán un rato sin usted —le hizo un gesto para que volviera a sentarse—. Quiero que sepa que, aunque estará en un puesto que le viene muy grande, el resto del equipo directivo se ocupará de ayudarla.


Parecía sincero, pero eso no hacía sino que resultara más paternalista.


—Así que me viene muy grande…


—Unas clases de Administración de Empresas no preparan a nadie para dirigir una cadena de grandes almacenes.


—Ha estudiado mi expediente personal.


—Es un privilegio que tengo como empleador suyo, pero no lo he estudiado. Lo hojeé cuando añadí la advertencia sobre traer a sus hijas al trabajo.


—Luego hablarán de sitios de trabajo que favorecen a la familia.


—En el Ministerio de Trabajo no estarán muy de acuerdo con su concepto de favorecer a la familia. Es más, la última vez que usted decidió aportar algo con su intención de organizar una guardería, los inspectores estaban en camino del centro de distribución.


La explicación no sirvió para mitigar su ira.


—¿Nunca ha tenido un mal día?


—Los días, en definitiva, son como nosotros los hagamos; buenos, malos o como sean. La clave está en la organización.



Ella se cruzó de brazos y se apoyó en el respaldo.


—Entonces, yo estoy desorganizada.


—Sencillamente le indico que, evidentemente, tiene algunos fallos de planificación si un par de contratiempos la hunden en el caos.


—La vida, señor Alfonso, no es planificación y dos hijas no son contratiempos —Pedro fue a hablar, pero Paula levantó una mano para contenerlo—. No obstante, tengo curiosidad por ver cómo se apaña cuando se encuentre con algún contratiempo.


—¿Usted da por sentado que no se hace nada cuando se está en la dirección?


—En absoluto, pero ninguna planificación, organización o empresa sirve para una criatura a la que le están saliendo los dientes y no duerme ni para una niña de siete años que está convencida de que hay monstruos debajo de su cama.


—¿Está intentando ponerme nervioso?


Parecía divertido con la idea.


—Claro que no. Intento hacerle ver que ser padre, soltero o no, está lleno de complicaciones. No hay manuales de instrucciones ni soluciones universales ni equipos directivos a los que consultar. Muchas veces, tendrá que pensar de pie aunque haya pasado doce horas en esa postura.


—Entonces, ser padre sólo es un trabajo espantoso.


Paula tuvo que sonreír al acordarse del beso que le había dado Chloe esa mañana y de la invitación para tomar el té que le había dibujado Macarena.


—Seguramente, eso es lo que yo he transmitido, pero no es así. Tiene unas recompensas que no se puede imaginar. Incluso en esos días malos, yo no cambiaría a mis hijas por nada del mundo. Son… —buscó las palabras adecuadas—. Son lo que hace que todo merezca la pena.


Paula se levantó al comprobar que él no decía nada y se limitaba a mirarla con una expresión indescifrable.


—Tengo que volver al trabajo. A algunos nos pagan por horas.


Pedro la despidió con un gesto de la cabeza, pero se quedó pensando en lo que acababa de oír.


Pensando y recordando.


Las viejas heridas volvieron a abrasarle como lava líquida. Él sabía perfectamente que la vida no era planificación. Era impredecible y confusa. 


Todos los planes perfectamente trazados podían caer por tierra en un abrir y cerrar de ojos. 


Sacó de la cartera la foto que le había mandado su madre en la última carta. Ella le escribía por lo menos una vez al mes. 


Él nunca la contestaba, aunque la llamaba de vez en cuando. Al fin y al cabo, ella no había tenido la culpa de todo lo que había pasado. 


Volvió a mirar la foto por enésima vez desde que la había recibido hacía una semana. Dos niños adorables, vestidos con sus mejores galas, lo sonreían. 


Tenían el pelo oscuro y perfectamente peinado, pero los ojos azules tenían una expresión traviesa, eran los ojos de los Alfonso. Tenían tres y cinco años y eran la debilidad de sus abuelos, pero Pedro no los había conocido. Eran los hijos de su hermano, pero tenían que haber sido los suyos, como la mujer de Damian tenía que haber sido la suya.



THE GAME SHOW: CAPITULO 2





Cuatro semanas más tarde...


—Sí, voy a hacerlo. Voy a ir a Me pongo en su lugar.


Paula no podía creerse que lo hubiera dicho, pero estaba encantada del parpadeo de sorpresa que su anuncio había producido en el vicepresidente de Danbury's. En ese momento no le importaba que ir a ese programa fuera lo último que quería hacer en su vida. Ya lo pensaría más tarde y seguramente se arrepentiría, pero quería saborear su victoria, aunque fuera minúscula.


Ella se convenció de que su repentina decisión de participar en el programa era sólo una cuestión de orgullo y de que no tenía nada que ver con que el pulso se le disparara cada vez que su jefe la miraba, por muy arrogante y fastidioso que Pedro Alfonso fuera. Era una cuestión de nervios y ella era nerviosa.


Estaban sentados en la sala de reuniones del edificio Danbury's. En otras circunstancias, Paula podría haber disfrutado de las impresionantes vistas, pero en ese momento estaba demasiado tensa. Tenía un vacío en el estómago desde que recibió la llamada de Pedro Alfonso para que fuera a la oficina principal a la mañana siguiente. 


No le había dado ningún motivo, pero el tono había sido casi severo. Ella se había pasado casi toda la noche sin pegar ojo al pensar que estaban a punto de despedirla. La semana anterior había llegado tarde dos veces. En ese momento, tampoco estaba segura de que fuera tan malo que la despidieran después de lo que acababa de hacer.


Los asesores legales y otros representantes de Me pongo en su lugar estaban sentados a un lado de la enorme mesa y Pedro, los abogados de Danbury's y una secretaria, al otro. Paula, cuando entró y vio el ceño fruncido de su jefe, se sentó en la silla que estaba más cerca de la puerta. Durante los veinte minutos anteriores, la productora del programa había sido la única en hablar y en marcar la pauta. Sylvia Haywood se movía por la sala de reuniones con la confianza de un general de cinco estrellas.



—¡Va a hacerlo! Es fantástico.


Casi ni se tomó un respiro antes de pasar a explicarle los pormenores del programa con una voz áspera que Paula habría asegurado que era el resultado de fumarse dos cajetillas de tabaco al día. Súbitamente, se calló y clavó la mirada en Paula.


—Tiene hijos, ¿verdad?


—Dos hijas.


—Mmm, eso no funciona.


Paula se quedó atónita por la franqueza de aquella mujer.


—Tampoco voy a deshacerme de ellas para hacer un programa de televisión…


—No me refiero a eso —Sylvia se pasó la mano por el pelo—. Tienen que vivir en casa del otro y adoptar todos los aspectos de su vida. Eso funciona mejor con personas solteras.


—No estoy casada —explicó Paula.


—Ya, pero tiene hijas. ¿Qué le parecerá dejarlas al cuidado de él durante un mes?


Paula sacudió la cabeza con firmeza.


—Ah, no. Ni hablar. Mis hijas van conmigo.


—Eso desvirtúa completamente el programa. Él tiene que meterse en su piel. Es madre soltera y eso tiene que suponer mucho estrés y originar muchas complicaciones para usted, sobre todo cuando trabaja a jornada completa y va a clase por la noche.


—No tiene ni idea —farfulló Paula.


—No, señorita Chaves, el que no tiene ni idea es él —Sylvia señaló a Pedro.


—Bueno, pues no voy a dejar a mis hijas con un desconocido.


—Señorita Chaves, el equipo de rodaje estará allí casi todo el tiempo —le aclaró Sylvia—. Además, si se siente más tranquila, puede enviar a su niñera siempre que se mantenga en un segundo plano y no se ocupe de las cosas habituales de las niñas. Sus hijas estarán seguras y bien atendidas.


—No. Yo soy la responsable de mis hijas.


Sylvia suspiró.


—¿No pueden quedarse un mes con su padre?


—No sé dónde está —reconoció Paula con cierto bochorno.


—¿No sabe dónde está? ¿Qué pasa con la manutención? —le preguntó Pedro.


Eran las primeras palabras que pronunciaba desde que había entrado en la habitación. El tono no era crítico sino, más bien, de preocupación. Aun así Paula se alteró porque le había recordado lo poco que sus hijas y ella le habían importado a su ex marido.


Kevin había desaparecido cuando todavía estaba embarazada. Nunca conoció a Chloe. La última vez que lo vio fue en un tribunal cuando dividieron sus escasas pertenencias y disolvieron el matrimonio. Él ni siquiera solicitó la custodia o pidió un régimen de visitas. 


Sencillamente, se despidió.


—Tengo entendido que se fue a otro Estado al poco tiempo de nacer Chloe.


Paula no explicó que se fue con su novia, que no había cumplido los veinte años, por la que tiró por la borda nueve años de matrimonio.


—Debería hacer que alguien le siguiera la pista —insistió Pedro—. Puedo ponerle en contacto con un buen abogado.


Paula levantó la barbilla con orgullo.


—Soy perfectamente capaz de mantener a mis hijas, gracias.


—No estaba insinuando que no lo fuera, pero su padre tiene la responsabilidad de…


—¿Responsabilidad? —Paula soltó una carcajada irónica—. Le aseguro que Kevin no sabe el significado de esa palabra.


—¡Ya está! Ya sé cómo podemos hacer que funcione el programa —los interrumpió Sylvia para alivio de Paula—. Tendremos que adaptar un poco las reglas, pero creo que será un giro muy interesante que gustará a los espectadores.


—Adaptar las reglas, ¿cómo? —preguntó Paula.


—Usted podrá pasar los fines de semana con sus hijas siempre que se lo permita el trabajo. Seguramente no utilicemos mucho de lo grabado en esos momentos, pero el señor Alfonso tendrá que participar y él tendrá que ocuparse de las tareas del hogar y de los problemas que surjan. 
Durante la semana, podrá colarse en el apartamento alrededor de medianoche, siempre y cuando se vaya antes de las ocho de la mañana.


Pedro se puso tenso.


—Mmm, ¿dónde me meteré yo?


—Doy por supuesto que ella tiene un sofá —contestó Sylvia con una ceja arqueada—. Tendrá que quedarse ahí.


Paula tragó saliva, pero tuvo la satisfacción de ver que Pedro hacía lo mismo.


—Él… no puede quedarse en mi apartamento —espetó Paula—. ¿Qué pensarían las niñas?


—Tiene razón. No sería… adecuado —opinó Pedro.


—Esa parte no se emitirá —Sylvia se apoyó en la mesa y los miró con cierta desesperación—. Somos todos adultos y esto no debería ser un problema. Ustedes no tienen una relación sentimental ni este programa es La isla de las tentaciones. Es la última concesión que pienso hacer.


Claro que no tenían una relación sentimental. Casi ni se conocían y lo que Paula sabía de Pedro Alfonso Tercero no le gustaba. Aun así, lo de tener a un hombre en su apartamento por la noche…


—No lo sé —dijo ella.


—La recompensa es medio millón de dólares, señorita Chaves.


Paula miró a Pedro. Sylvia ya había explicado que si él ganaba, el programa de televisión haría una generosa donación a la obra benéfica que Danbury's eligiera. Él no tenía nada que perder y Danbury's recibiría una considerable publicidad gratis. ¿Si perdía ella, qué conseguiría? Sylvia adivinó lo que estaba pensando.


—Está yendo a clase por la noche, ¿verdad?


—Sí. Quiero sacarme el master en Administración de Empresas.


—Ésta podría ser la mejor ocasión que tenga en su vida para demostrar su capacidad de gestión. Considérelo como una forma de presentarse a todas las empresas del país. Al último ganador lo entrevistaron en los programas más importantes de la televisión y fue portada de la revista Time. Incluso al perdedor lo entrevistaron en varios programas.


Paula tenía que reconocer que su porvenir en Danbury's no era muy prometedor. No sólo porque el director de personal estuviera contratando a familiares y no hiciera caso de sus solicitudes. Miró a su jefe y tomó aire.


—De acuerdo.


—Perfecto. Les asignaremos un equipo de grabación a cada uno de ustedes. Tendrán cierta intimidad, el cuarto de baño, ciertos asuntos económicos… pero se grabará todo lo demás. No se emitirá todo lo que grabemos. Se hará un montaje con los momentos más señalados. Naturalmente, tendrán que firmar una renuncia a reclamaciones legales. Pueden pedirse consejo o ayuda, pero lo principal tiene que deducirse —los miró a los dos—. No debería ser un inconveniente, pero si colaboran demasiado se les descalificará.